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Marta se levantó de la silla cuando vio
a Justo acercarse por la calle. Los dos llevaban grandes y luminosas sonrisas
cuando se abrazaron.
- ¡¡Justo!! – saludó Marta, dándose
cuenta entonces de lo mucho que le había echado de menos.
- Marta, me alegro de verla – dijo
Justo, al separarse después del abrazo. Mantuvo las manos en los hombros de
ella, admirándola. – ¿Es posible que esté más guapa aún que la última vez que
nos vimos?
- Justo, no sea zalamero.... – dijo
Marta, avergonzada, llevándose la mano a la cara.
- Es cierto, juro que es cierto – dijo
Justo, sincero, pero con tono de broma. Los dos caminaron los pocos pasos que
los separaban de la mesa de la terraza en la que los esperaba Gustavo Álvarez
Méndez. Cuando llegaron hasta él el agente se levantó.
- Gus, éste es.... – presentó Marta.
- Sé quién es. Agente Díaz, es un honor
conocerle al fin – dijo Gustavo, tendiéndole la mano, tratando de no ponerse
nervioso. Justo se la estrechó y estuvo conforme con el apretón que recibió.
- Éste es Gustavo Álvarez Méndez, mi
actual compañero – Marta terminó las presentaciones, sentándose de nuevo en su
silla. Justo lo hizo en la que tenía a su derecha y Gustavo volvió a la suya, a
la que quedaba a la izquierda de la mujer.
- ¿Álvarez Méndez? – dijo Justo,
enarcando una ceja y entrecerrando los ojos. – ¿No será usted el que hace casi
tres años atrapó a un Dharjûn salvaje
en aquel bloque de viviendas de Jerez y convenció a los vecinos de que solamente
había sido un tigre que se había escapado de un circo cercano?
- Sí, fue cosa mía.... – dijo Gustavo,
con un tono y unos gestos humildes, algo que Marta no le había visto muy a
menudo.
- No sabía eso.... – dijo.
- Nunca has preguntado nada sobre mis
anteriores misiones.... – dijo Gustavo, sin acritud, encogiéndose de hombros y
haciendo una mueca. Marta estaba sorprendida.
- Este hombre vendería hielo a los
esquimales. Tiene mucha suerte de tenerle de compañero, Marta.... – dijo Justo.
A continuación abrió mucho los ojos y apuntó con un dedo a Gustavo, con un
gesto de advertencia. – Los dos la tienen....
- No tiene que jurarlo. Marta es
fantástica.... como agente – dijo Gustavo, asintiendo. Marta lo volvió a mirar,
confundida.
- Me alegré mucho cuando me llamó – dijo
Marta, mirando a Gustavo al principio pero volviéndose al final hacia Justo. –
Hacía mucho que no hablábamos....
- Desde las Navidades, si no me equivoco
– reconoció Justo. Aprovechó para pedir una cerveza al camarero que pasó al
lado de su mesa.
- Tenía que haberse venido a cenar con
mi familia y conmigo
– le riñó Marta, pero a la vez sonreía.
- No pude, ya le dije que cenaba con mi
familia – le volvió a mentir Justo, que aquella noche había cenado solo.
- Ya.... – Marta sonreía, pero no
parecía muy convencida. – Así que se ha enterado de lo del padre Beltrán, ¿eh?
- Llamé al general por otro asunto y
acabó contándomelo – explicó Justo. – En cuanto supe que el padre Beltrán
podía estar metiéndose en problemas y que usted estaba al cargo de la misión,
no lo dudé.
- Así que ha vuelto a la agencia, ¿no es
eso? – dijo Marta, sonriendo, divertida. – ¿Vuelve a ser mi superior?
- ¡Ni mucho menos! – Justo hizo como que
se ofendía, en plan de broma. – Sólo estoy aquí.... no sé.... ¿cómo asesor? –
Justo rió y los otros dos agentes rieron con él. – En realidad solamente
quería, no sé, estar al tanto de lo que pasaba. Volver a estar con usted sobre
el terreno, aunque no tenga ninguna responsabilidad ni cargo ni nada por el
estilo.
- Es bienvenido – dijo Gustavo y Justo
lo miró y le dedicó un asentimiento en agradecimiento.
- Por ahora, lo único que sabemos –
empezó a explicar Marta, sin más preámbulos: ella también se alegraba de tener
allí a Justo otra vez y no necesitaba más razones para ello – es que el padre
Beltrán ha estado desaparecido desde el verano pasado. Ha sido registrado de
vez en cuando, muy brevemente, cuando aparecía en algún “punto caliente”.
- En realidad era él el que producía los
“puntos calientes” – intervino
Gustavo. Se notaba que quería agradar a Justo. – Ha estado cazando a unos
monstruos muy raros y a una serie de humanos que al parecer estaban medio poseídos,
o algo así....
- Los fanáticos seguidores de los
demonios de Anäziak que escaparon el verano pasado.... – dijo Justo, serio, y
Marta le asintió. – ¿Y los monstruos?
- ¿Recuerda una matanza que hubo en un
pueblo de la estepa castellana, hace dos veranos? ¿En Castrejón de no sé qué? – dijo Marta, dirigiéndose a
Justo. Éste asintió. – Los “encarnados”
que escaparon de la limpieza seguían sueltos por ahí.
- Y al parecer siguen sueltos, algunos
por lo menos.... – apostilló Gustavo.
- No me diga que quien se encargó de los
monstruos de aquel pueblo fue....
- El padre Beltrán, sí señor – dijo
Marta y Justo sonrió, admirado y divertido. – Por eso creo que sigue
cazándolos. Supongo que cree que son responsabilidad suya.
- Los dos le conocemos lo suficiente
como para saber que, aunque él no se hubiese encargado de frenarlos en aquel
pueblo, seguiría pensando que matar a los rezagados es una responsabilidad
suya.... – dijo Justo.
- Es cierto....
- Es todo un personaje, ¿no? – opinó
Gustavo.
- Claro, usted no lo conoce – dijo
Justo. – No lo sabe usted bien....
- Me parecía raro que Marta lo admirase,
o algo así, pero me sorprende muchísimo que usted también lo haga, agente
Díaz....
- Llámeme Justo, por favor.... – dijo,
sonriente, tomando un sorbo de su cerveza. – Verá, el padre Beltrán es alguien
muy peligroso. No estoy muy seguro de que se diferencie mucho de los eventos
paranormales que investigamos.... – dudó y se corrigió sobre la marcha – que
investigan en la agencia. No sé cuánto tiene de monstruo o de ente, pero lo que
tiene de humano lo dedica a proteger a la humanidad.
- No creo que haya sonreído en su vida,
no sabe dedicar un gesto amable a nadie, ni siquiera una caricia. Es brusco al
hablar....
- ¡Le encanta el suspense! – saltó
Justo, divertido.
- ¡Es verdad! Puedes estar a su lado
diez días sin enterarte de lo que pasa, que sólo te lo cuenta cuando él haya
decidido que es el mejor momento – dijo Marta. – Tiene un montón de
peculiaridades que le convertirían en el vecino huraño que todos hemos tenido.
Pero....
- ¿Pero? – preguntó Gustavo, porque
Marta se había quedado callada.
- Pero no se puede hacer otra cosa que
admirarle, una vez que lo has conocido – terminó Justo. – Al principio es fácil
odiarle, o al menos no aguantarle. Pero cuando se le conoce, lo poco que se
deja conocer, uno comprende que está ante un profesional. Quizá sea el mejor
cazador de monstruos que existe. El mayor agente contra los entes paranormales.
Los tres se quedaron un instante en
silencio.
- Pues parece que su héroe se ha
descontrolado un poco – acabó diciendo Gustavo, con cierta timidez. No quería
contradecir a Marta, y menos a Justo, pero la realidad era aquélla. – Al menos
eso es lo que cree el general.
- Sí, eso me ha dicho – dijo Justo,
asintiendo serio. – Y lo cierto es que no me sorprendería que fuera verdad.
- A mí tampoco.... – dijo Marta, y
parecía compungida. Gustavo la vio un poco triste y le dedicó un golpe
cariñoso en la rodilla. Marta se sorprendió al comprobar que no la molestó.
- Tenemos que encontrarle, entonces....
– dijo Justo.
Gustavo sacó la cartera y dejó un
billete sobre la mesa. Luego los tres se levantaron y se alejaron de allí en
dirección a los coches.
* * * * * *
Después de dos días había pensado mejor
las cosas. Su sorpresa y su ira se habían relajado y había meditado mejor lo
que hacer a continuación.
No iba a ir a la agencia. Cuanta menos
relación tuviera con la ACPEX mejor le iría. Ya tenía suficientes problemas
trabajando solo, no necesitaba más metiéndose en la boca del ujku.
Así que, una vez que se había convencido
de que ir a la ACPEX no era la mejor opción (aunque no dudaba de que aquel
ataque extraño que le había salvado del fantasma había sido enviado por agentes
de la agencia) decidió ir a ver a un antiguo conocido, que pudiese ayudarle a
averiguar de dónde había salido aquel fantasma y, de paso, rastreara la onda
magnética y luminosa que lo había desintegrado.
Destruido no. Pero al menos lo había
hecho desaparecer el tiempo suficiente para que él pudiera escapar del pueblo
albaceteño.
El padre Beltrán viajó en su moto hasta
la pequeña ciudad en la que Jonás tenía su tienda. Hacía un par de meses que no
lo veía, pero estaba seguro de que el tendero canoso y de piel negra (llevaba
un hábil disfraz, eso no podía negárselo) no se llevaría un buen rato cuando le
viese
aparecer
por la tienda.
Jonás siempre le tenía miedo y el padre
Beltrán lo comprendía. Había visto cómo acababa con toda su recua de seguidores
y de compañeros, hacía ya cuánto ¿doce años? ¿Quince?
Jonás había salvado la vida porque el
padre Beltrán fue capaz de reconocer en él su potencial. Le dejó vivir, a
condición de que le ayudase en sus pesquisas y en sus cacerías. La capacidad de
Jonás para la espectrolocación y la
lectura de improntas mentales le habían ayudado en numerosas ocasiones. Había
habido veces que no hubiese llegado a tiempo para detener alguna catástrofe si
no hubiese sido por Jonás.
No era su amigo, desde luego que no
(nunca podría ser amigo de un ente supranópodo),
pero sí que sentía cierto respeto por él. Era un asesino, un ladrón de bebés y
un antropófago, como correspondía a su raza, pero desde que estaba controlado
era un ente valioso para los luchadores del bien.
Le divertía ver que Jonás seguía sin
estar a gusto con el acuerdo al que habían llegado hacía años. Pero si quería
seguir viviendo, tendría que mantenerlo.
Llegó frente a la tienda, deteniéndose
delante de ella, en la otra acera, como hacía siempre. No era una costumbre ni
una manía: tenía que hacerse un hueco entre todos los hechizos y conjuros que
Jonás había logrado conseguir a lo largo de los años para proteger su tienda de
las fuerzas malignas. El alma maldita y corrompida del padre Beltrán no los
hubiera resistido: por eso los debilitaba, les hacía un “hueco” para poder
entrar en la tienda cada vez que iba a visitar a Jonás.
Era de noche, así que no tomó ninguna
precaución para entrar en la tienda. Estaba cerrada, como correspondía al
horario (y como podía leerse en el cartelito del cristal de la puerta) pero el
padre Beltrán sabía que Jonás estaría dentro. Llamó con los nudillos en el
cristal de la puerta y esperó pacientemente.
Pensaba en cómo iba a convencer a Jonás
de que le abriera la puerta (estaba seguro de que lo miraría con miedo a través
del cristal y se negaría a dejarle entrar) cuando se dio cuenta de que el
tendero paranormal tardaba mucho en abrirle. Volvió a llamar a la puerta, esta
vez con fuerza, haciendo que la puerta se agitara dentro de sus goznes. Siguió
sin recibir respuesta.
El padre Beltrán se sorprendió y (lo que
le sorprendió todavía más) se asustó un poco. Apretó más los labios, formando
una línea con ellos, muy apretada, mientras miraba a su alrededor, hacia ambos
lados y por encima del hombro. Una pareja, chico y chica, pasaron por la otra
acera, la estrecha, agarrados por la cintura, un poco girados para poder andar
por el espacio tan angosto. Esperó a que se alejaran, doblando la esquina en
dirección a una plaza cercana muy concurrida. No parecía que hubiese nadie más
por aquella calle tan estrecha, así que decidió actuar.
Se miró las yemas de los dedos de la
mano izquierda, con atención. Allí tenía, marcados con tinta, unos puntos de
color azul. Había uno en cada dedo, incluido el pulgar. No eran más que tinta
vulgar y corriente, como la de cualquier otro tatuaje: eran puntos pequeños que
casi nadie había visto.
No eran nada sobrenatural, pero se los
había tatuado porque le servían para concentrar su poder. Otro poder que había
ganado hacía cuarenta años, maldiciendo un poco más su alma en el proceso.
Las yemas de sus dedos empezaron a
iluminarse, después de concentrarse en ellas un instante, como si alguien las
iluminase con una linterna potente desde dentro. El padre Beltrán mantuvo la
forma de “garra” que había hecho con su mano, mientras las yemas de los dedos
seguían iluminándose y se volvían completamente amarillas, luminosas, como la
superficie del Sol.
Entonces dirigió su mano hacia el
cristal de la puerta, posando las yemas de los dedos sobre él. Al instante el
cristal empezó a ondular, como si fuese la superficie de un lago. Como si, en
lugar de ser un cristal sólido, el padre Beltrán estuviese tocando una
superficie líquida.
Al cabo de unos segundos el padre
Beltrán estuvo seguro de que había funcionado y, antes de que se abriera un
portal del todo, metió la mano a través del cristal líquido, que no se rompió
ni dejó de ondular. Desde dentro, quitó el pestillo y abrió la puerta. Entonces
sacó la mano izquierda, de un tirón.
El cristal volvió a su naturaleza normal
al instante, sin transición. No había marcas de lo que acababa de pasar. Los
dedos del padre Beltrán estaban normales.
Empujó la puerta y la cerró desde
dentro. No quería molestias de nadie. La luz de la tienda estaba apagada, pero
el padre Beltrán caminó con tranquilidad entre las estanterías, sin chocar con
nada ni vacilar en un solo paso, como si fuese un gato.
Un gato delgado, alto y con abrigo
negro.
El mostrador estaba levantado y se
dirigió a él. Cuando llegó delante se detuvo, de repente, como si se hubiera
golpeado contra un muro invisible. Husmeó antes de seguir adelante.
Allí había habido un fantasma.
Sacó de un tirón la cuchilla de su
funda. Podía olerlo, estaba convencido. Lo olía igual que podía oler la
lavanda, el romero, la mejorana, la belladona y los anises que Jonás tenía en
unas baldas de una estantería detrás de él. Igual que olía a sangre.
El padre Beltrán se quitó las gafas
redondas y ahumadas, mirando alrededor con sus ojos blancos. Había rastros de
espectro por allí, en línea recta. Hacía un rato que había pasado por allí,
pero todavía eran visibles. El rastro llevaba hasta la trastienda, hasta el
almacén, más allá del mostrador abierto.
El padre Beltrán se quedó un momento
pensativo, a este lado del mostrador. No comprendía cómo un espectro, un
fantasma, había sido capaz de entrar en la tienda de Jonás. Estaba protegida
por un montón de hechizos y conjuros, que él mismo tenía que burlar para poder
entrar allí periódicamente. Debía haber sido un fantasma muy poderoso para
poder colarse allí, aunque seguía sin saber cómo.
¿Un fantasma que hacía magia? No había
oído o visto nunca una cosa así. Los fantasmas ya eran magia, pero ¿hacerla?
Se volvió a poner las gafas y pasó al
almacén, con precaución.
- ¡¿Jonás?! – llamó, deteniéndose al
otro lado de la cortina de macarrones de
plástico. No obtuvo respuesta.
El almacén sí estaba iluminado, con un
fluorescente de cada tres, e incluso los encendidos parpadeaban de vez en
cuando. Allí había habido una descarga de rabia y de ira brutales. Allí había
habido un fantasma cabreado.
- Como el del pueblo de Albacete.... –
murmuró para sí el padre Beltrán, con su voz cascada de cuervo. Al estar tan
serio y preocupado había sonado todavía más a cuervo.
Olía igual, eso desde luego. Lo había
notado antes de entrar en el almacén, desde la tienda. ¿Podía ser posible que
fuera el mismo fantasma? No era raro, pero tampoco era ordinario. Los
fantasmas, aunque no fuesen ecos, solían mantener sus acciones contenidas en un
radio corto. Pero la tienda de Jonás estaba lejos del pueblo de Albacete....
Confuso, sorprendido, alerta, siguió
caminando por el almacén. Se guio por su olfato, siguiendo el olor a sangre.
Pronto llegó al pasillo adecuado y encontró el origen del olor.
- Vrinden.... – musitó en lyrdeno, meneando la cabeza.
Allí estaba Jonás tirado en un charco de
su propia sangre. El padre Beltrán caminó hasta él, lamentándolo lo justo.
Después se puso a revisar el cadáver, en cuclillas a su lado.
Jonás tenía un corte irregular en el
cuello, como si alguien se lo hubiese hecho con las uñas. Estaba claro que, si
se lo había hecho un fantasma, había sido un ataque cargado de furia. No sólo
los fluorescentes fundidos lo demostraban.
Tenía los ojos amarillos: ahora que
estaba muerto no podía controlar el camuflaje y se habían vuelto de su color
natural. Pronto todo el cuerpo volvería a su forma original y el padre Beltrán
estaba seguro de que la policía no quería ver cómo era Jonás en realidad. No
era algo agradable ver a un
ente supranópodo recién desangrado.
Así que, con los remordimientos justos
(tampoco muchos) el padre Beltrán buscó combustible por allí cerca. Acabó
cogiendo una garrafa de plástico de aceite oloroso de colza, que Jonás vendía
como aceite de esencia de coco para las quemaduras del aura, como aceite
bendecido para lámparas espectrales o como linimento limpiador de flores del
Tíbet para tablas de ouija y ornamentos de madera. Lo que al sacerdote de negro
le interesaba era que prendía bien.
Vació la garrafa sobre el cuerpo muerto
de Jonás, empapándolo por completo. Después buscó en los bolsillos de su largo
abrigo de paño. Estaba seguro de tener un mechero o unas cerillas.
Cuando por fin había encontrado la caja
de cerillas (pequeña y casi vacía) y había sacado una y la había rascado contra
el costado de papel de esmeril, escuchó un ruido en la tienda.
No era un ruido sobrenatural.
Alguien había abierto la puerta.
Se maldijo por lo bajo, por olvidarse de
echar el pestillo. Pero a continuación maldijo al cretino que entraba en la
tienda a oscuras, a aquellas horas de la noche y con el cartelito de cerrado puesto.
Pensó qué hacer. No iba a salir a ver
quién era, ni iba a prender el cadáver, aunque la cerilla iba a consumirse. Dudaba
si esconderse o no, cuando la cerilla se consumió, al rozarle los dedos.
Decidió que se quedaría allí quieto, dentro del almacén casi a oscuras:
quienquiera que fuese el que había entrado no se colaría hasta la trastienda.
Pero se equivocaba.
Después de un rato en casi silencio, en
el que sólo escuchó
ruidos de pasos y susurros en la tienda (lo que le indicó que había más de una
persona) un grupo de varios números del cuerpo de la Guardia Civil, armados con
escopetas y protegidos con equipo de asalto (cascos, viseras de plástico
transparente, chalecos antibalas) entraron en tropel en el almacén.
- ¡¡Quieto!! – le gritaron, cuando le
vieron en medio del pasillo. Llegaron más compañeros del primero que le había
encontrado, rodeándole desde ambos lados. Todos le apuntaban con sus armas, así
que el padre Beltrán no se movió ni un pelo.
Lamentó que no hubiesen tardado sólo un
minuto más. Entonces sólo habrían encontrado el cuerpo de Jonás, en llamas,
imposibles de apagar (los entes supranópodos
ardían muy bien hasta consumirse) y él estaría ya lejos.
Pero de esta forma le habían encontrado
a él, al lado del cuerpo, empapado en aceite que también le cubría las manos,
con una cuchilla en una mano que podría haber hecho los cortes del cuello de la
víctima.
No pintaba bien.
Los guardias civiles le desarmaron, le
pusieron de rodillas en el suelo y le esposaron las manos a la espalda. Después,
entre dos, le sacaron a la calle para llevarle al Nissan.
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