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(Granito)
Llegó con el caballo,
remontando la loma, hasta el llano. Desde allí podía ver el atardecer y la casa
familiar al lado, iluminada por los últimos rayos solares desde atrás. Azuzó al
caballo para que volviera a trotar y se encaminó hacia la mansión.
Hacía mucho frío, pero le
encantaban aquellos días para cabalgar. Apenas hacía viento y el cielo estaba
encapotado, plomizo, con un techo natural de nubes que parecían metálicas, por
el color y por la densidad. Unas nubes que prometían lluvia pero que se
mantenían preñadas: aquellos momentos eran los mejores, cabalgando con un ojo
puesto en el cielo, esperando y lamentando la lluvia, a partes iguales.
Sandra Herminia Carvajal
Sande había aprendido a montar cuando tenía cinco años. Desde siempre había
habido caballos en la finca familiar y todos los hijos habían aprendido a
montar desde muy niños. Quizá salvo su hermano Luis Antonio Carvajal Sande,
cuya torpeza era extensible a cualquier deporte, no solo a montar a caballo.
Sandra Carvajal Sande trotó
sobre su fiel Hércules hasta los
establos, separados de la casa unas decenas de metros, en su parte trasera. Allí
los rayos solares del crepúsculo hacían más daño, ya que no estaban tapados por
la gran mansión. La joven llevó al paso a su montura y la metió en su establo
individual, entreteniéndose en desensillarla y en cepillarle todo el cuerpo.
Había caballerizos que se encargaban de esas cosas, pero a Sandra Carvajal
Sande le gustaba hacerlo.
Cuando Hércules estuvo limpio y relajado, Sandra se dirigió a la casa, con
ganas de ser ella misma la que se librase de la ropa de montar y de darse un
baño relajante. Sus padres estaban en Cáceres, en una entrega de premios de la
fundación y sus hermanos estaban fuera: Carmen Adelaida con su marido esquiando
en Andorra, Felipe Ernesto en Madrid atendiendo la empresa y Luis Antonio en
una fiesta de la fraternidad. Tan sólo quedaba en casa la pequeña Sofía, que
estaba en cama. Sandra Carvajal Sande esperaba no tener ningún sobresalto, disfrutar
de la tranquilidad de la gran mansión casi vacía, y poder pasar la velada con
su hermana pequeña, quizá viendo una de aquellas horrorosas películas de miedo
que tanto le gustaban.
Le sacaba más de veinte años
a su hermana más pequeña, Sofía Carvajal Sande, pero se llevaba muy bien con
ella. Su relación nunca había sido como la de una madre hacia su hija, hecho
que podía haberse producido dada su diferencia de edad. Al contrario, Sandra
Herminia siempre había tratado a su hermana pequeña como eso mismo, sin
pretender ocupar el lugar de su madre. Al ser la hermana mayor de cinco
hermanos, su papel (autoimpuesto, surgido de manera natural) siempre había sido
el de mediadora entre sus padres y sus hermanos. Al ser la mayor y la
primogénita había ido abriendo camino para todos y se había auto convertido en
el nexo entre sus padres (gente de otra generación y otra época) y sus hermanos
pequeños (pertenecientes a ese heterogéneo grupo llamado generación millenial: Sandra Herminia siempre había
ridiculizado ese torpe intento humano de categorizarlo todo, pero lo cierto era
que se notaba el cambio de generación entre sus padres y sus hermanos, incluida
ella).
Tanto los Carvajal como los
Sande eran familias centenarias, apellidos pertenecientes a familias
nobiliarias de Cáceres. El final del siglo XX y el principio del XXI era una
mala época para los antiguos nobles y Sandra Herminia se había echado a la
espalda la tarea de guiar tanto a sus padres como a sus hermanos en aquel
complicado trance.
Entró en la mansión por una
de las puertas traseras, ascendiendo la pequeña escalinata (mucho menos
aparatosa que la de la fachada principal, aunque no por ello menos ornamentada
y elegante) y entrando directamente en la sala de lectura de la planta baja.
Dos criadas se afanaban por limpiar el polvo de aquella vasta habitación, llena
de ventanas francesas que daban al jardín trasero, con cinco lámparas de araña
colgantes del techo para iluminar de noche, llena de divanes, sofás y sillones
comodísimos para hacer más placentera la lectura. Y, sin embargo, a pesar del
tamaño de tan magnífica sala, era la mitad de pequeña que la biblioteca de la
planta superior.
Las criadas la saludaron y
ella les devolvió el saludo. Sandra Herminia Carvajal Sande, desde muy niña,
había tratado amablemente al servicio, algo que su padre no lograba entender.
Era un hombre de otra época, que habría sido muy feliz durante el asedio de
Cáceres, cuando las dos casas nobiliarias familiares habían sido más poderosas
y famosas. Para Felipe Carvajal el servicio debía trabajar y ser tratado con
disciplina y dureza. Difícilmente los consideraba trabajadores, por muy poco
los consideraba humanos. Sandra siempre había tenido discusiones con él por
eso.
Salió al pasillo y desde
allí llegó al basto recibidor circular, desde donde se podía acceder a las
habitaciones de la planta baja y desde donde nacía la escalera de obra que
conectaba con el piso superior. Ascendió por ella, haciendo que las botas de
montar resonaran en el amplio espacio. Sin embargo, a pesar de eso, la casa
estaba silenciosa.
Muy diferente era cuando los
cinco hermanos estaban en casa, además de maridos, mujeres y demás familia.
Siempre había conversaciones, risas, ruido de múltiples actividades y, por qué
no, también alguna discusión encendida. Los Carvajal Sande eran de genio vivo
por parte de padre y de fuertes convicciones por parte de madre, así que era
normal que los hermanos discutieran a menudo, con sus padres también, e incluso
con su primo Rafael María Rodríguez Sande, el nefasto artista, que desde la
muerte de su padre, hacía ya doce años, había vivido allí con ellos y con su
madre, la viuda María Resurrección Sande.
Pero aquella tarde la casa
estaba vacía. Su primo Rafael probablemente estuviera en algún antro con sus
amigos artistas o en alguna exposición modernista, drogándose a más no poder y
su tía Resu (como todos la llamaban) estaba con sus padres en la entrega de
premios. Los pasos de Sandra Herminia en los escalones de mármol resonaban en el
recibidor, sonando huecos y solitarios.
Si Sandra hubiese sido un
poco aprensiva quizá hubiese creído que aquello era una premonición, pero era
una mujer fuerte, la más serena y válida de la familia, así que no se dejó
llevar por fantasías. Era mucho más prosaica en aquel momento: un baño, una
copa de vino, relajación.
Llegó a su cuarto, alto y
ancho como los de toda la mansión, y se desvistió, quitándose la ropa de
montar, dejándola sobre un reclinatorio del siglo XVII: allí dejaba bien
colocada la ropa que el servicio debía recoger para lavar y planchar. En ropa
interior se miró al espejo de cuerpo entero, ovalado y con marco de plata, que
tenía al pie de la cama.
Era una mujer joven y
atractiva, quizá demasiado delgada. Pero era consecuencia de su vitalidad y su
energía imparable, que le obligaban a estar siempre en movimiento, empleada en
diferentes empresas y objetivos, impidiéndole engordar. Se deshizo del
sujetador y las bragas de encaje y se miró completamente desnuda en el lujoso y
ornamentado espejo. A pesar de la delgadez y de algunos huesos demasiado
marcados, Sandra Herminia sabía que era una belleza. Y, a pesar de que
lamentaba su delgadez, sabía que era una privilegiada: cuántas mujeres la
envidiarían por su incapacidad para engordar....
Se giró para verse por
delante y por detrás y después se puso una bata de raso y se calzó unas
zapatillas elegantes, para ir hasta el baño, pensando en la mala suerte de que
no hubiese encontrado un hombre para casarse. Mala suerte la de aquel hombre
hipotético, desde luego, que no había sabido encontrarla. Sandra Herminia
Carvajal Sande no lamentaba estar soltera, aunque todas sus amigas y el resto
de profesionales con las que se codeaba al gestionar los negocios familiares
fuesen mujeres casadas y con hijos. Se comparaba a menudo con ellas, era
inevitable, pero no sentía envidia ni pesar. ¿Deseaba un marido que la adorara?
Sí. ¿Quería tener hijos con los que compartir su vida? Desde luego. Pero no
tenía prisa ni lamentaba su situación actual: estaba soltera pero era una mujer
de éxito. Le encantaba trabajar y aunque encargarse de los negocios de su padre
quizá no era su sueño, era competente al hacerlo y brillante en su gestión. No
era ella la que necesitaba a un hombre para redondear su vida: era un hombre el
que necesitaba encontrarla para mejorar la suya.
De camino al lujoso baño,
mientras reflexionaba sobre estos pensamientos (que no eran un autoengaño o una
manera de justificarse, eran lo que de verdad sentía) pensó en pasar a ver a su
hermana pequeña. La joven Sofía (de apenas quince años, una hija que don Felipe
y doña María Rosa no habían esperado) llevaba sintiéndose enferma varios días.
Los profesores que la educaban en casa no habían ido la última semana, ya que
la jovencita se encontraba demasiado mareada, cansada y dolorida para atender a
las clases. El médico de confianza de la familia había ido a visitarla, sin
saber muy bien qué dolencia la aquejaba. Dado que no había fiebre y según los
síntomas, la diagnosticó con una ligera gripe, que pasaría en unos días.
- ¿Sofía? ¿Estás despierta?
– preguntó, cerrándose bien la bata de raso y entrando con delicadeza en la
habitación de su hermana. Era tan grande como la suya, pero lógicamente
decorada como sólo una adolescente lo haría. Un póster de Justin Bieber y otro
de Sweet California presidían la cabecera de su cama, que era de hierro forjado
muy señorial, desentonando con el resto de la habitación. Un móvil de mariposas
de escayola se balanceaba al lado de la ventana, un espejo cuadrado rodeado de
fotos de Sofía con sus amigas reflejaba la cama y media habitación y un
calendario de fotos de Mario Casas competía en otra pared con multitud de fotos
y de recortes de revistas del grupo One Direction. Sandra Herminia sonrió, al
ver toda aquella selección de gustos y al recordar su propia habitación
decorada con posters y fotos de los Backstreet Boys y de las Spice Girls.
Sofía estaba en la cama,
arropada entre las sábanas. Las persianas estaban casi bajadas del todo y las
cortinas echadas. La habitación estaba en penumbra, sólo iluminada por la poca
luz que entraba del exterior y la que procedía del pasillo. Sandra Herminia
Carvajal Sande se acercó a la cama, a la cabecera.
- Ya he vuelto de montar a Hércules, voy a darme una ducha. Si
quieres luego podemos cenar juntas y ver la tele o alguna película....
Al sentarse en el borde de
la cama su hermana dio un respingo, girándose. Sofía Carvajal Sande había
estado de espaldas a su hermana mayor, pero se volvió, poniéndose boca arriba,
apoyada sobre su espalda. Sandra dio un grito, asustada, poniéndose en pie
inmediatamente.
La cara de Sofía estaba
completamente negra, desde la garganta hasta el nacimiento del pelo, como una
grotesca máscara. Mantenía sus rasgos, pero la piel estaba negra, como cubierta
por pintura. A Sandra Herminia le recordó un cuadro horrible de su primo Rafael
María, que había mostrado muy orgulloso a toda la familia hacía unas semanas.
Nadie supo qué decir y su primo salió de la habitación ofendido y enfadado.
- ¡¡Sofía!!
La pequeña se contorsionó en
la cama, como si en lugar de un cuerpo humano fuese un montón de serpientes que
se arrastraban unas sobre otras encima de las sábanas. Sandra Herminia se llevó
las manos a la cara, tapándose la boca, asustada. No era una mujer aprensiva,
dada a histerismos, pero aquella visión de su hermana pequeña era horripilante
y terrorífica.
Y aquello no había hecho más
que empezar.
De repente la espalda de
Sofía se curvó, tensando todo el cuerpo. La niña quedó apoyada sobre las puntas
de los pies y sobre la coronilla, formando todo su cuerpo una curva, con los
brazos colgando, como sin fuerza. Sandra Herminia dio un respingo cuando su
hermana pequeña adoptó aquella postura, de improviso. El cuerpo de Sofía no
dejaba de temblar.
Asustada, sin saber qué
hacer, Sandra Herminia se dirigió corriendo a la ventana, descorrió las
cortinas de sendos zarpazos y subió la persiana hasta arriba. El Sol ya se
había ocultado, pero desde el horizonte todavía llegaba una poca luminosidad,
rojiza, que sirvió para iluminar la habitación.
El efecto fue perjudicial.
Toda la habitación se iluminó con un resplandor rojizo, que hizo la escena y la
postura de Sofía más terroríficas.
- ¡¡Sofía!!
La niña no respondió. Tenía
los ojos cerrados, los párpados le temblaban. La boca entreabierta dejaba salir
un leve hilo de espuma blanca, pero no pronunciaba palabra. El cuerpo entero se
agitaba y los brazos se balanceaban bajo ella.
- ¡¡Sofía!!
Los parpados de la niña se
abrieron, dejando ver unos ojos rojos, de iris dorados, malévolos. La boca se
abrió y una voz muy diferente a la de su hermana empezó a escucharse en la
habitación.
- Reclamo
este cuerpo para mi gozo. Es mi nuevo hogar. Deseo su control, su dominio y su
virtud. Nadie podrá negármelo.
- ¡¡Sofía!! ¿Qué te pasa?
¡¡¡Sofía!!! – chilló Sandra
Herminia Carvajal Sande, fuera de sí, víctima de las lágrimas. Aquello no era
una gripe.
Se volvió al pasillo,
corriendo desesperada, mientras su hermana pequeña se agitaba en la cama y
seguía hablando con aquella voz extraña, grave y malvada. Sandra podía notar la
maldad en aquella voz, porque el vello de los brazos y la nuca se le encrespaba
al escucharlo, y la piel de gallina le cubría todo el cuerpo bajo la bata de
raso.
- ¡¡Socorro!! ¡¡Venancio!!
¡¡Tomé!! ¡¡Daría!! – llamó a los criados que se le ocurrieron, los que sabía
que estaban en la casa. – ¡¡¡Socorro!!!
- No
hay socorro. No hay misericordia. Sólo hay violación y dominio, perra estúpida – dijo la voz por la boca de su
hermana.
Sandra Herminia Carvajal
Sande se volvió sorprendida y asustada hacia su hermana. Estaba tendida de
nuevo en la cama, con la espalda apoyada sobre el colchón. Su cuerpo seguía
temblando y la niña (aunque Sandra dudaba a cada momento que pasaba que Sofía
siguiese allí) ondeaba las caderas con un movimiento libidinoso y lascivo,
impropio de una chica como ella. Con las manos se acariciaba el vientre y las
caderas y una sonrisa malsana y rijosa le torcía el rostro, que seguía negro
como el alquitrán.
Sandra se acercó a la cama y
tomó a su hermana pequeña de una mano, apartándola del cuerpo. Sandra lloraba,
asustada y asqueada, al ver a su hermana pequeña, hasta aquel momento una chica
buena e inocente, comportarse de aquella manera. Estaba segura de que no era
ella, aunque no tuviese idea de qué le estaba pasando.
Al agarrarle la mano y
separársela del cuerpo la notó caliente, ardiendo. Entonces la mano y el brazo
se tensaron y Sofía (o lo que sea que fuese lo que había sobre aquella cama)
tiró de su hermana mayor, sacudiendo el brazo y lanzándola contra la pared.
Sandra Herminia golpeó la pared de la habitación cerca del espejo cuadrado y el
tocador, cayendo al suelo, abriéndosele la bata, quedando expuesta su desnudez
y todo su miedo. Aturdida, no pudo moverse.
Sofía (el cuerpo de Sofía)
observó a su hermana tendida en el suelo y al verla allí se relamió con deleite
y lujuria, abriendo los ojos rojos desmesuradamente. Hizo amago de apoyarse en
la cama para levantarse, muy probablemente con intención de acercarse al cuerpo
indefenso de Sandra Herminia.
Pero entonces algo ocurrió: Sofía
sufrió un espasmo, que la sacudió todo el cuerpo. Miró alrededor sorprendida y
rugió, como lo haría un animal y no una chica dulce y amable de quince años.
Sufrió inmediatamente otro espasmo, tan fuerte que la lanzó sobre la cama. Una
vez allí se sacudió, como si quisiera levantarse y no pudiese porque alguien le
sujetaba por los brazos y las piernas. Gruñó y gritó desesperadamente y llena
de furia, como un animal salvaje, pero no pudo levantarse de la cama, por más
que se sacudió, forcejeó y trató de moverse, alzando el regazo con violentas
embestidas. El largo cabello rubio se sacudió con fuerza, hacia todos lados,
víctima de los cabeceos y movimientos bruscos.
Venancio y Tomé, dos de los
criados y mayordomos, llegaron a la habitación en aquel momento, asustados de
inmediato al ver aquella escena. Se quedaron en la puerta de la habitación y
sólo reaccionaron al ver a doña Sandra tirada en el suelo, con las vergüenzas
al aire. Fueron sobre ella y la levantaron, tapándola de nuevo.
Los tres, a los pies de la
cama, vieron cómo Sofía se sacudía rápidamente, como si vibrara, gritando en un
chillido sostenido y largo, bestial. De repente se detuvo y quedó tendida en la
cama, como si hubiera caído desde el cielo, de medio lado, inmóvil.
- Sofía.... – sollozó Sandra
Herminia Carvajal Sande, acercándose a ella con la ayuda de Venancio. Tomé,
santiguándose, iba tras ellos. Sandra podía andar, aunque estaba dolorida y
mareada: sentía una humedad en la parte trasera de la cabeza, donde seguramente
se había hecho una brecha, pero en esos momentos no la preocupaba. Su hermana
pequeña había sufrido un evento extraño y terrorífico y ahora estaba en la
cama, sin moverse.
Sandra llegó hasta ella,
gimoteando, cerrándose la bata con una mano y sosteniéndose con la otra agarrándose
a Venancio. Se sentó en la cama, al otro lado de donde lo había hecho la
primera vez, y agarró a su hermana pequeña por el hombro, girándola.
Sofía estaba llorando. Su
piel volvía a ser rosada, muy pálida, y sus ojos eran verde oscuro de nuevo. No
había ni rastro de color negro ni de escleróticas rojas o iris dorados. Aquella
era Sofía de verdad, pues incluso sus sollozos sonaban a ella, con su verdadera
voz.
- Sofía, mi niña.... – lloró
Sandra, agarrándole la cara y atrayéndola hacia sí. La acogió entre sus brazos
y la acunó, amorosamente. Las dos lloraban, sobre todo de miedo y de susto,
pero algunas lágrimas sueltas eran de alivio y alegría. Las dos estuvieron
abrazadas mucho rato, acunándose mutuamente. Venancio, cerca de ellas pero
manteniendo la distancia, las miraba atónito. Tomé volvió a santiguarse y rezó,
en murmullos incomprensibles.
- ¿Qué me ha pasado? –
preguntó Sofía, enterrada entre los brazos y el pecho de su hermana, con una
voz desconsolada y aterrorizada. Los tres adultos que la acompañaban se
quebraron al escuchar el desasosiego de la niña.
Pero ninguno supo responderla,
para aliviar su confusión.
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