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Los tres
estaban en fila en una acera estrecha, delante de una pared y frente a una
pequeña tienda en la acera de enfrente. La gente que pasaba por la acera tenía
que bajarse al llegar al punto en el que ellos se encontraban, tan estrecha
era. Justo y Marta no dejaban de pedir perdón a los transeúntes, por estar en
medio, pero el padre Beltrán no parecía darse cuenta: sólo tenía ojos para la
pequeña tiendecita de enfrente.
Habían viajado
hasta aquella pequeña ciudad nada más salir del bar donde se habían encontrado
con Atticus. Los tres habían ido en el coche en silencio: el padre Beltrán
sumido en sus nebulosos pensamientos y Marta y Justo sacudidos por las
confesiones del sacerdote de negro. No se habían atrevido a preguntar nada más,
por miedo a las respuestas.
Era la última
hora de la tarde, cuando en verano el Sol empieza a descender y el cielo se
tiñe de un azul cada vez más oscuro, a un par de pasos de que llegue la noche.
Llevaban unos diez minutos frente a la tienda, esperando.
Entonces salió
una pareja de chicas adolescentes, acompañadas por el sonido de las campañillas
que colgaban por dentro. Tendrían unos dieciséis años y miraban con ganas un
montón de piedras y minerales que habían comprado, enseñándoselas una a la
otra.
- Vamos – dijo
el hombre de negro, atravesando la calzada sin mirar. Por suerte no venía
ningún coche, y Marta y Justo lo siguieron. El móvil de Marta cantó.
- ¿Sí? Hola,
dime – se apartó el móvil de la oreja y cubrió el micrófono con la mano,
dirigiéndose a Justo y al padre Beltrán, que se había detenido con la mano en
la puerta de la tienda. – Es Sole.... – les dijo en un susurro, colocándose de
nuevo el teléfono en la oreja. – Sí.... Sí.... Me alegro, gran trabajo....
¿Otra vez?.... Claro, pero todavía no tiene los resultados.... ¿Las balas
no....?.... Bien, genial, mándales un saludo de mi parte. Nosotros iremos a
Burgos esta misma noche, supongo. Nos veremos allí, como muy tarde mañana,
¿vale? Suerte, Sole.
Y colgó.
- Era Sole –
repitió, innecesariamente. – Han encontrado a tiempo al poseído de Palencia y
no ha habido víctimas. Al menos ninguna más que él: escaló por la fachada de
una casa y se tiró al vacío. Han hablado con el forense que se ha hecho cargo
del cuerpo y cree que las balas que le disparó Sole no fueron las que le mataron,
a pesar de haberlo destrozado.
Justo alzó las
cejas y miró al padre Beltrán. Estaba inerte, sin mudar la cara, con los ojos
eternamente escondidos detrás de sus gafas de sol.
- ¿Cómo es
posible que las balas no los detengan? – preguntó Marta.
- Después –
fue la cortante respuesta. El padre Beltrán empujó la puerta con cristalera y
entró en la tienda, golpeando ligeramente las campanillas que colgaban por
dentro. El ruido de cascabeles les acompañó mientras se adentraban en el
establecimiento. Marta observó todo con ojos maravillados, Justo con mirada
escrutadora y profesional. El veterano agente supo al instante que estaban en
la guarida de un ente. Había altas y largas estanterías abarrotando el local,
unas muy juntas de las otras. Los estantes estaban llenos de hierbas, de sobres
de infusiones, de imágenes de dioses y musas, de piedras místicas, abalorios,
collares, pulseras y amuletos paganos. En otras había libros de curación y
autoayuda y en otras, más apartadas del gran público, había hechizos y embrujos.
Caminaron
entre ellas, en pos del sacerdote de negro, que llegó hasta el mostrador que
había al fondo. No había nadie tras él. El padre Beltrán esperó pacientemente
apoyado en el largo tablero de formica y Marta y Justo se pusieron a ambos
lados.
- ¿Qué tipo de
ente es éste? – preguntó Justo, en voz muy baja. Marta casi ni le escuchó. El
sacerdote de negro, por su parte, le oyó perfectamente y se giró a mirarle. El
veterano agente creyó ver un inicio de respeto en esa cara.
- Es difícil
de explicar – musitó el sacerdote de negro. – Para que lo entiendan es un
corpóreo similar a los humanos, con un resto de la magia que tenía en su
dimensión.
- ¿Pero es
bueno o malo? – fue la infantil pregunta de Marta. Justo creyó que el cura
sonreiría, pero (como siempre) no lo hizo.
- A ratos....
– contestó, con su voz de grajo teñida con un leve tono irónico.
En ese momento
salió de la trastienda un hombre mayor, de piel negra y pelo muy blanco, corto
y ensortijado, pegado al cráneo. Salía sonriente, tarareando una canción,
observando detenidamente una figura de porcelana de una mujer con los pechos al
descubierto, sentada en una roca y con un bebé en cada una de sus seis manos,
sujetándolos por el tobillo y sosteniéndolos bocabajo. Cuando el hombre llegó
hasta el mostrador levantó la mirada y vio a los recién llegados.
- ¡¡Tú!! –
gritó, asustado, soltando la figura, que se estrelló contra el suelo,
rompiéndose en mil pedazos. Los trozos se colaron por debajo del mostrador y se
repartieron por entre los pies de los tres: Marta vio cómo un pequeño bebé de
porcelana se detenía al lado de su zapato izquierdo. – ¡¡Otra vez no!!
- Hace meses
que no vengo a verte.... – se exculpó el padre Beltrán.
- ¡¡Desde
navidades!! – dijo el dependiente. Estaba furioso, asustado y decepcionado, en
una extraña mezcla. – ¡¡Todavía me duele el cuerpo de la paliza!!
- No te
dolerían los huesos si fueses más colaborador....
- ¡¡No me
refiero a la tuya!! – dijo el hombre negro y canoso, con desdén. Sin embargo,
Justo y Marta pudieron detectar un asomo de miedo en su voz. – Pegas como una
vieja.... ¡¡Pero cada vez que vienes a verme Job, Rata y los demás vienen a darme un escarmiento y a destrozarme la
tienda!!
- Ese no es mi
problema – dijo el padre Beltrán, tranquilamente, inclinándose sobre el
mostrador de formica. – Recuerda que si sigues en esta dimensión es porque yo
te dejo estar aquí, mientras me sigas ayudando....
- Pues eso se
acabó. ¡¡Lo dejo!! – dijo el dependiente, volviendo a la trastienda.
- ¡¡¡Jonás!!! – aulló el padre Beltrán,
saltando el mostrador con una agilidad que ninguno de los dos agentes le
hubiera presupuesto. Aterrizó al otro lado y cruzó la cortina de cuentas que
daba acceso a la trastienda. Justo buscó la parte del mostrador que se doblaba
y levantó el tablero, para que él y Marta pudiesen pasar cómodamente. Después
siguieron al padre Beltrán a la trastienda.
El almacén era
como la propia tienda, sólo que más abarrotado aún. Las estanterías eran más
altas y más viejas, de madera añeja. Estaban llenas de todos los artículos
expuestos fuera, metidos en cajas de madera o cartón. También había otros
artículos no expuestos fuera, más exclusivos y peligrosos. El polvo se había
adueñado de todo y flotaba en el ambiente.
Marta y Justo
se encontraron con la espalda del padre Beltrán, que se había quedado a un par
de pasos de la cortina de cuentas, erguido y en silencio.
- Marta,
quédese aquí para evitar que vuelva a salir – dijo, con su voz de cuervo, dura
y determinante. – El agente Díaz y yo le buscaremos.
Y acto seguido
echó a andar, con su paso largo y seguido. Justo puso mala cara (le molestaba
tener que cumplir las órdenes de aquel bicho
raro) pero se adentró en el almacén por un pasillo distinto al que había
tomado el padre Beltrán.
Marta se quedó
sola, un poco incómoda. No sabía muy bien cómo iba a hacer que aquel hombre (¿hombre? ¿segura?) no se escapase.
Parecía un hombre anciano, pero.... ¿Acaso no era un ente ectoplasmático? ¿Qué
clase de fuerza o poder podía tener?
Escuchó un
montón de ruidos: pasos que sonaban a carrera, gritos del perseguido, jadeos,
alguna indicación de Justo gritada al padre Beltrán, el sonido de algún objeto
al caer de las estanterías y romperse contra el suelo, gemidos de los estantes
de madera....
No sabía cómo
iba la persecución, pero ella seguía en tensión. Y no fue para menos, cuando
desde el pasillo de más a la izquierda salió corriendo Jonás, llegando hasta
ella. Estaba acelerado y jadeando, con el pecho de la camisa empapado de sudor.
Marta se llevó
las manos a la espalda y sacó de la cintura de los vaqueros la pistola que Sole
le había entregado. No le gustaban las armas, ni las sabía usar, pero había
decidido hacer caso a la soldado y no se separaba del arma, aunque no le
gustase lo más mínimo y le diese náuseas sentirla a la espalda.
Jonás se
detuvo en seco, al ver el cañón del arma apuntar hacia él. Levantó las manos y
dejó ver que estaba desarmado.
- Joven,
déjeme pasar.... – dijo, y Marta notó su tono de voz seductor. Tragó saliva,
aflojando las manos sobre la pistola. Vio que los ojos de Jonás se habían
vuelto amarillos y supo que la estaba engatusando, así que volvió a apretar con
fuerza la pistola.
- No puedo....
- No puede
dejar que el padre Beltrán me atrape. ¡¡Ese hombre es el mal!! – dijo Jonás,
señalando hacia atrás.
- No puedo
dejarle ir. Necesitamos su ayuda....
- Lo siento,
pero no quiero saber nada de ese hombre – dijo Jonás, decidido. – Cualquiera
que camina con él acaba encontrándose con la Muerte. A usted también le
pasará....
Marta no sabía
qué pensar. ¿Estaba engatusándola de nuevo? Parecía muy sincero....
Jonás dio un
paso hacia ella y Marta echó atrás el percutor, como había visto hacer en
tantas películas de Hollywood. Jonás rió, con desdén.
- ¿De verdad
cree que con las balas podrá hacerme algo? – dijo, señalando con desprecio la
pistola.
El padre
Beltrán apareció entonces detrás de él, saliendo desde detrás de una
estantería. Pareció un huracán, vestido de negro. Se colocó al lado del
dependiente y le golpeó la nuca con el mango de la cuchilla de plata, que
llevaba en la mano. Jonás se desplomó como un saco.
- Con las
balas quizá no, pero con esto seguro que sí.... – musitó, mirando a Jonás, que
rebullía en el suelo.
Justo llegó
trotando desde el fondo del almacén, por el pasillo que quedaba frente a la
entrada. Miró a Marta y después al cuerpo caído, mientras jadeaba.
- Agente Díaz,
ayúdeme, por favor – dijo el padre Beltrán, cogiendo a Jonás por debajo de un
brazo. Justo le cogió por debajo del otro y lo arrastraron entre los dos hasta
el fondo del almacén. Allí estaba el “despacho” de Jonás, que consistía en una
mesa puesta en la esquina del edificio, con una silla cómoda delante. En ella
sentaron a Jonás, que gemía dolorido, tocándose la parte trasera del cráneo.
Marta miró el
contenido de la mesa, en la que había una cesta de metal rectangular con
papeles, varios libros viejos sobre la mesa y un portátil en el centro del
escritorio.
- No te hagas
la víctima, Jonás – dijo el padre Beltrán, situándose a su lado, con su voz de
cuervo. – Podría haberte matado, pero sólo te he dedicado una caricia.
Jonás entonces
levantó la cabeza y la mirada hacia el hombre de negro. Sus ojos volvían a
estar amarillos, pero sólo duró un parpadeo: después volvieron a ser normales.
Aquella mirada podría haber fulminado a cualquiera.
- ¿Qué carajo
quieres de mí? Dímelo cuanto antes para que pueda perderos de vista
enseguida.... – masculló, con odio.
- Anäziak va a abrir sus puertas dentro de poco –
contestó el sacerdote de negro, como si estuviese hablando de la apertura de un
nuevo parque de atracciones. Sin embargo, su voz de cuervo seguía siendo
lúgubre. – Queremos saber dónde será.
- ¡¡Eso es
imposible!! – soltó Jonás. Parecía recuperado de su golpe.
- Tenemos seis
poseídos que dicen lo contrario.... – intervino Justo, con voz divertida pero
irrefutable.
Jonás se quedó
mirándole, entre desconfiado y preocupado. Se volvió a mirar al padre Beltrán,
valorando si podía creer lo que su enemigo le podía decir.
- ¿Es eso
cierto? – acabó preguntando.
El padre
Beltrán asintió, solemne.
- El seis no
es un número de Anäziak.... – fue el extraño comentario de Jonás. No quitaba ojo a
las pequeñas gafas redondas del cura.
- Aún falta
otro poseído, que sepamos.... – intervino Marta, algo cortada. Jonás se volvió
a mirarla.
- El siete no
es un número de demonios, tampoco. El siete es un número de fantasmas – explicó
Jonás, con voz despectiva. – Igual que el trece es un número relacionado con
los monstruos.
- ¿Y qué
número se relaciona con Anäziak? – preguntó Justo.
- El nueve....
– respondió Jonás, mirando al cura.
El padre
Beltrán asintió, lentamente. Jonás se puso pálido.
- Los nueve
vienen hacia aquí – dijo, y su voz de grajo sonó mucho más funesta que de
costumbre. – Ése era el mensaje de los poseídos.
-
Pe....pero.... pero.... Si sólo hay.... si sólo ha habido siete poseídos....
faltan dos, Beltrán....
- Lo sé.
- ¡Serán los
que abrirán el portal! – dijo Jonás, aterrorizado. Marta tragó saliva,
asustada: ver a un ectoplasma asustarse de algo que estaba por venir no
tranquilizaba a nadie.
- Por eso necesitamos
que nos digas dónde va a abrirse.... – dijo el padre Beltrán, con una voz dura
e inquebrantable.
Jonás no
replicó más. Con prisa abrió un cajón metálico de la mesa de oficina y sacó
unos mapas, viejos y arrugados, muy manoseados. En la otra mano sostuvo una
botella de whisky, a la que apenas le quedaban un par de tragos.
Jonás extendió
los mapas por encima de la mesa, alisándolos con las manos extendidas. Marta
pudo ver que eran mapas políticos y físicos de toda la península, de algunas
comunidades autónomas sueltas e incluso de algunas provincias en concreto, bien
grandes, con mucho detalle. El dueño de la tienda los dejó encima de la mesa
sin ningún orden concreto. Después tomó un trago de whisky y lo mantuvo en la
boca, mientras cerraba los ojos y paseaba las manos entre los mapas extendidos
encima de la mesa. Un murmullo tenue empezó a oírse, emitido por Jonás, en
trance.
- ¿Qué....? –
empezó a decir Marta, pero el padre Beltrán la silenció.
- No hable. Le
romperá el trance.... – susurró Justo a su oído. Marta asintió.
Las manos de
Jonás revoloteaban por encima de los mapas, algunas veces lentamente, otras
acelerándose. En ocasiones rozaba el papel, tocaba algún plano, pero no llegaba
a coger ninguno. Sus manos empezaron a moverse más rápido, haciendo círculos
encima de los mapas. Con un zarpazo veloz apartó un mapa, lanzándolo al suelo.
Repitió la operación con la mano izquierda, mandando esta vez dos mapas al
suelo. Apartó otro de un manotazo, que chocó contra la pared, arrugándose y
quedando apartado. Entonces sus manos se pararon.
Jonás tragó el
whisky, abrió los ojos y bajó la mano derecha, con el índice extendido. Lo posó
suavemente en un punto del mapa que quedaba ahora encima del montón de todos
los que había sobre la mesa: un mapa político de la comunidad de Castilla y
León.
- Aquí.... –
dijo con voz temblorosa, sin mirar todavía el papel. El padre Beltrán se
inclinó para mirar en el mapa.
El dedo de
Jonás no señalaba ningún pueblo o ciudad concreta, sino una pequeña comarca al
norte del Bierzo: Concejos de Siena.
El padre
Beltrán se incorporó y se dirigió hacia la tienda, sin dirigirle ni una palabra
a Jonás. Justo le dedicó un cabeceo al dueño de la tienda y siguió al sacerdote
de negro. Marta también lo hizo, pero se detuvo a los dos pasos y se giró.
- Gracias.
Jonás la
miraba con ojos agotados y asustados.
- La Muerte
camina al lado de ese hombre – fueron sus palabras. – Tenga cuidado.
Marta salió
del almacén y de la tienda con una mezcla confusa de sentimientos. Se reunió
con sus compañeros en la estrecha acera, a la tenue luz del Sol tardío de
verano, echando de menos un poco más de calor. Sólo pudo mirar a la cara a
Justo.
- Así que
tenemos que ir a Concejos de Siena, ¿no? – preguntó su compañero, mirando al
sacerdote de negro. Éste solamente asintió. – ¿Y qué va pasar allí?
Marta notó un
tono amenazante y retador en la voz de Justo. El padre Beltrán no les había
contado todo lo que sabía sobre Anäziak.
- ¿De verdad
quiere saberlo? – dijo, con voz de grajo. – ¿De verdad va a creerme?
- ¿A estas
alturas necesita preguntarlo? – dijo Justo. Y aunque estaba serio, su voz sonó
con un deje divertido.
El padre
Beltrán suspiró antes de hablar.
- Existe una
profecía, una leyenda sobre Anäziak. Sólo nueve demonios pueden viajar
entre dimensiones, en cuerpo y sombra. El Príncipe de Anäziak y sus ocho esbirros. No creí que nos
tuviésemos que enfrentar a ellos: pensé que la línea del discurso de los
poseídos que hace referencia a los nueve solamente era una licencia artística,
digamos....
“El nueve es muy
importante en demonología. El cristianismo solamente le dio la vuelta para
crear el número de la Bestia: el 666. Los nueve demonios anäziakanos que van a
colarse en nuestra dimensión lo harán por una puerta mística, abierta gracias a
la fuerza vital de nueve poseídos. Siempre el nueve.
- Pero sólo ha
habido seis poseídos – intervino Justo. – Y como mucho habrá siete, si Sole y
los demás no lo evitan en Burgos.
- Esos siete
poseídos son heraldos – siguió explicando el padre Beltrán. – Han venido
solamente para anunciar la llegada del Príncipe y de los Ocho Generales. Y para
unir su fuerza vital a los custodios, los que abrirán el portal. Por eso se
suicidaban, una vez que habían asesinado a su antojo. Tenían que liberar su
fuerza vital.
“Los dos
últimos poseídos serán los custodios, los que recojan la fuerza vital de los
siete poseídos anteriores. Unirán esa fuerza vital a la suya propia y abrirán
el portal entre Anäziak y nuestro universo. De esa forma entrarán el Príncipe y
sus Ocho Generales.
- Para conquistar
nuestro mundo.... – murmuró Marta. El padre Beltrán asintió.
- ¿Y cómo
podemos pararlos? – preguntó Justo. Marta lo miró a la cara y se sintió
orgullosa de poder compartir aquel apocalipsis con el veterano agente: estaba
claro que no iba a rendirse.
El padre
Beltrán se encogió de hombros antes de contestar.
- Si
conseguimos mantener con vida al séptimo poseído, o le eliminamos de una forma
contundente, evitaremos que su fuerza vital se una a la de los demás para abrir
el portal. También podemos hacer lo mismo con los dos custodios. Pero si el
portal se abre, pocas opciones nos quedarán.
- ¿Qué quiere
decir con “eliminarlo de forma
contundente”? – preguntó Marta. – ¿Tiene que ver con que las balas no los
maten?
- Eso es –
dijo el padre Beltrán. – Las balas se idearon para matar humanos, no demonios. La
mejor arma que podemos usar contra los ectoplasmas en general (y contra los
demonios en particular) es la plata.
Y acto seguido
sacó su cuchilla, mostrándosela por primera vez a sus compañeros.
- Si eliminamos
a un demonio con un arma de plata, no sólo estaremos destruyendo su cuerpo de
carne, sino también al demonio que alberga dentro. Se perderá esa fuerza vital
que los custodios necesitan para abrir el portal.
- Entonces
tenemos que ir a Burgos con los demás inmediatamente – dijo Justo, echando a
andar.
- No – replicó
el padre Beltrán, sin ánimo de reto. – Lo primero que debemos hacer es
conseguir armas de plata para todos. Si no, nuestros esfuerzos no servirán de
nada. Mañana nos reuniremos con los demás. Lo que me recuerda.... – dijo,
metiendo su mano derecha en el bolsillo del largo abrigo. De él sacó dos
cadenas finas de metal con dos colgantes redondeados. – Los he cogido de la
tienda de Jonás. Son Rosetas celtas, unos poderosos símbolos protectores.
Representan el Sol, muy adecuado ya que vamos a enfrentarnos a seres de las
sombras. Cojan uno cada uno y no se separen de él.
Marta lo tomó
con cuidado y se lo colgó al cuello. Justo lo admiró un momento, con cara entre
la incredulidad y el agradecimiento, y después lo guardo en el bolsillo de la
gabardina.
El padre
Beltrán encabezó la marcha, seguido por los otros dos. Marta dio una corta
carrera para ponerse a su lado.
- Hay una cosa
que no entiendo....
- ¿Una sola? –
bromeó Justo, alcanzándolos y colocándose al otro lado de Marta. La chica
sonrió.
- Si hace
falta su fuerza vital.... o como sea.... ¿por qué los poseídos se dejan matar?
- El demonio
reposa en el cuerpo marchito del ser humano hasta que los custodios reclamen su
fuerza vital con el ritual – respondió el padre Beltrán, sin dudar. Marta miró
a Justo, con cara perpleja. El veterano agente se encogió de hombros, con una
mueca divertida.
- Pero.... –
volvió a la carga Marta. – ¿Por qué se suben a un lugar alto y se dejan caer al
vacío?
Sin dejar de
andar, el padre Beltrán se volvió a mirarla y le contestó.
- ¿Ha pensado
qué son los demonios, según el catolicismo? – su voz de grajo era áspera y
dura. – Son ángeles caídos....
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