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Justo Díaz Prieto tuvo que armarse de
valor y de toda su paciencia para no perder la compostura y sus buenos modales.
- Le repito que soy un miembro de las
fuerzas de seguridad del estado igual que usted – dijo, con voz un poco tensa,
pero con educación, al guardia civil de la recepción del pequeño cuartel. –
Sólo le estoy pidiendo un poco de colaboración.
- Y yo le estoy diciendo que sintiéndolo
mucho, sin un aviso previo ustedes no pueden pasar a ver al detenido y mucho
menos interrogarle – le contestó el recepcionista, un hombre gordo de uniforme,
que hacía que los hilos de los botones se estirasen al máximo.
- Pero es que mis compañeros y yo
estábamos por aquí cerca con otro caso, otro tema – mintió Justo – y nos han
dado el aviso de camino. Por eso no tenemos cita previa ni informes que
presentarle.
- Lo entiendo, pero entienda usted
también que sin ellos no puedo dejarles entrar – dijo el guardia civil, “erre
que erre”.
Justo apretó los labios, formando una
línea recta con ellos. Asintió, tenso, recogió su acreditación del mostrador
(no podía quitarse la manía de llevarla siempre encima: más que una manía era
nostalgia) y salió del cuartelillo, precedido por Marta y Gustavo, que habían
presenciado toda la “negociación” detrás del veterano agente.
- ¿Y ahora? ¿Qué hacemos? – preguntó
Marta. Justo estaba a su lado, mirando al suelo, con las manos en los bolsillos
de la gabardina (no había podido evitar volver a ponérsela, cuando había vuelto
a investigar con Marta y Gustavo), serio y cabizbajo. Gustavo se detuvo en el
bordillo de la acerca, mirando hacia los lados, desenvolviendo un Chupa-chups y metiéndoselo en la boca:
le ayudaban con su ansiedad por dejar de fumar.
Los tres habían viajado hasta la ciudad
en la que Jonás tenía la tienda en cuanto les habían avisado desde la agencia
de que el padre Beltrán había sido detenido. Lo primero que habían hecho había
sido ir a la tienda, que los dos recordaban. Allí fue mucho más fácil colarse
en la escena del crimen: las acreditaciones de los tres les dejaron el paso
franco.
Allí habían visto el charco de sangre,
los restos de aceite, la cerilla quemada que había rodado hasta casi debajo de
una estantería, la silueta de pintura blanca que mostraba el lugar en el que
había caído Jonás al morir....
Todo lo que vieron sólo indicaba una
cosa: Jonás había sido asesinado allí. ¿A manos de quién? La policía lo tenía
claro. Ellos tres, no tanto.
Sobre todo Justo y Marta. Ellos conocían
al sacerdote de negro y, aunque sabían que no tenía mucho cariño ni afecto por
el extraño tendero de piel negra y pelo blanquísimo, no podían creer que lo
hubiese matado de aquella manera, a sangre fría.
Aunque lo cierto era que los dos le
habían visto hacer cosas terribles y matar a un ente no sería nada grave para
él.
Tenían por seguro que si querían sacar
algo en claro debían hablar directamente con el padre Beltrán. Quizá podían no
ser exactamente amigos suyos, pero al menos se conocían lo suficiente para
poder hablar con sinceridad entre ellos. Los dos agentes creían que el
sacerdote de negro les explicaría todo el lío sin mentiras.
Pero el problema había llegado cuando
habían querido tener acceso al detenido. Los guardias civiles del pequeño
cuartel no habían sido tan crédulos como para dejarles pasar: en realidad sí
que los habían tomado por agentes de la Jefatura Central de Homicidios, pero no
querían dejarles pasar.
- No seré el más listo, pero menos mal
que estoy aquí – dijo Gustavo, aunque no muy soberbio: sonó más divertido que
otra cosa.
- ¿Qué quieres decir? – le preguntó
Marta, curiosa.
- Está claro que el agente Díaz es el
más veterano y el que más controla de estos temas – explicó Gustavo, desde el
bordillo, dándose la vuelta para tener a sus compañeros de cara, señalándoles
con el Chupa-chus. – Sabe más que
nadie en la agencia, o al menos eso creemos y así lo demuestra. Y tú eres la
agente más prometedora de los últimos cinco o diez años, con una ascensión
meteórica desde la “Sala de Luces”. Pero el que parece que sabe qué hacer ahora
es el “agentillo” que lleva siete años sin ascender, pasando de compañero en
compañero porque ellos sí que mejoran en la agencia.
- ¿Qué quiere decir, Gustavo? ¿Sabe qué
podemos hacer? – preguntó Justo, también curioso.
Gustavo señaló hacia el cuartel, hacia
la parte trasera del edificio.
- ¿Nunca os habéis colado en una
comisaría? – dijo, con su tono bromista de siempre, echando a andar. Los otros
dos fueron detrás de él, alcanzándole al cabo de unos pocos metros.
- ¿No estarás hablando en serio? – dijo
Marta, asusta-da y escandalizada.
- Como siempre.... – contestó Gustavo.
- ¿Se ha colado antes en alguna
comisaría, Gustavo? – preguntó Justo, que caminaba con paso vivo al lado del
compañero rapado de Marta. Si estaba irritado por la situación no lo parecía.
- Un par de veces – dijo Gustavo, con
tranquilidad. – No es más difícil que colarse en cualquier otro edificio, si
sabes cómo. Lo complicado es sacar a alguien de allí o tratar de abrir las
celdas. Pero colarse dentro....
Gustavo siguió su camino por la acera,
metiéndose en un callejón para rodear el cuartelillo por detrás. Marta miró
ofendida a Justo, yendo los dos un paso por detrás de Gustavo.
- ¡No me diga que esto le parece bien! –
chilló.
- No me lo parece, y antes no lo hubiera
hecho ni permitido que lo hicieran otros – dijo Justo, sin perder el paso. –
Pero ahora ya no soy un agente. Sólo quiero entender qué le pasa al padre
Beltrán: si hay algo de lo que debamos preocuparnos....
Los tres compañeros llegaron a la vez
detrás del cuartel, un edificio recio, de ladrillo, de dos pisos de alto, de
planta cuadrada y bastante grande. La parte trasera del cuartel era un callejón
largo, entre éste y un bloque de viviendas que había después. El callejón daba
salida a las dos calles de los lados y allí había aparcados varios todoterrenos
de la Guardia Civil, ninguno ocupado. Pero lo verdaderamente sorprendente eran
los dos jóvenes que trataban de abrir una puerta metálica pintada de azul, que
había hacia la mitad del edificio, sin coches aparcados delante.
- ¡Eh! ¡Alto ahí! ¿Qué hacen? – gritó
Justo, poniéndose delante del grupo, parándose a unos metros de los dos chicos
que querían colarse. Éstos, sorprendidos, se dieron la vuelta y se quedaron
helados delante de los tres agentes.
Eran un chico y una chica, de unos
veinte años. El chico era de aspecto normal, ni alto ni bajo ni gordo ni
delgado, con la cara alargada y el pelo negro apagado. La chica hubiera
resultado guapísima, si no fuera por una cicatriz de una quemadura en el lado
derecho de la cara, que le estiraba la comisura del labio y del ojo. La piel
estaba brillante y tersa. Tenía el pelo castaño rizado, muy bonito y los ojos
muy grandes y expresivos. Cuando levantó las manos Marta pudo ver que la
derecha también tenía cicatrices de haberse quemado. La izquierda del chico
sólo tenía cuatro dedos.
- ¿Qué hacen ustedes? – dijo el chico,
valiente, bajando las manos y acercándose un par de pasos a Justo, con aspecto
chulesco.
- ¡Sergio! – le chistó la chica,
atónita, tratando de que no siguiera. No lo consiguió.
- Nosotros sólo estamos por aquí – dijo
el chico, haciéndole gestos de desdén a la chica, para que confiase en él. – ¿Y
ustedes quiénes son? No son policías que puedan echarnos de aquí....
- Te equivocas, listo – dijo Gustavo,
sacando su acreditación y enseñándola. –
Jefatura Central de Homicidios.
- Mierda, casi “cuela”.... – dijo el
chico, volviéndose hacia la chica de la cara quemada. – Creí que no eran
policías....
- Y no lo son. ¿Qué es eso de la
Jefatura Central no sé qué? – dijo la
chica, mirándoles con el ceño fruncido, suspicaz. Marta no pudo evitar sonreír:
aquella chica era lista.
- Una división del cuerpo de la Policía
Nacional – contestó Justo al instante, repitiendo la excusa que ya se sabía de
memoria. – Nos encargamos de elaborar perfiles psicológicos de los asesinos,
protocolos de actuación, historiales delictivos y de homicidios....
- Ya....
- O sea, que sí son policías....
Los tres agentes de la ACPEX se quedaron
delante de los chicos, que tampoco se movieron.
- ¿Y qué? ¿Qué van a hacer ahora? –
replicó el chico, chulesco. – ¿Van a detenernos o qué?
- Sí, claro, habrá que detenerlos.... Agente
Álvarez, por favor.... – dijo Justo. Gustavo se volvió al veterano agente y le
miró con cara de sorpresa, muy cómica, con los ojos abiertos. Justo le hizo un
gesto con la cabeza hacia los dos chicos y le dedicó un leve encogimiento de
hombros, a modo de disculpa.
Gustavo se acercó a ellos, apurado, sin
saber muy bien qué hacer, pero representando su papel. ¿Cómo iba a hacerse
pasar por poli y detener a aquellos
chicos si no tenía esposas?
- ¿Qué pretendíais hacer? ¿Eh? – les
preguntó para ganar tiempo, mientras daba la vuelta al chico y le ponía de cara
a la pared, cacheándole como había visto hacer en las películas. El chico se
volvió, con cara de pocos amigos, para lanzarle una contestación malsonante y
poco amable, seguro, pero se detuvo al ver cómo le miraba su compañera.
- Díselo, anda – dijo, con tranquilidad.
Se volvió a mirar a Justo y a Marta y ésta notó que la chica los miraba con
cierta inteligencia. – Diles la verdad.
El chico de cara a la pared miró a su
compañera un par de segundos más, después se encogió de hombros (había mucho
más amor en ese gesto que despreocupación) y después habló.
- Queríamos entrar para liberar a un
prisionero – dijo, con cierto orgullo en la voz.
- ¿A qué prisionero? – preguntó Gustavo,
separándose del chico, una vez que había terminado de hacer el teatro de que lo cacheaba.
- A un cura.
- ¿Al padre Beltrán? – preguntó Marta,
sorprendida.
- ¿Cómo conoces al padre Beltrán? –
preguntó el chico, sorprendido, dándose la vuelta.
- ¿Cómo lo conocéis vosotros? – preguntó
Justo.
Sergio miró a Victoria, que ya lo miraba
a él. Los dos sonrieron.
- ¿Tienen tiempo? Es una historia larga....
* * * * * *
Después de varias Coca-Colas y cervezas, Marta aún no podía creerse la coincidencia
de haberse encontrado con otro par de “amigos” del padre Beltrán.
Sergio y Victoria eran los
supervivientes de la matanza ocurrida hacía dos veranos en Castrejón de los
Tarancos, el pueblo que había sido invadido por “encarnados”. La agencia había perdido a un equipo de campo allí y
no sabía cómo se había atajado la crisis. No lo habían descubierto, pero ahora
lo sabían.
- Una vez más, el padre Beltrán detuvo
un apocalipsis.... – comentó Justo, dando un sorbo a su cerveza, acabándola.
Le sorprendía y no lo hacía, a partes iguales.
- En realidad lo hizo una amiga nuestra
– explicó Victoria. – Pero sí, fue gracias al padre Beltrán que todo aquello
acabó.
- Perdisteis a varios amigos, ¿verdad? –
preguntó Marta, que había identificado el tono con el que había hablado la
chica. Victoria asintió, sin poder contener un par de lágrimas.
- Nosotros también – dijo Justo, y Marta
agradeció que considerase amiga a Mónica. – El verano pasado.
- ¿Fue lo del Bierzo? ¿Lo de esa comarca
cerca del Bierzo? – preguntó Victoria, secándose las lágrimas con la mano
quemada.
- Concejos de Siena, sí – dijo Justo,
asintiendo.
- Te dije que aquello también había sido
algo sobre-natural – dijo la chica, dirigiéndose a Sergio, que aceptó su
derrota.
- Allí también fue decisivo el padre
Beltrán – dijo Marta, sonriendo a los chicos. Era raro ver cómo un personaje
tan extraño, tan distante, había conseguido que unos desconocidos se sintieran
tan cercanos. Quizá fuese otro tipo de magia que el padre Beltrán también
manejaba....
- ¿Y qué es lo que ha hecho? – preguntó
Sergio, jugueteando con la botella vacía de Coca-Cola
que había pedido. – Victoria y yo leímos la noticia esta mañana y no pudimos
evitar venir, pero no nos creemos nada. ¿El padre Beltrán asesinando? ¿A una
persona? No es posible....
- El problema es que no era una persona
– dijo Justo, serio, mirando la esquina de la mesa. – Era un ente.
- ¿Un ente? Una criatura, quiere
decir....
- Algo parecido....
- Pues eso sí que me lo creo del padre
Beltrán – reconoció Sergio, mordiéndose el labio.
- De todas formas, con todo lo que ha
hecho por la gente, no merece que se pase el resto de su vida en la cárcel –
dijo Victoria, segura de lo que decía. – ¿Quién era al que mató?
- Alguien que podía considerarse amigo
suyo – explicó Marta. – En cierta medida....
- Vaya.... – dijo la chica.
- Aunque nosotros tampoco creemos que él
lo haya asesinado – explicó Marta. Todos se quedaron callados un momento,
pensando si era cierto que lo creían.
- Bueno – dijo Gustavo, incorporándose
un poco en la silla metálica de la terraza en la que llevaban media hora
presentándose y cambiando impresiones. – Parece que todos conocéis a Beltrán y
no creéis que haya asesinado a quien quiera que sea ese tal Jonás. Yo no
conozco a Beltrán, pero parece que soy el que más ganas tiene de sacarle de esa
celda, ¿o no? Al menos yo no quiero quedarme toda la tarde aquí sentado....
- ¿Y qué harías tú Gus? – le dijo Marta,
un poco cansada de él. Entonces se dio cuenta de que llevaba días sin tirarle
los tejos y ya no se sintió tan
cansada de su compañero.
- Bueno.... Si no podemos entrar a
hablar con él, sigo creyendo que deberíamos colarnos, como trataban de hacer
estos dos – dijo, sonando divertido, señalando a Sergio y a Victoria con el
palo del Chupa-chups. – Y, si tanto
creéis en la inocencia de ese tío, o que por lo menos no se merece estar ahí
encerrado, deberíamos sacarle de allí.
- ¿Cómo? – preguntó Sergio, sorprendido
por la seguridad con la que había hablado el agente (el chico seguía creyendo
que era de la Jefatura Central de Homicidios, solamente).
- Puede que tenga un par de ideas.... –
dijo Gustavo, mirándolos a todos, valorándolos. – ¿Conduce usted bien, Justo?
- Bastante bien, sí – contestó éste,
sorprendido.
- ¿Rápido? ¿Como para una huida?
- Si es necesario, sí – dijo el
ex-agente, seguro.
- Ese R-11 aguanta lo que le echen –
bromeó Marta, con cariño, y Justo la miró y sonrió.
- ¿Y tú sabes forzar puertas, Victoria?
– preguntó Gustavo, señalándola con el palo de plástico del caramelo.
- Creo que sí. Mejor que Sergio desde
luego.... – dijo, serena.
- ¡Eso no está demostrado! – contestó el
chico, haciéndose el ofendido. Victoria le sonrió y le dedicó una caricia en la
mejilla. Marta se dio cuenta del detalle.
- Bien. Entonces podrás ir con Marta y
enseñarle cómo se hace: yo no he conseguido que aprendiera....
- ¿Y yo? – preguntó Sergio. Gustavo lo
miró fijamente, pensativo, sujetando el palo de plástico mientras lo mordía.
- ¿Te han detenido alguna vez? – le
preguntó.
Sergio levantó las cejas, asombrado.
* * * * * *
Gustavo les dijo que sería mejor tratar
de hacerlo por la noche, cuando el personal en el cuartel sería menor.
Solamente esperaban que no trasladasen al padre Beltrán a otras dependencias,
pero como la ciudad era pequeña, no había comisarías más grandes ni una cárcel
a la que llevarle, así que lo dejaron allí. Justo se aseguró de ello, vigilando
el cuartel de la Guardia Civil desde la terraza de una cafetería, durante toda
la tarde.
Marta y Victoria llevaron a Gustavo y
Sergio a buscar ropa adecuada a una tienda de moda. La ciudad, aunque pequeña,
tenía varias, donde pudieron comprar ropa para hacer parecer a Sergio un
pequeño delincuente. En una tienda de disfraces Gustavo se compró una placa de
policía que podía dar el pego, si no
se veía muy atentamente y de cerca. Además se compró una pequeña cazadora y una
pistola de plástico, de imitación: puesta en el sobaco, abultando debajo de la
cazadora de ante, parecía de verdad.
A las once de la noche, cuando ya se
había hecho el cambio de personal en el cuartel, y todo parecía tranquilo,
Gustavo entró tirando de Sergio, que iba vestido con pantalones de pitillo y
una chupa de cuero muy escandalosa. La cara que ponía y el maquillaje de las
chicas completaban el engaño.
- ¿Qué pasa aquí? – dijo el
recepcionista. Era otro guardia civil distinto al de la mañana, aunque estaba
igualmente gordo.
- Este puto mono, que se ha pensado que
podía vender
droga a los niños del barrio en el parque – dijo Gustavo, sujetando por las
muñecas a la espalda a Sergio, que no dejaba de moverse. Se apartó la chaqueta,
dejando ver un instante su falsa placa, pero el recepcionista estaba más atento
al nervioso Sergio que a otra cosa. – Cuando hemos ido a por él ha pegado a mi
compañero con una barra de hierro....
- ¡Será cabrón! – dijo el recepcionista,
levantándose de la silla. – ¿Necesitas ayuda?
- No, tranquilo, éste ya está suave como
un guante – dijo Gustavo. – Voy a pasar a ficharle....
- Adelante – dijo el recepcionista. –
¿Sabes dónde es?
- Hace tiempo que estoy en la calle y no
piso por aquí, pero si no lo habéis movido lo encontraré – bromeó Gustavo, de
camino ya por el pasillo. El recepcionista rio en la puerta.
Había muchos despachos a oscuras y las
salas de interrogatorios también estaban cerradas y apagadas. Sólo había luz en
un par de mesas y en dos despachos de oficiales superiores. El resto del cuartel
estaba apagado: así eran los cuarteles de guardia. Gustavo soltó a Sergio
cuando comprobaron que estaban fuera de la vista de algún guardia.
- ¿Y ahora para dónde? – preguntó
Sergio.
- Las celdas estarán al fondo – supuso
Gustavo. – Donde haya luz.
Los dos caminaron juntos, recorriendo el
cuartel, yendo hacia la parte trasera. Al cabo de un par de vueltas,
encontraron la entrada al recinto de los calabozos.
Allí había también otro guardia civil,
sentado tras un escritorio. Leía una revista de “El jueves”, sin prestar
atención a lo que pasaba a su alrededor. Gustavo volvió a agarrar por las
muñecas a Sergio y fue guiándole hacia dentro.
- ¡Buenas noches! – saludó, quizá con
demasiada efusividad. – Traigo a un nuevo inquilino....
- Ya veo – dijo el carcelero, dejando la
revista en el escritorio. – ¿Y tú quién eres?
- Soy Álvarez, de otro distrito – dijo
Gustavo, sin pensar. Se la había jugado. – Hemos pillado a éste vendiendo
droga en el parque y le hemos traído aquí, por ser las celdas más cercanas.
- Ya....
- ¿Me das las llaves, compañero? Así le
dejo yo donde sea y tú puedes seguir a lo tuyo....
- No, ya me encargo yo. Dámele.... – el guardia
civil se levantó del escritorio, le rodeó y se colocó al lado de Gustavo, que
estaba frente a la puerta de reja metálica que daba acceso al pasillo de los
calabozos.
- No te molestes, yo le encierro – dijo
Gustavo, apurado, sin saber qué hacer.
- Tráele, te he dicho. Le encierro yo –
dijo el número de la guardia civil, abriendo la puerta que daba al pasillo.
Sergio se revolvió entonces, dándole una
patada con la rodilla en la ingle. El guardia civil soltó un bufido,
sorprendido y dolorido. Gustavo reaccionó también con rapidez, dándole un
puñetazo en la oreja izquierda. El agente de la ACPEX iba al gimnasio y no
solamente para marcar músculos: el guardia civil cayó redondo al suelo, como un
saco de patatas.
- Joder, ¿qué hemos hecho? – dijo
Sergio, dándose cuenta del alcance de su actuación.
- La hemos liado buena, pero tenemos las
llaves – dijo Gustavo,
acojonado también, pero más práctico. Cogió las llaves que seguían en la
cerradura de la puerta y pasó al pasillo. Sergio lo siguió.
Revisaron todas las celdas (en no pocas
había gente) hasta dar con la que ocupaba el padre Beltrán.
- Ése es – señaló Sergio. Gustavo se
detuvo y lo contempló por primera vez. El sacerdote de negro estaba sentado en
un banco de madera, recostado contra la pared, con las manos enlazadas y sobre
el regazo. Llevaba puesto el abrigo negro de paño, sobre la camisa y el
pantalón también negros. El sombrero descansaba sobre el banco, a su lado, pero
seguía con las gafas redondas puestas, tipo John Lennon. La única nota de color
era su piel pálida, su melena plateada y el alzacuello blanco.
- ¡Padre Beltrán! Hemos venido a sacarle
– dijo Sergio, contento, agarrándose a los barrotes, mientras Gustavo se
afanaba con la cerradura, probando las diversas llaves que había en el llavero.
- ¿Sergio? ¿Es posible? – dijo el padre
Beltrán, levantándose del banco y cogiendo el sombrero con la mano. Se lo puso
mientras se acercaba a la puerta y su aspecto de cuervo se completó.
- Soy yo, sí – dijo Sergio, sin poder
dejar de sonreír. No había imaginado lo que se iba a alegrar de volver a ver al
sacerdote de negro. – Victoria ha venido conmigo.
- Victoria, claro.... – el padre Beltrán
pareció pensativo. – Ahora sois novios, ¿verdad?
Sergio asintió, avergonzado, poniéndose
colorado.
- ¿Y éste quién es? – preguntó, cuando
la puerta por fin se abrió y pasó al lado de Gustavo.
- Soy Gustavo Álvarez Méndez, agente de
la ACPEX –
se presentó, tendiéndole la mano, que el cura estrechó. – He venido con unos
amigos suyos. Y si no le importa, he noqueado a un guardia civil, así que me
gustaría irme de aquí cagando leches....
- Por supuesto, vámonos – dijo el padre
Beltrán, encabezando la marcha, yéndose hacia el cuartel.
- ¡Por ahí no! Por este lado.... – le
avisó Sergio, mientras Gustavo enfiló en la dirección correcta, hacia la parte
trasera. Sergio y el padre Beltrán lo siguieron.
Llegaron a un almacén muy amplio, lleno
de estánterías con cajas llenas de pruebas y objetos. Allí el padre Beltrán buscó
en una estantería donde se guardaban los objetos personales de los detenidos y
cogió una bolsa de plástico transparente: dentro estaba la cuchilla de plata,
la brújula de madera y cristal y
algún cachivache más que ni Gustavo ni Sergio pudieron ver bien. En una pared
del almacén había una puerta de metal, pintada de azul, al fondo. Gustavo fue
hacia ella deseando que las chicas hubiesen sido capaces de abrirla. Movió el
picaporte, empujó y la puerta se abrió hacia el callejón trasero y hacia la
noche oscura.
- Muy bien.... – dijo, sonriendo.
Victoria y Marta salieron de detrás de unos bidones de plástico que había
cerca, donde aquella mañana habían estado aparcados los Nissan de la Guardia Civil. – Veo que has podido con la cerradura.
- Ha sido más fácil de lo que me
esperaba – dijo Victoria, chocando la mano quemada con la que le tendía
Gustavo. Después fue al encuentro de Sergio y le dio un beso rápido en los
labios.
- No es tan difícil – dijo Marta. – Si
no he aprendido es
que no me has sabido enseñar bien....
Gustavo la miró sorprendido, no por el
comentario, sino por el tono seductor y la atractiva mirada que le había
dedicado. Tragó saliva, tratando de volver a poner en orden sus pensamientos.
- Me alegro de verla a usted también,
agente Velasco – dijo el padre Beltrán, después de haber saludado a Victoria,
que lo había abrazado. Marta también sintió aquel impulso y abrazó al
sacerdote, que pareció un poco tenso al principio, pero que acabó pasando un
brazo por la espalda de la mujer rubia.
- No quiero parecer insensible, pero
tenemos que largarnos – dijo Gustavo, echando a andar hacia el coche.
El R-11 salió del callejón a toda
pastilla, con Justo al volante y Victoria en el asiento del copiloto. El coche
pasó por delante del cuartel, haciendo chirriar los neumáticos, alejándose de
allí por una de las calles principales de la pequeña ciudad.
No tardó en ser perseguido por un par de
todoterrenos Nissan. Habían
encontrado inconsciente al guardia civil de los calabozos y vacía la celda del
cura loco vestido de negro. Los guardias civiles de guardia salieron con los todoterrenos
detrás del coche que había pasado por allí hacía un momento, a toda velocidad.
- Ahí vienen – dijo Victoria, mirando
hacia atrás desde su asiento. En ese momento, dos coches patrulla de la policía
se unieron a la persecución, saliendo desde una bocacalle lateral. Justo apretó
las manos sobre el volante y aceleró un poco más, llegando a los ochenta
kilómetros por hora. Mantuvo la distancia con sus perseguidores, girando en los
cruces de forma brusca para que no supiesen hacia dónde iba a torcer,
subiéndose a las aceras y tratando de escapar.
Pero no fue posible. Pronto un coche de
policía estuvo a su espalda y otro se colocó a su lado, con las sirenas a tope
y las luces tiñéndolo todo a rachas azules. Justo frenó poco a poco,
deteniéndose al lado de la acera.
- ¿A dónde iba tan deprisa? – le
preguntó un policía que se colocó al lado del conductor, mientras otros
compañeros rodeaban el vehículo y le apuntaban con sus pistolas. Los guardias
civiles hicieron lo mismo. Cuando miró dentro del coche sólo vio a dos
viajeros: el conductor y una chica que iba de copiloto. Los asientos traseros
iban vacíos.
- Perdón, agente, ya sé que iba
demasiado deprisa, pero es que mi hija.... Va a perder el tren, tiene que ir a
Madrid por una revisión médica, con el cirujano plástico.... Lo íbamos a
perder....
El policía iluminó el interior del coche
con una linterna, pudiendo ver la cara de preocupación del conductor (en la
mejor actuación de la vida de Justo) y a la acompañante, la chica, que tenía
media cara cubierta de cicatrices de quemaduras (Victoria se encargó de que las
viese bien).
Después de unos minutos, en los que la
policía y la guardia civil revisaron el coche y mandaron abrir el maletero, sin
encontrar nada, Justo volvió a ponerse en marcha, después de que le pusieran
una multa por exceso de velocidad en área urbana.
* * * * * *
Media hora después se encontraron todos
en un pueblito cercano, en una gasolinera abandonada que había a la entrada. Justo
y Victoria llegaron en el R-11, Gustavo, Marta y Sergio en el Seat León y el
padre Beltrán en su moto, que antes había sido de Roque.
Después de salir del cuartel de la
Guardia Civil, Victoria
había entrado en el coche con Justo, para hacer de señuelos, mientras los demás
se alejaban de allí, tranquilamente y disimulando, en el Seat León de Gustavo,
tratando de no llamar la atención por las calles.
El plan original era ir directamente
hasta la gasolinera abandonada, pero el padre Beltrán les ordenó que lo
llevaran cerca de la tienda de Jonás, donde había dejado aparcada la moto.
Después tuvieron que esperarle fuera de la morgue, donde insistió en colarse,
para hacer desaparecer el cuerpo de Jonás, que ya se habría convertido a su
forma original. No supieron que había hecho con él, pero el anciano sacerdote
olía a productos químicos y a humo al salir de nuevo a la calle.
Una vez todos juntos en la gasolinera
abandonada, se dividieron en los coches y en la moto, y se alejaron de allí.
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