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Justo había estado muchas veces en casas
supuestamente encantadas. Algunas eran casas habitadas y otras eran como
aquella mansión, una casa abandonada, en ruinas, prácticamente destrozada. Pero
lo que diferenciaba aquella mansión del resto de casas que el veterano agente
había visto e investigado a lo largo de su carrera era que en “la Casona”
estaba seguro de que los fantasmas se iban a aparecer.
No sabía si eso le alegraba o le
intranquilizaba, pero iba a ser así.
El grupo de siete personas, más el Pandog, entró en la mansión y se
encontró con un recibidor alargado y rectangular. Casi todo estaba a oscuras,
solamente se veía algo gracias a la moribunda luz del Sol poniente que se
colaba por entre las grietas de las paredes, por las contraventanas torcidas y
por las rendijas de las puertas.
La casa tenía pinta de haber sido muy
elegante, lo que se conocía como una casa solariega muy señorial. Era muy
grande, de paredes blancas (al menos lo habían sido), altos techos, columnas,
relieves en la unión entre las paredes y el techo y papel pintado que en su
momento fue muy bello.
- ¿Tienen todos su linterna? – dijo el
padre Beltrán. Todos la enseñaron, de la mano: Daniel había traído una para
cada uno. – Enciéndanlas.
La luz de las linternas iluminó un atrio
circular que había después del recibidor. Desde allí podía accederse al resto
de las habitaciones de la planta baja y también se podía subir a la planta de
arriba, por medio de una escalera ancha, que comunicaba aquel piso con el
superior, haciendo una elegante curva.
- Aquí no hay nada – dijo Gustavo,
comprobando un medidor de ondas ectoplásmicas, que había llevado con él: lo
tenía conectado y lo miraba con atención.
El padre Beltrán se quitó las gafas y
miró con sus verdaderos ojos.
- Y sin embargo están aquí – dijo,
volviendo a colocarse las gafas oscuras por delante de los ojos.
Justo caminó por el atrio circular,
alumbrando lo alto de la escalera, los vanos de las puertas que daban a otras
habitaciones y también la pared circular de todo el atrio. No vio nada extraño.
Sólo había polvo, trozos de mampostería, excrementos viejos de ratas y trozos
de madera.
- ¿Qué hacemos para que salgan? –
preguntó Victoria.
- Esos fantasmas vienen a por mí, no
pueden evitarlo, han formado un grupo de siete espectros para poder consumar su
venganza – respondió a la chica el padre Beltrán, sin dejar de mirar alrededor.
– Ahora me tienen aquí, en una casa encantada que es un nido de fantasmas. Es
una especie de canal entre el mundo de los espíritus y el nuestro. Los siete no
podrán resistirlo y se manifestarán.
- Veo que en el mundo de lo sobrenatural
la numerología es muy importante.... – comentó Justo.
- ¿Numerología? ¿Por qué? – se extrañó
el padre Beltrán, mirando a Justo brevemente, con el ceño fruncido.
- Hombre, pues no sé, por ejemplo por el
trece,
que era
el mal encarnado.... – dijo Sergio, con voz cómica, a pesar de las
circunstancias.
- O por los nueve demonios de Anäziak.... – comentó Marta, sonriendo
levemente. – Los siete fantasmas que hacen falta para llevar a cabo una venganza
contra los vivos....
- Bueno, quizá tengan razón, nunca lo
había pensado de esa manera.... – reconoció el padre Beltrán, un tanto
perplejo.
- Y todavía quedan los cuatro – dijo
Atticus, al lado de Justo. Cuando éste le miró el ente sonrió al agente. – ¿No
saben nada sobre “los cuatro de Dhalea”? ¿No les has contado la leyenda,
Beltrán?
- A “los cuatro” es mejor dejarlos
tranquilos – dijo el padre Beltrán, y parecía de mal humor. Después añadió: – Será
mejor que no nos separemos.... – había sonado con voz serena, pero Justo no
podía saber que por dentro era un mar de nervios.
El grupo se juntó un poco hacia el
centro del gran distribuidor circular. Pero el Pandog se puso a gruñir, como un perro rabioso. De repente se
arrancó a correr, pasó por detrás de la escalera y se lanzó hacia una estrecha
puerta que había allí. La puerta se cerró con fuerza, ella sola.
- ¡¡Crunt!! ¡¡No!! – llamó el padre
Beltrán, pero la criatura ya había desaparecido tras la puerta. El anciano
sacerdote dio media docena de pasos hacia la puerta cerrada, preocupado, sin
saber muy bien qué hacer.
Entonces, una fuerza invisible agarró a
Victoria y la tiró al suelo. La chica gritó del susto y todos se volvieron
hacia ella, empuñando sus armas. Victoria fue arrastrada por el suelo sucio
hacia otra puerta, que había a la derecha del gran atrio circular.
- ¡¡Victoria!! – gritó Sergio,
desesperado. Justo vio cómo el chico salió corriendo detrás de su novia, sin
cuidado, separándose de los demás, atravesando la puerta de doble hoja,
perdiéndose por un pasillo oscuro. El veterano agente vio con el rabillo del
ojo cómo el padre Beltrán se detenía, sobrepasado por las circunstancias.
Atticus había echado a andar también,
hacia la puerta por la que había desaparecido el Pandog. Justo reaccionó y se reunió con el ente delante de la
puerta, que estaba cerrada.
- Es imposible de abrir – dijo Atticus
al ver a Justo a su lado. – Parece pegada con cola....
- Déjeme ayudarle – dijo Justo,
agarrando el pomo redondo junto con Atticus. Los dos tiraron de la puerta, sin
poder abrirla.
- Hay alguien en lo alto de la
escalera.... – dijo Gustavo, de repente. Había echado a correr junto a Marta
hacia la puerta de doble hoja por la que habían desaparecido Victoria y Sergio
pero se detuvo de repente en mitad del atrio circular, mirando hacia lo alto de
la escalera. Marta se detuvo unos pasos por delante de él, mirándole con miedo.
El agente empezó a subir por la escalera, sin pensar en nada más.
- ¡¡Gus!! ¡¡No!! – dijo Marta, echando a
correr detrás de él, subiendo también, con la pistola en la mano. Gustavo no
pareció oírla.
- ¡¡Gustavo!! ¡¡Estese quieto!! – le
dijo Justo, desde el otro lado del atrio, todavía tratando de abrir la puerta,
sin conseguirlo. Desde donde estaban él y Atticus podía ver lo alto de la
escalera y también había visto una figura borrosa allí, esperando junto al
primer escalón, inmóvil, gris y terrorífica.
- El chico manco.... Daniel – dijo
Atticus, llamando la atención de Justo, que no pudo ver qué les ocurría a
Gustavo y a Marta. – Ha traído un mazo con cabeza de plata. Con eso podremos
echar la puerta abajo.
- Vamos.... – dijo Justo, demasiado
sobrepasado por los acontecimientos como para pensar mucho. Corrieron los dos
juntos, atravesando el atrio circular en dirección al elegante recibidor y a la
puerta de entrada. Justo vio con el rabillo del ojo al padre Beltrán, inmóvil
en mitad de la habitación circular, con un aspecto tan desanimado, tan
desolado, tan superado por lo que estaba ocurriendo, que Justo sintió mucho
miedo.
Si el padre Beltrán no sabía qué hacer,
todos estaban perdidos.
En ese momento sonó ruido de cadenas y
de pesados cerrojos y pestillos. Atticus y él llegaron a la puerta, sin ver ni
una sola cerradura ni cerrojo, pero los chirridos metálicos seguían sonando.
Atticus llegó el primero a la puerta,
agarró el picaporte y tiró de ella. No se movió.
- Está atascada – dijo, con un leve tono
asustado. Justo agarró el picaporte también y entre los dos trataron de girarlo
y abrir la puerta de entrada. No se movió un centímetro. Parecía que estaban
tirando de una pared de cemento, por supuesto imposible de mover. – ¿Qué pasa
aquí? ¡¡Esta puerta estaba perfectamente hace un momento, cuando hemos
entrado!!
Justo cargó contra ella, con el hombro,
tres veces, tratando de desatascarla, pero cuando después tiraron de ella no
pudieron abrirla. La puerta parecía sellada, tapiada con ladrillos y cemento.
- Estamos encerrados aquí.... – dijo
Justo. Trató de que su voz no sonase aterrorizada, pero no lo consiguió.
Escucharon entonces una serie de
disparos de pistola y Justo pensó con miedo en Marta. Los dos (el ente y el
hombre) se miraron, con caras asustadas, y se dieron la vuelta, volviendo al
atrio circular.
Allí no había rastro de nadie. Todas las
puertas que daban a la pared circular de aquel distribuidor estaban cerradas.
Salvo una de doble hoja en el lado izquierdo.
No había nadie allí.
No se escuchaba ningún ruido.
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