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Daban las dos
de la tarde en las campanas de una iglesia cercana cuando el R-11 de Justo se
detuvo en una de las calles principales de la ciudad. El padre Beltrán los
había guiado hasta allí, con palabras secas y murmuradas, como era su
costumbre. Mientras Justo metía unas monedas en el cajero automático para sacar
el ticket que les permitía aparcar en la calle, el sacerdote miraba en
derredor, desde detrás de sus gafas oscuras, con la gran nariz llena de
cicatrices en alto. Casi parecía husmear al aire.
Marta estaba
apoyada en el viejo coche de Justo (que no hacía más que sorprenderla,
recorriendo kilómetros y kilómetros y aguantando como un campeón) mirando
alternativamente a los dos hombres. Casi comprendía la rivalidad creciente que
se estaba formando entre ellos, pero no entendía que los dos dejaran que se
produjese. Los dos juntos, cada uno a su manera, eran unos expertos en aquellos
temas. Podían ayudarse mutuamente y todos sacarían provecho de ello, pero se comportaban
como dos gallos en el mismo gallinero. Ella se sentía en medio de los dos, sin
querer separarse de ninguno pero manteniéndose cerca de los dos.
Justo se
acercó a ella, poniendo el ticket en el salpicadero del coche y cerrándolo con
llave después. Se apoyó con ella en el costado del vehículo y miró con
desprecio al sacerdote, que deambulaba por allí cerca, sobre la acera. Los dos
agentes lo vieron hacer durante un momento de silencio.
- ¿Qué hace
nuestro nuevo amigo? – acabó por preguntar.
- No lo sé....
Al cabo de un
rato el padre Beltrán se giró hacia ellos y asintió solemnemente, echando a
andar hacia la otra acera, cruzando la calzada con paso vivo y sin mirar. Un
coche tuvo que frenar en seco, haciendo chirriar los neumáticos y aullar el
claxon. El padre Beltrán pasó inexpresivo por delante de él, seguido a la
carrera por Justo y Marta. El primero le dedicó un gesto de disculpa al airado
conductor.
- ¿A dónde
vamos? – preguntó Marta, cuando alcanzaron al sacerdote de negro. Justo se
limitó a mirarlo con desdén y enfado.
- En esta
ciudad vive un ente muy inteligente – empezó a explicar el padre Beltrán. –
Lleva en nuestro universo muchos siglos, porque ya no es capaz de viajar entre
dimensiones. Le permito existir porque en ocasiones su ayuda es muy valiosa,
como en esta ocasión.
- ¿Le permite
vivir? – preguntó Justo con incredulidad.
- Sí – replicó
el sacerdote de negro. – Llevo en esta lucha muchos años, agente Díaz, y le
aseguro que todas las criaturas de otros universos merecen la muerte. Aquí no
pintan nada....
Caminaron un
trecho por diferentes calles, dejándose guiar por el padre Beltrán. Justo
estaba convencido de que se orientaba por su olfato: el veterano agente no
sabía si aquello le espantaba o le hacía reír.
- ¿Y por qué
vamos a ver a ese.... ente? – preguntó Marta de nuevo, refiriéndose a la
persona que iban a ver con el mismo calificativo que había usado el padre
Beltrán.
- Porque es un
experto en lenguas, dialectos y jergas, tanto demoníacas como celestiales –
explicó el sacerdote de negro. – Incluso sabe una docena de idiomas bestiales,
a base de gruñidos y gorgoteos. Estoy convencido de que conoce la lengua de los
demonios de Anäziak y podrá traducir el mensaje.
- Y así
sabremos a qué nos enfrentamos – aventuró Marta. El padre Beltrán asintió,
aunque no parecía muy convencido. Justo meneó cabeza, al lado de Marta y detrás
del hombre de negro, cansado.
Los tres
continuaron caminando por la acera, llegando hasta un pequeño parque y
cruzándolo hasta el otro lado, saliendo a una avenida grande y ancha. El trío provocaba
miradas de asombro, entre la gente de la calle: al fin y al cabo eran una mujer
de aspecto normal acompañada por un hombre de sombrero y gabardina al estilo
“Inspector Gadget” y por un cura completamente de negro, salvo su salvaje
melena plateada. Parecían un grupo de personajes salidos de una película de
serie B.
- Y ése al que
vamos a ver, ese traductor.... ¿ha dicho que es un ente? – acabó preguntando
Marta, con curiosidad. Acababan de entrar en una bocacalle de la gran avenida,
llena de bares de copas y pubs. A aquellas horas estaban casi todos cerrados y
la calle estaba desierta.
- Sí, es una
forma de llamarlo.
- ¿Y qué es
para usted un ente, exactamente? –
preguntó Justo, molesto.
El padre
Beltrán lo pensó un instante.
- Un ente es
cualquier manifestación de otro universo en el nuestro. En este caso, este ente
se trata de un corpóreo, un encarnado,
como creo que los llaman en su agencia. Tiene aspecto humano pero sólo es
debido a su sistema de camuflaje.
- ¿Sistema de
camuflaje? – preguntó Justo, incrédulo.
- Una especie
de truco mental, magia o como quiera llamarlo – explicó el padre Beltrán, y
Marta creyó entreoír un tono molesto en su voz de grajo. La enemistad parecía
ser mutua. – De esa manera sobrevive en nuestro mundo sin mostrar su verdadera
forma.
- ¿Y qué forma
es esa? – preguntó Marta, a la vez que el padre Beltrán se detenía delante de
un local moderno, de los pocos abiertos en la calle. Tenía dos amplias
cristaleras y los marcos estaban forrados de metal opaco.
- Es un Guinedeo, eso es todo lo que necesitan
saber.... – dijo, con tono enigmático y distraído. Miraba desde detrás de sus
gafas de sol la puerta y el cartel sobre ella. Después entró. Marta y Justo lo
siguieron.
- No soporto
sus aires de mago de salón.... – musitó Justo al entrar, y Marta (a su pesar)
le comprendió y compartió su opinión: el padre Beltrán era muy misterioso y
demasiado independiente.
El local era
amplio y estaba muy oscuro: la única luz era la que entraba por los ventanales,
que estaban orientados hacia el norte. Había tan sólo una camarera tras la
barra (una muchacha pálida, morena y delgaducha, muy maquillada y con tetas
operadas dentro de un traje corto y ceñido) que los miró con curiosidad y
sorpresa. En las mesas del bar había cinco clientes. Aquel local era de copas,
de vida más nocturna, pero estaba claro que tenía sus incondicionales de la
hora del vermut, aunque Marta no sabía si le merecía la pena estar abierto a
mediodía sólo para media docena de clientes. Cuando vio la mesa llena de
botellines de cerveza a la que estaban sentados dos hombres jóvenes, vestidos
de traje, comprendió que el negocio también marchaba a aquellas horas.
- ¿Van a tomar
algo? – preguntó la camarera, con voz cantarina, inclinándose sobre la barra,
dejando ver su generoso escote: Marta imaginó que la chica querría amortizar el
dinero que se había gastado en el quirófano. Justo se giró hacia ella,
profesional, sacando su acreditación.
Mientras, el
padre Beltrán se dirigió directamente a la otra mesa, con paso tranquilo,
deteniéndose como un titán inamovible a un metro de ella. Era una mesa redonda
que tenía un sofá circular rodeándola a medias. En el sofá había sentadas dos
chicas (tops de tirantes, amplios escotes, minifalda y pantaloncito corto,
abundante maquillaje y pelo teñido) con un hombre sentado entre ellas.
- Hola,
Atticus – saludó con voz cavernosa.
Era un
hombrecillo delgado, de pelo castaño apagado, áspero y deslustrado. Era pálido
y con una cara cómica: amplia frente, ojos redondos y saltones, nariz delgada y
respingona y labios curvados en una eterna sonrisa. Vestía de forma informal y
despreocupada. A Marta no le pegaba ni con el tipo de local ni con la compañía.
- Hola, padre.
Hacía tiempo que no nos veíamos: creía que había muerto – dijo el tal Atticus,
con un acento extraño que Marta no supo identificar. La gente lo confundiría
con un acento de Europa del este, pero Marta sabía que no era de allí: el
hombre hablaba con el acento de su mundo ultradimensional. – Oiga, dígale a su
amigo que no me haga mala publicidad, ¿quiere? Tengo una reputación que
mantener....
Marta se dio
la vuelta hacia donde el tal Atticus estaba señalando, para ver a Justo enseñar
su identificación falsa a la camarera.
- Agente Díaz,
déjelo, por favor – pidió el padre Beltrán y Marta notó la amabilidad en
aquella voz, a pesar de sonar como la voz de un cuervo. Justo se giró, miró al
padre Beltrán con el ceño fruncido, se volvió hacia la camarera (Marta conocía
ligeramente al veterano agente y estaba convencida de que no había dirigido su
mirada hacia el canalillo ni una sola
vez) y se despidió con un cabeceo, guardando su acreditación en el interior de
la gabardina, yéndose a reunir con sus dos compañeros.
- ¿Qué hace
trabajando con la agencia, padre? – preguntó el hombre delgado del sofá, con
una sonrisa divertida. Su tono era siempre ligero, guasón. – No me esperaba
esto de usted, que siempre ha cuidado mucho sus compañías....
El padre
Beltrán lo miró y Marta creyó que, de estar acostumbrado a hacerlo, el
sacerdote hubiese sonreído divertido al hombre del sofá. Aunque quizá se
equivocara y sólo fuera una impresión errónea.
- A menudo el
multiverso crea extraños compañeros de cama – indicó el padre Beltrán, en tono
neutro. – Y si no, que nos lo digan a ti y a mí....
Atticus rió
con ganas, palmeándose las piernas enfundadas en vaqueros demasiado grandes
para sus estrechos muslos. Marta no pudo evitar sonreír ligeramente, pero ni el
sacerdote ni el veterano agente que eran sus compañeros se inmutaron, serios y
profesionales.
- Necesita mi
ayuda para algo, ¿verdad? – dijo Atticus, comprendiendo la situación. – A ver
cuándo aprende a librar sus batallas usted solo, padre.... – bromeó, pero su
sonrisa era seria. Después se dirigió a sus acompañantes, que habían asistido a
la escena sin intervenir, pero sin perderse detalle, curiosas y asombradas. –
Chicas, creo que esta gente quiere hablar conmigo en privado. Dejadnos, por
favor: id a la barra con Jennifer y pedid lo que queráis, estáis invitadas.
Las dos chicas
se levantaron y se fueron de allí con mucho contoneo de caderas y de nalgas.
Marta las miró irse y se sintió insignificante, con sus vaqueros y su blusa.
- No se
avergüence, señorita – intervino Atticus, mirándola directamente y sonriendo
amable. – Usted es infinitamente más bella que ellas, créame. Pero yo necesito
un escaparate más.... digamos.... espectacular.
Marta asintió,
sin comprenderlo muy bien.
- ¿Por qué? –
preguntó Justo, secante e interesado.
- Digamos que,
a veces, la mejor forma de no llamar la atención es precisamente siendo el
centro de atención....
Justo asintió,
comprendiendo.
- Pero no se
queden de pie, por favor. Siéntense, siéntense.... – dijo Atticus, acompañando
sus palabras con exagerados gestos de las manos. El padre Beltrán compartió el
sofá con él mientras Justo y Marta se sentaban en las sillas del otro lado de
la circunferencia de la mesa, desocupadas hasta entonces. – ¿Quieren tomar
algo? ¿No?
Los tres
negaron con la cabeza.
- Muy bien,
¿qué es lo que le ha traído hasta aquí, padre? – preguntó Atticus, hablando más
bajo. Las voces tranquilas de los hombres de la otra mesa, la conversación
animada y frívola de las chicas en la barra, y la música estilo chill-out del local eran los ruidos de
fondo. Las voces de los cuatro quedaron veladas por todos ellos.
- Tenemos una
grabación del discurso de un poseído – explicó el padre Beltrán. – Queremos que
lo traduzcas....
- Muy bien. A
ver esa grabación.... – pidió Atticus. Parecía igual de espontáneo que antes,
pero su mirada parecía mucho más seria, más concentrada, más profesional.
El padre
Beltrán señaló a Marta y Atticus entonces se giró hacia ella, esperando y sin
comprender. La chica sacó su móvil y buscó el archivo de audio que le había
enviado el inspector Figuereo el día anterior. Lo reprodujo y le tendió el
móvil al presunto ente. Atticus lo cogió con las manos ahuecadas y se lo llevó
a la oreja. Las palabras de Ezequiel “el Sucio” volvieron a sonar, implacables
y malévolas. A pesar de sonar bastante altas, Atticus se las arregló para que
nadie en el bar las pudiese escuchar.
El hombrecillo
arrugó el ceño y entornó los ojos, poniéndose muy serio de repente. Al cabo de
un par de frases miró hacia el padre Beltrán, que le mantuvo la mirada,
inexpresivo.
- Un
bolígrafo, rápido – pidió Atticus, chasqueando los dedos y cogiendo una
servilleta de papel que había bajo la copa de una de sus anteriores
acompañantes. Tomó unas notas, con unos signos y unas palabras que Marta no
comprendió, pero que hicieron que empezara a creer (ahora sí, casi sin ninguna
duda) en las historias del padre Beltrán.
La grabación
se terminó y Atticus se retiró el teléfono de la oreja. Tenía el ceño fruncido.
Apuntó otro par de símbolos más y dejó el teléfono en la mesa. Echó mano del
bolsillo trasero de sus pantalones y sacó una libreta pequeña, encuadernada en
piel negra: una espiral dorada resaltaba impresa en la tapa. La abrió y pasó
las hojas, hasta llegar a la primera en blanco después de un tercio del grosor
de la libreta, que ya estaban escritas. Se metió la mano en el bolsillo de la
camisa arrugada y sacó un lapicero, de no más de cuatro centímetros de largo y
grueso como un dedo. Con la punta chata y roma dibujó un pequeño símbolo en la
hoja en blanco y después miró al padre Beltrán. Los dos hombres estaban
terriblemente serios.
- ¿Tan malo
es? – preguntó el sacerdote de negro. Atticus se limitó a mirarle y a presionar
la tecla de reproducción de la pantalla del móvil de Marta.
El discurso en
el idioma extraño volvió a sonar y Atticus se dedicó a escribir a toda
velocidad, con el lapicero en la libreta, llenando dos caras con su escritura
apretada y difuminada, por la punta gruesa del lápiz. Cuando acabó la grabación
levantó el lapicero del papel y miró lo que había escrito, mientras jadeaba
ligeramente. Después volvió a levantar la mirada.
Marta pudo
verle los ojos, durante un parpadeo. Se habían vuelto amarillos, con la
intensidad de un faro. Después volvieron a aparecer del color avellana que
habían tenido hasta ese instante.
Marta
comprendió en ese instante que se movían en tierras movedizas, que lo que el
padre Beltrán les había contado hasta entonces era cierto, que muchas de las
cosas que creían reales no lo eran, y que el mundo en el que vivían era sólo
uno entre muchos. Se volvió a Justo y comprendió en su mirada que el veterano
agente estaba pensando lo mismo. Él también había visto los ojos verdaderos de
Atticus.
- ¿Qué dice? –
preguntó el padre Beltrán. Atticus tragó saliva antes de responder.
- Es la lengua
de Anäziak,
aunque con un acento terrible – explicó Atticus. – Sin embargo son palabras
sencillas, sin florituras, así que es más o menos fácil de comprender. Dice: Prepárate, triste mortal. La puerta de Anäziak
se abre. Fuego y sombra serán tus amos en el comienzo de un nuevo tiempo. Los nueve
conquistarán tu alma y tu mundo. Arderá.
Los tres se
quedaron en silencio, asombrados y asustados, pero sólo el sacerdote de negro
comprendía por completo lo que aquel discurso significaba. Lo que aquellas
palabras encerraban.
- Esto es
consecuencia de lo de Satánix, ¿verdad? – preguntó Atticus, y sus labios se
volvieron a curvar en su sonrisa divertida. A pesar de las circunstancias, el
ente necesitaba sonreír. – ¿Cree que debo ir buscándome otra dimensión en la
que vivir?
El padre
Beltrán le sostuvo la mirada, serio y frío, con los labios apretados en una
fina línea. El pergamino que era su cara se había puesto muy pálido, haciendo
que las múltiples cicatrices que llenaban su rostro resaltasen como líneas en
un mapa de carreteras. Justo y Marta intercambiaron miradas entre uno y otro,
asustados.
- ¿Crees que
ha habido otros? ¿Que haya podido haber otros mundos? – preguntó el padre
Beltrán, haciendo caso omiso de las caras de susto de sus compañeros. No
apartaba las gafas oscuras de los ojos de Atticus.
Éste se
encogió de hombros, haciendo una mueca de ignorancia con la cara, levantando
una ceja.
- Todo es
posible. Pero me temo que sí, que no somos los primeros....
- ¿De qué
están hablando? – preguntó Justo, al fin. Su tono era más de incomprensión y de
miedo que de molestia, aunque no soportaba aquel juego de misterio al que le
gustaba jugar al sacerdote de negro.
- De un
problema mucho más grave que una simple serie de posesiones, agente – dijo el
padre Beltrán, sin dejar de mirar a Atticus. – De un infierno en la Tierra.
- Nunca me han
gustado esas profecías apocalípticas, Beltrán – replicó Justo, con una mezcla
de preocupación y orgullo. – Nunca he creído en ellas.
- A ellas no
les importa que usted o el resto del mundo crean en ellas o no – dijo el padre
Beltrán, volviéndose por fin hacia Justo. Su voz de cuervo sonó más cascada que
de costumbre. – Ni a los demonios que pretenden conquistar nuestra dimensión.
- ¿Demonios? –
preguntó Marta, estupefacta, pero el padre Beltrán no la contestó. Se puso en
pie, serio y duro como una roca.
- Gracias,
Atticus. Veremos qué podemos hacer.
- ¿Necesitará
mi ayuda? – dijo el ente, poniéndose en pie, quedando frente al sacerdote de
negro. Su voz asustada decía una cosa pero parecía esperar otra.
- No será
necesaria. Solamente ponte a salvo – dijo el padre Beltrán, con un tono
ligeramente parecido a la compasión. Después se dio la vuelta y se dirigió con
ligereza hacia la salida. Justo se levantó, miró con cara agitada a Atticus y
salió corriendo tras el sacerdote de negro. Marta recuperó su móvil de encima
de la mesa y se levantó, mirando al ente.
- Buena
suerte. La vais a necesitar – dijo Atticus, con una sonrisa carente de gracia
en la cara.
Marta no supo
qué responder, así que se dio la vuelta y salió del bar, para alcanzar a sus
dos compañeros.
-
¡¡¿Demonios?!! ¡¡¿Infierno en la Tierra?!! ¡¡¿Qué es todo eso que ha dicho su
amigo?!! – preguntó Justo, persiguiendo al sacerdote por la calle. El padre
Beltrán se detuvo en la acera y Marta pudo alcanzarlos. No había nadie más en
aquella calle.
El sacerdote
de negro los miró alternativamente a cada uno, desde detrás de sus gafas de
sol, con los labios apretados y la cara seria y dura.
- Tengo que
tener muy claro que van a creer todo lo que voy a contarles, porque es cierto y
el Gran Ácrom sabe que no pienso mentirles – dijo, con voz vehemente y
poderosa. Parecía desesperado. – Tengo que tener muy claro que no van a contar
a nadie lo que ahora voy a decirles, porque se desencadenaría el caos y el
pánico. Tengo que tener muy claro que van a ayudarme y no a entrometerse en mi
camino, porque si lo hacen les atropellaré y les arrastraré por el polvo. No
tendré ninguna consideración. Lo que se avecina es mucho más importante que
cualquiera de nosotros.
Marta asintió
en silencio y Justo lo hizo un segundo después. No aguantaba a aquel hombre,
pero era capaz de tragarse su orgullo si se encontraban ante una emergencia y
el trabajo de todos era necesario para evitarla.
- Anäziak es una dimensión infernal, terrible y
llena de maldad. Es la dimensión en la que el cristianismo y otras religiones
basaron la idea de su Infierno. Es una tierra plagada de demonios, fuego y
azufre. Existen rincones oscuros en los que ni los habitantes de Anäziak saben lo que allí reside. No hay más
que dolor, sufrimiento y muerte. Y regocijo, para los demonios-soldado y los
demonios-verdugo que forman su gobierno. Las puertas que unen nuestra dimensión
con Anäziak
están vigiladas y son seguras, aunque a veces se producen aberturas.
- Como las que
hemos visto hasta ahora – opinó Justo.
- Sí y no –
replicó el padre Beltrán. – Lo que hemos visto hasta ahora son filtraciones,
demonios que se han colado aquí para poseer los cuerpos de seres humanos.
Cuando hablo de puertas que se abren me refiero a verdaderos portales por los
que pueden entrar los demonios, en cuerpo y fuego.
“Anäziak no era la peor dimensión infernal de
todas las que existen. Existen otras muchas que son peores, y los demonios
anäziakanos temían a las criaturas que los poblaban.
“Pero el
verano pasado me enfrenté a mi enemigo mortal, al Zwartdraak, el caudillo de las criaturas infernales que poblaban la
dimensión de Satánix. Y le vencí. Aquello produjo un vacío de maldad, el ser
más malvado y poderoso del multiverso había desaparecido, lo que al parecer han
aprovechado los anäziakanos para intentar conquistar otros mundos.
“Porque creo
(y Atticus conmigo) que no somos la primera dimensión que esos demonios
intentan conquistar. Deberíamos investigar su paso por otras dimensiones, pero
ahora tenemos otras tareas más urgentes que realizar.
“Los poseídos
que han investigado ustedes hasta ahora son sólo el comienzo, el anuncio de
algo más grande. Son los heraldos que se han encargado de presentar lo que
vendrá a continuación.
- A Marta y a
mí siempre nos parecieron unas posesiones muy extrañas – comentó Justo.
- Lo eran,
pues no buscaban controlar un cuerpo y hacer algo con él – coincidió el padre
Beltrán. – Simplemente buscaban publicidad, matando y asesinando. Y transmitir
su mensaje: los demonios anäziakanos pretenden conquistar nuestra dimensión.
- ¿Y el
símbolo? – preguntó Marta. – Todos los poseídos pintaban el mismo símbolo, con
idénticas proporciones. ¿Por qué lo hacían?
El padre
Beltrán guardó silencio un momento, mirando al cielo.
- No me atrevo
a hacer una conjetura, pero tengo una idea, inquietante y peligrosa – dijo,
enigmáticamente, sin añadir más.
- ¿Y qué
hacemos? Esos demonios van a acabar entrando en nuestra dimensión, ¿no? – dijo
Justo. – De forma corpórea. ¿Cuándo y dónde lo harán?
El padre
Beltrán se volvió a mirarlo. Parecía más seguro de sí mismo al dar la
respuesta.
- Eso es lo
que ahora tenemos que averiguar....
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