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Lo primero que vio Marta cuando volvió a
la escalera, con la cabeza embotada y las lágrimas todavía por la cara, fue a
Justo, abajo, sujetando al niño marroquí, Hassan, que enterraba su cara en el
pecho del agente jubilado y lloraba desconsolado.
Lo primero que pensó al ver aquello fue:
“¿Qué hace aquí dentro? ¡¡Debería estar fuera con Daniel, a salvo”.
Y después vio a Daniel al final de la
escalera.
Marta no pudo más. Después de Gustavo,
de la aparición de ultratumba de Mónica y de ver a Daniel destrozado a los pies
de la escalera sus fuerzas la abandonaron y se derrumbó, apoyándose en el
pasamanos de la escalera desvencijada, quedando sentada en los escalones de
arriba.
Sergio y Victoria salieron al atrio
circular desde otra puerta diferente a la que habían usado para salir de allí.
Victoria caminaba un poco mareada y Sergio la ayudaba a andar, pero los dos se
dieron cuenta de lo que pasaba con sólo un vistazo.
- Ve tú con el niño y con Justo, yo me
encargo de Marta.... – dijo Sergio, dejando a Victoria que anduviese sola y
subiendo él las escaleras de dos en dos, para llegar cuanto antes a por Marta.
Victoria sacudió la mano al pasar junto
al “eco” de Germán Tremiño Gutiérrez, haciendo que se disolviera en el aire.
Llegó hasta Justo y Hassan y le preguntó al agente jubilado qué ocurría. Justo
se lo contó mientras Victoria acariciaba la cabeza del niño, para calmarle.
Sergio ayudó a Marta a levantarse y la
sostuvo mientras bajaron las escaleras. Al final del todo, Marta caminó con la
mano sobre la cara, para no ver a Daniel y Sergio la guió para llegar hasta
Justo, Victoria y Hassan.
- ¿Estás bien? – preguntó Justo. Marta
asintió, algo pálida y débil. – ¿Y Gustavo?
Marta negó con la cabeza y se echó a
llorar otra vez. Justo la abrazó, con fuerza y la mujer sollozó todavía más,
mojando la gabardina de Justo. Victoria abrazó con más fuerza y cariño a
Hassan, que también seguía llorando.
- ¿Alguien sabe algo del padre Beltrán?
¿Y de Atticus? – preguntó Sergio.
- Atticus está en ese salón de allí –
señaló Justo, con un movimiento de cabeza. – Está herido, pero creo que está a
salvo. Del padre Beltrán no sé nada. ¿Y el Pandog?
Sergio puso una mueca.
- Creemos que muerto – contestó
Victoria. – El fantasma de Jonás lo estampó contra una pared.
- No ha perdido el tiempo – dijo Justo,
apenado. – Muere hace tres días y ya se une a una venganza....
- No ha perdido el tiempo, usted lo ha
dicho, agente Díaz – dijo el padre Beltrán, apareciendo de repente en medio del
atrio circular. Todos se volvieron a mirarle: salvo por un corte feo en una
mano y porque estaba cubierto de polvo, parecía encontrarse perfectamente. – A
los fantasmas del grupo de venganza les faltaba un miembro, así que fueron a
por Atticus, para matarlo y luego tratar de convencerle para que se uniera a
ellos para ser siete. Cuando eso les falló fueron a por Jonás, lo que les
sirvió para encarcelarme y para cumplir la cuota de fantasmas.
- Pero eso es.... Eso es.... – Justo no
encontraba las palabras. – Eso es muy elaborado. ¿Pueden los fantasmas hacer
eso?
- ¿Planes? Creo que no.... Pero todo
esto se lo debemos al Príncipe de Anäziak, que juró vengarse y ha buscado la
forma de hacerlo – explicó el padre Beltrán. – ¿Recuerdan al Príncipe?
Justo rió sin ganas, ante el tono
irónico del padre Beltrán.
- Sí nos acordamos.... – dijo Marta,
separándose de Justo, pero sólo un poco.
- ¿De qué va esto? – preguntó Sergio.
- Luego os lo explico.... ¿Atticus? ¿El
agente Álvarez? ¿Crunt?
Justo negó con la cabeza. El padre
Beltrán hizo una mueca.
- Salgan todos de aquí – dijo después,
con su voz de cuervo más sombría que de costumbre. – No tienen por qué ponerse
en peligro. Yo me encargaré de todo: ya sé qué hacer para acabar con esto....
- Ya es tarde para escapar.... – dijo
Victoria. Todos la miraron y la chica señaló alrededor. Todos contuvieron el
aliento, asustados.
Los siete fantasmas se habían aparecido
en el atrio circular, alrededor. Los humanos formaban un grupo compacto al lado
de la escalera, cerca de la entrada al recibidor, pero allí estaba el fantasma
de fray Guillermo, para cerrar el paso. Delante de la escalera estaban el
fantasma de la mujer latina, de Jonás y de Andrés. Detrás de la escalera estaba
el fantasma de Bundy y desde el salón de baile llegó el fantasma del coronel.
En lo alto de la escalera se había aparecido el fantasma de Bruno Guijarro
Teso.
- Qué reunión más agradable – dijo éste
último, mientras bajaba paso a paso, con tranquilidad. Aquello no era más que
una treta para poner nerviosos a los humanos. – Veo a algunos conocidos aparte
de Beltrán. Y los otros dos adultos creo que son viejos conocidos de Andrés y
del demonio Bundy, si no me equivoco....
- Quédense detrás de mí y no se
muevan.... – musitó el padre Beltrán, separándose de sus amigos, yendo al
encuentro de Bruno, al pie de la escalera, al lado del cadáver retorcido de
Daniel.
- ¿Qué pretende hacer? ¿Va a
sacrificarse por el bien de los demás? – bromeó el fantasma de Bruno Guijarro
Teso.
- Siempre he estado preparado para eso –
contestó el padre Beltrán. – Pero es algo que nunca entenderás, y menos ahora,
que sólo eres un espectro....
- Ser un espectro es mucho mejor que no
ser nada....
- Un espectro es nada – dijo el padre
Beltrán. Pronunció unas palabras en lyrdeno y empujó con un conjuro al fantasma,
hasta la parte alta de la escalera. Después se dio la vuelta y se enfrentó a
los demás fantasmas, que bramaron con los ojos rojos, pero sin atacar.
El padre Beltrán los miró a todos y cada
uno de ellos, pensando en las personas que habían sido en vida.
No se arrepentía de haber hecho que el
demonio Bundy muriese, a manos de los Guerreros, ni de que aquel camión
atropellase al ente que había poseído el cuerpo de la mujer que se llamaba
Gabriela Domingues: si no hubiese sido el camión hubiese sido él mismo. Tenía
que morir de todas formas. Igual que Andrés García Aragón, que ya era más un
demonio que una persona, aunque como persona hubiese sido un gran hombre y un
buen guardia civil.
Era una pena lo que había tenido que
hacerle al coronel Carvajal, cuando trabajaron juntos en el norte de África,
pero estaba infectado por un Dârjhun, aunque él no lo sabía y no había otra
solución que cortarle la cabeza. Jonás no debería haber muerto, a pesar de ser
un ente supranópodo de oscuro pasado.
Lamentaba haber tenido que matar a su maestro, fray Guillermo, pero lo había
hecho para salvar a miles de personas, como él le había enseñado.
Y en ese mismo momento estaba dispuesto
a volver a hacerlo. Sacrificar la vida de uno para salvar a muchos. A seis, en
concreto.
Agarró la cuchilla de plata y se lanzó a
por el resto de fantasmas. Cortó a Andrés en un hombro, haciéndole desvanecerse
en humo. Esquivó el ataque de Gabriela y la empujó con un conjuro en lyrdeno. Sujetó la bola de fuego que Bundy le
lanzó y la desvió hacia una pared, musitando palabras en lyrdeno. Jonás se le echó encima con las manos
por delante, rabioso, pero le cortó en plena cara con la cuchilla de plata,
haciéndole desaparecer.
Volvió con el grupo de humanos, que
seguían allí.
- ¡¡Váyanse!! – les ordenó.
- Podemos ayudarle, padre Beltrán – dijo
Justo y los demás asintieron con ganas. No querían dejarle solo.
- Es mejor que me quede yo solo – dijo
el sacerdote de negro, observando a los fantasmas que seguían allí y las
fumarolas de los que volvían a regenerarse. – Esto es muy peligroso y al fin y
al cabo todos vienen a por mí. Sólo necesito un espejo y todo habrá acabado....
- ¿Un espejo? – preguntó Justo,
sorprendido. – Yo sé dónde hay uno....
- ¿Dónde, agente Díaz? – dijo el padre
Beltrán, agarrándole de la solapa de la gabardina. Estaba fuera de sí. –
¿Dónde?
- Sígame. Le llevaré – dijo Justo.
- Iremos todos – dijo Victoria.
El padre Beltrán llegó a la conclusión
de que no se libraría de ellos. Y además, qué coño, se alegraba de tenerlos
cerca.
- Vamos.
- Es por allí – señaló Justo. El
fantasma del coronel Carvajal estaba en su camino.
Hassan apretó los dientes y los puños,
cansado de estar asustado. Corrió hacia adelante y prendió un pequeño mechero
que tenía en la mano: no lo había soltado desde el momento en que el cura con
pinta rara había dicho fuera de la casa que a los fantasmas también se los
podía espantar con fuego. Se agachó para que el fantasma del coronel no le
alcanzase y le prendió fuego desde abajo. El fantasma aulló muy agudo y se
prendió con rapidez, como un trozo de algodón empapado en alcohol.
- ¡¡Vamos!! – dijo el niño. Todos
corrieron hacia la sala de baile, por el hueco que había abierto Hassan. Sergio
le levantó de un tirón al pasar a su lado y los dos corrieron juntos hasta el
salón.
Entraron en la amplia sala, esquivando
los maniquíes y los muebles que había por todas partes, tapados con sábanas
grises, de tanto polvo. Justo los llevó hasta donde Atticus seguía tendido en
el suelo, rodeado de sal de roca, a salvo de los fantasmas.
- Entrad ahí dentro – dijo el agente
jubilado, sacándose un puñado de sal del bolsillo de la gabardina, dándoselo a
Sergio y Victoria. – Haced el refugio más grande. Mire, el espejo está allí....
Señaló al espejo de la pared, el que
estaba entre dos de las ventanas que daban al jardín. El padre Beltrán asintió,
sereno, posando su mano en el hombro de Justo.
- Cuide de ellos, agente Díaz.
- ¿Qué va a hacer? – preguntó Marta, que
estaba al lado de Justo, con la pistola en la mano, vigilando la entrada del
salón, para que los fantasmas no los pillasen desprevenidos. Hassan alumbraba
las puertas con la linterna de Atticus, que seguía inconsciente en el suelo.
- Voy a sacar a esos espectros de este
universo de una vez por todas.... – dijo el padre Beltrán, amenazador. Su voz
había sonado como la de un cuervo invencible. Caminó con largos pasos hacia el
espejo, estirando la mano izquierda, formando una especie de garra con los
dedos tensos.
- ¡Ahí vienen! – advirtió Hassan,
señalando hacia la puerta. Los siete fantasmas aparecieron allí, entrando en el
salón por las puertas abiertas o atravesando la pared de al lado. Todos
hicieron caso omiso de los humanos del círculo de sal y no se perdieron detalle
de lo que hacía el padre Beltrán.
- ¡¡A por él!! – bramó el fantasma de
Bruno Guijarro Teso. Los otros se pusieron en marcha. Pero no pudieron ir muy
lejos.
- ¡¡Mira!! – dijo Victoria, tirando del
brazo de Sergio. El
chico se quedó con la boca abierta, estupefacto, sin poder contener las
lágrimas. Marta también miró y tiró de la manga de Justo para que el veterano
agente también lo viera.
Delante de los siete fantasmas que
buscaban venganza se habían aparecido otras tantas figuras ectoplásmicas,
espectros también, pero que tenían otras intenciones. Eran Mowgli, Roque,
Lucía, Mónica y hasta el recién fallecido Daniel. Todos se habían congregado
allí para ayudar al padre Beltrán. Entre los cinco detuvieron y entretuvieron a
los fantasmas, excepto al de Bruno Guijarro Teso y el de fray Guillermo, que
siguieron su camino sin detenerse.
- ¡¡Agárrense!! – ordenó el padre
Beltrán. Todos los que estaban dentro del círculo de sal de roca se volvieron a
mirarle. Tenía las yemas de los dedos de la mano izquierda iluminadas con
fuerza, con una luz amarilla y brillante. Entonces posó los dedos sobre la superficie
del espejo, que inmediatamente se puso a ondular, como si fuese la superficie
de un lago al que hubiesen tirado una piedra.
Entonces la superficie del espejo se
abrió, como si fuera un pozo de oscuridad azulada y empezó a soplar un aire
hacia el agujero, como si el pozo estuviese absorbiendo todo el aire de “La
Casona”. Algunos maniquíes cayeron al suelo, los cabellos de Hassan, Victoria y
Marta se alborotaron y el círculo de sal se deshizo.
- ¿Qué está pasando? – dijo Atticus,
despierto de repente. Al ver lo que el padre Beltrán trataba de hacer cerró los
ojos, apoyó la palma de la mano en el suelo y la ancló allí, concentrándose. –
¡¡Agarraos a mí!!
Todos lo hicieron, y Atticus aguantó,
gracias a sólo él sabía qué poder. Los fantasmas se agitaron, viéndose
afectados por aquel viento sobrenatural. Mowgli, Mónica y los demás
desaparecieron, no sin antes volverse a mirar por última vez a sus amigos
vivos. Los siete fantasmas se quedaron allí, ansiosos por vengarse: no podían
dejar escapar al padre Beltrán.
- ¡¡Venid por mí!! – gritó éste,
valiente y orgulloso. Los fantasmas se lanzaron a por él.
El viento del portal que el padre
Beltrán había sido capaz de abrir se los fue tragando uno por uno, arrastrándoles
al interior del pozo, desapareciendo al otro lado del espejo. El padre Beltrán aguantaba
el vendaval, al lado del espejo: para mantener el conjuro tenía que estar en
contacto con él.
Todos los fantasmas fueron engullidos
por el portal, bramando y aullando de rabia y de frustración al pasar al lado
del padre Beltrán. Todos salvo el de Bruno Guijarro Teso.
Al atravesar el umbral del portal, el
último fantasma fue capaz de agarrarse al abrigo del anciano sacerdote. Bramó
furioso, mirándole con sus ojos rojos. El padre Beltrán se vio arrastrado al
interior del portal, agarrado con la mano izquierda todavía a la superficie del
espejo.
- ¡¡Padre Beltrán!! – gritó Marta.
- ¡Hay que ayudarle! – dijo Sergio y
aunque Justo pensaba lo mismo no sabía cómo hacerlo. En cuanto alguno de ellos
se soltara de Atticus (que seguía con los ojos cerrados y concentrado) sería
engullido por el viento que se colaba por el portal del espejo.
El padre Beltrán había perdido su
sombrero, pero mantenía sus gafas de sol. Aun así, todos supieron que los
miraba a ellos y que, si hubiese estado acostumbrado a hacerlo, hubiese
sonreído para despedirse. Sabiendo que si se soltaba del espejo el portal se
cerraría y el último fantasma se quedaría en este mundo, el padre Beltrán
pronunció una sola palabra en lyrdeno, antes de separar su mano izquierda del
espejo. Sus dedos todavía brillaban en un amarillo intenso, cuando el fantasma
de Bruno Guijarro Teso y él fueron tragados por el viento que soplaba a través
del portal.
El espejo volvió a ser un espejo y el
portal se cerró.
El viento dejó de soplar en el salón de
baile. Todo el polvo volvió poco a poco a posarse en el suelo y en las sábanas.
Los humanos se soltaron poco a poco de Atticus, que abrió los ojos despacio.
- ¿Qué ha pasado? – preguntó Hassan.
- ¿Dónde ha ido? – preguntó Marta.
- ¿Dónde está? ¿Va a volver? – preguntó
Sergio. Victoria le pasó una mano por la cabeza, acariciándole el pelo, con
cariño y cara de pena, porque ella ya sabía la respuesta.
Justo miró apenado a Atticus, leyendo
las respuestas que ya sabía en los ojos amarillos del Guinedeo. No hacían falta palabras.
Palabras.
Atticus había escuchado la palabra que
había pronunciado el padre Beltrán, para cerrar el portal y que los siete
fantasmas desaparecieran del todo.
Era una palabra que no tenía vuelta
atrás. Que servía para despedirse definitivamente. Que servía para cerrar
cosas.
Servía como final.
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