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La sala
celestial estaba bañada con una luz limpia y transparente. Todo relucía en
color blanco, salvo las sillas tapizadas en cuero marrón y el tablero de juego,
multicolor, colocado en la mesa de mármol.
La luz
directa del Sol entraba por las abundantes ventanas, altas y estrechas, con
estilizadas columnas acanaladas a ambos lados de cada una. Los visillos blancos
de seda caían despreocupadamente hasta el suelo, siendo atravesados por la
fuerte luz del Sol.
Todo estaba
en silencio. Todo estaba tranquilo. Todo estaba limpio y bien iluminado. Ni
siquiera podían verse motitas de polvo flotando en los haces de luz que pasaban
por las ventanas y atravesaban las cortinas.
La puerta de
roble del fondo se abrió, dejando entrar una corriente de aire frío, que
acompañaba a las deidades. Al frente marchaba Volbadär, el dios del agua, como
anfitrión del evento. Le siguieron la Doncella, el Azar, la Madre Gaia,
Fásthlàs el Bullicioso, la Bestia y Jroq el Destructor.
Todos
tomaron una silla y se sentaron a la mesa, excepto Volbadär, que como anfitrión
se sentó en una butaca más amplia y cómoda. Bestia se quedó de pie, merodeando
alrededor de la mesa: nunca podía estarse quieto. Doncella, la Madre y Azar se
sentaron con tranquilidad, sacando sus fichas de los pliegues y los bolsillos
de sus túnicas. Fásthlàs el Bullicioso se sentó sin parar de botar en el
asiento, sacando una bolsita de tela de su morral, dejando caer las fichas de
su interior. Se tuvo que bajar del asiento para recogerlas todas del suelo.
Jroq el Destructor sacó una bolsa de cuero basto de la espalda, con uno de sus
brazos izquierdos y la dejó frente a sí, en la mesa. Después apoyó sus cuatro
manos en el regazo y esperó, pacientemente, con los ojos cerrados.
- Muy bien.
Bienvenidos todos – dijo Volbadär, una vez dispuso el tablero de juego sobre la
mesa, con todas sus tarjetas y listas de eventos delante de él, fuera del
alcance de la vista de los jugadores. – Vamos a empezar a jugar. Presentad a
vuestros jugadores.
Bestia (una
criatura a medio camino entre un oso pardo y un lobo, que caminaba a dos patas
y usaba sus garras anteriores como manos humanas) gruñó, satisfecha. Se acercó
a la mesa y depositó una serie de piedras irregulares, todas de color gris o
negro.
- Mis
jugadores serán mis hijos de la tierra y del cielo.... – comentó, con su voz
grave.
Azar sacó
tres dados, uno de seis, otro de ocho y el último de doce caras. Todos eran de
madera verde con los números en rojo. No dijo nada. Todos sabían cómo jugaba el
Azar.
- Yo jugaré
con mis héroes habituales.... – dijo la Madre, sacando de su cajita de madera
de fresno una ficha rectangular, como de dominó, de aluminio, sin pintar ni
grabar. La dejó en la mesa, fuera del tablero y cerró la caja de fresno. Todos
sabían que tenía más héroes guardados allí, pero las reglas del juego permitían
guardarlos (y esconderlos) para más adelante.
Jroq el
Destructor (a quien muchos aldeanos llamaban simplemente Caos) sacó de la bolsa
de cuero basto una canica de vidrio negro, del tamaño de un huevo de gallina.
Era una esfera perfecta, salvo por una zona que estaba limada, plana, para que
se pudiese apoyar en la mesa sin que se echase a rodar. La superficie oscura y
pulida de la esfera parecía atrapar la luz. Jroq no dijo nada.
Fásthlàs el
Bullicioso puso dos fichas encima de la mesa: eran dos conos de cuarzo, uno de
color azul con vetas rojas y otro pintado de amarillo con círculos negros desde
la base hasta la punta, como una abeja.
- Yo jugaré
con los gemelos Borta y Wup, los bárbaros de las Llanuras de Niebla Perenne –
explicó el pequeño dios, con una risita traviesa. Los demás en la mesa no
pudieron evitar sonreír (incluso Jroq el Destructor, que seguía con las cuatro
manos en el regazo y los ojos cerrados).
Volbadär se
volvió hacia Doncella, con amabilidad. La bella deidad asintió serenamente y
abrió sus manos, que había mantenido cerradas y juntas encima de la mesa. Sacó
un único peón de ajedrez, de madera pintada de rojo. Estaba algo rozado y le
faltaba el barniz en alguna zona.
- Muy bien –
dijo Volbadär, cuando todos hubieron mostrado sus jugadores. – Empecemos, pues:
estáis en la tierra de Xêng....
• • • • • •
Estaba
en la tierra de Xêng. Había viajado durante días desde el Páramo, en el reino
vecino de Jonsën. Había llegado caminando, sin prisas: era buen andarín y no
tenía dinero para comprar un caballo en su reino.
Había
cruzado a la tierra de Xêng por el bosque Oriental (que, irónicamente, quedaba
al oeste de su propio reino) y una vez allí había buscado la aldea, que estaba
en un amplio claro en medio del bosque. En aquel claro había tres pueblos, pero
él buscaba el más pequeño.
Quietud,
se llamaba. Lo cierto era que era una aldea pequeña y tranquila, aunque había
movimiento de carros y de ganaderías. El pueblo no estaba especialmente vacío y
muchos de sus habitantes llenaban las calles y la taberna.
Allí
se dirigió él, a la taberna: era allí donde le habían citado. Entró con
cautela, mirando a todo el mundo con disimulo: no conocía a su cita, así que la
buscaba. No se quitó la capucha roja, como era su costumbre, pero no era el
único: había bastante gente con capucha, con gorros e incluso con embozos.
Mórtimer
era un ladrón profesional. Robaba carteras y objetos de valor para sobrevivir,
era cierto, pero ése no era su estilo. Nunca robaba comida, ni a los
mercaderes, ganaderos y agricultores de los pequeños pueblos. Ni siquiera se
colaba en las casas de la gente rica, allá en el reino de Jonsën, su patria.
No.
Él robaba grandes tesoros, robaba secretos, robaba planes e intrigas, robaba
objetos de gran valor que estaban fuertemente custodiados. Solía robar por
encargo y a veces robaba cosas de valor que luego podía vender.
Aquel
día Mórtimer había viajado hasta la tierra de Xêng, fuera de su patria, porque
alguien le había contactado por carta. Alguien necesitaba sus servicios en
aquel reino extranjero.
-
¿Qué quiere, forastero? – le dijo el tabernero, un hombre delgado como un palo.
Tenía la cara larga y un penacho de pelo despeinado en lo alto de la cabeza, de
color naranja.
-
Una cerveza.... – contestó Mórtimer.
Esperó
en la barra, tomando la cerveza que le sirvió el camarero, observando a la
gente de alrededor. Había buen ambiente, con bastante gente por la estancia, de
pie en la barra o sentados a las mesas. Mórtimer no se quitó la capucha, para
pasar inadvertido, aunque llevaba una capa roja de paño que llamaba la
atención.
Siempre
la usaba y aquella vez le serviría para que su contratador le reconociera. Al
cabo de un rato notó que un Minotauro le miraba fijamente desde un rincón.
Demasiado fijamente.
Mórtimer
se envaró un poco, tenso. Era un ladrón, no un guerrero, así que sabía pelear
lo justo para defenderse. Además no iba armado, salvo por un pequeño cuchillo
de monte que llevaba en la cintura, a la espalda.
El
Minotauro era una bestia inmensa. Tenía los cuernos de color marfil, con las
puntas negras. Su cabeza de toro era colosal. Tenía un aro de oro colgado de
los dos agujeros de la nariz bovina. Vestía unos pantalones de cuero y un
chaleco también de cuero, granate, con tachuelas. Estaba cruzado de brazos
(unos brazos musculosos y brillantes) y no le quitaba ojo de encima.
Mórtimer
tragó saliva, mirando de reojo al animal, vigilándole, y se puso aún más
nervioso cuando vio que el Minotauro se separaba de la pared y se acercaba a
él, con paso seguro y firme.
-
Ven conmigo – dijo sin más, al pasar por delante de él. El Minotauro cruzó la
sala hasta la pared de enfrente, donde descorrió una cortina oscura, con
disimulo, pasando al otro lado. Mórtimer se lo quedó mirando y, cuando
desapareció al otro lado de la cortina, cogió su cerveza y lo siguió, aunque no
muy tranquilo, por lo menos no demasiado nervioso. Llegó a la cortina con la
cerveza de la mano (y la otra agarrando la empuñadura del cuchillo a la
espalda) y cruzó al cuarto secreto.
Era
una estancia pequeña, cuadrada, con las paredes pintadas de negro. Entre eso y
que sólo había dos lámparas, la habitación estaba muy oscura.
Había
una mesa en el medio. Sentados alrededor de ella había un hombre apuesto, dos
tipos que se parecían muchísimo con aspecto de Bárbaros y el Minotauro, que se
sentaba en aquel momento.
-
Muy bien, ya estamos todos – dijo el hombre apuesto, levantándose y acercándose
con amabilidad hacia Mórtimer. Éste vio que el hombre llevaba una coraza de
hierro, con un emblema en el lado izquierdo del pecho. Aquel hombre era un
caballero. – Ven, siéntate a la mesa con nosotros. Veo que ya tienes bebida,
pero si quieres puedo ofrecerte un vino especiado....
-
No, gracias.... – declinó Mórtimer, dejándose llevar a la mesa. Se sentó entre
el Minotauro y el anfitrión. Los dos Bárbaros quedaron delante de él.
-
Bueno, ya tenemos aquí a nuestro experto – dijo el caballero, con una sonrisa
sincera y elegante. Los Bárbaros rieron un poco pero el Minotauro no hizo amago
de sonreír. Seguía serio, con sus manazas sobre la mesa, a ambos lados de una
jarra de barro. – Hagamos las presentaciones: éste es Mórtimer Wolfort, natural
del Páramo, en el vecino reino de Jonsën. Es el ladrón que necesitamos.
Bienvenido.
-
Gracias.... – dijo Mórtimer, algo cortado. Los Bárbaros le asintieron y
sonrieron, con aspecto de idiotas. El Minotauro le miró de lado, atento a beber
el vino de su jarra. Sólo el caballero parecía estar contento de tenerle allí.
Al fin y al cabo era el que le había contratado....
-
No hay de qué....
-
¿Sois Ahdam? – preguntó dirigiéndose al caballero.
-
Ése soy yo, sir Ahdam de Gurfrait, una ciudad esplendorosa a los pies de las
montañas Borgö. Soy quien se puso en contacto contigo, porque necesitamos tus
habilidades.
Mórtimer
asintió.
-
¿Qué tengo que robar?
-
Un tesoro, amigo mío. Un tesoro magnífico que entregaremos al rey Nanphamyl.
Nos quedaremos con la décima parte y te aseguro que será suficiente para vivir
de forma acomodada durante el resto de nuestra vida.
-
Bien....
-
Déjame que te presente al resto del grupo. Éste es Hiromar, el Minotauro. Es un
soldado muy hábil y nos será muy útil cuando lleguemos al templo: conoce las
leyendas y las trampas que tendremos que sortear para alcanzar el tesoro – dijo
Ahdam de Gurfrait, señalando al Minotauro. La bestia dedicó un saludo con la
cabeza a Mórtimer, bastante amigable comparado con el trato que le había
dedicado hasta ese momento. – Y estos son Borta y Wup, hermanos gemelos,
Bárbaros de las Llanuras de Niebla Perenne, al norte, en las Tierras Áridas –
Mórtimer se volvió a los gemelos (comprendiendo por qué le habían resultado tan
parecidos) y les saludó. Ellos le sonrieron, de una forma un poco estúpida. –
Somos suficientes para lograr nuestro objetivo: encontrar el tesoro del dios
Volbadär.
Los
gemelos Borta y Wup rieron y se palmearon la espalda el uno al otro. Ahdam
sonrió ampliamente, convencido. Hiromar el Minotauro simplemente bebió de su
jarra de vino.
-
¿Y cómo robaremos el tesoro? – preguntó Mórtimer.
-
Verás, Hiromar conoce las leyendas sobre ese tesoro, así que será el guía que
nos lleve hasta allí – explicó el caballero Ahdam, sacando un mapa viejo y
arrugado de una mochila en el suelo y extendiéndolo encima de la mesa. Mórtimer
tuvo que hacer un esfuerzo por ver algo, con tan poca luz. – Al parecer el
tesoro está escondido en un templo en honor del dios Fugun en Tax, una ciudad
de la Llanura Umbría. Tenemos que ir hasta allí y entonces Hiromar nos dirá
cómo evitar las trampas, para que tú puedas robar el tesoro.
Mórtimer
asintió, pasándose la mano por el mentón y la boca, pensativo, mirando el mapa.
-
¿Qué dices, forastero? – intervino el Minotauro, con voz grave y profunda. –
¿Te unes a nosotros?
Mórtimer
levantó la vista del mapa para mirar al Minotauro. Éste le miraba serio y ceñudo,
pero sus palabras no habían sido agresivas: simplemente era un Minotauro.
-
Sí, me apunto – dijo Mórtimer.
Los
Bárbaros gemelos rieron como idiotas, volviéndose a palmear la espalda el uno
al otro. Ahdam chocó su vaso con la jarra de cerveza de Mórtimer e incluso
Hiromar sonrió levemente.
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