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Marta bajó del
Nissan que conducía la guardia civil
Ángela Aguilar Sastre, en medio del caos en que se había convertido Villatercia
de Siena, el pueblo hasta el que les había llevado el rastro de humo granate
que había dejado el visitante salido del portal que ellas habían elegido.
Las calles del
pueblo (uno de los más grandes de la comarca de Concejos) estaban llenas de
gente que corría en todas direcciones. Aquel supuesto caos tenía un cierto
orden: todos los vecinos del pueblo intentaban llegar hasta un vehículo con el
que huir del pueblo.
Algo los había
asustado.
- ¿Qué ocurre?
– preguntó a una mujer pequeña y delgadita, muy menuda. Era de edad madura,
pero el miedo y el cabello despeinado le hacían parecer más vieja.
- ¡¡Un
monstruo ha caído del cielo!! – gritó la mujer, fuera de sí, presa del pánico. Se
soltó de manos de Marta y corrió.
Marta y la
guardia civil se miraron, nerviosas. Las dos sacaron las pistolas, casi a la
vez.
Avanzaron con
prisa por el pueblo, vigilando en el cielo la marca que el demonio había dejado
al caer desde el portal, aquella estela de humo granate que ya se desvanecía
poco a poco, pero que todavía era bien visible.
- ¿Qué nos
vamos a encontrar? – preguntó Ángela.
Marta no le
respondió. No fue porque no debían decirles nada a los guardias civiles sobre
las posesiones y los nueve demonios anäziakanos (a aquellas alturas mantenerlo
en secreto le parecía algo demasiado estúpido) sino porque no supo qué
responderle. En realidad no sabía qué se iban a encontrar.
La estela
apuntaba hacia una amplia plaza en el pueblo, y las dos mujeres llegaron hasta
allí, esquivando a los habitantes que seguían saliendo de sus casas, cargados
con maletas y bultos, huyendo. En el centro de la plaza, un socavón en el
empedrado probaba el lugar de aterrizaje del demonio. Tres árboles pequeños que
había cerca del agujero se habían incendiado, ardiendo con extrañas llamas
rojas rosadas.
El resto de la
plaza estaba llena de sangre.
El demonio, un
extraño ser que sólo tenía dos piernas pero de cuyas caderas nacían dos torsos
diferentes, que se daban la espalda, había matado allí a muchos habitantes de
Villatercia. Uno de los torsos, de color rojo brillante, tenía una cabeza
picuda y una boca de la que sobresalían dos colmillos afilados. El otro torso,
el que sujetaba en ese momento a un hombre, era de color gris verdoso y tenía
la cabeza redonda, con orejas en punta y nariz aguileña.
Marta y Ángela
corrieron hacia la plaza, empuñando las pistolas con ambas manos. Cuando
estuvieron a unos quince metros del demonio apuntaron y le dispararon, pero fue
después de que el torso grisáceo clavara sus dientes romos en el cuello del
hombre, matándolo.
Las balas de
plata de las dos mujeres pasaron silbando alrededor del demonio, que se giró
hacia ellas. Las dos bocas sisearon, enfadadas.
El demonio
cargó corriendo sobre su único par de piernas, con velocidad. Las dos mujeres
volvieron a disparar, unas cuantas balas cada una. Algunas hicieron blanco.
El torso de
color rojo se llevó la mano al costado, donde un reguero de sangre había
empezado a surgir. Gritó de dolor y corrió, alejándose de las mujeres, que
volvieron a disparar. Las balas silbaron a su alrededor y levantaron astillas
de piedra de los adoquines del suelo. El demonio llegó hasta la esquina de una
casa grande de la plaza y la golpeó con los cuatro puños, reventando las
piedras que la componían. Se levantó una nube de polvo que pronto cubrió a la
criatura, que siguió con su extraño arrebato. Una parte de la casa se derrumbó,
cubriendo a la criatura.
- ¿Qué leches
ha pasado? – preguntó Ángela Aguilar Sastre, estupefacta.
- No lo sé,
pero ese demonio ya está muerto – dijo Marta, creyéndoselo a medias. ¿Quién
podría soportar una casa que se le derrumba encima? Quizá uno de los Ocho
Generales podía.... – Debemos irnos, escoltar a toda esta gente. No deben ir a
los otros pueblos de la zona.
- Vamos,
tienes razón – dijo Ángela, y Marta comprendió que a la mujer le alegraba salir
de aquel infierno.
Corrieron
hacia el Nissan y montaron, saliendo
del pueblo a toda velocidad, adelantando a la comitiva de coches, poniéndose en
cabeza para guiarles. Ángela informaba a los vecinos con el megáfono del
techo.
* * * * * *
En Torillos de
Siena la cosa estaba muchísimo más calmada. Daniel Galván Alija y Gabriel Román
Trimiño habían llegado hacía un rato al pequeño pueblo y no habían visto
todavía a nadie. Las calles estaban desiertas y no se escuchaba ni un solo
ruido.
El único
indicio de que en Torillos pasaba algo anormal era la estela de humo granate
que cruzaba el cielo del pueblo, justo por encima. Cuando habían llegado al
pueblo todavía era perfectamente visible, espesa y opaca. Con el paso del
tiempo se había ido diluyendo en el aire.
Y también el
incendio.
Gabriel Román Trimiño
había aparcado el Nissan al lado de
un campo de pasto, a la salida del pueblo. Allí había un socavón de tierra
removida, humeante y caliente. Parecía que el demonio había aterrizado allí.
Pero no había ni rastro de su presencia.
Gabriel,
armado con su fusil, se acercó al agujero, buscando pistas, mientras Daniel
observaba con curiosidad los postes de madera que sostenían los alambres de
espino que formaban la valla del perímetro del campo. Todos los postes ardían
con un extraño fuego color rojo, con tonos rosados. Daniel dedujo que la
llegada el demonio había aumentado la temperatura drásticamente, inflamando los
postes de madera de las inmediaciones.
Gabriel Román
observaba con ojo atento los cadáveres de dos vacas, tendidas en la hierba
cerca del agujero de tierra oscura. Daniel se acercó a su compañero el guardia
civil y miró los cuerpos de los animales muertos. Estaban abiertos en canal,
como por un cuchillo muy afilado. Las entrañas estaban fuera del cuerpo,
devoradas. El resto de la carne de las vacas estaba intacto.
- ¿Qué animal
hace una cosa así? – preguntó Gabriel, sabiendo que tenía a Daniel detrás.
- No ha sido
un animal – contestó el técnico de la ACPEX. – Ha sido un demonio.
- ¿Un demonio?
– preguntó Gabriel Román Trimiño, con incredulidad, levantándose y encarándose
con el chico. Después miró la estela de humo, el agujero del campo y los postes
de madera que ardían como fuegos fatuos de un color rojo extraño y se encogió
de hombros. – La verdad es que esta historia siempre ha sido un poco rara. ¿Por
qué no?
Daniel sonrió.
Gabriel sostuvo con languidez el arma, pero no la soltó. Miraba en derredor,
intentando encontrar alguna pista del supuesto demonio que había hecho aquello,
pero no lo encontró.
- ¿Qué hacemos
ahora? – preguntó.
- Hay que
encontrarlo – dijo Daniel, sabiendo que era lo que debían hacer, aunque no
fuese exactamente lo que más le apetecía en ese momento.
Los dos
hombres echaron a andar, sin un rumbo fijo. Simplemente pensaban deambular por
la zona, a la búsqueda de alguna pista sobre el demonio.
Entonces un
resoplido fuerte sonó a su espalda. Una mezcla entre relincho de caballo y de
ballena. Los dos hombres se dieron la vuelta y miraron a la oscuridad. Allí no
había nada.
Pero el
resoplido volvió a sonar, un poco después. Sonaba más allá del campo de pastos,
hacia el fondo, donde unos arbustos crecían alrededor de una veintena de
robles. Gabriel Román encabezó la marcha, con el fusil por delante de él. Le
hizo señas a Daniel para que lo siguiera en silencio, y el chico así lo hizo.
Se adentraron
en el pequeño bosquecillo de brezos y salieron al otro lado, Gabriel casi en
cuclillas y Daniel encogido, muerto de miedo.
- ¿Qué mierda
es eso? – musitó Gabriel Román Trimiño, sin poder evitarlo. Daniel no supo qué
contestar.
Delante de
ellos, rasguñando la hierba y la tierra con las garras de las patas delanteras,
había una criatura extraña. Era de color negro, brillante como el basalto. Era
un cuadrúpedo, como un caballo o un buey, pero tenía largas garras en las
patas, afiladas y gruesas, de unos siete u ocho centímetros. La cabeza le
recordó inmediatamente a Daniel a una maceta, dada la vuelta: era una cabeza
cilíndrica, grande, de color un poco más claro que el resto del cuerpo, casi
gris. Tres ojos grandes y redondos y la boca amplia resaltaban en el costado
redondeado de la cabeza. Parecía un animal, pero aquel rostro denotaba una
inteligencia superior al de cualquier bestia.
El demonio los
miró detenidamente y sonrió.
- ¿Qué
hacemos? – preguntó Gabriel, en un susurro, nervioso.
- Mátale.... –
respondió Daniel, de la misma manera.
Pero Gabriel
Román Trimiño nunca llegó a apretar el gatillo. Aquel demonio con extraño
aspecto de toro o buey se lanzó contra él, embistiéndole con la parte alta de
su cabeza, la base plana del cilindro. Le dio en el pecho y lo lanzó por los
aires, pasando por encima del bosquecillo de brezos que acababan de atravesar hasta
el campo de más allá. Por el camino perdió el fusil, que aterrizó en la hierba
con unos chasquidos sordos.
Daniel
reaccionó como nunca hubiese imaginado. Sacó del cinturón el machete de plata
que había cogido de la bolsa de las armas que el padre Beltrán les había
ofrecido a todos y le lanzó un tajo fuerte al demonio, hiriéndole en un costado
de la pétrea cabeza cilíndrica. A pesar de la dureza de la piel del demonio, un
corte granate se abrió en su rostro, dejando salir una sangre del mismo color.
El demonio
aulló de dolor, con un quejido similar al de un lobo, momento que Daniel
aprovechó para atravesar los brezos, corriendo totalmente erguido, notando cómo
las duras ramas le arañaban las piernas, a pesar de los vaqueros. Llegó otra
vez al campo abierto y vio a lo lejos a Gabriel, que se removía dolorido en el
suelo.
Antes de que
pudiese darse la vuelta y enfrentarse otra vez al demonio, éste ya le había
alcanzado. Rehecho del ataque del ser humano, el general anäziakano corrió tras
él y lo alcanzó. Se puso de manos y le propinó un zarpazo con las patas
delanteras, seccionándole el brazo izquierdo a la altura del codo.
Daniel gritó
de dolor, notando cómo su brazo recién cortado caía en la hierba, cerca de su
pie. El corte le dolía y le ardía, como si estuviese puesto al fuego. Las
garras del demonio se habían notado calientes.
Presa del
dolor, a punto de desmayarse por él, Daniel fue capaz de apretar con fuerza el
machete y girarse, buscando el cuello del demonio, que previó el ataque y lo
esquivó, clavándose el machete en el lomo, al final.
El demonio
aulló de dolor de nuevo, trotando por el campo con el machete clavado en el
lomo, alejándose de Daniel, que cayó al suelo de rodillas, con la frente
cubierta de gotas de sudor, a causa del dolor del brazo. Se llevó la mano hasta
la herida y notó el corte seco, casi como la textura de un neumático caliente.
La mano derecha no se manchó de sangre y Daniel lo comprendió entonces: las
garras ardientes del demonio le habían cauterizado la herida en el mismo
momento de propinársela.
Desde el
suelo, con el cabello empapado de sudor caído y pegado en la frente, Daniel
observó cómo el demonio se sacaba el machete con los dientes y lo dejaba caer
en la hierba, con un ruido metálico sordo. Después se volvió hacia Daniel,
mirándolo con su inteligente rostro: estaba furioso.
Pero, en lugar
de atacar, mudó su cara por el desconcierto. El demonio levantó la cabeza
hacia el cielo y husmeó el aire, con aspiraciones fuertes. Movió la cabeza en
varias direcciones, sin dejar de oler, hasta que descubrió lo que fuese que
había olido. Sonrió, con un toque victorioso, miró de nuevo a Daniel,
sarcástico, y después se marchó al galope, hacia el pueblo.
Daniel se dejó
caer hacia adelante, sosteniéndose contra el suelo con la mano derecha,
indemne. Jadeó, tratando de aguantar el dolor, sin dejar que lo desmayara. Al
cabo de unos minutos se volvió a sentir con fuerzas, así que se levantó y
caminó despacio hacia Gabriel, que seguía removiéndose en el suelo.
- ¿Estás bien?
– le preguntó, inclinándose sobre él.
- Me duele
todo – dijo el guardia civil, con sangre en los labios. Daniel le estudió un
poco y no vio ninguna herida evidente.
- Vamos,
tenemos que irnos de aquí. Ese monstruo se ha largado, y tenemos que alcanzarle
– explicó Daniel, ayudando a Gabriel a ponerse en pie y sosteniéndole con su
brazo completo.
- Pero tío....
¡tu brazo! – se sorprendió Gabriel.
- Por eso quiero
alcanzar a ese hijo de puta.... – dijo Daniel, con rabia. – ¿Puedes conducir? –
preguntó y Gabriel negó con la cabeza, antes de toser y escupir sangre por la
boca. – Entonces tendremos que andar. Mónica y tu amigo Eduardo habían ido al
pueblo de al lado. Creo que podemos llegar andando, poco a poco: ellos nos
ayudarán.
El técnico
ayudó a andar al guardia civil y los dos, cansados y maltrechos, echaron a
andar hacia el vecino pueblo de Los Cármenes.
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