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No quería estar allí, pero tampoco podía
evitarlo. Aquella casa le atraía, a pesar de todo el horror que había vivido
por su culpa. No entraba en ella, eso ni loco, pero se quedaba en la acera de
enfrente, mirándola con miedo, o en la misma acera en la que estaba la finca,
apoyado en las verjas de forja que la rodeaban, observándola atentamente, con
adoración y aprensión.
Hassan Benali estaba delante de “la Casa
Román” cuando llegaron los forasteros al pueblo. Llegaron en dos coches y en
una moto grande que hacía mucho ruido. De los coches bajaron tres hombres (uno
alto, fuerte y de pelo rapado; otro mayor con sombrero, bigote y gabardina y el
último bajito y con aspecto de “poca cosa”), una mujer (alta, de melena rubia,
muy guapa), un chico y una chica (cogidos de la mano) y otro chico manco. De la
moto se bajó un hombre con abrigo largo de paño, vestido entero de negro.
Llevaba una especie de perro rechoncho en brazos.
Todos se quedaron mirando la casa,
delante de ella, en su misma acera. Aquella tarde Hassan no había tenido ganas
de acercarse a la mansión, así que estaba en la acera de enfrente. Además, era
casi de noche y nadie del pueblo se acercaría a la casa de noche.
Los forasteros se pusieron a hablar
entre ellos. El chico
manco volvió al coche rojo y sacó un aparato, que sostuvo con su única mano:
parecía una tablet estrecha, un poco
gruesa. Miraba atentamente algo que salía en la pantalla y se lo enseñó al hombre
rapado y a la mujer rubia.
Todos miraban hacia la casa o al extraño
aparato del chico manco. Todos excepto el hombre de la gabardina.
Hassan le sostuvo la mirada, algo
acobardado, aunque el hombre del bigote y el sombrero le miraba con amabilidad
y curiosidad. Le pidió algo al hombre fuerte y rapado, éste se lo sacó del
bolsillo y se lo dio y entonces el hombre del bigote, el sombrero y la
gabardina cruzó la carretera, en dirección a él, mirando bien a los dos lados
antes de cruzar. Hassan estuvo a punto de salir corriendo, pero al final no lo
hizo.
Tal y como iba a acabar aquella noche,
debería haber corrido.
- Hola, chaval – saludó el hombre de la
gabardina, tendiéndole un Chupa-chups.
– Vives aquí, ¿verdad? – Hassan asintió. – Ésta es “la Casa Román”, ¿no?
Hassan volvió a asentir, cogiendo el Chupa-chups.
Debería haber corrido.
* * * * * *
Justo volvió a la acera donde estaban
todos sus amigos y compañeros. Lo hizo acompañado del niño marroquí, que no
dejó de lanzar miradas de precaución hacia la casa. Parecía tener más miedo a
la mansión que a los extraños que lo miraban.
- Éste de aquí es Hassan – lo presentó
Justo. – Es un chico del pueblo. Me ha dicho que ésta es la casa que buscamos:
“el Hogar Román”. Mira, éstos son Marta, Gustavo, Sergio, Victoria, Daniel,
Atticus y el padre Beltrán.
El chico los miró a todos, tratando de
sonreír, pero cuando miró al padre Beltrán se quedó helado del susto. El padre
Beltrán también lo miró con detenimiento, a punto estuvo de quitarse las gafas
para mirarle, pero al final no lo hizo.
- Has visto actuar a la casa, ¿no es
así, Hassan? – dijo, con voz cascada. Al chico le recordó a una urraca o a un
cuervo.
Hassan abrió los ojos, sorprendido. No
sabía cómo aquel extraño hombre (con pinta de cura católico) había sabido
aquello, pero había dado en el clavo. No pudo más que asentir, porque tuvo el
presentimiento de que mentir a aquel hombre de negro no sería buena idea. Y no
tenía nada que ver con que fuese un cura.
- He visto actuar a lo que hay
dentro.... – se atrevió a decir. Todo el grupo lo miró con atención.
- ¿Y qué hay dentro, Hassan? – le
preguntó Justo.
- Fantasmas.... – dijo el chaval, con un
poco de vergüenza. Pero ninguno le miró con ganas de reírse de él. Al
contrario: parecieron contentos con la respuesta.
- Bien hecho, agente Díaz – le dijo el
padre Beltrán a Justo, asintiendo lentamente. El veterano agente aceptó el
halago con un encogimiento humilde de hombros.
- ¿Este sitio servirá? – preguntó
Sergio.
- Sí, servirá – dijo Victoria, a su
lado.
- Es un sitio perfecto para enfrentarnos
a los siete – dijo el padre Beltrán.
- ¿Y qué vamos a hacer? ¿Entramos sin
más? – volvió a preguntar Sergio.
- ¡¡No!!
– gritó de repente Hassan, sobresaltándolos a todos. El padre Beltrán fue el
único que lo miró con serenidad. – ¡¡No deben entrar ahí!!
- Hemos venido para eso
exclusivamente.... – contestó el padre Beltrán.
- ¡¡Pero si entran morirán!! – dijo
Hassan, desesperado. Empezaba a anochecer, pero la locura de aquellos
forasteros había hecho que Hassan perdiera parte de su sentido de conservación.
El padre Beltrán lo miró un instante,
serio como una lápida. Estuvo a punto de contestar la verdad a aquel muchacho
que acababa de conocer, pero a tiempo se dio cuenta de que sólo era un niño.
- Tranquilo, no vamos a morir – dijo
Justo, acuclillándose a su lado. – Hemos venido a investigar la casa.
- Verás, somos una especie de policías –
le dijo Marta, agachándose a su lado. Además de muy guapa, olía muy bien. Y su
sonrisa era muy bonita. – Investigamos.... muertes raras y asesinatos. Por eso
hemos venido a esta casa.
- Esta casa mata a gente – dijo Hassan,
obcecado, mientras miraba la acreditación que le enseñaba la mujer rubia guapa.
- ¿La casa, Hassan? ¿O los fantasmas? –
preguntó el padre Beltrán, con intención.
- ¿Si ya lo sabe para qué me pregunta? –
contestó Hassan, con el ceño fruncido. Gustavo rió.
- Sí señor. No es tonto este chico –
dijo el agente de pelo rapado, sacando un Chupa-chups
del bolsillo, quitándole el papel, haciéndole un gesto amigable con él y metiéndoselo
en la boca. Hassan le imitó, con el que le había dado Justo hacía un momento. –
Bien dicho, Hassan....
- Hassan, esta gente es una especie de
policía, es verdad – le dijo la chica con la mitad de la cara quemada.
Victoria, se llamaba. Habría sido muy guapa, si no fuese por las cicatrices. –
Pero investigan a los monstruos y los fantasmas. Por eso estamos aquí.
Hassan miró a todos los que tenía
alrededor. Le miraban con sinceridad y con amabilidad. No le mentían.
- Pero es que.... Toda la gente que se
acerca a esta casa muere.... – dijo, tratando de convencerles.
- Bueno, vamos a ver si podemos cambiar
esa estadística esta noche.... – dijo Atticus, con tono de broma, dándose la
vuelta para mirar la mansión. Hassan no pudo evitarlo y acabó sonriendo.
* * * * * *
Se organizaron en un momento. Además de
los equipos, Daniel había llevado hasta allí un montón de material que el padre
Beltrán le había indicado.
En el maletero del R-11 había un saco de
sal de roca, que el padre Beltrán repartió entre todos, dándole mucha
importancia.
- Los fantasmas y espíritus no pueden
atravesar una barrera de sal – explicaba, mientras repartía puñados de sal, que
los demás guardaban en los bolsillos de los pantalones o en bolsas de plástico,
de las de los supermercados, que Justo repartió. – Es algo referente al origen
de la sal, que es parte de la tierra y los fantasmas son todo lo contrario a
seres terrenales. Si se refugian en un círculo hecho con sal de roca, los
fantasmas nunca podrán alcanzarlos. Eso sí, en cuanto salgan de allí, estarán a
su merced.
Daniel también había llevado palancas y
barrotes de plata o al menos bañados con ella. Era parte del equipamiento de
los equipos de campo de la agencia desde el verano anterior.
- Con estas armas no podemos herir a un
fantasma como lo haríamos con un monstruo o una criatura, pero la plata sigue
siendo plata – explicó el padre Beltrán, mientras se aseguraba de que todos los
que iban a entrar en la casa se armaban con una barra de plata.
- No los heriremos, pero conseguiremos
disgregarlos – secundó Atticus. – Podrán regenerarse, pero mientras tanto serán
inofensivos.
- El agua bendita no sirve con estos
entes, pero el fuego también espanta a los espectros – explicó el padre
Beltrán. – Si tienen mecheros o cerillas, no las pierdan: podrían salvarlos en
un momento de apuro.
Justo asintió, decidido. Gustavo también
parecía dispuesto, aunque un poco alucinado con toda la historia: entrar en una
mansión abandonada para luchar contra un escuadrón de siete fantasmas no era lo
que hacía en la agencia todos los días. Sergio y Victoria se preparaban en
silencio, ayudándose uno a la otra: lo que habían vivido en Castrejón les había
preparado para cualquier cosa al lado del padre Beltrán. Marta parecía una
heroína de videojuego: serena, metódica, tranquila y peligrosa. Además de la
sal de roca y de una palanqueta bañada en plata, llevaba una pistola automática
en la cintura del pantalón, a la espalda: el cargador llevaba balas de plata.
Atticus estaba como siempre, pasando desapercibido, tranquilo, con la sonrisa
simpática a punto de aparecer en la comisura de sus labios. Tan sólo parecía un
poco más pálido. Los únicos que tenían pinta de nerviosos y asustados eran
Hassan y Daniel, que eran los únicos que no iban a entrar en “La Casona”.
- ¿Estamos todos listos? – preguntó el
padre Beltrán. Todos asintieron. – Entonces en marcha.
El primero en entrar fue el Pandog, trotando cómicamente por la
acera. Se coló por el hueco que había a ras de suelo en la unión de las dos
hojas de la puerta y trotó por el césped descuidado hasta las escaleras del
porche. Los demás le siguieron, algunos sin dificultades para pasar (como
Atticus o Victoria) y otros con algún que otro problema (como el padre Beltrán
y Marta, por la altura, o Gustavo, por la anchura de hombros).
- Quedaos aquí – dijo el padre Beltrán a
Daniel y Hassan, que estaban al otro lado de la verja. – Mantened el contacto.
Daniel levantó el walkie y Justo, Gustavo y Marta conectaron los suyos. Atticus le
guiñó un ojo a Hassan, para tratar de tranquilizarle e infundirle ánimos.
Gustavo pasó la mano entre los barrotes y le alborotó el pelo negrísimo. Marta
y Justo le sonrieron antes de darse la vuelta. Todo el grupo cruzó el jardín
descuidado en dirección a “La Casona”.
Daniel y Hassan se quedaron en la valla,
agarrados a los barrotes, viéndolos irse, con una mezcla de alivio,
preocupación y miedo.
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