UNA MUCHACHA
ENFADADA
Un golpe sonó en la pared y
la reina y el fraile miraron hacia allá. El sonido había sonado en una pared
lateral de la sala, en la que había colgado un retrato del padre de la reina
Guadalupe: don Eutimio.
- ¿Qué ha sido eso? –
preguntó la reina.
- Habrá sido algún
sirviente que ha tropezado en el pasillo, majestad – opinó el fraile. El
pasillo transcurría al otro lado de aquella pared, así que era posible que
hubiese ocurrido eso.
- Bueno.... Venid, padre
Malaquías: vamos a pescar ranas al estanque.... – dijo la reina, levantándose
del trono y echando a andar hacia la puerta. El fraile la siguió, lanzando una
mirada intencionada hacia la pared y el cuadro.
Rosalinda, la infanta del
reino, se encogió en su escondite, asustada. Parecía que el padre Malaquías
había sabido que ella estaba allí escondida, detrás de la pared de la sala, en
el compartimento estrecho que había entre ella y el pasillo. La infanta volvió
a asomarse a las mirillas que había en la pared, que coincidían con los ojos de
la imagen de su abuelo Eutimio en el cuadro: vio salir a su madre y al fraile
Malaquías. La sala se quedó vacía.
Y entonces Rosalinda se
puso a sollozar.
Se había enfadado mucho al
enterarse de que su madre quería raptar a la princesa Adelaida para hacerle princesa de su reino. Por eso había pegado un puñetazo a la pared, rabiosa: el
golpe que su madre y el padre Malaquías habían escuchado.
Pero ahora estaba triste.
El mayor pesar de su vida la atormentaba otra vez: ¿es que ella no iba a poder
ser nunca una princesa en su propio reino?
Rosalinda era la hija de la
reina, pero era bastarda. Había nacido antes de que la reina se casara con el
rey Justino del reino Cucufate, de una relación anterior que Guadalupe había
tenido. Al principio, cuando la reina Guadalupe fundó el reino de Cerrato para
ella sola, Rosalinda era una muchacha que atendía a la reina, una cortesana
más, quizá algo más privilegiada, pero nada más: la reina Guadalupe se había
cuidado de que su relación con Rosalinda fuese un secreto.
Pero el secreto se había
hecho público en Astudillo, hacía unos años. Había una campesina entre su
población, una mujer bondadosa y trabajadora, pero por otro lado muy cotilla,
que se enteró de la maternidad de la reina y lo empezó a contar por todas
partes.
La reina Guadalupe tuvo que
hacer pública la verdad, reconociéndola ante sus súbditos. Pero no fue un
escándalo, como se esperaban madre e hija: a los habitantes de Astudillo (y a
los del reino de Cerrato en general) no les importaban esas tonterías, mientras
siguiesen teniendo locales de juego abiertos.
Así, Rosalinda pasó a ser
la infanta de Cerrato, pero no podría ser nunca princesa, ya que no había sido
la hija de un rey.
Y eso a Rosalinda le
molestaba muchísimo.
Tenía todos los lujos de
una princesa, los caprichos de una princesa, los privilegios de una
princesa.... menos el título de princesa. Los habitantes del reino de Cerrato
no la reconocían como su princesa (porque, por otra parte, no lo era) y eso era
lo que más le molestaba a Rosalinda.
Y ahora, a la vista de lo
que acababa de descubrir, iba a ser mucho menos para sus súbditos. Si la
princesa Adelaida (una princesa de verdad) acababa yendo a Astudillo y se
convertía en la princesa de Cerrato, Rosalinda ya no iba a significar nada para
los habitantes del reino, y lo que era peor, perdía todas sus oportunidades de
convertirse en princesa algún día.
Salió de su escondite
cuando estuvo segura de que nadie la iba a ver y caminó pisando fuerte, hecha
una furia, por los corredores del castillo. No iba a permitir que Adelaida se
convirtiese en la princesa de su reino (o, dicho con más exactitud, del reino
de su madre): iba a defenderse con uñas y dientes.
Caminó con paso vivo, casi
corriendo, remangándose las faldas de su vestido, hacia las dependencias del
mago Jeremías.
Los aposentos del mago, su
biblioteca, su laboratorio y su sala de prácticas estaban en la torre más
antigua del castillo, en la zona sureste. Allí el mago vivía, estudiaba y
practicaba sus artes mágicas, apartado de las tonterías de la gente humilde y
de las frivolidades de los nobles del castillo. Había semanas enteras en que no
se le veía el pelo, tan atareado como estaba.
Rosalinda llegó a la torre
del mago y llamó a la puerta de madera, esperando con impaciencia a que la
abrieran.
- ¿Sí? ¿Quién es? –
preguntó una voz temblorosa al otro lado de la puerta.
- Soy la infanta Rosalinda,
mi señor – dijo la muchacha, sin reconocer muy bien la voz que le había hablado
desde dentro. – Tengo que pedirle un favor....
Se escuchó el ruido de tres
o cuatro cerrojos al descorrerse y luego la puerta se abrió medio palmo. Un
trozo de cara se asomó al hueco. Rosalinda reconoció el ojo asustado del
aprendiz del mago.
- Mi maestro no está, lo
siento.... – dijo el aprendiz, con voz asustada. – No volverá hasta dentro de
una semana....
- Pero yo no puedo esperar
una semana.... – dijo Rosalinda con voz suplicante. – Necesito vuestra ayuda
ahora mismo....
- ¿Mi ayuda? – dijo el
aprendiz, sorprendido, abriendo la puerta por completo. Estaba vestido con el
pijama, una prenda color rojo con estrellitas y planetas bordados de color
amarillo y naranja. No pareció darse cuenta de su aspecto ridículo y siguió
mirando a la infanta con ojos sorprendidos. – ¿De verdad os puedo ayudar?
Rosalinda sabía (como todo
el reino) que el aprendiz del mago Jeremías era un poco torpe, un manazas con la magia. Pero también sabía
que el verdugo saldría aquella misma noche en busca de la princesa Adelaida,
así que no tenía mucho tiempo para esperar al verdadero mago del reino.
- Necesito ayuda cuanto
antes. Si vuestro maestro no está aquí seréis vos quien me ayude – dijo
Rosalinda, tajante. No era la princesa del reino, pero sabía cómo mandar a sus
súbditos.
El aprendiz del mago se
pasó la mano por la cara, nervioso. No deseaba otra cosa que poder valerse por
sí mismo, poder ayudar a la infanta con su problema (fuese el que fuese) y
poder demostrar que él también podía ser un buen mago, para que su maestro,
cuando volviera, pudiese sentirse orgulloso de él.
- Está bien, pasad.
Adelante, os ayudaré.... – dijo al final, animado, dejando espacio para que la
infanta Rosalinda entrase en la torre.
El aprendiz la precedió por
un corredor hasta una sala pequeñita y acogedora. Había sillones, una chimenea
con un pequeño fuego encendido y una mesa de madera con frutas, pan, una
botella de vino y unos muslos de pollo.
- Podéis tomar lo que
queráis.... – dijo el aprendiz, intentando ser un buen anfitrión.
- No tengo tiempo.... Si no
os importa pasemos al asunto.... – dijo Rosalinda, sentándose en uno de los
sillones.
- Muy bien – dijo el
aprendiz, sentándose en el que quedaba enfrente. Estaba tan nervioso por
encargarse él solo del problema de Rosalinda que se sentó en el brazo del
sillón, perdió el equilibrio cuando medio culo se le quedó en el aire, hizo
unos cómicos molinetes con los brazos para mantener el equilibrio y acabó
cayendo al asiento, quedando hundido en el sillón. Sonrió bobaliconamente,
poniéndose rojo de vergüenza. – Adelante, adelante.... Exponedme vuestro
problema.
Rosalinda tomó aire y contó
de un tirón todas sus frustraciones y sus descontentos al pobre aprendiz de
mago, que escuchó atentamente todo lo que la infanta le contó. La muchacha le
explicó también lo que había escuchado a escondidas en la sala del homenaje de
labios de su madre, el trabajo que el verdugo del reino iba a realizar aquella
misma noche. Y por último le pidió lo que su corazón más deseaba.
- Necesito que la princesa
Adelaida no llegue nunca a ser la princesa de Cerrato – dijo Rosalinda,
vistiéndose sus palabras con un tono de rabia. – Os pido que la detengáis, que
impidáis que el verdugo la rapte, que quede inútil para realizar sus funciones
de princesa.... en último caso, que la matéis, para que no pueda ser la princesa
de este reino.
El aprendiz de mago estaba
tan deseoso de ayudar que no pensó en la categoría moral de las peticiones de
la infanta Rosalinda. El chico quería demostrar (y demostrarse) que podía
ayudar a los súbditos del reino, que podía hacer su trabajo de mago, así que
decidió volcarse en ayudar a la infanta. Pero el aprendiz también sabía que su
nivel como brujo era muy pobre, así que no sabía muy bien cómo iba a poder
encargarse de lo que le había pedido Rosalinda.
Sabía que no iba a poder
mandar un hechizo hasta el verdugo, cuando estuviese de camino o ya de vuelta.
Su magia no era tan poderosa. Tampoco sabía muy bien cómo hacerle llegar un
brebaje al verdugo (las pociones se le daban bastante bien) para que perdiese
la memoria a medio camino y se tuviese que volver, sin poder recordar cuál era
su misión.
- No os preocupéis – dijo
el aprendiz, mostrando a la infanta una confianza que en realidad no sentía. –
Yo me encargaré de que la princesa Adelaida no ponga un pie en Astudillo....
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