UN RAPTO EN
LA NOCHE
El verdugo viajó a pasó
vivo, montado en su mulo, toda la noche. Trotó hasta Frómista, llegando al
pequeño pueblo de madrugada y siguió la carretera que salía al oeste, de camino
hacia la frontera entre los dos reinos, cruzándola por allí.
- ¿Quién va? – preguntó el
guardia fronterizo, medio dormido. Era más de la una de la madrugada.
- Soy un pobre verdugo que
busca un trabajo en el reino de Castillodenaipes – mintió Bernabé, para
mantener el secreto de su misión.
- ¡Ah! Pasad, pasad.... –
dijo el guardia, abriendo la puerta de la verja. – Espero que tengáis suerte y
encontréis trabajo.... En Castillodenaipes la vida es muy tranquila, y casi no hay
crímenes, pero a lo mejor tenéis suerte y los reyes desean matar a alguien....
- Eso espero.... – dijo
Bernabé, cruzando la frontera, actuando para el guardia.
- Y si los reyes no le dan
trabajo, mi primo quizá pueda contratarle: tiene una granja de pollos cerca de
Espadas. Allí se hartaría usted de cortar cuellos – propuso el guardia
fronterizo. Bernabé sonrió, le dio las gracias y siguió su camino.
Cruzó los pueblos de Copas
y de Oros, bien entrada la noche (no vio a nadie por las calles), hasta llegar
al río. Lo cruzó por el puente de maderos y se acercó a la gran capital de
Castillodenaipes: Marfil.
La ciudad era mucho más
grande que Astudillo, rodeada de murallas, con varias casas importantes y
elegantes que sobresalían por encima de las almenas de la muralla. Pero lo que más
destacaba por encima de los tejados de la ciudad era el castillo de los reyes
Zósimo y Clotilde.
Bernabé miraba los
torreones del castillo y los tejados de teja de pizarra mientras se acercó a la
puerta norte de la muralla.
- Buenas noches.... –
murmuró el guardia que cuidaba de la entrada. Estaba agarrado a su lanza, casi
colgado de ella, apoyada en el suelo verticalmente. Tenía ojos somnolientos y
estaba apoyado en su brazo, que le servía de improvisada almohada.
- Buenas noches – contestó
Bernabé, con cautela, vigilando al guardia para ver que no se despertara del
todo. Se bajó del mulo y lo llevó por el ronzal, tirando de él, mientras
cruzaba el puente levadizo, que estaba bajado.
- ¿Trae usted ya los
cocodrilos? – preguntó el guardia, más dormido que despierto.
Bernabé se detuvo,
sorprendido y desorientado. No sabía a qué venía esa pregunta, ni si tendría
trampa.
- Aquí los traigo, sí – se
arriesgó al final, sin entrar en más detalles.
- Ya era hora.... – murmuró
el guardia, acomodándose en su brazo, colocado horizontalmente. – En las
cocinas os esperan desde hace días....
Sin entender muy bien de
qué iba aquello, Bernabé aprovechó y se coló en Marfil, la capital del reino de
Castillodenaipes. Buscó el castillo, guiándose por las torres que sobresalían
por encima del resto de edificios hasta llegar a él.
Era un magnífico edificio,
de piedra color blanco, verde, rosa y amarillo. Los tejados eran de pizarra
negra y todas las ventanas tenían portezuelas de madera adornadas con los oros,
las espadas, las copas y los bastos, los cuatro símbolos del reino (que
aparecían en su escudo). Había multitud de pendones y banderas, colgadas de
mástiles que salían del muro, adornados con hilos de oro y plata. El castillo
resplandecía, incluso en la oscuridad de la noche.
Bernabé entró en el
interior del edificio, sabiendo que le quedaba muy poca noche por delante. La
extraña conversación con el guardia de la muralla le había dado una idea: el
verdugo se coló al castillo por la entrada de las cocinas, donde todo estaba en
silencio y el olor de bizcochos, chorizos, frutas en almíbar y repollos cocidos
se mezclaban en el ambiente.
Bernabé no había estado
nunca en el castillo de los reyes Zósimo y Clotilde, pero sabía que era una
amplia atracción en la que se hacían visitas turísticas. Desde la cocina no le
costó orientarse y encontrar el amplio comedor de la planta baja, y desde allí,
después de un par de vueltas, encontró el vasto recibidor del castillo.
Era una enorme sala, de la
que salían otras habitaciones elegantes y dos grandes escalinatas de mármol,
con esculturas de oro y papel de aluminio. Había muchos tapices que adornaban
el ancho recibidor, con las imágenes de los reyes, de Adelaida y escenas de
cuentos. Había un gran tapiz que mostraba a toda la familia real: el rey
Zósimo, la reina Clotilde y la princesa Adelaida, entre los dos: la princesa
salía sacando la lengua, divertida.
Bernabé se acercó a una
pared, en la que había un pequeño pergamino plastificado pegado a la piedra:
era un plano de las zonas del castillo que se podían visitar con la ruta
guiada. En él se mostraban las zonas permitidas y las prohibidas, además de
mostrar la forma más corta de volver a llegar al recibidor, que era el punto de
encuentro para los grupos y turistas que se perdían. Después de una rápida
mirada, el verdugo vio dónde estaban los aposentos de la princesa, se orientó y
se fue para allá.
El verdugo pronto encontró
las habitaciones de la princesa, que no estaban guardadas por nadie ni cerradas
con llave. Así que Bernabé aprovechó y se coló dentro con ligereza. Se iba a
hacer de día en unas tres horas, así que tenía que darse prisa.
La princesa Adelaida estaba
dormida en su cama, que era grande y cómoda, llena de cojines de color rojo
intenso y con un edredón blanco y suave de pluma de ganso. A Bernabé le dio la
impresión de que la princesa estaba durmiendo en una enorme tarta de nata con
fresas.
El verdugo cogió el saco
que llevaba con él y lo abrió, para meter a la princesa dentro. Pero entonces,
cuando estaba al borde de la cama, con la muchacha al alcance de la mano, se
quedó quieto, mirándola. Era tan guapa....
Pasó un rato, hasta que la
princesa se movió, saliendo del sueño, mirando adormilada al verdugo.
- ¿Quién sois? ¿Qué pasa? –
preguntó, desorientada, pero sin tono de estar nerviosa o asustada. Se
incorporó en la cama, mirando al intruso con ojos de sueño.
- Yo.... eh.... veréis....
– farfulló Bernabé, nervioso. Le aturullaba
más el hecho de que la princesa le hubiese pillado mirándola en la oscuridad
que la opción de que su trabajo fracasase. – Venía a ayudaros a esconderos....
- ¿Esconderme? – la
princesa arrugó el ceño, en un gesto que al verdugo le pareció monísimo y
encantador.
- Sí.... veréis.... Aquí en
la cama, entre cojines y edredones de pluma de ganso podéis esconderos bastante
bien, pero.... pero.... os encontrarán al cabo de un tiempo. – improvisó
Bernabé, sin saber muy bien lo que decía. – Por eso os traigo otra opción:
meteos en este saco y así nadie podrá encontraros.... Ganaréis el juego....
La princesa lo miró con
desconfianza, pero medio dormida todavía.
- ¿Ganaré?
- Seguro....
Bernabé había contestado
muy nervioso, pues notaba que la princesa empezaba a despertarse y a
desconfiar, pero abrió la boca del saco de nuevo.
- Muy bien.... – dijo la
princesa, saliendo de entre la ropa de cama y metiéndose de cabeza en el saco.
– ¡Uff! Qué raro huele aquí....
Olía a cebollas, porque el
saco se lo había prestado Francisco, el tabernero de “La Tabla Redonda”, después de vaciarlo de dos docenas de
cebollas que le quedaban dentro. Bernabé cerró el saco, buscando un vestido
bonito para la princesa, porque se había metido en el saco en camisón. Encontró
uno con muchos lazos y floripondios, de color rosa, y unos guantes largos hasta
el codo de color blanco. Abrió el saco para meterlo todo dentro y vio que la
princesa ya se había dormido otra vez, por el olor a cebolla.
Bernabé cargó con el saco
al hombro, saliendo del castillo a toda prisa. Volvió al recibidor, de allí al
comedor, y luego hasta las cocinas. En el exterior del castillo recuperó a su
mulo y montó en él a la princesa dentro del saco, tirando de las riendas para
salir de allí cuanto antes.
- ¿Ya os vais? – preguntó
el guardia de la puerta, que dio un respingo cuando el verdugo pasó a su lado.
- Sí.... me llevo de vuelta
este cocodrilo, que no han querido en las cocinas.... – dijo Bernabé,
inspirado.
- Muy bien.... Cuidado con
los paraguas.... – fueron las últimas palabras del guardia, antes de volver a
dormirse.
Caminó hasta llegar al río
y en el mismo puente Bernabé montó en el mulo, colocando a Adelaida delante de
él, atravesada en el lomo del animal.
- ¡Vamos, Chichinabo! ¡Tenemos que darnos prisa en
volver a Astudillo! – le dijo al animal, azuzándole con cariño. El mulo empezó
a trotar, cruzando el puente de vuelta a Cerrato.
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