ÉRANSE UNA
VEZ DOS REINOS....
Éranse una vez dos reinos
vecinos de Castilla la vieja. Uno de ellos era antiguo, viejo de siglos. El
otro era muy nuevo, había surgido al lado del primero como surgen las setas en
otoño.
Un día, los habitantes del
primer reino, el que se remontaba a tiempos muy remotos, hace cientos de años,
se despertaron y vieron que había aparecido un castillo en las tierras de al
lado, que hasta el día anterior habían estado desocupadas. Todos se llevaron
una sorpresa, desde el más humilde caballerizo hasta el más heroico de los
caballeros, desde el más pobre de los mendigos hasta el mismísimo rey, pues
nadie podía imaginar que se pudiese construir todo un reino en una sola noche.
Pero estoy empezando la
historia por la mitad. Todo esto es un galimatías y seguro que no os estáis
enterando de nada. Mejor será que os presente un poco mejor los dos reinos, que
pasaron a ser vecinos de la noche a la mañana.
El reino más antiguo, el
que llevaba asentado en tierras de Castilla desde hacía media vida, era el
reino de Castillodenaipes. Era un reino viejo, con gran historia, con unos
soberanos orgullosos y buenos, que gobernaban con mano dura pero también con
amabilidad. Los reyes del reino de Castillodenaipes pertenecían todos a la
misma familia: todos eran descendientes del primer y genuino monarca, el que
fundó el reino hacía siglos: su majestad Heraclio Fournier. Desde hacía años
tenían una ley real que dictaba que el heredero de la actual pareja de reyes
(ya fuese príncipe o princesa) sería el siguiente en la línea sucesoria, nadie
más. Además, tenía que buscar marido o esposa entre los nobles de fuera del
reino, porque todos sabían que si los reyes y reinas acababan casándose con
primos y primas sus hijos terminaban siendo tontos y llenos de enfermedades.
En el momento que nos
ocupa, cuando el reino vecino apareció como por arte de magia más allá de la
Torre Marte, reinaban en Castillodenaipes el rey Zósimo y la reina Clotilde,
desde hacía ya varios años. Su hija, la princesa Adelaida, tenía tan sólo un
añito y era la niña de los ojos de todos los súbditos del reino: tanto en la
capital, Marfil, como en el resto de ciudades importantes (Oros, Copas, Espadas
y Bastos) y en la multitud de pueblillos de la zona, todo el mundo adoraba a la
princesa bebé: era de piel blanca como la nieve, de ojos verdes y cabellos
marrón claro, con leves destellos de miel.
El otro reino, el nuevo, el
que apareció de pronto, se llamaba reino de Cerrato. A pesar de surgir de
repente, su presencia al lado del reino de Castillodenaipes no tuvo nada que
ver con la magia.
La soberana del reino de
Cerrato era la reina Guadalupe, una mujer muy orgullosa, muy chula y muy
sobrada. Venía de ser reina en el lejano reino Cucufate, más allá de las
Montañas Grises y del Mar Interior Grasiento. Se había casado con el rey
Justino, señor de aquellas tierras, y había vivido allí unos años. Pero después
de un tiempo se marchó, cansada de no poder mandar y de tener que hacer todo el
día lo que dijera el rey, su marido. Ella quería tener su propio reino, sus
propios súbditos y su propio castillo, para poder mandar, mangonear y ser rica
a más no poder.
Así que se marchó del reino
Cucufate con la mitad del tesoro real, con un territorio en mente: los campos
desocupados al este del reino Castillodenaipes. Allí construyó su castillo,
pagando generosamente a los canteros, albañiles, carpinteros y alfareros. De
esa forma el reino surgió de un día para otro: la reina había prometido a los
constructores una prima de diez mil pepitas
de rubí (la moneda oficial del reino) y los artesanos se afanaron por
conseguirlos.
El reino estuvo construido
en una noche y como la reina Guadalupe seguía teniendo dinero (el rey Justino
era muy rico, y la mitad de su fortuna eran muchas riquezas) prometió casa,
trabajo y una bonificación de cien pepitas
de rubí para toda aquella persona o familia que se fuese a vivir a su nuevo
reino. Tan rápido corrió la noticia y tanta prisa se dio la gente en llegar
hasta el nuevo castillo de Cerrato que cuando los reyes de Castillodenaipes
prepararon la visita oficial a su nueva vecina, ya había surgido una ciudad alrededor
del castillo y habían empezado a crecer pueblillos por todo el reino.
El rey Zósimo y la reina
Clotilde marcharon con su séquito hasta la reciente capital del nuevo reino que
ahora había al lado del suyo. Los dos monarcas se asustaron mucho al ver la
ciudad que había crecido alrededor del castillo que su nueva vecina había
mandado construir en un tiempo récord: había suciedad por todas partes, no
había alguaciles ni servicio de guardias que mantuviera el orden, había muchos
mendigos y ladrones que habían ido allí ante la perspectiva de riquezas, todo
era jolgorio y desorden....
Los reyes de
Castillodenaipes estuvieron muy poco tiempo en la capital del reino de Cerrato,
y en los años que siguieron nunca volvieron a poner un pie allí. La reina
Guadalupe los acogió con gran parafernalia de música, cintas de colores y
viandas, pero todo era demasiado artificioso para los reyes de
Castillodenaipes. El rey Zósimo y la reina Clotilde eran buena gente, buenos
monarcas y amables personas, pero eran un poco estiradillos, muy correctos para las celebraciones y para el
protocolo. Unos pedorros, vamos.
Cuando vieron aquel reino,
en el que los mendigos recorrían las calles, la gente se dedicaba a pasárselo
bien, se trabajaba cantando en los campos, en las tabernas y en las artesanías
y apenas había orden en las calles, se escandalizaron. Y luego, cuando vieron
que la reina Guadalupe compartía su mesa y la sala de la fiesta con plebeyos,
gente pobre y humilde, con soldados y hombres de armas y con el resto de las clases
sociales de su reino, se trastornaron todavía más. La nueva reina quiso agradar
a sus vecinos, consiguiendo totalmente lo contrario: los reyes de
Castillodenaipes encontraron muy frívola a su nueva vecina, muy ligera y
demasiado descarada. Ellos eran muy correctos, y todas aquellas muestras de libertinaje
y de cortesía desmedida les parecieron muy ordinarias.
Los reyes de
Castillodenaipes se fueron del castillo de la reina Guadalupe con una muy mala
impresión de ella, sin que la nueva reina se diese cuenta de ello. El rey
Zósimo y la reina Clotilde decidieron que no querían saber nada de aquella
esperpéntica mujer, ni de su extraño reino ni de sus súbditos. El ambiente en
el nuevo reino vecino de Cerrato era demasiado despreocupado, demasiado
juerguista.
Y el tiempo les dio la
razón: cuando el caos y el descontrol reinaron en los territorios de Cerrato en
un par de años, los reyes de Castillodenaipes construyeron una muralla de
piedras que separase ambos reinos, para intentar evitar que el desorden entrase
en su país. Al muro de rocas de un metro de alto se le añadió una valla de
hierro negro, con astas afiladas en lo alto, de dos metros de altura. Dos
puertas, amplias y anchas para permitir la entrada de carros y caballerías se
instalaron en la muralla, al norte y al sur de Torre Marte, cerca de las
ciudades de Copas y Bastos.
Los dos reinos convivieron
uno al lado del otro, durante años, pero sin relacionarse apenas, ni siquiera
comercialmente.
La reina Guadalupe se sintió
insultada, al recibir el menosprecio de sus vecinos. Estuvo a punto de declarar
la guerra a los reyes de al lado, pero como el reino de Cerrato no tenía
ejército ni cuerpo de guardias en las ciudades, la reina pensó que sería una
guerra muy desigual, y calmó su enfado, buscando otra solución.
Así que la reina Guadalupe
hizo enviar un bando por los cuatro rincones de Castilla: se ofrecía una paga
mensual de veinte pepitas de rubí a
todo aquel soldado que se alistase en el ejército del nuevo reino de Cerrato.
De la misma manera, la reina organizó un cuerpo de alguaciles para que
mantuvieran el orden en la capital (que se llamó Astudillo) y en el resto de
ciudades y territorios del reino.
Además, una orden de
frailes se instaló en Torre Marte, construyendo en la cima de la colina un
pequeño monasterio. Los religiosos se encargaron de pregonar la palabra del
Señor por el nuevo reino, intentando que sus habitantes se recondujeran por el
buen camino.
Gracias a estas dos
acciones, el orden empezó a extenderse por el nuevo reino de Cerrato. El crimen,
el vicio y el libertinaje empezaron a ser perseguidos y consiguieron casi
erradicarse. El problema fue que la gente vio con malos ojos esta medida, como
suele pasar cuando la gente se acostumbra a hacer lo que quiere, sin que nadie
le contradiga y, de repente, lo apabullan con normas y guardias.
Así que la reina,
aconsejada por su confesor, un fraile muy astuto del nuevo monasterio, de su plena
confianza, legalizó el juego en el reino de Cerrato, y la cosa se calmó.
Locales de juego surgieron por toda la capital, y las tabernas y mesones
empezaron a organizar noches de dados, ruleta, siete y media y bingo. Los
habitantes de Cerrato se volvieron unos apostadores compulsivos y, aunque el
ejército y los alguaciles siguieron atentos a que la cosa no se desmadrase de
nuevo, la gente aceptó de mejor grado la pérdida de su libertad gracias a que
podían jugarse los cuartos cada noche.
Y no sólo los cuartos. Se
jugaban cualquier cosa.
A
lo mejor un par de amigos iban paseando a la orilla del río y uno de ellos le apostaba
al otro diez monedas de oro a que tal o cual pato era el que iba a salir antes
del agua. O dos mujeres estaban a la puerta de su casa, cosiendo, y una le
apostaba a la otra un cesto de manzanas a que esa nube y no otra era la que
primero se iba a deshacer por el fuerte soplo del viento. O dos niños estaban
jugando en la calle, a las tabas, y uno le apostaba al otro sus dos tabas
nuevas a que el siguiente caballo que iba a pasar por la calle sería de color
marrón con las crines negras. O un fraile y un cura se apostaban un cuartillo
de vino de misa a que tal o cual feligrés iba a ser el primero en dormirse
durante la misa de la mañana.
Los habitantes del reino de
Cerrato se volvieron un poco raros, siempre apostando, pasando de la victoria a
la derrota en un suspiro, de la pobreza a la riqueza por una afortunada tirada
de dados.
Y se volvieron envidiosos.
Esto ocurrió porque, en el
vecino reino de Castillodenaipes, la vida transcurría pacífica y feliz. Apenas
tenían crímenes, la gente era respetuosa entre ellos y los reyes eran buenos
con sus súbditos. Y tenían una bella princesa.
La
princesa Adelaida ya tenía veintiún años, y seguía siendo tan bella como de
bebé. Era espigada, de estrecha cintura, ojos grandes que seguían siendo
intensamente verdes y una bella sonrisa. Sabía cantar como los pájaros del
campo, montaba a caballo como el más experimentado caballero, recitaba poemas
como el mejor juglar y disparaba con el arco como el más diestro de los
soldados. Además, paseaba por las calles del pueblo y saludaba a todo el mundo,
con su amplia sonrisa y llamándoles por su nombre, pues además de guapa, lista y
habilidosa, era muy buena persona.
Los
súbditos de su reino la querían mucho y la respetaban. Estaban orgullosos de
ella.
Pero
la princesa Adelaida era la envidia de su reino. Los habitantes del reino de
Cerrato le tenían mucha manía, por ser tan buena princesa, por dar tan buena
fama al reino de Castillodenaipes.... y porque ellos no tenían ninguna princesa
a la que adorar, a la que dedicar las fiestas de la villa ni a la que ofrecer
regalos y presentes.
Y así está ahora la cosa,
entre estos dos reinos vecinos, a simple vista tan semejantes, pero
internamente tan diferentes. El reino de Castillodenaipes se olvida de su
vecino, sin fijarse en él para nada, salvo para prevenir algún ataque. El reino
de Cerrato no quita ojo a su vecino, envidiando todo lo que tiene, sobre todo a
su princesa.
Y los primeros no deberían
ser tan confiados y los segundos tan descuidados....
No hay comentarios:
Publicar un comentario