La reina Guadalupe caminaba por los pasillos del castillo, con los morros apretados y el ceño fruncido, a medias enfadada y a medias preocupada.
- No sé qué hacer, de verdad.... – se lamentó la mujer. – Ya no sé qué inventar.
A su lado caminaba su
confesor, un fraile del convento de la colina de Torre Marte. El fraile mantuvo
la boca cerrada un momento, mirando al suelo delante de ellos, mientras
paseaban por los corredores del castillo iluminados con antorchas.
- Hay que hacer algo por el
pueblo, majestad.... No pueden seguir descontentos mucho tiempo más....
La reina lo miró, con cara
de reproche. Eso era algo que ella ya sabía, no necesitaba que el fraile lo
dijera en voz alta para darse cuenta de ello. Suspiró, cansada, volviendo a
caminar, seguida por el fraile.
La reina Guadalupe era una
mujer muy grande, de pelo negro como el azabache y ojos marrones. Vestía
siempre vestidos muy elegantes, de colores granates, azules oscuros y a veces
amarillos apagados, de telas pesadas y cálidas. Siempre llevaba puesta la
corona y las manos adornadas con grandes anillos de oro.
Era una mujer presumida, a
la que le gustaba ir siempre arreglada. Quería ir siempre estupenda, y que sus
súbditos nunca pudiesen decir que su reina iba descuidada o andrajosa.
Pero aquel día la reina no
se había puesto sus anillacos, ni
había cepillado y peinado sus cabellos. Llevaba unas pintas terribles, como si
se acabase de levantar de la cama, con un vestido viejo y sucio.
La reina estaba preocupada
por sus súbditos y no sabía cómo hacer que la alegría volviese a su reino. Por
eso se había reunido con su confesor, el fraile Malaquías, que la acompañaba en
su paseo por las dependencias de su castillo en Astudillo. La pareja llegó a
una parte al aire libre, en lo alto de la muralla, en un pasillo que comunicaba
una torre con otra. La reina se detuvo allí, viendo una parte de la capital
desde lo alto.
El fraile Malaquías se
detuvo a su lado, mirando con curiosidad lo que miraba su reina. Era un hombre
silencioso, callado y tranquilo. Parecía que nunca se enteraba de nada o que no
le interesaba lo que pasaba a su alrededor, pero era un hombre muy inteligente
y astuto. Su cabeza siempre estaba maquinando (había quien aseguraba que si te
acercabas mucho al fraile mientras estaba en silencio y pensando se podían
escuchar los engranajes encajando y sonando dentro de su cabeza) y demostraba
siempre ser un gran conocedor del género humano. Por eso la reina Guadalupe lo
había elegido como su confesor.
- ¿Cuál es el problema,
majestad? – preguntó al fin. – ¿Por qué el pueblo está disgustado? Siguen
teniendo el juego, las tabernas, el mercado todos los domingos, las señoritas
de compañía....
El fraile Malaquías hablaba
con toda tranquilidad de aquellas prácticas, que muchos de sus compañeros del
convento consideraban pecaminosas, pero él las “toleraba”. El fraile vivía
esperando un buen apocalipsis, sabía que uno estaba al caer y todas las
conductas desviadas que se practicaban en Astudillo ayudarían a que su ansiado
deseo llegase cuanto antes.
- Quieren una princesa –
contestó la reina Guadalupe, observando desde el parapeto a las gentes de la
calle, que realizaban sus labores. – Quieren una princesa como la que tienen
esos dos estirados en el reino de al lado. Pero eso es algo que no puedo
darles....
- Claro, vuestra hija
Rosalinda nunca podrá ocupar ese puesto.... – dijo el fraile, con tono triste,
pero contento por dentro. La existencia de Rosalinda, la cortesana e hija de la
reina, era otra situación pecaminosa que acercaba su tan ansiado
apocalipsis....
- No, no podrá.... Y es
algo que lamento cada día – reconoció la reina. – Además, mis súbditos envidian
las cualidades de la princesa Adelaida, no sólo la idea de tener una princesa.
No se conformarán con algo peor....
El fraile Malaquías juntó
las manos dentro de las anchas mangas de su hábito, enlazando los dedos de las
manos y haciendo girar los pulgares uno sobre otro, como le gustaba hacer.
Sonrió ligeramente, con una sonrisa de zorro.
- Si vuestros súbditos no
se conforman con menos que con alguien igual que la princesa Adelaida.... lo
que necesitamos es a la princesa Adelaida.
- ¿Qué queréis decir? –
preguntó la reina Guadalupe, girándose hacia el fraile.
- Traigamos aquí a la
princesa Adelaida, para el contentar del pueblo – explicó el fraile Malaquías,
con naturalidad. – La tendremos en Astudillo y se la enseñaremos a la plebe en
los actos importantes, en las fiestas y en los oficios más destacados.
- Pero los reyes Zósimo y
Clotilde se enfadarán. No dejarán que nos quedemos con su hija.... – se
escandalizó la reina.
- Sólo se enfadarán si se
enteran de que la hemos raptado nosotros – dijo Malaquías, contento por dentro:
aquel acto tan malvado acercaría mucho más su tan ansiado apocalipsis en
Astudillo. – Si la mantenemos escondida no tienen por qué hacer recaer su ira
sobre nosotros.
- Pero será imposible hacer
guardar el secreto a toda la población de Astudillo.... ¡a toda la población
del reino! – dijo la reina Guadalupe, con muy buen criterio. – La noticia
correrá por todos los rincones de Castilla y los reyes de Castillodenaipes se
acabarán enterando.
- En ese caso la casaremos
con algún caballero del reino.... Sir Balduino, por ejemplo.... o Sir Aquilino:
ya es muy mayor y no le dará guerra a Adelaida – dijo el fraile Malaquías, con
toda desfachatez. – Ella seguirá manteniendo su título de princesa, el pueblo
la seguirá reconociendo como tal, y vivirá aquí en Astudillo, pues su marido
sirve en nuestro ejército....
La reina Guadalupe se
empezaba a dejar convencer. El fraile Malaquías lo sabía, al ver cómo la reina
ponía cara pensativa y se mordía la punta de la lengua.
El fraile volvió a sonreír
como un zorro astuto.
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