miércoles, 21 de mayo de 2014

Anäziak (9) - Capítulo 9 + 5




- 9 + 5 -
 
Los tres estaban en fila en una acera estrecha, delante de una pared y frente a una pequeña tienda en la acera de enfrente. La gente que pasaba por la acera tenía que bajarse al llegar al punto en el que ellos se encontraban, tan estrecha era. Justo y Marta no dejaban de pedir perdón a los transeúntes, por estar en medio, pero el padre Beltrán no parecía darse cuenta: sólo tenía ojos para la pequeña tiendecita de enfrente.
Habían viajado hasta aquella pequeña ciudad nada más salir del bar donde se habían encontrado con Atticus. Los tres habían ido en el coche en silencio: el padre Beltrán sumido en sus nebulosos pensamientos y Marta y Justo sacudidos por las confesiones del sacerdote de negro. No se habían atrevido a preguntar nada más, por miedo a las respuestas.
Era la última hora de la tarde, cuando en verano el Sol empieza a descender y el cielo se tiñe de un azul cada vez más oscuro, a un par de pasos de que llegue la noche. Llevaban unos diez minutos frente a la tienda, esperando.
Entonces salió una pareja de chicas adolescentes, acompañadas por el sonido de las campañillas que colgaban por dentro. Tendrían unos dieciséis años y miraban con ganas un montón de piedras y minerales que habían comprado, enseñándoselas una a la otra.
- Vamos – dijo el hombre de negro, atravesando la calzada sin mirar. Por suerte no venía ningún coche, y Marta y Justo lo siguieron. El móvil de Marta cantó.
- ¿Sí? Hola, dime – se apartó el móvil de la oreja y cubrió el micrófono con la mano, dirigiéndose a Justo y al padre Beltrán, que se había detenido con la mano en la puerta de la tienda. – Es Sole.... – les dijo en un susurro, colocándose de nuevo el teléfono en la oreja. – Sí.... Sí.... Me alegro, gran trabajo.... ¿Otra vez?.... Claro, pero todavía no tiene los resultados.... ¿Las balas no....?.... Bien, genial, mándales un saludo de mi parte. Nosotros iremos a Burgos esta misma noche, supongo. Nos veremos allí, como muy tarde mañana, ¿vale? Suerte, Sole.
Y colgó.
- Era Sole – repitió, innecesariamente. – Han encontrado a tiempo al poseído de Palencia y no ha habido víctimas. Al menos ninguna más que él: escaló por la fachada de una casa y se tiró al vacío. Han hablado con el forense que se ha hecho cargo del cuerpo y cree que las balas que le disparó Sole no fueron las que le mataron, a pesar de haberlo destrozado.
Justo alzó las cejas y miró al padre Beltrán. Estaba inerte, sin mudar la cara, con los ojos eternamente escondidos detrás de sus gafas de sol.
- ¿Cómo es posible que las balas no los detengan? – preguntó Marta.
- Después – fue la cortante respuesta. El padre Beltrán empujó la puerta con cristalera y entró en la tienda, golpeando ligeramente las campanillas que colgaban por dentro. El ruido de cascabeles les acompañó mientras se adentraban en el establecimiento. Marta observó todo con ojos maravillados, Justo con mirada escrutadora y profesional. El veterano agente supo al instante que estaban en la guarida de un ente. Había altas y largas estanterías abarrotando el local, unas muy juntas de las otras. Los estantes estaban llenos de hierbas, de sobres de infusiones, de imágenes de dioses y musas, de piedras místicas, abalorios, collares, pulseras y amuletos paganos. En otras había libros de curación y autoayuda y en otras, más apartadas del gran público, había hechizos y embrujos.
Caminaron entre ellas, en pos del sacerdote de negro, que llegó hasta el mostrador que había al fondo. No había nadie tras él. El padre Beltrán esperó pacientemente apoyado en el largo tablero de formica y Marta y Justo se pusieron a ambos lados.
- ¿Qué tipo de ente es éste? – preguntó Justo, en voz muy baja. Marta casi ni le escuchó. El sacerdote de negro, por su parte, le oyó perfectamente y se giró a mirarle. El veterano agente creyó ver un inicio de respeto en esa cara.
- Es difícil de explicar – musitó el sacerdote de negro. – Para que lo entiendan es un corpóreo similar a los humanos, con un resto de la magia que tenía en su dimensión.
- ¿Pero es bueno o malo? – fue la infantil pregunta de Marta. Justo creyó que el cura sonreiría, pero (como siempre) no lo hizo.
- A ratos.... – contestó, con su voz de grajo teñida con un leve tono irónico.
En ese momento salió de la trastienda un hombre mayor, de piel negra y pelo muy blanco, corto y ensortijado, pegado al cráneo. Salía sonriente, tarareando una canción, observando detenidamente una figura de porcelana de una mujer con los pechos al descubierto, sentada en una roca y con un bebé en cada una de sus seis manos, sujetándolos por el tobillo y sosteniéndolos bocabajo. Cuando el hombre llegó hasta el mostrador levantó la mirada y vio a los recién llegados.
- ¡¡Tú!! – gritó, asustado, soltando la figura, que se estrelló contra el suelo, rompiéndose en mil pedazos. Los trozos se colaron por debajo del mostrador y se repartieron por entre los pies de los tres: Marta vio cómo un pequeño bebé de porcelana se detenía al lado de su zapato izquierdo. – ¡¡Otra vez no!!
- Hace meses que no vengo a verte.... – se exculpó el padre Beltrán.
- ¡¡Desde navidades!! – dijo el dependiente. Estaba furioso, asustado y decepcionado, en una extraña mezcla. – ¡¡Todavía me duele el cuerpo de la paliza!!
- No te dolerían los huesos si fueses más colaborador....
- ¡¡No me refiero a la tuya!! – dijo el hombre negro y canoso, con desdén. Sin embargo, Justo y Marta pudieron detectar un asomo de miedo en su voz. – Pegas como una vieja.... ¡¡Pero cada vez que vienes a verme Job, Rata y los demás vienen a darme un escarmiento y a destrozarme la tienda!!
- Ese no es mi problema – dijo el padre Beltrán, tranquilamente, inclinándose sobre el mostrador de formica. – Recuerda que si sigues en esta dimensión es porque yo te dejo estar aquí, mientras me sigas ayudando....
- Pues eso se acabó. ¡¡Lo dejo!! – dijo el dependiente, volviendo a la trastienda.
- ¡¡¡Jonás!!! – aulló el padre Beltrán, saltando el mostrador con una agilidad que ninguno de los dos agentes le hubiera presupuesto. Aterrizó al otro lado y cruzó la cortina de cuentas que daba acceso a la trastienda. Justo buscó la parte del mostrador que se doblaba y levantó el tablero, para que él y Marta pudiesen pasar cómodamente. Después siguieron al padre Beltrán a la trastienda.
El almacén era como la propia tienda, sólo que más abarrotado aún. Las estanterías eran más altas y más viejas, de madera añeja. Estaban llenas de todos los artículos expuestos fuera, metidos en cajas de madera o cartón. También había otros artículos no expuestos fuera, más exclusivos y peligrosos. El polvo se había adueñado de todo y flotaba en el ambiente.
Marta y Justo se encontraron con la espalda del padre Beltrán, que se había quedado a un par de pasos de la cortina de cuentas, erguido y en silencio.
- Marta, quédese aquí para evitar que vuelva a salir – dijo, con su voz de cuervo, dura y determinante. – El agente Díaz y yo le buscaremos.
Y acto seguido echó a andar, con su paso largo y seguido. Justo puso mala cara (le molestaba tener que cumplir las órdenes de aquel bicho raro) pero se adentró en el almacén por un pasillo distinto al que había tomado el padre Beltrán.
Marta se quedó sola, un poco incómoda. No sabía muy bien cómo iba a hacer que aquel hombre (¿hombre? ¿segura?) no se escapase. Parecía un hombre anciano, pero.... ¿Acaso no era un ente ectoplasmático? ¿Qué clase de fuerza o poder podía tener?
Escuchó un montón de ruidos: pasos que sonaban a carrera, gritos del perseguido, jadeos, alguna indicación de Justo gritada al padre Beltrán, el sonido de algún objeto al caer de las estanterías y romperse contra el suelo, gemidos de los estantes de madera....
No sabía cómo iba la persecución, pero ella seguía en tensión. Y no fue para menos, cuando desde el pasillo de más a la izquierda salió corriendo Jonás, llegando hasta ella. Estaba acelerado y jadeando, con el pecho de la camisa empapado de sudor.
Marta se llevó las manos a la espalda y sacó de la cintura de los vaqueros la pistola que Sole le había entregado. No le gustaban las armas, ni las sabía usar, pero había decidido hacer caso a la soldado y no se separaba del arma, aunque no le gustase lo más mínimo y le diese náuseas sentirla a la espalda.
Jonás se detuvo en seco, al ver el cañón del arma apuntar hacia él. Levantó las manos y dejó ver que estaba desarmado.
- Joven, déjeme pasar.... – dijo, y Marta notó su tono de voz seductor. Tragó saliva, aflojando las manos sobre la pistola. Vio que los ojos de Jonás se habían vuelto amarillos y supo que la estaba engatusando, así que volvió a apretar con fuerza la pistola.
- No puedo....
- No puede dejar que el padre Beltrán me atrape. ¡¡Ese hombre es el mal!! – dijo Jonás, señalando hacia atrás.
- No puedo dejarle ir. Necesitamos su ayuda....
- Lo siento, pero no quiero saber nada de ese hombre – dijo Jonás, decidido. – Cualquiera que camina con él acaba encontrándose con la Muerte. A usted también le pasará....
Marta no sabía qué pensar. ¿Estaba engatusándola de nuevo? Parecía muy sincero....
Jonás dio un paso hacia ella y Marta echó atrás el percutor, como había visto hacer en tantas películas de Hollywood. Jonás rió, con desdén.
- ¿De verdad cree que con las balas podrá hacerme algo? – dijo, señalando con desprecio la pistola.
El padre Beltrán apareció entonces detrás de él, saliendo desde detrás de una estantería. Pareció un huracán, vestido de negro. Se colocó al lado del dependiente y le golpeó la nuca con el mango de la cuchilla de plata, que llevaba en la mano. Jonás se desplomó como un saco.
- Con las balas quizá no, pero con esto seguro que sí.... – musitó, mirando a Jonás, que rebullía en el suelo.
Justo llegó trotando desde el fondo del almacén, por el pasillo que quedaba frente a la entrada. Miró a Marta y después al cuerpo caído, mientras jadeaba.
- Agente Díaz, ayúdeme, por favor – dijo el padre Beltrán, cogiendo a Jonás por debajo de un brazo. Justo le cogió por debajo del otro y lo arrastraron entre los dos hasta el fondo del almacén. Allí estaba el “despacho” de Jonás, que consistía en una mesa puesta en la esquina del edificio, con una silla cómoda delante. En ella sentaron a Jonás, que gemía dolorido, tocándose la parte trasera del cráneo.
Marta miró el contenido de la mesa, en la que había una cesta de metal rectangular con papeles, varios libros viejos sobre la mesa y un portátil en el centro del escritorio.
- No te hagas la víctima, Jonás – dijo el padre Beltrán, situándose a su lado, con su voz de cuervo. – Podría haberte matado, pero sólo te he dedicado una caricia.
Jonás entonces levantó la cabeza y la mirada hacia el hombre de negro. Sus ojos volvían a estar amarillos, pero sólo duró un parpadeo: después volvieron a ser normales. Aquella mirada podría haber fulminado a cualquiera.
- ¿Qué carajo quieres de mí? Dímelo cuanto antes para que pueda perderos de vista enseguida.... – masculló, con odio.
- Anäziak va a abrir sus puertas dentro de poco – contestó el sacerdote de negro, como si estuviese hablando de la apertura de un nuevo parque de atracciones. Sin embargo, su voz de cuervo seguía siendo lúgubre. – Queremos saber dónde será.
- ¡¡Eso es imposible!! – soltó Jonás. Parecía recuperado de su golpe.
- Tenemos seis poseídos que dicen lo contrario.... – intervino Justo, con voz divertida pero irrefutable.
Jonás se quedó mirándole, entre desconfiado y preocupado. Se volvió a mirar al padre Beltrán, valorando si podía creer lo que su enemigo le podía decir.
- ¿Es eso cierto? – acabó preguntando.
El padre Beltrán asintió, solemne.
- El seis no es un número de Anäziak.... – fue el extraño comentario de Jonás. No quitaba ojo a las pequeñas gafas redondas del cura.
- Aún falta otro poseído, que sepamos.... – intervino Marta, algo cortada. Jonás se volvió a mirarla.
- El siete no es un número de demonios, tampoco. El siete es un número de fantasmas – explicó Jonás, con voz despectiva. – Igual que el trece es un número relacionado con los monstruos.
- ¿Y qué número se relaciona con Anäziak? – preguntó Justo.
- El nueve.... – respondió Jonás, mirando al cura.
El padre Beltrán asintió, lentamente. Jonás se puso pálido.
- Los nueve vienen hacia aquí – dijo, y su voz de grajo sonó mucho más funesta que de costumbre. – Ése era el mensaje de los poseídos.
- Pe....pero.... pero.... Si sólo hay.... si sólo ha habido siete poseídos.... faltan dos, Beltrán....
- Lo sé.
- ¡Serán los que abrirán el portal! – dijo Jonás, aterrorizado. Marta tragó saliva, asustada: ver a un ectoplasma asustarse de algo que estaba por venir no tranquilizaba a nadie.
- Por eso necesitamos que nos digas dónde va a abrirse.... – dijo el padre Beltrán, con una voz dura e inquebrantable.
Jonás no replicó más. Con prisa abrió un cajón metálico de la mesa de oficina y sacó unos mapas, viejos y arrugados, muy manoseados. En la otra mano sostuvo una botella de whisky, a la que apenas le quedaban un par de tragos.
Jonás extendió los mapas por encima de la mesa, alisándolos con las manos extendidas. Marta pudo ver que eran mapas políticos y físicos de toda la península, de algunas comunidades autónomas sueltas e incluso de algunas provincias en concreto, bien grandes, con mucho detalle. El dueño de la tienda los dejó encima de la mesa sin ningún orden concreto. Después tomó un trago de whisky y lo mantuvo en la boca, mientras cerraba los ojos y paseaba las manos entre los mapas extendidos encima de la mesa. Un murmullo tenue empezó a oírse, emitido por Jonás, en trance.
- ¿Qué....? – empezó a decir Marta, pero el padre Beltrán la silenció.
- No hable. Le romperá el trance.... – susurró Justo a su oído. Marta asintió.
Las manos de Jonás revoloteaban por encima de los mapas, algunas veces lentamente, otras acelerándose. En ocasiones rozaba el papel, tocaba algún plano, pero no llegaba a coger ninguno. Sus manos empezaron a moverse más rápido, haciendo círculos encima de los mapas. Con un zarpazo veloz apartó un mapa, lanzándolo al suelo. Repitió la operación con la mano izquierda, mandando esta vez dos mapas al suelo. Apartó otro de un manotazo, que chocó contra la pared, arrugándose y quedando apartado. Entonces sus manos se pararon.
Jonás tragó el whisky, abrió los ojos y bajó la mano derecha, con el índice extendido. Lo posó suavemente en un punto del mapa que quedaba ahora encima del montón de todos los que había sobre la mesa: un mapa político de la comunidad de Castilla y León.
- Aquí.... – dijo con voz temblorosa, sin mirar todavía el papel. El padre Beltrán se inclinó para mirar en el mapa.
El dedo de Jonás no señalaba ningún pueblo o ciudad concreta, sino una pequeña comarca al norte del Bierzo: Concejos de Siena.
El padre Beltrán se incorporó y se dirigió hacia la tienda, sin dirigirle ni una palabra a Jonás. Justo le dedicó un cabeceo al dueño de la tienda y siguió al sacerdote de negro. Marta también lo hizo, pero se detuvo a los dos pasos y se giró.
- Gracias.
Jonás la miraba con ojos agotados y asustados.
- La Muerte camina al lado de ese hombre – fueron sus palabras. – Tenga cuidado.
Marta salió del almacén y de la tienda con una mezcla confusa de sentimientos. Se reunió con sus compañeros en la estrecha acera, a la tenue luz del Sol tardío de verano, echando de menos un poco más de calor. Sólo pudo mirar a la cara a Justo.
- Así que tenemos que ir a Concejos de Siena, ¿no? – preguntó su compañero, mirando al sacerdote de negro. Éste solamente asintió. – ¿Y qué va pasar allí?
Marta notó un tono amenazante y retador en la voz de Justo. El padre Beltrán no les había contado todo lo que sabía sobre Anäziak.
- ¿De verdad quiere saberlo? – dijo, con voz de grajo. – ¿De verdad va a creerme?
- ¿A estas alturas necesita preguntarlo? – dijo Justo. Y aunque estaba serio, su voz sonó con un deje divertido.
El padre Beltrán suspiró antes de hablar.
- Existe una profecía, una leyenda sobre Anäziak. Sólo nueve demonios pueden viajar entre dimensiones, en cuerpo y sombra. El Príncipe de Anäziak y sus ocho esbirros. No creí que nos tuviésemos que enfrentar a ellos: pensé que la línea del discurso de los poseídos que hace referencia a los nueve solamente era una licencia artística, digamos....
“El nueve es muy importante en demonología. El cristianismo solamente le dio la vuelta para crear el número de la Bestia: el 666. Los nueve demonios anäziakanos que van a colarse en nuestra dimensión lo harán por una puerta mística, abierta gracias a la fuerza vital de nueve poseídos. Siempre el nueve.
- Pero sólo ha habido seis poseídos – intervino Justo. – Y como mucho habrá siete, si Sole y los demás no lo evitan en Burgos.
- Esos siete poseídos son heraldos – siguió explicando el padre Beltrán. – Han venido solamente para anunciar la llegada del Príncipe y de los Ocho Generales. Y para unir su fuerza vital a los custodios, los que abrirán el portal. Por eso se suicidaban, una vez que habían asesinado a su antojo. Tenían que liberar su fuerza vital.
“Los dos últimos poseídos serán los custodios, los que recojan la fuerza vital de los siete poseídos anteriores. Unirán esa fuerza vital a la suya propia y abrirán el portal entre Anäziak y nuestro universo. De esa forma entrarán el Príncipe y sus Ocho Generales.
- Para conquistar nuestro mundo.... – murmuró Marta. El padre Beltrán asintió.
- ¿Y cómo podemos pararlos? – preguntó Justo. Marta lo miró a la cara y se sintió orgullosa de poder compartir aquel apocalipsis con el veterano agente: estaba claro que no iba a rendirse.
El padre Beltrán se encogió de hombros antes de contestar.
- Si conseguimos mantener con vida al séptimo poseído, o le eliminamos de una forma contundente, evitaremos que su fuerza vital se una a la de los demás para abrir el portal. También podemos hacer lo mismo con los dos custodios. Pero si el portal se abre, pocas opciones nos quedarán.
- ¿Qué quiere decir con “eliminarlo de forma contundente”? – preguntó Marta. – ¿Tiene que ver con que las balas no los maten?
- Eso es – dijo el padre Beltrán. – Las balas se idearon para matar humanos, no demonios. La mejor arma que podemos usar contra los ectoplasmas en general (y contra los demonios en particular) es la plata.
Y acto seguido sacó su cuchilla, mostrándosela por primera vez a sus compañeros.
- Si eliminamos a un demonio con un arma de plata, no sólo estaremos destruyendo su cuerpo de carne, sino también al demonio que alberga dentro. Se perderá esa fuerza vital que los custodios necesitan para abrir el portal.
- Entonces tenemos que ir a Burgos con los demás inmediatamente – dijo Justo, echando a andar.
- No – replicó el padre Beltrán, sin ánimo de reto. – Lo primero que debemos hacer es conseguir armas de plata para todos. Si no, nuestros esfuerzos no servirán de nada. Mañana nos reuniremos con los demás. Lo que me recuerda.... – dijo, metiendo su mano derecha en el bolsillo del largo abrigo. De él sacó dos cadenas finas de metal con dos colgantes redondeados. – Los he cogido de la tienda de Jonás. Son Rosetas celtas, unos poderosos símbolos protectores. Representan el Sol, muy adecuado ya que vamos a enfrentarnos a seres de las sombras. Cojan uno cada uno y no se separen de él.
Marta lo tomó con cuidado y se lo colgó al cuello. Justo lo admiró un momento, con cara entre la incredulidad y el agradecimiento, y después lo guardo en el bolsillo de la gabardina.
El padre Beltrán encabezó la marcha, seguido por los otros dos. Marta dio una corta carrera para ponerse a su lado.
- Hay una cosa que no entiendo....
- ¿Una sola? – bromeó Justo, alcanzándolos y colocándose al otro lado de Marta. La chica sonrió.
- Si hace falta su fuerza vital.... o como sea.... ¿por qué los poseídos se dejan matar?
- El demonio reposa en el cuerpo marchito del ser humano hasta que los custodios reclamen su fuerza vital con el ritual – respondió el padre Beltrán, sin dudar. Marta miró a Justo, con cara perpleja. El veterano agente se encogió de hombros, con una mueca divertida.
- Pero.... – volvió a la carga Marta. – ¿Por qué se suben a un lugar alto y se dejan caer al vacío?
Sin dejar de andar, el padre Beltrán se volvió a mirarla y le contestó.
- ¿Ha pensado qué son los demonios, según el catolicismo? – su voz de grajo era áspera y dura. – Son ángeles caídos....

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