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(Arenisca)
El inspector Amodeo se removió en el
suelo, aunque Lucas no esperaba ayuda de su parte. Se alegraba de verle moverse
y escucharle gemir de dolor, pero el golpetazo que se había dado dejaba fuera
de juego a cualquiera.
Así que no le dijo nada ni dejó de
apuntar al monstruo con su pistola.
- Lucas.... – dijo Patricia, con voz
estrangulada.
- ¡¡Suéltala!! – repitió. El hombre-lobo
se volvió a mirar a Patricia, un instante, y después volvió a mirar a Lucas.
Éste nunca hubiese dicho que fuera posible que un hombre-lobo sonriese, pero
allí estaba ese monstruo sonriendo, de forma macabra. – ¡Está bien! Déjala y
nosotros te dejamos a ti....
Lucas levantó las manos, dejando de
apuntar al monstruo. No estaba seguro de que debía dejar al monstruo
tranquilo, pero la verdad era que la noche estaba avanzada y al lobo le quedaba
poco tiempo. Quizá el domingo por la mañana fuese capaz de encontrar al hombre,
usando su “poder”: razonar con el hombre sería mucho más fácil, seguramente.
Además en ese momento estaban en tablas y no se le ocurría de qué otra forma
salvar a Patricia. Le temblaban las manos del miedo.
- Suéltala y nosotros dejamos de
perseguirte – negoció.
Patricia trataba de negar, con la garra del monstruo en el cuello, poniéndose
morada. Lucas intentó no mirarla, para no ponerse más nervioso.
El hombre-lobo pareció dudar, mirando
con cierta sorpresa en los ojos al detective. Meditó la oferta, parpadeando,
mirando alternativamente a Patricia y a Lucas.
Entonces levantó la mirada, sonriendo
con malignidad. A Lucas se le formó un nudo en la garganta. ¿Supo lo que iba a
pasar antes de que pasara? Creía que no, pero después de que todo pasara tuvo
la sensación de que lo supo.
El hombre-lobo torció la garra y le
partió el cuello a Patricia, con un solo movimiento.
- ¡¡¡Nooooooo!!!
– levantó la pistola, agarrándola con las dos manos, y apretó el gatillo, pero no
disparó, porque se le habían agotado las balas en la Plaza Mayor, ahora lo
recordaba. Aun así no dejó de apretar.
El lobo se giró hacia él, dejando caer
el cuerpo muerto de Patricia, y se dispuso a atacar a Lucas. Éste estaba tan
ofuscado que no sacó el florete o el pistón.
Entonces resonaron dos tiros, que le
dieron al hombre-lobo en plena garganta, salpicando sangre espesa hacia las
paredes y deteniendo en seco a la bestia. Lucas miró hacia atrás, viendo al
inspector Amodeo tirado en el suelo, medio erguido para poder disparar, con la
pistola reglamentaria en la mano izquierda temblorosa: el brazo derecho
descansaba en el suelo en una postura rara. Después se volvió a mirar al
monstruo, que trastabilló hacia atrás, sorprendido y dolorido, respirando dificultosamente,
que llegó hasta el balcón destrozado y cayó fuera, dando una voltereta de
espaldas sobre la barandilla.
- Rediós.... apuntaba al corazón.... –
musitó Santiago Amodeo.
Lucas fue a por Patricia, sosteniéndola
en sus brazos. Estaba flácida, sin fuerzas. No respiraba, no se movía, su
cabeza caía hacia atrás de una manera antinatural, pero no tenía restos de
sangre ni heridas. Parecía más dormida que otra cosa.
Pero Lucas sabía que estaba muerta.
- ¡¡Noooo!! – rompió a llorar,
enterrando su cara en el pecho de ella. Estaba deshecho y no podía pensar con
claridad. El inspector Amodeo, desde su rincón, no pudo decir nada, ni palabras
de consuelo ni de pena: lloró mansamente, viendo a la pareja que se acababa de
deshacer.
Lucas sollozó durante un rato, abrazado
al cadáver de su novia, desconsolado, sin que nada en el mundo pudiese calmarle
o separarle de ese lugar. Cuando escuchó ruidos en la calle y lo que parecían
gañidos de perro, se dio cuenta de que sí había una cosa.
Se separó del cuerpo de Patricia, con la
cara como una máscara teatral que simbolizaba la ira, gateó hasta donde estaba
el inspector de policía y cogió su pistola repleta de balas de plata.
- Lucas, ¿qué....? – dijo Amodeo,
mientras su amigo se ponía en pie, con cara sombría y la pistola en la mano, y
caminaba hacia el balcón, asomándose a la calle. – ¿Qué vas a hacer, Lucas?
Lucas no contestó.
Vio cómo el hombre-lobo se alejaba por
donde había venido, dejando más marcas de sangre en los adoquines de la calle.
Caminaba como borracho, con una zarpa agarrándose la garganta herida.
Lucas sabía que aquella herida le habría
dejado sin fuerzas, muy dolorido, pero vivo. Un hombre-lobo no moriría por un
disparo así, aunque hubiese sido hecho con una bala de plata: sólo moría con un
disparo en el corazón.
Y él tenía balas de sobra para hacer
eso.
Se dio la vuelta, con la pistola
apuntando hacia arriba, al lado de su cuerpo, sombrío, y bajó las escaleras de
la Casa de las Muertes, para salir a la calle y seguir al monstruo. El
inspector Amodeo le llamó desde la habitación, poniéndose de pie pesadamente.
- ¡Lucas! ¡No vayas tú solo! ¡No hagas
locuras! ¡No dejes que la ira te guíe! ¡¡Lucaaaas!!
Llegó a la calle y siguió el rastro,
viendo al lobo a lo lejos en seguida, más allá de la plaza Monterrey. El
monstruo caminaba con paso rápido, aunque no iba a esa velocidad:
trastabillaba mucho e iba de un lado a otro de la calle, como borracho. La
acumulación de heridas y, sobre todo, los dos últimos disparos en la garganta,
le habían dejado sin fuerzas. Iba a recargarse, a recuperar energía y fuerzas,
y sólo se le ocurría un lugar donde podría hacer eso: el lugar donde había
nacido.
Lucas iba tras él, sin acelerar el paso,
como sonámbulo. No hubiese podido correr aunque quisiera, pues aunque su cuerpo
estaba en la calle, a unos cincuenta metros del monstruo, siguiéndole sin
descanso, tropezando a veces con algún adoquín, su conciencia y su mente
estaban todavía en aquella habitación de la Casa de las Muertes. Repasaba una y
otra vez aquella escena y en todas las revisiones él hacía algo que salvaba a
Patricia. Seguía viva. Él actuaba, se ponía en medio, atacaba al monstruo,
razonaba con él, hacía lo que fuese y Patricia seguía viva. Pero entonces
recordaba que la había dejado muerta en el suelo de madera de la casa y volvía
a empezar, a imaginar una nueva forma de salvarla. Y cuando se alegraba mentalmente
de haberlo logrado, volvía a recordar que estaba muerta.
Y que el causante de su muerte estaba
delante de él, a unos metros calle adelante.
Pasaron por entre la Casa de las Conchas
y la iglesia de la Clerecía y el lobo giró entonces a la derecha, para volver a
bajar por la calle Libreros. Lucas lo siguió. No había gente por la calle, se
había ido retirando de aquella zona, espantada por toda la muerte que había
sembrado el hombre-lobo y la cacería de sus perseguidores. Pasaron por delante
de la fachada histórica de la Universidad (Lucas iba con la mente en otras
cosas como para acordarse de buscar la rana sobre la calavera, que le daría
suerte) y el lobo volvió a meterse en el callejón donde estaba la estatua de
fray Luis de León. Lucas supo entonces que quería volver al Patio de las
Escuelas Menores, aunque no entendía muy bien por qué quería hacerlo. Si su
guarida estaba en la casa de las Muertes ¿por qué ir hasta allí? ¿Por qué
cruzar media ciudad estando tan herido?
A Lucas le daba igual: iba a matarlo.
Entró en el Patio de las Escuelas Menores
y vio que allí seguían los restos de la pareja que el lobo había matado aquella
misma noche, hacía tan sólo unas horas. La policía no había aparecido por allí
todavía, quizá por intercesión de Amodeo.
El hombre-lobo no había vuelto allí por
los cadáveres, estaba claro, sobre todo porque no les había prestado atención:
estaba en la parte del claustro opuesta a la entrada al patio, aporreando una
puerta de madera, que cedía a sus golpes. Lucas se recordó que estaba herido y
muy maltrecho, pero que seguía siendo una bestia muy peligrosa. Sin acercarse
más, a la altura del pozo central, levantó la pistola de Amodeo con las dos
manos y disparó al monstruo. En comparación con los silbidos sordos que emitían
sus pistolas de aire comprimido, la pistola con balas de pólvora del inspector
sonó como un trueno.
Le acertó en la espalda, tres veces. El
lobo aulló de dolor, pero sin dejar de echar la puerta abajo. Lucas sabía que
desde detrás era muy difícil alcanzarle el corazón, pero quería que se diese la
vuelta, quería hacerle daño.
El hombre-lobo acabó rompiendo la puerta
y echándola abajo y entonces se coló dentro, corriendo a cuatro patas, con
rapidez y soltura. Lucas caminó entonces hacia él, deteniéndose un momento en
el vano oscuro de la puerta que el monstruo acababa de tumbar y después entró
en la oscuridad, siguiéndole.
Aquel lugar era la Sala de Exposiciones Patio
de Escuelas. Era un lugar oscuro incluso cuando estaba abierto a las visitas,
así que en ese momento era como una cueva (››oscura como boca de lobo‹‹, pensó Lucas, con cierta macabra ironía),
sólo iluminada por las luces de emergencia que despedían un leve fulgor, más
parecido a un fuego fatuo que a una verdadera luz para desterrar la oscuridad.
La sala de exposiciones era pequeña y en
realidad sólo estaba allí para exponer un par de objetos. El más espectacular
era una bóveda, colocada en el techo, en la que aparecían dibujadas muchas de
las constelaciones del cielo del hemisferio norte, no como una serie de puntos
y líneas, sino como una representación realista de lo que representaban las
constelaciones.
Era una pintura de Fernando Gallego que
representaba las constelaciones zodiacales de Leo, Virgo, Libra, Escorpión y
Sagitario, junto con otras constelaciones como la del Boyero, Hércules, Hidra,
el Centauro, la Crátera, el Cuervo, la Corona o la Serpiente. Además también
podían verse las representaciones del Sol sobre una cuadriga tirada por
caballos y la del dios Mercurio en un carro tirado por dos águilas. En la base
de la pintura podían verse cuatro cabezas como representación de los cuatro
vientos. La pintura estaba enmarcada por una inscripción en latín que decía:
“Quoniam videbo celos tuos, opera
digitorum tuorum; lunam et stellas, que Tu fundasti” [1]
Había una rampa enmoquetada casi desde
el arco de entrada a aquella sala, desde el recibidor del principio, una rampa
que acababa en un “mirador” con un asiento enmoquetado desde el que poder
admirar el Cielo de Salamanca. Lucas caminó por la rampa con pasos cortos, con
la pistola en las manos, pero al ser el suelo negro y estar la estancia
prácticamente a oscuras, no se diferenciaba el suelo del aire ni del techo.
Llegó hasta la parte del “mirador”, tropezando casi con el asiento, parecido a
un banco de cemento de un parque.
No había visto ni rastro del
hombre-lobo.
Pero entonces, desde lo alto de la
rampa, en aquella parte plana, vio bajo él al monstruo. En la sala a oscuras
apenas podía verse nada, rácanamente iluminado todo con las luces de emergencia
que “lucían” en la parte alta de las paredes, pero Lucas pudo ver al
hombre-lobo gracias a su “anomalía” (su “don”, como decía Patricia). Lucía casi
como si estuviera pintado con pintura fosforescente bajo la luz ultravioleta:
una especie de aura delgada y fina lo rodeaba, con tonos azulados.
Justo bajo la bóveda con las
constelaciones había una gran piedra, un cubo de arenisca que había pertenecido
a la antigua biblioteca de la Universidad, como la bóveda que tenía encima. Era
un bloque de arenisca amarillento, la misma piedra con la que se habían
construido la gran mayoría de edificios monumentales de la parte histórica de
la ciudad, que se volvía anaranjado por el hierro que contenía y su oxidación
con el aire. El hombre-lobo estaba al lado derecho de aquel bloque de
arenisca, poniendo sus manos sobre la roca, palpándola con urgencia y con
deseo, desesperado.
Y entonces Lucas creyó comprenderlo
todo.
Había visto ya algunos hombres-lobo en
sus viajes y los había estudiado con un maestro que tuvo en Mongolia. Había
muchas formas de que una persona fuese maldecida con el mal de la licantropía:
la más sencilla era que los padres de alguien le repudiasen y le mandasen a
vivir al monte. Otra forma, que a Lucas siempre le había parecido una putada,
era nacer en noche de Luna llena siendo el séptimo hijo varón de una familia
con sólo hijos varones: automáticamente te convertías en hombre-lobo con la primera
Luna llena después de tu décimo cumpleaños. Otra forma era ser mordido por un
hombre-lobo, claro estaba.
Y luego estaban las rocas malditas.
Un hechicero o un hombre-lobo muy
poderoso podían pasar parte de su maldición a una roca, a una piedra consagrada.
El primero que tocara esa piedra acababa maldito y
se
convertía en hombre-lobo.
Aquella piedra había formado parte de
una biblioteca, que
después se transformó en capilla, así que quizá había sido consagrada. Lucas
pensó en la cantidad de personas que podrían pasar por esa sala de exposiciones
cada día y cuántas habrían admirado la piedra de cerca. ¿La habrían tocado?
¿Llevaría la maldición muchos años esperando en la roca o había sido vertida
allí hacía poco tiempo?
En realidad le daba igual. Aquello era
deformación profesional por ser detective. Tenía una pistola y tenía a tiro al
hombre-lobo. Aquello era lo que importaba.
El monstruo seguía palpando y
manoteando, quizá esperando que la piedra le curara o le diera nuevas fuerzas,
pero era inútil. Claro que eso lo sabía Lucas, no el monstruo. Levantó la
pistola y apuntó, disparando una sola vez. El disparo le acertó en el hombro al
hombre-lobo, que se giró ligeramente hacia ese lado, con sorpresa en la cara.
Sus miradas se encontraron un instante:
ira en el humano y sorpresa en el lobo. Justo cuando apretaba de nuevo el
gatillo, Lucas pudo ver algo más, que lo desconcertó: resignación y gratitud.
El segundo tiro, con el hombre-lobo de
frente y desde una posición elevada, acertó en el pecho de la bestia, en el
corazón. El hombre-lobo gañó como un perro pequeño y sufrió un espasmo, que le
sacudió toda la espalda y la cabeza. Cayó hacia atrás, sin un quejido ni un
grito de dolor.
Lucas salió del estupor en que estaba
desde la Casa de las Muertes, siendo consciente de lo que había pasado.
Patricia estaba muerta y eso dolía. Pero había matado al hombre-lobo, su
asesino, aunque pensó en la parte humana del monstruo y bajó corriendo la
rampa, rodeándola para llegar hasta él. Encendió el pistón trifásico e iluminó
la sala de exposiciones con la luz amarilla y verde.
El monstruo ya no estaba, o al menos no
del todo. Empezaba a volver a su forma natural, a pesar de que era todavía de
noche y la Luna seguía en el cielo. Su piel se volvía rosada y el pelo gris
azulado del monstruo se desprendía rápidamente.
- No me jodas.... – dijo Lucas, al
reconocer al humano. No había duda de que era Luis Miguel Tenencio Arias, el
pobre hombre que lo había contratado para que encontrara al lobo y lo matara. Ahora
entendía aquella prisa por que matara al monstruo, aquellas heridas en las
muñecas de su cliente, por qué no recordaba su “encuentro” con el monstruo y
por qué estaba tan asustado y desesperado porque Lucas acabara con el
hombre-lobo. Todo había sido una llamada de auxilio, nada más. Su cliente lo
miró un instante y Lucas volvió a ver la mirada de resignación y gratitud que
había visto en el lobo hacía unos segundos. Luis Miguel Tenencio Arias sonrió y
murió.
Lucas lo miró un instante más, de cerca,
arrodillado junto a él, bajo las extrañas luces amarilla y verde de su pistón
trifásico fotovoltaico. Después se puso en pie, hecho un lío. Trató de tragar
saliva, pero tenía la garganta seca y pegada. No estaba muy seguro de por qué
estaba así, si era por alguna de las partes o por la suma de todas ellas. Sin
hablar, casi sin pensar, se dio la vuelta y salió de la sala de exposiciones.
Caminó por el Patio de las Escuelas
Menores, aunque sólo fue capaz de dar unos pocos pasos. Después se derrumbó,
cayendo sentado en la hierba del patio. Rompió a llorar, desconsolado,
confundido y decepcionado.
[1] “Porque yo veré tus cielos, obra de tus dedos;
Luna y estrellas que Tú fundaste”, salmo bíblico del Rey David.
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