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Justo y Atticus habían probado a abrir
la puerta de doble hoja por la que habían desaparecido Sergio y Victoria, pero
no lo habían conseguido. Estaba tan sellada como la puerta de entrada. También
habían probado de nuevo a abrir la puerta pequeña por la que había salido
corriendo Crunt (que al parecer así se llamaba el Pandog) pero no había manera.
Como ninguno de los dos quería subir la
escalera (aunque los dos estaban preocupados por Marta y Gustavo) y nada sabían
de lo que le había pasado al padre Beltrán, decidieron pasar por la única
puerta que estaba abierta en todo el atrio circular.
Era una puerta de doble hoja, de un par
de metros cada lado. Era de madera, con cristaleras entre medias, con marcos
decorados. Al menos así habría debido de ser en sus años de esplendor, porque
en ese momento simplemente eran dos hojas de madera, con huecos en los que
quedaban restos de cristales, con relieves que estaban desgastados,
descoloridos y llenos de polvo y yeso.
La estancia a la que daban aquellas
puertas era un salón
enorme, que ocupaba toda esa ala de la mansión. Parecía un salón de baile,
porque en un extremo había una tarima de madera (carcomida y hundida) donde
probablemente se situaría la orquesta o el grupo de instrumentos que
amenizasen el baile. Las ventanas eran grandes, lo que se llamaba “ventanas
francesas”, que llegaban hasta el suelo, para poder salir al jardín o a unos
pequeños balcones que hubiese fuera. Entre dos de esas ventanas Justo vio un
gran espejo, con marco dorado, rectangular: al parecer a los bailarines les
gustaba verse danzar mientras bailaban. Había mucho espacio en la sala y el
suelo, aunque estaba muy viejo y astillado, podía diferenciarse del suelo del
resto de la casa. Allí la madera había sido de otra calidad, pulida y barnizada
de otra forma.
Aquel suelo había sido colocado para
bailar sobre él.
- Esto parece un salón de baile – dijo
Atticus, después de un rato en silencio, en el que los dos habían deambulado
por la estancia, apuntando a todo con la luz de sus linternas. Justo asintió,
sin poder contestar en voz alta, aunque imaginó que su compañero no le habría
visto.
Caminaban entre maniquíes y muebles
tapados con sábanas. Justo imaginó que habrían sido blancas en su origen, pero
entonces estaban grises, del polvo y del tiempo. Atticus apartó un par de
ellas, dejando al descubierto un maniquí de medio cuerpo con formas de mujer y
un escritorio antiguo.
Los dos recorrieron toda la sala,
esquivando los maniquíes y demás muebles cubiertos, buscando alguna otra puerta
que comunicara con otras habitaciones: todavía esperaban volver a dar con sus
compañeros.
Ninguno de los dos se dio cuenta de que
uno de los maniquíes, cubierto con su correspondiente sábana, empezó a levitar
un poco y a seguirlos por todo el salón de baile. No hacía ningún ruido y ni
Atticus ni Justo se dieron cuenta de que tenían a alguien pendiente de ellos.
Justo sintió algo, al fin, cuando el
maniquí estuvo apenas a dos metros de él. Se quedó tenso y, cuando reunió
suficiente valor, se dio la vuelta, de repente. Nada estaba fuera de lo normal.
Detrás sólo tenía un maniquí como los demás. Pero.... ¿había estado ahí antes?
- ¿Qué pasa? – susurró Atticus. No
quería molestar ni despertar a nada ni a nadie. Justo negó con la cabeza, sin
quitar el ojo del maniquí.
- Espero que nada.... – dijo, llegando
delante del maniquí. Levantó la mano libre (en la otra sostenía la linterna y
la barra de plata) y cogió la sábana por la cabeza del maniquí. Tiró de ella
con fuerza, destapándolo, levantando copos de polvo color gris, pesados y
grandes como mariposas. Sólo era un maniquí.
El walkie
chisporroteó entonces, con la voz de Daniel, haciendo que Justo mirase hacia la
cintura de su pantalón. No entendió lo que había dicho el técnico.
El fantasma, vestido con un uniforme
militar de gala, bramó, enfadado, con los ojos tintados de rojo, empujando al despistado
agente con las dos manos, lanzándolo por los aires. Justo fue a aterrizar sobre
un juego de seis sillas, tapadas con una sábana. Las sillas se reventaron bajo su
peso y acabó sobre un colchón de astillas y trozos de madera.
- ¡¡Justo!! – gritó Atticus, corriendo
entre los maniquíes y los muebles cubiertos con sábanas, enarbolando una
palanca de hierro bañada en plata, se acercó al fantasma, que era de un hombre
de rostro severo, con el pelo blanco y vestido de militar. El fantasma esquivó
el golpe de palanca, agarró a Atticus por el otro brazo, lo hizo girar mientras
bramaba de cólera y lo lanzó por los aires, al otro lado del gran salón.
Atticus aterrizó sobre unos muebles que Justo no pudo ver, por culpa de todo lo
que abarrotaba el espacio, pero sí que escuchó el estruendo de la madera al
romperse y partirse.
- ¡¡¿Así es como me pagas tantos años de
amistad?!! – gritó el fantasma del militar, acercándose a Justo que se levantó
de su lecho de madera y tela. Tragó saliva, asustado, mientras el fantasma
cargaba contra él, gritándole. – ¡¡¿Usándome como cebo para atrapar a aquella
jauría de Sincopantes?!!
Justo no sabía a qué se refería el
fantasma de aquel coronel (si no se equivocaba al identificar los galones de
los hombros) pero estaba convencido de que aquellos reproches eran para el
padre Beltrán. Además, estaba seguro de que al fantasma no le importaría lo más
mínimo encargarse primero de él, antes de ir a por el anciano sacerdote.
Así que decidió actuar.
Se lanzó hacia adelante, con la palanca
extendida delante de él como si fuese un florete de esgrima. Atravesó al
fantasma en el pecho, como si fuese de humo, y acabó pasando a través de él, a
la vez que éste se desvanecía poco a poco desde el agujero que le había hecho
en el pecho con la plata. Justo habría caído al suelo de bruces si no hubiese
sido porque chocó contra medio maniquí que se sostenía en una peana. Se agarró
a él y mantuvo el equilibrio.
Miró alrededor, no vio al fantasma del
coronel y corrió hacia donde había aterrizado Atticus. Llegó hasta él, al otro
lado del salón de baile, agachándose a su lado y comprobando que respiraba.
Había arrastrado tres maniquíes en su caída y había aterrizado sobre una
cómoda que se había reventado con el golpe. Sangraba por una oreja y tenía un
corte feo en el pómulo izquierdo, lleno de polvo. Pero parecía respirar. Justo
esperaba que estuviese bien: Atticus era un Guinedeo
muy duro.
Lo sacó de encima de los restos de la
cómoda y lo colocó en el suelo de madera, limpiándole la herida del pómulo con
la manga de la gabardina. Como no podía cargar con él, sacó puñados de sal del
bolsillo de la gabardina y los puso alrededor de Atticus, en una línea ancha,
para impedir que el fantasma llegase hasta él. Una vez hecho, se dio la vuelta,
dispuesto a enfrentarse al fantasma de nuevo.
Pero no estaba por allí.
Justo anduvo entre los objetos cubiertos
con sábanas, alerta, dispuesto a golpear a ese fantasma con su palanca de plata
hasta que se le quitaran las ganas de volver a aparecer.
Entonces ocurrió una cosa muy curiosa.
Una figura fantasmal, que no era el coronel de antes, apareció por la doble
puerta de entrada. Era el espectro de un hombre, vestido de forma muy antigua,
con ropa de principios del siglo XX. Llevaba patillas unidas al bigote y su
porte era pomposo. El coronel de antes se apareció de nuevo cerca del recién
llegado, mirándolo con furia.
- ¿Quién sois vos para perturbar la paz
de mi casa? – dijo el nuevo fantasma, haciendo que Justo pensara en los
marqueses que la habían habitado en vida. No pudo creerse que estuviese frente
al fantasma que habitaba aquella mansión, el que había provocado tantas muertes
a lo largo de los años.
El fantasma del coronel no respondió. Al
menos no con palabras. Bramó como un animal, sus ojos se pusieron rojos y se
lanzó sobre el fantasma del marqués, atravesándolo y ocultándose en su
interior. El fantasma del marqués se quedó inmóvil, con cara de sorpresa. Su
superficie se volvió gris entera, con el brillo suave de la porcelana, y empezó
a quebrarse por todas partes, rompiéndose en pedazos que cayeron al suelo. El
fantasma había quedado destruido.
Desde el interior había surgido el
fantasma del coronel, triunfante. Justo tragó saliva y corrió para salir del
salón de baile. Dejaba atrás a Atticus, pero estaba a salvo dentro del refugio
de sal que le había construido.
Era él el que estaba en peligro, con
aquellos siete fantasmas vengativos rondando por la mansión.
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