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Sergio vio cómo Victoria salía
despedida, arrastrándose por el suelo, como si alguien tirase de ella y no
pudo pensar. Sólo fue consciente de que su novia desaparecía, raptada por un
espíritu que ni siquiera podía ver, así que salió corriendo detrás de ella.
- ¡¡Victoria!! – gritó, sin darse cuenta
de que lo hacía. Corrió detrás de ella, pasando al lado del padre Beltrán y de
Gustavo (empujándole sin querer con el hombro, sin percatarse de ello) y siguió
a la chica por un pasillo oscuro, lleno de polvo y trozos de muebles viejos.
No escuchó que las puertas que daban al atrio
se cerraban detrás de él. Sólo pensaba en Victoria.
No es que fuese su novia. No era sólo
eso. Él la quería, siempre la había querido porque habían sido amigos. Pero
después de lo de hacía dos veranos, la tragedia de Castrejón de los
Tarancos.... se habían convertido en todo, el uno para la otra. Victoria había
estado en el hospital durante meses, entrando en quirófano, recuperándose de las
operaciones de injerto de piel, sobreponiéndose a las infecciones y al reflejo
del espejo. Sergio había estado allí, porque sólo eran ellos dos los que habían
sobrevivido, pero sobre todo estaba allí porque quería.
El novio de Victoria, tras ver en qué
estado había quedado, no quiso seguir con ella. No lo soportaba. Sergio le odió
por eso, pero tuvo la decencia de esperar a que Victoria estuviese recuperada
para ir a buscarle y pegarse de puñetazos con él en la plaza de su pueblo.
Después de todo lo que habían pasado, de
la muerte de sus amigos y de mucha gente de Castrejón, Sergio y Victoria se
apoyaron mucho el uno en la otra. Podían llorar a sus amigos sin tener que dar
explicaciones, podían hablar del trece sabiendo que la otra persona no les iba
a tomar por locos, podían hablar del padre Beltrán largo y tendido....
Todo el mundo siempre había creído que
estaban juntos, así que acabar juntos parecía lo más normal del mundo. A Sergio
no le importaban las cicatrices de la cara y el cuello de Victoria (seguía
siendo preciosa a pesar de ellas) y a Victoria no le importaba el temperamento
huraño que ahora predominaba en Sergio. Eran dos supervivientes y se querían.
No hacía falta nada más.
Por eso no podía perderla. No perdía
sólo a su novia, sólo a una amiga. Perdía su pilar en el mundo. Su percha para
seguir erguido y adelante cada día.
La escuchó gritar un poco más adelante
así que Sergio corrió hasta el origen del grito, dio una patada a la puerta
desvencijada y entró en una habitación cuadrada, oscura y polvorienta.
La iluminó con su linterna,
identificándola como un despacho o algo así. Todavía quedaba una estantería
anclada a una pared, aunque en sus estantes sólo había restos de libros, como
si fuesen copos de papel y cartón, que si se tocaban se convertirían en más
polvo. Había una mesa pesada de madera, astillada y comida por la carcoma y el
papel de la pared todavía podía identificarse, entre los cercos grises y el
color comido por el tiempo: franjas amarillas con figuras redondeadas azules.
- ¡¡Victoria!! – gritó, al verla en el
suelo. Fue hasta ella y la incorporó con cuidado, sentándola. Al sujetarle la
cabeza notó que su mano tocaba una humedad pegajosa, que ya conocía: sangre. Se
miró la mano encarnada, pero comprobó que no era mucha cantidad. – ¿Estás bien?
- No muy mal.... – contestó la chica,
con voz débil, pero trató de ponerse de pie y Sergio la ayudó a hacerlo,
cuidando de que no se cayera ni diera muestras de sentirse mareada. – Me he
dado un golpe en la cabeza, pero estoy bien....
- Tienes sangre – dijo Sergio,
acariciándole los rizos castaños, con ternura.
- No será la primera vez.... – dijo
Victoria, con cierto humor. – Ni la última, me temo....
- ¿Puedes andar?
- Sí....
Sergio ayudó a andar a Victoria, paso a
paso, cuando la puerta del despacho se cerró con un portazo, ella sola. Los dos
chicos se quedaron inmóviles, de repente, asustados.
Victoria levantó su linterna (que había
tenido agarrada con fuerza en su mano mientras era arrastrada por el espíritu)
y la encendió, iluminando a un hombre que había delante de ellos. Los dos
dieron un respingo y Sergio dio hasta un pequeño grito.
El hombre era alto y delgado, con el
pelo marrón despeinado y caído sobre la cara, pálida y con un aspecto
ligeramente brillante a la luz de la linterna. Tenía un aspecto etéreo, como si
estuviese hecho de motas de polvo.
A pesar de su aspecto casi irreal, los
dos reconocieron a Bruno Guijarro Teso. Aunque estaba claro que no podía ser
él, porque estaba muerto. Aquel era su fantasma.
El espectro se giró lentamente hasta
ellos, mirándolos con dolor y una sonrisa macabra en los labios. Tenía la
camisa llena de heridas circulares, con manchas de sangre y la cara también
estaba llena de aquellas extrañas puñaladas o picotazos, aunque en la cara no había
rastros de sangre: estaba pálida, como si le hubieran maquillado
excesiva-mente. La piel blanca brillaba un poco con la luz.
- Te interpusiste en mi camino.... –
dijo, con una voz profunda, como con eco, una voz que había recorrido mundos
para llegar hasta allí. Sergio sabía que no estaba hablando con él, que en
realidad se dirigía al padre Beltrán, aunque el anciano sacerdote no estuviese
exactamente allí. Quizá los fantasmas sólo pudiesen pronunciar su discurso, el
que fuese que los había mantenido en el mundo de los vivos, aunque su
interlocutor no fuese el destinatario de aquel discurso.
- No habla con nosotros – susurró
Victoria, a su lado. – Él está aquí por el padre Beltrán y eso es lo que quiere
decirle. A nosotros sólo quiere quitarnos de en medio, pero no puede decirnos
otra cosa que los reproches que tiene preparados para el padre Beltrán....
Sergio comprendió que Victoria tenía
razón.
- Tú evitaste que cumpliese mi sueño....
– dijo el fantasma. – Tú hiciste que me mataran....
- Hijo de puta – dijo Sergio, sin
contenerse. – Eso fue lo que tú le hiciste a Lucía, cabrón....
Y acto seguido, sin poder contenerse,
sacó un puñado de sal de la bolsa que llevaba colgada en la muñeca y se la tiró
al fantasma de Bruno Guijarro Teso, dándole en la cara y en el pecho. La sal
atravesó al fantasma, pero pareció impactar con él ligeramente, aunque sólo
fuera a nivel molecular.
El fantasma se enfureció, creciendo de
tamaño, volviéndose más amenazador. Sus ojos se enrojecieron y bramó con la
boca abierta: el interior también era rojo como el fuego. Dio unos pasos hacia
adelante, empujando la mesa hacia un lado, volcándola y estrellándola contra la
pared. Sergio se dio cuenta de lo que era capaz de hacer un fantasma
enfurecido.
- ¡¡Toma, hijoputa!! – dijo Victoria,
dando un paso hacia adelante. Tenía una barra de metal en la mano quemada, que
blandió contra el fantasma. Le impactó en el pecho, haciendo que se dividiera
en dos partes. Se disolvió a partir del golpe, como si fuesen cenizas o polvo.
- ¡¡Vamos!! – dijo Sergio, agarrando a
Victoria de la mano izquierda, tirando de ella hacia la puerta, aprovechando
que el fantasma se había desvanecido. La puerta se abrió sin problemas y los
dos salieron al pasillo, corriendo de nuevo hacia el atrio.
Escucharon bramar al espíritu de Bruno
Guijarro Teso detrás de ellos. Sergio se detuvo un instante, sacó un puñado de
sal de la bolsa con su mano mutilada y lo extendió en una línea que cruzaba el
pasillo. El fantasma se materializó al otro lado y se detuvo, como si hubiese chocado
contra una pared transparente. No podía atravesar la sal de roca. Se fue hacia
atrás y atravesó una de las paredes de la casa, desapareciendo.
- Estas puertas están cerradas – dijo
Victoria a su espalda. La chica había tratado de abrir las dos puertas que
daban al atrio circular sin conseguirlo. Sergio no trató de abrirlas, pero
abrió otra puerta que había en el pasillo. Daba a una habitación larga y
estrecha. Al otro extremo había una puerta abierta.
- Vamos por aquí – dijo y los dos
corrieron. Atravesaron la habitación y luego otra más larga, también estrecha.
Todavía olía a carne en salazón y verduras en salmuera. Una puerta de madera
gruesa, quizá la que mejor se conservaba de la mansión, quedaba al otro
extremo: la abrieron sin dificultad y la atravesaron, cerrándola a sus
espaldas, llegando a la antigua cocina de la mansión.
Allí se encontraron con el Pandog.
La pequeña criatura estaba en el suelo,
cubierta de polvo y con un costado bañado en sangre, de una herida que se había
hecho recientemente entre el pelaje. Frente a la criatura había un espectro.
Era un hombre con un tono de piel
pálido, pero podía reconocerse la piel negra todavía. El pelo era blanquísimo,
el cuerpo rechoncho y la cara era bonachona. Pero miraba a la criatura del
suelo con ira.
El Pandog
saltó sobre el espectro y asombrosamente no lo atravesó. Sus ojos se habían
puesto azules, de un tono eléctrico, lo que quizá fue lo que le sirvió para
sostenerse en el pecho del espectro y poder morderle en el cuello. El fantasma
no sangró, por supuesto, pero bramó como un oso, agitándose para librarse del
“animal”.
Sergio y Victoria salieron de la cocina,
huyendo por otra puerta, mientras el fantasma se libraba del Pandog y lo lanzaba contra una pared de
madera, atravesándola entre trozos de madera y yeso.
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