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Cuando llegó a lo alto de la escalera,
la figura que había visto desde abajo ya no estaba allí. Habría jurado que
mientras subía todavía había podido ver a alguien allí arriba, después del
último escalón, esperando en el descansillo del primer piso, pero al llegar
arriba estaba él solo.
Gustavo no dejó de correr, a pesar de no
ver a nadie. Agarró con más fuerza el atizador de leña bañado en plata que le
había dado Daniel y corrió por el pasillo ancho que salía desde las escaleras.
El pasillo del primer piso tenía forma
de cuadrado, con habitaciones en ambos lados. Gustavo recorrió el primer tramo,
dio la vuelta a la primera esquina y al fondo de ese nuevo tramo vio a una
mujer que corría.
- ¡¡Alto ahí!! – gritó, sin poder
contenerse, corriendo detrás de ella. La mujer atravesó una puerta y Gustavo
fue hasta ella, sin dejar de correr. Cargó con el hombro contra ella y entró
como una exhalación en la habitación.
No había nadie.
Tan sólo había un viejo somier de
muelles, tirado y medio doblado contra una de las paredes y una ventana con los
postigos cerrados en otra de las paredes, la que daba a la parte exterior de la
casa: por las rendijas y las grietas de la madera se colaba un poco de luz del
Sol del anochecer.
Gustavo encendió su linterna (Daniel
había traído de todo,
bendito fuese) y alumbró la pequeña habitación, sin ver ni rastro del fantasma
que acababa de perseguir.
- ¿Pero qué coño....? – se dijo a sí
mismo.
La puerta se cerró con un golpe a su
espalda, Gustavo se giró asustado y sobresaltado y se dio de bruces con el
espectro. La mujer tenía los pelos alborotados, de loca, y los ojos estaban
rojos, como las luces de los carruseles de la feria. Empujó con las manos a
Gustavo, clavándole las uñas en el pecho, a ambos lados del esternón. Lanzó al
agente hacia atrás, golpeando contra la pared y aterrizando sobre el somier
retorcido y oxidado.
Gustavo quedó hecho un guiñapo sobre los
hierros retorcidos, tratando de levantarse, respirando el polvo del suelo, que
le hacía ahogarse más, notando el dolor de las heridas del pecho y la sangre
resbalando sobre sus pectorales.
El fantasma de la mujer, con rasgos
latinos, aunque la piel era pálida y brillaba a la luz de la linterna, vestida
con lo que parecía una chaqueta de punto marrón y una falda del mismo color, se
cernió sobre él.
Gustavo no hacía dos horas de gimnasio
siempre que podía para poder fardar en la piscina y en la playa. Lo hacía
porque estar en buena forma en su trabajo podía ser la diferencia entre la vida
y la muerte. En aquella ocasión lo fue.
A pesar de estar herido y tirado sobre
un somier de metal oxidado, fue capaz de revolverse y lanzar una cuchillada con
el atizador de leña de plata que había escogido entre todas las armas que había
llevado Daniel. Atravesó al fantasma de la mujer por el cuello, como si
estuviese hecha de humo, (no en vano así los llamaban en la agencia) separando
la cabeza del resto del cuerpo. El fantasma se desvaneció, desde el corte hacia
fuera.
Gustavo se puso en pie, con dificultad,
pero con prisa. En aquella mansión había siete fantasmas cabreados con ganas de
vengarse (además de los que la casa ya tuviese “de serie”) y sólo se había
librado (momentáneamente) de uno. Salió de encima del somier, se colocó sobre
el suelo de madera y sacó sal de los bolsillos del vaquero, dibujando una
circunferencia con ella, alrededor de sí mismo. Sacó el walkie-talkie del cinturón y trató de ponerse en contacto con Marta
o con Justo.
- ¡Hola! ¿Me oís alguno? – dijo,
apretando el botón para hablar. Entonces se dio cuenta de que el aparato se
había roto, en su golpe contra la pared. Lo tiró al suelo con rabia.
Después se irguió, empuñando el atizador,
vigilando. La puerta seguía cerrada, la linterna caída en el suelo, iluminando
de medio lado parte de la habitación. No parecía haber ni rastro del fantasma.
Hasta que empezó a formarse delante de
él, como si el polvo que flotase en el ambiente se fuese congregando para
formar una figura humana, en lugar de pelusas bajo la cama. El fantasma de la
mujer no avanzó, frenada por la muralla de sal. Pero sí que habló.
- Querías matarme y lo conseguiste –
dijo, con voz profunda, con ecos. – Aunque fue un camión quien te hizo el
trabajo sucio....
- Oiga, señora, yo no sé de qué me habla
– dijo Gustavo, nervioso, sin poder dejar de bromear, con ganas de estirar el
brazo y volver a “apuñalar” al espectro con el arma de plata, pero recordó las
instrucciones del padre Beltrán: si sacaba el brazo del refugio de sal que
había dibujado en el suelo, el fantasma podría atacarle.
- Tú querías matarme.... – repitió el
espectro de la mujer. Desapareció, volviéndose invisible, aunque Gustavo supo
que seguía por allí.
Se giró, echando de menos la linterna,
que estaba allí al lado, tan lejos pero tan cerca. Trató de ver dónde podía estar
el fantasma, dando vueltas sobre sí mismo dentro del círculo de sal.
Dio tantas vueltas que perdió la
precaución y acabó arrastrando un poco de sal con el talón, al girarse una vez.
Lo suficiente para que la circunferencia no estuviese completa y hubiese un
“roto” en su trazado.
El fantasma de la mujer reapareció, se
materializó en un parpadeo y se lanzó sobre Gustavo, pillándolo por sorpresa,
clavándole los dedos hasta la segunda falange en el pecho y el cuello,
tirándole al suelo. Gustavo aulló de dolor.
La puerta de la habitación se abrió
lentamente.
* * * * * *
Marta iba unos doce escalones por detrás
de Gustavo, pero le perdió de vista. Cuando llegó a lo alto de la escalera no
le vio en el tramo corto de pasillo que había delante.
- ¿Gustavo? – llamó, asustada. No sabía
qué hacía en lo alto de la escalera, recorriendo el pasillo corto pero ancho,
con puertas a ambos lados. Todas estaban cerradas, salvo una a su izquierda,
que golpeaba ligeramente contra el marco.
Empuñando la pistola entró en esa
habitación. Quizá estuviese abierta porque Gustavo había entrado en ella.
Marta no vio a nadie en la habitación,
con la pistola agarrada con las dos manos, apuntando delante de ella, con los
brazos estirados. Comprendía lo inútil que parecía una pistola para luchar
contra los fantasmas (como matar mosquitos a cañonazos) pero ella ya había
visto lo que hacía la plata a las criaturas sobrenaturales.
Y sus balas eran de plata.
Abrió la puerta por completo,
sujetándola con un trozo de madera gruesa, que parecía la pata de una antigua
cama, muy decorada. Gracias a la pata de madera, como tope, mantuvo la puerta
abierta del todo.
Entró en la habitación, que era larga,
hasta la ventana. Estaba cerrada, con los postigos clavados desde fuera. Era
imposible de abrir, al menos con las herramientas que tenía. Allí no había
entrado Gustavo, porque no había rastro de él, ni siquiera detrás de un montón
de trozos de techo que había en un rincón. Apartó una sábana blanca (gris por
el polvo) que cubría un bulto, pero tampoco era Gustavo: era un viejo baúl
cochambroso.
La puerta golpeó varias veces contra la
pata que servía de tope y Marta levantó la vista y la pistola hacia ella,
alerta.
Un fantasma había tratado de cerrar la
puerta para dejarla allí encerrada. Era el fantasma de un hombre, vestido con
unos pantalones que podían ser vaqueros y con una camisa de color verde. De
guardia civil.
Marta conocía aquella cara.
- No me jodas, Andrés.... – dijo.
- Por tu culpa he vagado casi un año
como una marioneta de los demonios de Anäziak – dijo el fantasma del guardia civil
que Marta había conocido el verano anterior. – Y después me diste muerte....
- Yo no he sido, Andrés, fue el padre
Beltrán, y sólo trató de ayudarte – dijo Marta, intentando razonar con él.
Pero no se puede razonar con un
fantasma.
El fantasma de Andrés se abalanzó sobre
ella, con los ojos rojos como bombillas. Pero Marta no le dejó acercarse. Le
disparó con precisión tres tiros en el pecho, atravesán-dole, pero haciendo que
se desvaneciese, como el humo que se deshace en la brisa, desde los impactos de
las balas, que acabaron incrustándose en la madera.
Marta desató la bolsa con la sal de roca
de una de las presillas que el pantalón vaquero tenía para el cinturón,
empezando a echar un poco en el suelo, haciendo un dibujo cerrado para
refugiarse en el interior.
El espectro se rehízo pronto, con rabia.
Agarró la pata de madera del suelo y se la lanzó a Marta, que la esquivó. La
pata de madera impactó en la ventana, rompiéndola en pedazos, dejando el hueco
abierto.
- ¡¡Cabrón!! – gritó Marta, disparándole
otras tres veces, esta vez dándole en la cara. La plata hizo su trabajo y el
fantasma de Andrés se desvaneció de nuevo. Marta no se entretuvo más con la sal
y salió corriendo de la habitación, de nuevo al pasillo.
Allí, a lo lejos (pero no mucho),
escuchó gritar a Gustavo.
* * * * * *
Un ruido de cristales rotos les hizo dar
un respingo, asustados. No habían quitado ojo de la puerta cerrada de “La
Casona”, escuchando con pavor los ruidos que venían desde dentro, sin saber qué
pasaba.
Daniel Galván Alija y Hassan Benali
vieron cómo un trozo de madera con forma de pata de cama o de mesa atravesaba
una ventana del primer piso de la mansión y acababa aterrizando en el
descuidado jardín.
- ¡¡Cabrón!! – escucharon gritar a una
mujer y a continuación sonaron tres disparos de pistola.
- ¡¡Es Marta!! – dijo Daniel,
preocupado. Hassan recordó a la guapa mujer rubia que lo había sonreído con
confianza antes de entrar en “La Casona”. Sintió una angustia en el pecho por
ella. Daniel se llevó el walkie a la
boca y habló apretando el botón. – ¿Marta? ¿Marta, me oyes? – pero no recibió
respuesta. Se volvió a mirar al chico marroquí con pánico en la cara y en la
voz. – ¡¡Hay que ayudarles!!
Daniel se echó al suelo y Hassan se
sorprendió ayudándole a pasar por el hueco entre las hojas de la verja y yendo
él detrás. Los dos cruzaron el jardín y subieron las escaleras del porche. La
puerta de entrada se abrió para ellos sin problemas y traspasaron el umbral.
En un rincón del cerebro de Hassan había
una voz que le gritaba que se fuera de allí, que no entrara, que se diera la
vuelta, que corriera a casa y se escondiera debajo de las sábanas. Pero el
resto del cerebro de Hassan no pensaba mucho.
Quería ayudar a aquellos forasteros que
habían ido hasta allí para luchar contra los fantasmas que habían matado a sus
amigos.
Y también quería satisfacer su
curiosidad de niño.
Quería ver “La Casona” por dentro.
Sobrevivir era algo secundario, fuera de
su alcance....
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