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Sole fumaba el
enésimo cigarrillo de aquella mañana, apoyada contra el costado de su
todoterreno, esperando la llegada de los agentes de la ACPEX, los agentes de
apoyo que Marta había solicitado. Mientras esperaba, no dejaba de mirar la moto
que llevaba en el remolque.
Era la moto
del padre Beltrán, la que le había pedido que recogiera de El Burgo de Osma,
donde se había quedado como consecuencia de su huída acelerada la noche pasada.
Era grande y de gran cilindrada. Tenía el asiento de cuero, el manillar cromado
y los guardabarros de un negro brillante. Era el tipo de moto que la gente
reconocía como una Harley, aunque no
fuese realmente de esa marca.
Sole no podía
comprender cómo un cura podía llegar a tener una moto como aquélla, pero
cualquier cosa podía ocurrir si te acercabas a un cura como aquel, se dijo.
Estaba a los
pies del Cristo del Otero, cerca de Palencia. Llevaba un rato ya esperando, en
el que había aprovechado para instalar los equipos de vigilancia. Hasta ese
momento no habían registrado nada, ninguna traza de demonios ni de poseídos.
Pero el cura
de negro había asegurado que la siguiente posesión ocurriría ese día. Sole
seguía alerta.
Apuró el
cigarrillo y lo lanzó al suelo, cuando el ruido de un motor se acercó hasta
ella por la carretera.
Un Renault
Koleos de la agencia llegó hasta ella, frenando sobre la estrecha cuneta. Sole
entrecerró los ojos cuando la nube de polvo llegó hasta ella y la cubrió,
yéndose lejos, flotando en el aire. Cuando el ambiente se despejó vio a dos
personas que se habían bajado del coche.
Sujetando
todavía la puerta del lado del conductor había un chico, bastante alto, delgado
y estirado, de abundante pelo moreno y mirada viva y curiosa. Sonreía.
En el lado del
acompañante había una mujer menuda que cerró la puerta del coche con fuerza.
Era bajita (por debajo de un metro y medio, calculó Sole), con el pelo rubio y
rizado en caracolillos, ojos azulísimos detrás de unas gafitas de montura
cuadrada y un generoso busto que destacaba y llamaba la atención. Estaba muy
seria, casi sin expresión, pero sus ojos miraban sin parar alrededor.
- ¡Hola! –
saludó el chico, ensanchando su sonrisa y acercándose a Sole con la mano
estirada. Ella se la estrechó. – Usted es Soledad de las Moras, ¿verdad? Es un
placer conocerla....
- Puedes
llamarme Sole – contestó la mujer, sintiendo que se le contagiaba la amplia
sonrisa del chico.
- ¡Muy bien!
Yo soy Daniel Galván y ésta es mi compañera Mónica Argüelles – dijo, señalando
con una mano. – Nos ha mandado la agencia para ayudarla.
Sole asintió,
mientras interiormente los valoraba. Daniel Galván Alija y Mónica Argüelles
Martín eran los nombres que el general Muriel Maíllo le había enviado aquella
mañana. Eran los dos técnicos que la ACPEX había mandado desde la central, para
formar el nuevo equipo de campo con ella, por petición de Marta Velasco. Sole
había leído sus historiales en su móvil.
Los dos eran
técnicos de la “Sala de Luces” desde hacía cuatro y cinco años,
respectivamente. La mujer era la más veterana. Habían recibido comentarios
positivos y favorables en alguna ocasión por parte de sus superiores, incluso
del general. Habían ayudado en grandes casos de la agencia (como en el ataque
de encarnados del verano pasado en
Castrejón de los Tarancos, sin ir más lejos) pero no habían realizado ni una
sola misión fuera de la “Sala de Luces”. Ni siquiera como agentes de apoyo.
Y ahora tenía
que lidiar con ellos sobre el terreno.
Buena suerte.
- ¿Cómo ha ido
el viaje? – preguntó, sin saber qué otra cosa decir. Por lo menos les trataría
amablemente, se dijo la soldado.
- Muy bien.
Sin problemas – contestó el chico, el tal Daniel Galván Alija. Parecía que era
con quien Sole hablaría, pues la pequeña mujer no había abierto los labios aún.
- Me alegro –
dijo Sole, deteniéndose. Estaban frente a la valla que había en el mirador
donde habían aparcado los coches, al inicio de la zona asfaltada a los pies del
Cristo. Desde allí podían ver toda la zona, incluyendo la cercana ciudad de
Palencia. Sin volverse a ellos, apoyada en la valla, mirando hacia adelante,
preguntó: – No habéis salido nunca de la “Sala de Mapas”, ¿verdad?
Sole no pudo
verlo, pero Daniel parpadeó asombrado ante aquella pregunta tan directa. Sin
embargo, sí que pudo notar cómo el chico se envaraba. No veía a la pequeña
mujer rubia, pero imaginó que Mónica Argüelles Martín no había cambiado su cara
vacía de toda expresión.
- Yo.... No,
la verdad es que no....
Sole asintió.
- Bien. Esto
va a ser duro.... – musitó, sin dejar de mirar hacia adelante. Luego continuó,
alzando la voz: – Bueno, pues ahora estáis haciendo trabajo de campo, en un
equipo de campo nada convencional. Soy la única soldado del equipo y la más
veterana, en la agencia en general y sobre el terreno en particular. Así que no
voy a deciros que se hará lo que yo diga, pero sí que la operación la dirigiré
yo, más o menos.
Sole no se
giró, pero notó que el chico asentía enfáticamente a su derecha y que la mujer
se encogía de hombros a su izquierda.
- Ahora estáis
trabajando en el mundo real, las luces se convierten en personas. Y en este
caso serán personas que tratarán de matar a otras personas – dijo Sole,
aleccionando a los nuevos reclutas, sin pensar en lo que les iba a decir,
asombrándose al encontrar todo aquello en su interior. – Tendréis que pensar
rápido, pero no a la hora de trabajar con un teclado, sino cuando toque correr,
cuando toque saltar, cuando toque empujar, cuando toque salvar a alguien.... o
matarlo. Si vais a estar conmigo voy a intentar enseñaros cómo trabaja un
soldado de la agencia, pero necesito que respondáis como tal. Ya no sois sólo
técnicos.
Sole se giró
entonces hacia ellos, enderezándose y separándose de la valla sobre la que
estaba apoyada.
- Sí, señora.
Estaremos preparados – dijo Daniel, asintiendo y temblando. Sole pudo ver que
no estaba preparado en absoluto, pero que haría lo que fuera por acabar
estándolo. Eso estaba bien.
Después miró a
Mónica, y la bajita mujer rubia asintió.
- Sí – dijo,
sin cambiar de cara. Sole no estuvo segura de si aquello significaba
indiferencia o determinación. De todas formas, cualquiera de las dos cosas le
valían.
Por el
momento.
- Muy bien. De
acuerdo – dijo, poniéndose totalmente erguida. Se giró y señaló hacia su
todoterreno. – ¿Sabéis cómo funcionan esos aparatos de lecturas?
- En principio
sí – contestó Daniel. – ¿Qué son?
- Un medidor
de ondas ectoplásmicas, un escáner láser de calor residual y un lector de
radiación sulfúrica – enumeró Sole, abriendo la puerta trasera de su
todoterreno, dejando ver la maleta metálica con la pequeña antena redonda dando
vueltas y el coro de luces parpadeantes. – Éste es el medidor de ondas y en el
otro asiento está el lector de radiación sulfúrica. Están los dos conectados. –
Sole se estiró y cogió del asiento del copiloto el tablero pequeño de color
negro. – Éste es el mando del escáner láser: lo he colocado antes en la cima
del otero, a los pies del Cristo. Está conectado y calibrado.
- Podremos encargarnos
de ellos – aseguró Mónica. Tenía una agradable voz, grave pero bonita. Sole no
entendió por qué no la utilizaba más a menudo.
- Muy bien.
Estad atentos a las lecturas. Cuando haya algún cambio actuaremos como debamos.
- Por ahora
todo parece tranquilo – comentó Daniel, que estaba delante de la maleta
metálica abierta. Mónica revisaba el pequeño aparato plano que era el lector de
radiación.
- Por ahora
quizá sí – dijo Sole, colocándose un nuevo cigarrillo en la comisura de los
labios y buscando el encendedor en el bolsillo. – Pero ya se animará....
* * * * * *
Cerró la
puerta del portal y el portazo metálico le resonó en el interior del cráneo.
¡Dios!, si sólo pudiese quitarse la cabeza un segundo, para poder descansar.
Llevaba todo
el día igual, con jaqueca y fiebre. Tenía escalofríos, pero ni moqueaba, ni
tenía tos, ni ningún otro síntoma que pudiese relacionar con un resfriado.
No entendía
qué le pasaba, pero estaba hecho mierda.
Jesús Alonso
Guisado caminó por la calle, con paso tranquilo. El Sol de aquel día de verano
le hacía mucho daño, entrándole por los ojos y clavándose en su cerebro
dolorido. Pero su madre le había mandado que saliera de casa, que se diese una
vuelta, aunque sólo fuese hasta la plaza y volviera. Según ella, tenía que darle
el aire. Así mejoraría.
Por no
escucharla más (llevaba dándole el coñazo
todo el día y eso le daba más dolor de cabeza) Jesús Alonso Guisado había
acabado saliendo a la calle, sufriendo aquel paseo que según su madre le haría
tanto bien.
Notó un mareo
repentino, justo cuando llegó a la plaza. Se apoyó en uno de los bancos de
madera que no estaban ocupados por abuelos que veían correr a sus pequeños
nietos por la plaza y se dobló sobre sí mismo hacia adelante. Sufrió una arcada
terrible, dolorosa y fortísima. Todo su cuerpo se sacudió, pero no vomitó.
Cuando pasó se
volvió a incorporar, tembloroso. Había sido horrible. Estaba sudando por el
esfuerzo.
Y por el
calor.
De repente
otra náusea le hizo doblarse, agarrándose con fuerza al respaldo de listones de
madera del banco, haciéndose daño en los dedos cuando las uñas se clavaron en
la madera. Se agitó, con espasmos, pero no llegó a vomitar, como la otra vez.
Simplemente fueron arcadas calientes.
Era como tener
fuego dentro que quería salir por la boca, pero se quedaba consumiéndole por
dentro.
Jesús Alonso
Guisado se sentó en el banco, con piernas inseguras: más adecuado sería decir
que se derrumbó en él. Jadeaba, asustado y dolorido. ¿Qué cojones le pasaba?
Entonces notó
una sensación rara. Era como si alguien le abriese la puerta del conductor y le
invitase, agarrándole por el codo, en un gesto delicado pero firme, a que
saliese del coche para dejarle conducir.
O como si
alguien se encargase de dirigir su mente, para ocuparse de manejar su maltrecho
y enfermo cuerpo, y dejarle a él descansar.
Sonaba
descabellado, pero a Jesús le pareció una buena idea....
* * * * * *
- ¡¡Tenemos
una lectura!! – exclamó Daniel, en una mezcla entre emocionado y nervioso. –
¡Tenemos una lectura!
Sole se acercó
a él, con el ceño fruncido. Pasó por delante del todoterreno y cogió el rifle
de asalto del asiento del conductor. Era un acto reflejo: había empezado la
acción. Miró con ojos concentrados la pantalla del lector de radiación,
comprobando que los niveles estaban altos.
- Localiza el
punto de emisión – dijo, seria. Daniel empezó a teclear con cierta torpeza y
dudas, pero realizando bien la tarea.
- El escáner
de calor también ha encontrado algo – dijo Mónica, desde el otro lado del
coche. Sole dio la vuelta al todoterreno para encontrarse con la mujer. La
técnico no añadió nada más: cuando la soldado llegó hasta ella le tendió el
mando del aparato, en el que se mostraba lo que había registrado el pequeño
cubo negro colocado a los pies del Cristo.
- Un pico de
temperatura de ciento veinte grados – dijo Sole, haciendo que los dos técnicos
la miraran fijamente.
- Creo que
tengo la posición de la fuga de radiación sulfúrica – dijo Daniel, mirando la
pantalla del lector.
- En marcha
entonces – dijo Sole, decidida, montando en el asiento del conductor. Daniel
corrió para subirse al asiento del copiloto mientras Mónica se subía detrás de
él, en los asientos traseros. Mientras Sole arrancaba, haciendo derrapar las
ruedas, el medidor de ondas ectoplásmicas que iba en la maleta metálica se puso
a pitar, mientras un piloto bulboso de color amarillo se ponía a destellar con
furia.
Sole condujo
por la carretera estrecha que llevaba a lo alto del otero, bajando por ella, en
dirección a la ciudad. Daniel comprobaba en el aparato que aferraba con las
manos crispadas la posición en la que se encontraba el (presunto) poseído.
Mónica iba detrás, con cara inerte, sin inmutarse. Tan sólo sus abundantes
pechos se movían, al compás de los baches de la carretera y de las curvas.
- ¿Tienes ya
claro el lugar de la emisión de radiación? – aulló Sole, agarrada al volante
con ambas manos.
- Sí, sí....
creo que sí.... – contestó Daniel, dubitativo, y a Sole le dieron ganas de
estamparle la narizota respingona en el salpicadero del todoterreno. Por suerte
el chico añadió: – Entra en Palencia por el norte y dirígete al centro. Ya te
iré indicando después....
Sole sonrió
ligeramente. El chico no parecía seguro de sí mismo, pero respondía bien.
- Cuidado –
dijo Mónica en el asiento de atrás, con voz átona, señalando hacia el
parabrisas. Sole dio un volantazo, esquivando una vieja camioneta que había
entrado en la calzada desde un camino de tierra secundario. Daniel pegó un
grito, moviéndose en su asiento como los dados en el cubilete. Sole se sacudió
también en el suyo, agradeciendo al cinturón de seguridad que hiciese bien su
trabajo. Esquivó a la furgoneta, invadiendo el carril contrario, para volver
al suyo de inmediato, con otro volantazo. Miró el velocímetro y se dio cuenta
entonces de que marchaban a ciento diez kilómetros por hora. La soldado
respiró hondo y levantó el pie del acelerador, a la vez que miraba por el
espejo retrovisor: Mónica no se había inmutado.
Entraron en
las primeras calles de la ciudad. Sole condujo con prisa, pero sin superar en
mucho el límite de velocidad. Culebreaban entre los coches, colándose con el
todoterreno por huecos que sólo una conductora experta como ella podía
aprovechar.
- Tenemos que
ir un poco más hacia el oeste – dijo Daniel, sin levantar la vista del mando
que llevaba en las manos, mientras señalaba con la mano hacia la derecha.
- El registro
de la emisión de calor también señala esa zona – murmuró Mónica.
Sole condujo
hacia allí, aprovechando la primera calle que les permitía dirigirse en esa
dirección. Los dos técnicos siguieron indicándole, con direcciones vagas, pero
útiles. Su nuevo equipo parecía funcionar. Aunque, claro estaba, no era lo
mismo manejar equipos electrónicos que enfrentarse a un demonio metido a la
fuerza en el cuerpo de un humano. Esperaba que en la parte peligrosa se
comportaran como agentes y no como personas histéricas que molestasen más que
ayudar.
- Tiene que
ser por aquí.... – dijo Daniel, al cabo de un rato de conducción, con voz
dubitativa. No parecía muy seguro.
Pero Sole
sabía que iban bien. Solamente tenían que seguir los gritos de la gente.
Acabaron
llegando a una plaza en la que el paisaje se despejaba, saliendo a terreno
abierto, con los edificios alejados rodeando la plaza. Había mucha gente
corriendo, y muchos niños pequeños por la zona. Sole maldijo en voz baja, con
los dientes apretados. Frenó al borde de la acera y saltó del todoterreno con
el fusil en la mano, sin preocuparse de si sus compañeros la seguían o no.
Corrió con el
fusil en las manos, cruzando la acera y una zona de césped. Había gente que
todavía corría por la zona, huyendo de algo. Sole imaginaba de quién estaban
huyendo....
Llegó a la
zona asfaltada del centro de la plaza y se encontró con el causante de todo
aquel pánico y de tantas carreras. Era un hombre joven, bastante corpulento.
Tenía la cara y el cuello negros como el petróleo (como si se hubiese
embadurnado con él) y los ojos rojos con el iris dorado. Y sujetaba un niño
pequeño entre sus brazos.
- ¡¡Suéltalo!!
– gritó Sole, deteniéndose a unos ocho metros del poseído, llevándose el fusil
a la cara, sujetándolo con las dos manos y apuntando a la criatura.
Con el rabillo
del ojo vio a dos mujeres, una joven (supuso que era la madre del niño) y otra
madura (¿la abuela, quizá?), que no perdían de vista al niño, que lloraban y
que suplicaban al hombre de tez negra que le soltase.
Pero a quien
no perdía de vista era al poseído. Sujetaba al niño con ambos brazos, colocado
cara afuera sobre su pecho y su vientre, con una mano colocada en el cuello,
que apretaba ligeramente. El niño lloraba, gimiendo de miedo y de dolor. El
poseído sonreía, como una bestia sin alma.
- ¡Te he dicho
que lo sueltes!
El demonio la
miró, regodeándose y ampliando su sonrisa.
- Prest,
smrtnik tuzan. Atea Anäziak ireki. Vatra i sjena
biti zatim majstori tvoj pocetak od novi vrijeme. Du bederatzi konkistatzeko
ondoren zure munduko i zure arima. Ondoren, erre – dijo, con voz divertida.
- ¡No te daré
otra oportunidad! – amenazó Sole, apuntando y manteniendo fijos los brazos. –
¡¡Suelta al niño!!
- ¡¡Prest,
smrtnik tuzan!! ¡¡Atea Anäziak....!! – comenzó a decir el poseído de nuevo,
apretando el cuello de su rehén. El niño se puso morado y los ojos se le
salieron de las órbitas.
La ráfaga de
balas del fusil le dio al poseído en la cabeza, lanzándole hacia atrás. El niño
cayó al suelo de rodillas, tosiendo, agarrándose el cuello, pero ileso. Medio
corriendo, medio a gatas, se alejó de allí.
- ¡¡Joder!! –
escuchó Sole detrás de ella. Se giró para ver a Daniel observar el cuerpo del
poseído caído en el suelo, con ojos asombrados. Después la miró a ella, con
admiración.
Sole se giró
con orgullo a mirar al poseído abatido en el suelo. No parecía que hubiese
cadáveres por la zona y el niño estaba a salvo. Aquella vez habían llegado a
tiempo.
Entonces se encontró
cara a cara con el poseído. Se había levantado y había llegado a ella en un
suspiro. Tenía la cara y la frente reventadas por las balas, pero seguía en
pie. Y con toda su fuerza. Golpeó con el dorso del puño a Sole, lanzándola por
los aires. La soldado cayó al suelo con un golpe sordo, perdiendo el rifle. El
poseído entonces se lanzó a por Daniel, que seguía mirando la escena
paralizado. Le agarró por el cuello con ambas manos y apretó, mientras lo
levantaba en vilo, a un palmo del suelo. El técnico de la ACPEX se llevó las
manos al cuello, inútilmente, mientras intentaba respirar y miraba la cara
destrozada de aquel engendro.
Sole se rehízo
y le disparó otra ráfaga en el costado. Las costillas sonaron con chasquidos
húmedos cuando las balas las quebraron. El poseído no cayó esta vez, pero aulló
con una mezcla de dolor y rabia. Lanzó hacia atrás a Daniel, que aterrizó hecho
una bola en el césped, rodando por él. La criatura se volvió hacia Sole, que
volvió a apretar el gatillo, acertándole en el pecho.
Pero, como
había ocurrido con el poseído de El Burgo de Osma, las balas no le hacían nada
más que destrozar su carcasa mortal.
La criatura se
giró entonces, corriendo por el asfalto, atravesando el parque, dejando un
resto de sangre y órganos troceados. Sole corrió tras él, sin soltar el rifle.
Cruzó la calzada en su persecución para detenerse en medio de ella, mirando con
ojos estupefactos cómo la criatura se dejaba los dedos de su huésped escalando
la fachada de un bloque de viviendas.
- ¡¡Quieto!! –
ladró Sole, apuntándole de nuevo, a pesar de saber que las balas eran inútiles.
Pero, ¿qué más podía hacer?
Cuando el
poseído llegó a la altura del tercer piso se detuvo allí, agarrado con las uñas
a los ladrillos de la fachada. Se giró, miró a la humana que le había disparado
y sonrió, victorioso. Emitió un rugido animal, violento y rabioso, y después se
dejó caer al vacío.
Aterrizó sobre
un Ford Escort que estaba aparcado debajo, reventándolo. Su cuerpo se quedó
quieto sobre la chatarra, inmóvil para siempre.
Sole bajó el
fusil, sujeto por sus brazos extenuados, cansados por el torrente de adrenalina
que los acababa de recorrer. Jadeó, confusa y nerviosa, dejó caer los hombros y
trastabilló, desorientada. Si no hubiese sido por Daniel, que la sujetó por los
hombros, hubiese acabado tendida en el medio de la calzada.
- ¿Qué cojones
ha pasado aquí? – preguntó el técnico, mirando con ojos como platos a su
alrededor.
Sole negó
lentamente con la cabeza, mientras miraba hacia el parque y encontraba el
maldito y enésimo símbolo (con las mismas proporciones que los anteriores)
grabado en el tronco de un árbol.
- No lo sé....
– musitó, mientras las primeras sirenas de policía empezaban a sonar. Se
sorprendió echando de menos al padre Beltrán.
* * * * * *
Cinco horas después,
aquella misma tarde, Sole salía de la comisaría de policía, acompañada por
Daniel y Mónica.
Después de
varios interrogatorios (a cada cual más duro y agresivo) y de mostrar sus
credenciales infinidad de veces (así como su licencia de armas en regla) los
encargados del caso del parque la dejaron marchar. Aunque le sorprendiera, Sole
tenía que reconocer que estaba fuera, en gran parte, por la vehemencia de
Mónica a la hora de defenderla, de proporcionarle una coartada y de explicar
sin titubeos su pertenencia a la Jefatura Central de Homicidios. Quizá aquellos
dos técnicos no fuesen agentes de campo, pero eran valientes de otras formas
útiles para el trabajo.
- ¿Qué vamos a
hacer ahora? – preguntó Daniel, cuando estaban en la calle y Sole había encendido
un cigarrillo.
- Vamos a ver
al forense que se encarga del caso – dijo Sole, aspirando con deleite el humo
de su cigarrillo. – Tengo curiosidad por saber de qué narices murió ese bicho al final. Cuando sepamos algo más
llamaremos a Justo para informarle. Al fin y al cabo hemos conseguido que no
haya víctimas.
- ¿Buscamos un
hostal donde pasar la noche? – preguntó Daniel.
- No – dijo
Sole, chupando del cigarro. – En cuanto hayamos hablado con Justo y los demás
nos largamos a Burgos.
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