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8 -
(Granito)
Al día siguiente Lucas montó
en el Twingo y salió con destino a la mansión Carvajal-Sande.
Había desayunado con el
maestro, que le explicó que él daba clases en la escuela que había en Cabezuela
del Valle, pero que la hija pequeña de los Carvajal-Sande no iba a clase:
recibía a profesores particulares en casa y allí era donde estudiaba. Su
familia podía permitirse esos lujos, pero en opinión de Francisco Pizarro
Huete, no era bueno para la niña. No se la veía nunca en el pueblo y por lo que
él sabía no tenía amigos de su edad.
Después del desayuno (que
había sido abundante: su anfitrión podría ser callado y extraño, pero era muy
acogedor y le ofreció muchas opciones de desayuno, exprimiéndole incluso un
zumo natural de naranja) Lucas pensó que a la vuelta pasaría por el
supermercado o la tienda de Cabezuela (creía haber visto una el día anterior),
para comprar algo de comida y reponer la que ya había empezado a gastar en casa
del maestro.
La mansión Carvajal-Sande
estaba al sur de Cabezuela y de Navaconcejo, cerca de la Garganta de los
Infiernos, un lugar muy frecuentado por los turistas, por sus saltos de agua y
sus pozas naturales: en verano era destino típico para darse un chapuzón y
disfrutar de las formaciones graníticas naturales, fruto del paso del agua
durante milenios.
La mansión estaba en terreno
elevado, entre montañas, aunque se asentaba en un espacio llano, muy amplio.
Lucas no sabía cuántas posesiones y terrenos pertenecían a la familia, pero al
menos la mansión estaba en uno enorme y vasto. Desde Cabezuela, Lucas tuvo que
seguir una carretera comarcal, estrecha pero bien asfaltada y señalizada, hasta
un desvío señalado con un cartel propio: Mansión
Carvajal decía. Allí tomó
otra carretera, privada, pero con buen asfalto. Dos filas de álamos la
flanqueaban y daban paso a la elegante mansión. Lucas temió haberse equivocado
al ponerse aquel día su mono rojo, el que usaba siempre que trabajaba. Le daba
un aire estrafalario que le venía muy bien a su profesión, pero en aquel
ambiente podía parecer ridículo e incluso basto.
Se encogió de hombros,
agarrado al volante: ya no había vuelta atrás.
La carretera de acceso
terminaba en una rotonda magnífica, adornada con césped y flores muy bien
atendidas y una fuente en el centro: en el interior del plato había una especie
de rollo antiguo de granito, con argollas aún colgadas de su estructura,
terminado en una cruz de hierro. Hasta quince chorros surgían de otros tantos
caños, rodeando la columna en una especie de espiral.
Lucas aparcó el Twingo en la
misma rotonda, frente a la mansión, detrás de un Bentley elegante y brillante.
Se apeó de su coche y admiró el otro. Con un silbido de admiración se volvió
hacia la mansión.
- Ahí no se puede aparcar.
Lucas se giró y observó a un
chófer con gorra de plato bajarse del elegante Bentley. Le miraba con superioridad
y cierto reto. Aunque Lucas no quiso dejarse intimidar, prefirió ser
conciliador. Todavía no había empezado a trabajar para la familia y no quería
hacerlo con una bronca.
- Lo siento, no sabía. He
visto su coche aparcado y he pensado que podía dejar el mío aquí también –
Lucas sonrió, tratando de no sentirse menospreciado, al comparar el señorial
Bentley negro con su Twingo pintado a dos colores.
- Este coche es el de los
señores. Uno de tantos – comentó el chófer, sin cambiar su cara poco amistosa y
con tono despreciativo. A Lucas le pareció un cretino desde el primer momento.
– Ningún cualquiera puede aparcar aquí.
- He venido por petición
expresa del señor Felipe Carvajal Roelas – dijo Lucas, tajante, pero sin que su
voz abandonara un tono respetuoso y humilde. Además, no dejaba de sonreír,
aunque le costaba horrores mantener aquella sonrisa. Aquel imbécil le estaba
haciendo cabrear. – Voy a trabajar para la familia.
El chófer lo miró, receloso
y valorativo, sin desfruncir el ceño.
- Aun así el acceso debe
permanecer despejado – dijo, sin darle ni un mísero tono de amabilidad a sus
palabras. Aquel cretino se creía el dueño de aquello, y sólo era un simple
chófer. Lucas tuvo que suspirar para mantener la compostura.
- ¿Podría decirme, entonces,
dónde puedo dejar aparcado mi coche? Para que no moleste, digo, y para poder pasar
a reunirme con el señor Carvajal. Me está esperando.
El chófer volvió a mirarle
con desprecio y recelo, pero acabó contestando.
- A la vuelta de la mansión,
por ese lado, hay una dársena para los coches de los visitantes – señaló con
una mano enguantada en cuero negro. – Puede dejarlo allí.
- Muy amable – respondió
Lucas, con toda la ironía que fue capaz de imprimirle a las dos palabras. Y era
capaz de mucha. El chófer le miró desdeñoso mientras Lucas volvía al Twingo,
arrancaba, daba la vuelta completa a la rotonda y después se desviaba por un
camino asfaltado que se desviaba hacia el lateral derecho de la mansión,
rodeado de césped muy verde y rosales altos. En aquella época del año los
rosales estaban vacíos, pero el césped lucía como en los mejores días de
verano. El jardinero hacía bien su trabajo (aunque, como Lucas estaba
malhumorado por su encuentro con el chófer, supuso que el jardinero también
sería otro estúpido estirado). A media distancia del lateral de la mansión (que
era muy profunda) había una pequeña dársena con una marquesina metálica que
resguardaba los vehículos del Sol y de la lluvia. Lucas aparcó fácilmente,
porque el hueco estaba vacío y después salió del coche, encaminándose a la
parte frontal de la mansión, con la mochila a la espalda.
No hizo ni caso del chófer
del Bentley, que seguía allí y le miró fijamente, desde que dio la vuelta a la
esquina de la mansión hasta que llegó a la puerta principal, ascendiendo por la
pequeña escalinata. Llamó al timbre, que le sonó más señorial que cualquier
otro que hubiera escuchado antes.
¡Ding, Dong!
Al cabo de unos instantes la
puerta se abrió, dejando ver a un mayordomo de cara seria y mirada inteligente.
Era un hombre de estatura media, ancho, con la cara redonda y el pelo negro con
alguna hebra gris engominado y peinado con raya. Vestía pantalones oscuros,
camisa blanca y chaleco a rayas amarillas y negras, verticales. Le miró con
seriedad pero con expectación, nada soberbio. Lucas pensó en el cliché: en caso
de asesinato, el culpable sería el mayordomo.
- Buenos días – saludó, tratando
de no sonreír, divertido, víctima de sus pensamientos. – He venido a ver al
señor Carvajal Roelas. Me está esperando.
- ¿A quién debo anunciar,
señor?
- A Lucas Barrios, detective
paranormal.
- Pase, por favor.
El mayordomo le dejó el paso
franco y Lucas penetró en la mansión. Inmediatamente después de la puerta de
entrada había un recibidor enorme, que brillaba y lucía con mucha elegancia y
señorío. El detective se quedó sin habla por un momento, admirado.
- Espere aquí, señor
Barrios. El señor vendrá enseguida.
- De acuerdo, gracias –
logró decir Lucas, reaccionando. El mayordomo lo dejó en el recibidor y se
marchó por las escaleras que daban acceso a la primera planta. Una escalinata
de mármol, con un tramo central que después de unos cuantos escalones se
dividía en dos tramos laterales, que daban la vuelta de ciento ochenta grados y
subían finalmente al siguiente piso. La balaustrada y sus estatuas decorativas
eran excelentes.
Lucas aprovechó para
curiosear. Aunque el dinero no era algo que le hiciese mucha falta ni lo que le
movía en primer lugar al hacer su trabajo, se dijo que en aquella ocasión podía
pedir lo que quisiera: aquella familia podía pagarlo. Se fijó en varias mesitas
que había por todo el recibidor, con piezas de porcelana y pequeñas obras de
escultura. Todo parecía muy caro y muy elegante, aunque la pieza que más le
llamó la atención fue una figurita de Lucifer, cuando todavía era arcángel.
También había cuatro cuadros
en aquella estancia. Cuadros de grandes dimensiones que apenas cubrían las
grandes paredes de la sala. Dos mostraban escenas de caza, jinetes armados con
escopetas cazando ciervos o zorros, pero no le interesaron. Se fijó en un
retrato, de un hombre serio y frío, vestido al estilo del Siglo de Oro, muy
gallardo y sobrio. Debía ser un hombre de unos cuarenta años, rubio y pálido,
con pómulos prominentes y un curioso hoyuelo en la barbilla. No destacaba por
su riqueza artística, pero Lucas se fijó bien porque imaginó que aquel era un
antepasado de la familia.
La cuarta pintura tuvo a
Lucas un rato confundido. Era de estilo modernista, abstracto o cubista (la
verdad era que no entendía nada de arte moderno), mostrando a una mujer desnuda
(al menos Lucas imaginó que lo era), con los miembros colocados en lugares
extraños, los pechos descolocados también y los rasgos de la cara movidos. A su
alrededor había círculos de colores.
- Horrible, ¿no es así?
Lucas se separó del cuadro,
que miraba con una mueca de incomprensión y disgusto, al escuchar aquella voz
potente, pero bien modulada. Observó a un hombre vestido con traje que
descendía por la escalinata: imaginó que era su anfitrión y se acercó a él.
- El detective Lucas
Barrios, supongo – le dijo, tendiéndole la mano, que él estrechó. – Soy Felipe
Carvajal Roelas.
- Mucho gusto.
- Es una pena, pero tenemos
que tenerlo colgado ahí – comentó, señalando al extraño cuadro del recibidor.
Estaba en la pared de la izquierda, al lado de la abertura que daba paso a una
sala elegante con butacas, mesas pesadas y una chimenea acogedora. – Lo pintó
mi sobrino y por eso lo tenemos ahí, para que las visitas lo vean. Dice que es
artista, pero para mí es un mamarracho.
Lucas no supo si era una
broma o un comentario malévolo, así que se limitó a sonreír ligeramente,
tapándose la boca con el dorso de la mano.
- Lo peor es que tomó como
modelo a mi segunda hija, Carmen Adelaida – siguió diciendo el señor Carvajal.
– Retorcido y lamentable.
Lucas no supo qué decir o
qué hacer, así que se mantuvo en silencio al lado de don Felipe Carvajal.
- Vamos a mi despacho, allí
estaremos más cómodos – dijo éste, indicándole con un gesto que subieran por
las escaleras. Lucas así lo hizo, acompañado por el señor de la casa, uno al
lado del otro. – ¿Ha tenido un viaje agradable?
- Sin incidencias – contestó
Lucas, sintiéndose un poco incómodo. Aquellas maneras y lujos no iban con él. –
Llegué ayer al pueblo, a Cabezuela, y me he alojado en casa del maestro.
- El señor Pizarro, sí. Un
buen hombre, aunque algo sombrío y taciturno – comentó Felipe Carvajal Roelas.
- ¿Lo conoce? – se sorprendió
Lucas, porque sabía que la hija pequeña de los Carvajal-Sande no iba a la
escuela del pueblo.
- Sí. En esta zona nos
conocemos todos – asintió Felipe Carvajal Roelas, sonriendo por primera vez.
Era una sonrisa fría. – Aunque no bajamos mucho a los pueblos de la zona
conocemos a la gente más importante o más notoria. Somos la familia noble más
importante de la comarca, es nuestro deber mantenernos en contacto con los
vecinos de nuestras tierras.
Lucas asintió, sin haber
entendido nada.
En el primer piso el señor
Carvajal Roelas le llevó hasta su despacho, una sala agradable y recogida,
forrada por completo con madera. Las estanterías estaban repletas de libros, de
trofeos y de fotos (Lucas pudo reconocer a dos presidentes del gobierno, varios
empresarios influyentes y dos antiguas vedettes
famosas) y una mesa de trabajo dominaba el espacio. A un lado de la mesa
destacaba una butaca forrada en cuero y al otro, opuestas a ésta, había otras
dos butacas más pequeñas y menos ostentosas, pero igualmente elegantes y
cómodas.
- Siéntese, detective –
invitó el dueño de la casa, mientras él ocupaba la butaca grande. Lucas se
sentó en una de las otras dos. – Antes de nada debo agradecerle que aceptara
nuestro caso y que contestara a nuestra llamada de ayuda. Mi hija Sandra
Herminia me puso al corriente de su llamada.
- No hay de qué.
- Y también, antes de entrar
en materia, quería decirle que podemos acondicionar una habitación para
huéspedes del segundo piso, para que pueda alojarse aquí, en caso de que no
quiera quedarse en el pueblo.
- Se lo agradezco, pero
prefiero quedarme allí. De esa forma no les molestaré, aunque pasaré mucho
tiempo en su casa, eso seguro, mientras trato a su hija menor – rechazó
elegantemente Lucas. Ya antes de conocer la mansión y a Felipe Carvajal Roelas
había decidido quedarse a dormir en un lugar ajeno a la mansión, pero después
de haber visto el ambiente, lo prefería aún más. No le gustaría estar siempre
rodeado de aquellos lujos y aquel trato encorsetado. Salir de allí para pasar
la noche en otro sitio, aunque fuese en compañía del raro maestro, sería mejor
para sus nervios.
- Como desee – asintió
Felipe Carvajal Roelas, educado. – Entonces, no nos queda más que hablar del
caso. Aunque ya está un poco en antecedentes por mi mensaje y el de mi hija
Sandra, pero imagino que querrá saber todos los detalles.
- Desde luego – apuntó
Lucas, inclinándose un poco en la butaca, hacia adelante, prestando atención.
El señor Felipe Carvajal
pasó a relatarle lo ocurrido hacía dos días, cuando su hija Sandra Herminia (la
misma que le había escrito a la página web) se encontraba sola con su hermana
pequeña. La niña (aunque ya tenía quince años Lucas comprobaría que la mayoría
de las personas de la mansión se referían a ella así) se llamaba Sofía.
Felipe Carvajal Roelas le
contó lo sucedido, lo que su hija mayor les había contado a todos. La pequeña
llevaba un par de días en la cama, sintiéndose indispuesta, sin fiebre pero con
síntomas de gripe. Sin embargo, había comido con apetito y estaba despierta la
mayor parte del día, queriendo ver la tele, leyendo sus libros o charlando con
sus hermanos o el servicio.
Durante la noche en que
ocurrió el evento (término utilizado por el señor Carvajal después de que Lucas
se lo indicara) Sofía estaba en la cama, en principio despierta. Su hermana
Sandra Herminia había salido a pasear a caballo, como solía hacer muchos días,
y dejó a Sofía sola, vigilada por la criada Daría. La niña leía una revista
cuando su hermana mayor se despidió de ella. No había motivos para imaginar lo
que iba a ocurrir una hora y media después.
Sandra Herminia volvió a la
casa al anochecer y mientras se preparaba para darse un baño entró en la habitación
de su hermana pequeña, para ver cómo se encontraba.
Fue entonces cuando sucedió
todo. Sofía presentaba la cara y el cuello negros, según las palabras de Sandra
Herminia “como el alquitrán”. Los ojos estaban tintados también, de rojo, con
los iris que normalmente eran de color azul tornados a dorado. Lucas se puso
tenso en la butaca al escuchar aquello. Con esos datos no había duda de que un
demonio estaba detrás de aquello.
La niña comenzó a moverse,
agitarse y contonearse de maneras súbitas y también de forma muy sexual, nada adecuada
para una niña como ella. El padre no quiso entrar en detalles, Lucas lo notó
turbado durante esa parte del relato, así que le pidió que siguiera: ya
hablaría con la hermana mayor. Quizá tuviera menos remilgos a la hora de
contarle esos detalles.
Sofía hablaba, además, con
una voz que no era la suya, muy grave y profunda, diciendo ordinarieces. Sandra
Herminia se asustó y asombró mucho, y aún lo estaba, sobre todo por el
desenlace. Al parecer Sofía habría agarrado a su hermana y la habría lanzado
contra la pared, con una fuerza desusada en ella. Los criados habían acudido en
ayuda de Sandra y la habían recompuesto y ayudado a reponerse. Entonces Sofía,
como despertando de un sueño, volvió en sí.
En ese momento entró en el
pequeño despacho una mujer madura, elegante y serena. Vestía un vestido de
color granate muy elegante y discreto y llevaba el pelo castaño muy bien
peinado y arreglado. Lucas se puso en pie al entrar la mujer.
- No se moleste, detective.
- Es mi mujer, María Rosa
Sande – presentó Felipe Carvajal. Lucas y la señora se estrecharon la mano.
- Mucho gusto.
- El gusto es mío, sobre
todo si puede ayudar a mi hija – contestó ella, situándose al lado de su
marido, frente a Lucas. Era una mujer mayor, demasiado maquillada, quizá para
encubrir arrugas y manchas en la piel, pero Lucas reconoció que había sido muy
guapa de joven y que a aquellas alturas seguía manteniendo cierta belleza.
- ¿Por dónde íbamos? –
preguntó Felipe Carvajal Roelas, despistado.
- ¿Desapareció el color
negro de la piel? – preguntó Lucas, que sabía muy bien en qué punto de la
narración del evento se habían quedado.
- Sí, así fue.
- ¿Y los ojos volvieron a la
normalidad?
- Sí. De forma inmediata.
- ¿Inmediata? – se extrañó
Lucas.
- Podrá preguntarle a mi
hija Sandra Herminia, pero así fue – aseguró María Rosa Sande, con cara
compungida. – Cuando Venancio y Tomé, dos de nuestros mayordomos, le ayudaron a
levantarse, ella fue directa hacia Sofía: mi pequeña estaba consciente, con la
cara normal y los ojos azules de siempre. Sandra trató de calmarla,
abrazándola, y pudo verlo perfectamente.
Lucas asintió, pensativo. Aquellos
síntomas eran claros de posesión demoníaca, pero la desaparición inmediata de
ellos no ocurría ni siquiera con la muerte del huésped. Aquello era muy extraño
y tendría que empezar por ahí a investigarlo.
- ¿Qué opina, señor Barrios?
- Llámeme Lucas – volvió en
sí, sonriendo. – Creo que debo investigar mucho, entrevistarme con sus hijas y
ver qué averiguo en la habitación de la pequeña. Podíamos estar hablando de una
posesión demoníaca, de un intento al menos, y no sólo eso es lo extraño. Hay
más detalles que me desconciertan....
- Entonces, ¿acepta el caso?
– preguntó María Rosa Sande, expectante.
- Lo acepté al venir aquí,
señora Sande – asintió y sonrió Lucas, tratando de parecer amable y de calmar a
la mujer: se la veía terriblemente preocupada y asustada. – Ahora sólo nos
queda acordar el salario.
- Eso no es problema – dijo
Felipe Carvajal Roelas. La cifra que le ofreció luego a Lucas le hizo abrir los
ojos al máximo, sorprendido. Lucas tenía suficiente dinero como para que la mayoría
de la gente lo considerara rico, pero aquella cifra en el papel le sorprendió
incluso a él. Tuvo que contenerse mucho para no silbar por la sorpresa.
- Me parece muy adecuado –
contestó, con voz trémula.
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