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Marta llegó hasta la habitación en la
que agonizaba Gustavo (era la única con la puerta abierta) y entró en ella con
la pistola por delante, agarrándola con las dos manos, con los brazos
estirados, apuntando a cada rincón y a cada sombra.
Y en una casa a oscuras, las sombras son
la mayoría.
En la habitación no había nada más que
un somier retorcido contra una pared, un círculo de sal mal hecho y Gustavo,
sangrando y tirado en el suelo.
- ¡¡Gustavo!! – gritó, asustada,
corriendo hacia él, bajando la pistola. Se puso de rodillas al lado de su
compañero y lo agarró por la espalda y el cuello, dejando la pistola en el
suelo.
Gustavo tenía heridas en el pecho y en
el cuello, como si le hubieran hundido los dedos en la carne: eso era
exactamente lo que le habían hecho. Marta lo acunó un poco, tratando de
despertarle, con miedo de que no pudiese hacerlo.
- Gus, vamos Gus.... – decía, entre
dientes, notando que había empezado a llorar. – No te mueras, cojones....
- Eso te gustaría, ¿eh? – dijo su
compañero, con voz débil. Marta sonrió entre las lágrimas, incorporando un poco
más a Gustavo, que hizo una mueca cuando le movieron. – Joder, eso duele....
- ¿Estás bien? ¿Puedes respirar sin
dificultad? – preguntó Marta, con prisa y preocupación.
- Sólo me duele si me río.... – dijo
Gustavo, con voz sibilante. Se notaba que apenas tenía fuerzas para hablar y
que le dolía mucho al hacerlo. Sus labios se tintaron con sangre mientras
respiraba y hablaba. – Pero se me pasa al verte....
Marta no pudo evitar reír, a pesar de
las circunstancias. Gustavo no cambiaría, ni siquiera al borde de la muerte.
Quizá las mejores personas eran las que eran capaces de hacer eso.
- No pierdes la oportunidad, ¿eh? – le
dijo Marta, aunque en realidad no le había molestado el comentario. Se dio
cuenta, con miedo, de que había desaprovechado el tiempo con Gustavo.
- Creo que me quedan pocas.... – dijo
Gustavo, con voz muy débil, casi un susurro.
- No digas eso, Gus. Te vas a poner
bien.
- Ni aunque el padre Beltrán pudiese
hacer magia.... – bromeó Gustavo. Después miró a los ojos a Marta, con
seriedad. – Comprendo por qué querías ayudarle. Lo comprendo muy bien. No me
importa morir por él....
- ¡Pero no te puedes morir, Gus! – dijo
Marta, apretando los dientes y llorando de nuevo. – Ahora que iba a dejarte que
me invitaras a cenar....
Gustavo miró a Marta y se dio cuenta de
que hablaba en serio. De que hubiese tenido una oportunidad con su compañera.
- La historia de mi vida.... – se
lamentó, cerrando los ojos.
- ¡¡Gus!! ¡Quédate aquí conmigo! – le
gritó Marta, sacudiéndole,
manchándose con su sangre, llorando sobre él. Gustavo volvió a abrir los ojos y
la miró, por última vez.
- Llama de una jodida vez a ese
inspector Figuereo – dijo, con voz débil pero decidida. – Es por él por el que
estás colada....
Después sonrió y cerró los ojos,
recostándose sobre el pecho de Marta, que se había quedado sorprendida y sin
palabras, después de las de Gustavo.
Entonces escuchó un bramido detrás de
ella. Soltó a Gustavo, asustada, dándose la vuelta, en cuclillas, al lado de su
compañero herido. Se encontró de frente a un fantasma, el de una mujer latina
vestida con ropas humildes, con pelos de loca y los ojos rojos. Buscó su
pistola, pero la había dejado en el suelo, no sabía dónde.
El fantasma de la mujer se detuvo de
pronto, como si se hubiese enganchado en algo. Se giró, furiosa y asombrada y
vio, al mismo tiempo que Marta, que otro espectro la estaba sujetando por la
espalda.
- ¿Mónica? – dijo Marta, con los ojos
abiertos a más no poder, estupefacta, al reconocer a su amiga Mónica en la
figura brumosa y pálida que agarraba al fantasma que le atacaba. Su amiga
Mónica, que había muerto el verano pasado, a manos de un demonio anäziakano.
El fantasma de Mónica sujetó al fantasma
de la mujer latina y lo zarandeó. La mujer latina se giró y agarró al fantasma
de Mónica. Las dos forcejearon, desvaneciéndose. Un golpe sonó contra la pared
y luego la puerta se movió, golpeada por los dos fantasmas, que peleaban siendo
invisibles.
Marta se levantó, buscó la pistola con
la mirada y la recogió del suelo, colocándola en la cintura del pantalón.
Después miró a Gustavo.
No se movía, no respiraba.
Había muerto.
Marta no pudo evitar caer de rodillas
otra vez y llorar sobre el cadáver de su compañero y amigo. Gustavo Álvarez
Méndez había muerto con los ojos cerrados y una sonrisa en los labios.
* * * * * *
Daniel Galván Alija entró corriendo en
“La Casona”, armado con su machete de plata, apretando los dientes, decidido a
cargarse a cuantos fantasmas se le pusieran por delante. Llegó hasta los pies
de las escaleras y se puso a subirlas de dos en dos: Marta estaba en apuros en
el piso de arriba.
Hassan llegó al atrio circular y se
detuvo repentinamente, helado, horrorizado.
A los pies de la escalera estaba el
periodista que había conocido hacía cuatro días, el que había entrado en la
casa para hacer fotos y había encontrado la muerte. Estaba igual que cuando le
había visto por última vez, quizá un poco más azulado y translúcido, pero igual
en el resto de detalles. Incluso llevaba su cámara de fotos, que no dejaba de
echarse a la cara, aunque no salía la luz del flash.
Hassan empezó a respirar intensamente,
muy asustado. Entonces el periodista (Germán Tremiño Gutiérrez, recordó Hassan
de sopetón) se puso a chillar y a retorcerse, como si lo hubieran tirado por
las escaleras. Hassan chilló a su vez y se dio la vuelta, dispuesto a salir de
aquella casa maldita.
Pero desde la entrada del recibidor vio
otra figura azulada, desvaída, que le resultó familiar. Estaba en la puerta,
tranquilo, mirando alrededor, sin inmutarse por nada. Parecía algo nervioso,
pero mantenía la compostura. Hassan se puso a llorar al reconocer a Oliver
López Maraña, su amigo, el que había muerto hacía ocho días en aquel mismo
sitio.
El espectro de Oliver se puso a gritar
de repente, agitándose como si le estuviesen golpeando contra una pared,
chillando desgarradoramente. Hassan también gritó, demente, andando hacia
atrás.
Le detuvo alguien que acababa de llegar
al atrio corriendo. Era el hombre de gabardina, bigote y sombrero, aunque no
llevaba este último.
- ¡Hassan! ¿Qué haces tú aquí? – le
preguntó, sorprendido, asustado. Hassan no dejaba de chillar, llorando,
señalando a los dos fantasmas. Justo los vio y comprendió la situación,
tratando de calmar al muchacho. – ¡No! ¡Tranquilo! ¡No pueden hacerte nada!
¡Son sólo “ecos”, ¿sabes?! ¡Son restos de la gente que murió aquí, nada más! Se
quedan como ecos de lo que fueron, cuando han recibido una muerte violenta. A
veces se aparecen, si hay gente por la zona....
Hassan se abrazó a Justo, llorando.
Y menos mal que fue así. De aquella
forma el niño no pudo ver cómo Daniel Galván Alija llegaba a lo alto de la
escalera, donde se materializaba repentinamente el fantasma de una especie de
bebé con cara malvada. Daniel reconoció a Bundy, el bebé-demonio que había
conocido el verano anterior, uno de los Ocho Generales y se quedó sin habla,
helado en el último escalón.
El fantasma de Bundy sonrió
malévolamente y lanzó una bocanada de fuego, como hacía en vida. El fuego no
quemó a Daniel Galván Alija, aunque sí que sintió una bocanada de aire
caliente. Se echó hacia atrás, asqueado por el calor, sin recordar que estaba
en lo alto de una escalera.
Daniel Galván Alija cayó hacia atrás,
rebotando por la escalera, partiéndose la espalda y muchos huesos,
deteniéndose al llegar abajo, retorcido y muerto.
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