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(Arenisca)
Los tres se pasaron toda la tarde
ideando un plan, revisando un plano de la parte vieja de Salamanca, decidiendo
dónde plantear la trampa y cómo hacerlo.
Lucas seguía convencido de que debían
atrapar al monstruo y neutralizarlo, esperar a que volviese a ser humano, para
que pudiese aprender a controlar la maldición y que aquellas muertes no se
repitiesen al mes siguiente y periódicamente. El inspector Amodeo no replicaba,
pero no estaba convencido: para él lo mejor era acabar con el monstruo, eliminarle,
matarle de una vez. No se creía del todo aquella explicación, pero si era
verdad, el inspector de policía no quería un monstruo latente suelto por
Salamanca. Patricia no opinaba: ella conocía a Lucas y se dejaba guiar por su
experiencia. En temas como qué hacer el fin de semana, qué película ir a ver al
cine, en qué restaurante celebrar su aniversario o cómo resolver conflictos con
otras personas ella era la que tenía la razón: en cuestiones de fenómenos
paranormales reconocía la maestría de Lucas y le hacía caso a él. Así que ella
no se oponía a su plan ni pensaba en otras posibles opciones.
Acabaron decidiendo, después de caminar
por la ciudad y verificar los lugares que sobre el plano les habían parecido
adecuados para plantar una trampa, que el lobo se les escaparía con toda
seguridad, sumado a la dificultad de hacerle caer en la trampa que le
preparasen. Se hacía necesaria otra estrategia, otro plan.
Al final, a última hora de la tarde,
volvieron a recorrer la ciudad, colocando todos los dispositivos de rastreo y
sensores que Lucas había podido cargar en la mochila. Lamentaba haber dejado
tantas cosas en el maltrecho Twingo, pero no podía con ellas. Era una pena,
porque en aquellas circunstancias les vendrían muy bien un medidor de ondas
ectoplásmicas o un escáner láser de calor residual....
Colocaron lectores de ectoplasma (que
Lucas dudaba que sirvieran con un hombre-lobo) y pequeños sensores atómicos de
ondas alfa (tenían el tamaño de un huevo de gallina y Lucas llevaba una docena
en la mochila). Además, utilizaron su aparato estrella: el cubo metálico de
color negro con la luz roja, el tensiómetro de eventos paranormales. Lucas lo
había fabricado él mismo, ayudado por su colega Héctor Mazos, de Valladolid,
que tenía contactos y podía conseguir casi cualquier cosa, con el plus de que
lo hacía sin que fuera ilegal. A pesar de haberse pasado la noche entera y
toda la mañana del sábado conectado al lado de la moto de Lucas, le quedaba
batería: no sabían si suficiente para toda la noche, pero al menos para el
principio.
Los tres recorrieron de nuevo la parte
histórica de Salamanca, cargados con el tensiómetro, atentos a sus señales y a
las lecturas del resto de lectores y sensores que habían colocado por ahí.
Lucas aprovechó para llamar a su cliente.
Luis Miguel Tenencio Arias respondió a la llamada tremendamente nervioso, muy
preocupado por los nuevos asesinatos cometidos la noche anterior en la ciudad.
Lucas le tranquilizó y le aseguró que ya estaba en Salamanca, investigando y
volcado en atrapar y detener al monstruo. Luis Miguel Tenencio Arias le exhortó
a que lo matara, que acabara con él de una vez. Lucas no supo qué contestar a
eso, pues su cliente sonaba desesperado y frenético, fuera de sí. Le invitó a
reunirse con él para que conociera a sus compañeros y para que le viera
trabajar (y para negociar el sueldo) pero el asustado hombrecillo le chilló,
diciéndole que no pensaba salir de casa, si podía evitarlo. Se despidió con voz
temblorosa y colgó. Lucas miró el móvil con cara alucinada durante un momento,
antes de guardarlo en el bolsillo.
Los monumentos y edificios históricos de
Salamanca aparecían muy diferentes de noche, iluminados con mucha elegancia,
haciendo resaltar la piedra anaranjada característica de la ciudad.
Aprovechando la ronda nocturna que
estaban haciendo, Patricia pidió hacerse fotos en la mayoría de monumentos. En
las fotos en las que salía con Lucas el inspector Amodeo hizo las veces de
fotógrafo: no pudo evitar mirar con envidia a la pareja.
* * * * * *
Roberto Cánovas Miranda y Teresa García
Lozano pasaron agarrados de la mano por detrás del inspector Amodeo, mientras
éste les hacía una foto a Patricia y Lucas, que posaban delante de la Casa de
las Conchas. No les dedicaron ni una mirada indiferente: eran otros tres
turistas más en una ciudad acostumbrada a ellos.
La pareja de novios caminó por la calle,
aprovechando la buena temperatura, después de un día de intenso calor. El
cielo estaba despejado, donde podían verse la Luna llena y las estrellas, y
aunque no soplaba la brisa, la noche era fresca y agradable. Olía a verano,
aunque aquella noche no se sufrían los estragos de su calor.
Roberto Cánovas Miranda y Teresa García
Lozano eran novios desde hacía cinco años. Los dos eran de Salamanca y se
habían conocido, con sorpresa, fuera de allí, mientras trabajaban los dos en
Madrid. Allí iniciaron su relación, que se volvió más seria con el tiempo. A
Teresa la trasladaron a Toledo y Roberto dejó su trabajo para trasladarse allí
con ella. Después de un tiempo los dos vieron que se buscaba gente en una
empresa en Salamanca y los dos se presentaron a las pruebas, consiguiendo
trabajo los dos. De esa forma, volvieron los dos a su ciudad natal, se
compraron un piso y siguieron con su vida juntos.
Aquella noche habían salido a dar una
vuelta, habían parado a tomar una cerveza en un bar que les gustaba mucho de la
parte norte de la zona vieja y después habían seguido caminando, recorriendo la
parte más turística de la ciudad.
- ¿Vamos a la Universidad? – propuso
Roberto Cánovas Miranda. – He oído que ahora en verano está abierto de noche el
Patio de las Escuelas Menores....
- ¿Ah, sí? Pues vamos – dijo Teresa
García Lozano, contenta. Le gustaba mucho aquel patio porticado y de noche, con
la iluminación artificial, seguro que estaba muy bonito.
Los dos siguieron por la calle Libreros,
hacia la Universidad y el Patio de las Escuelas Menores, dados de la mano,
caminando tranquilos.
No sabían el susto que les esperaba
allí.
* * * * * *
- No hay lecturas – dijo Susana Ayuso
Gómez, mirando la pantalla de cristal líquido con atención. Estaba apoyada en
el Renault Kadjar de la agencia, de color negro.
Los coches de la agencia eran siempre de
color negro.
Estaba con su compañero Gerardo Antúnez
Faemino en el aparcamiento frente a las facultades de Ciencias y de Químicas,
en la parte suroeste de la zona vieja. Mientras la agente no perdía detalle de
la pantalla de cristal líquido y de los datos que aparecían en las pantallas
del medidor de ondas ectoplásmicas (el aparato que iba dentro de un maletín
grande metálico, en el asiento trasero del coche), su compañero Gerardo Antúnez
se fumaba un cigarrillo con tranquilidad y deleite, mirando al cielo oscuro
punteado de alfilerazos blancos. La Luna llena destacaba como un gran foco
blanco en una parte del cielo.
Gerardo Antúnez Faemino no estaba
preocupado. Aquella misión era sencilla: encontrar y matar. Aquellos asesinatos
eran debidos a un corpóreo bastante grande y no necesitaba de grandes requerimientos
para acabar con él: tan sólo hacían falta balas de plata. Habían llevado muchas
con ellos y su compañera Susana Ayuso tenía muy buena puntería. Él tampoco era
manco en eso de disparar: estaba convencido que entre los dos lo lograrían.
Sólo había que esperar a que los
lectores y sensores dieran los datos pertinentes para encontrar al corpóreo y
desplazarse hasta allí a toda velocidad. Tenían el coche de la agencia,
nuevísimo, y si no se acercarían corriendo: la zona de búsqueda no era muy
grande.
Aquella noche terminarían con aquello,
harían las diligencias pertinentes (avisar a un equipo de limpieza, papeleo e
informes, tendrían que entrevistarse con la autoridad local, recoger cualquier
tipo de rastro que se pudiese haber quedado por allí....) y quizá podrían
volver a casa a dormir. Y si no buscarían algún hotel decente donde pasar la
noche: pagaba la agencia....
- Todavía nada.... – dijo Susana Ayuso
Gómez.
Además, si conseguían atrapar al “encarnado” aquel, la noche sería todavía
mucho mejor: el detective ése que andaba por media España metiéndose en casos
de la agencia había pasado el día en el calabozo y probablemente el día
siguiente también. Gerardo Antúnez Faemino se alegraba mucho por eso.
Era una victoria moral que añadir.
Estaba contento, a pesar de los nervios
y la tensión que siempre se le apretaban en las tripas antes de una misión de
campo como aquélla.
El lector de ondas ectoplásmicas dio un
pitido. Susana Ayuso Gómez lo comprobó, mientras en el lector de cristal
líquido empezaban a aparecer unas nubes de colores, muy pequeñas aún.
- Parece que hay alguna lectura. Espera
que compruebe los datos.
Gerardo Antúnez Faemino le dio otra
calada larga al cigarrillo. Parecía que aquello empezaba ya.
* * * * * *
Fue a la Casa de las Muertes mucho antes
que los otros días. Ya sabía lo que pasaría aquella noche, así que había ido
preparado.
Estaba destrozado por las nuevas muertes
que habían ocurrido la noche pasada. En los periódicos no aparecía nada,
todavía, pero en las ediciones digitales las noticias se actualizaban y
renovaban al minuto. Allí había leído aquella mañana que la noche pasada había
matado a una pareja de novios jóvenes y a una pareja de señoras maduras.
No podía consentirlo.
Ya había intentado matarse,
suicidándose, pero no lo había conseguido. Al parecer la maldición que le
afectaba y le hacía convertirse en lobo monstruoso con la Luna llena le hacía
prácticamente inmortal. ¿O tan sólo era durante el ciclo del plenilunio? Quizá
cuando la Luna llena pasase, podría volver a dañarse.
Al día siguiente quizá pudiese acabar
todo.
Pero aún quedaba por medio aquella
noche. Quiso tomar medidas, porque aunque sabía que era la última noche de
transformación todavía podía hacer muchísimo daño. Sabía que su parte
monstruosa iba a aprovechar aquella última noche.
Así que fue por la mañana a una
ferretería y compró cadenas resistentes, las más gruesas que pudo encontrar.
Además adquirió candados, de seguridad, muy fuertes y resistentes: el vendedor
le había dicho que eran a prueba de tenazas y cortafríos y que si se los
encontraba rotos le devolvían el dinero. Esperaba que fuese cierto y no sólo
una táctica comercial.
Se coló en la Casa de las Muertes y se
encadenó en una habitación, pasando las cadenas alrededor de una viga vertical
de madera, que discurría desde el techo hasta los cimientos de la casa. Se puso
las cadenas alrededor del torso, de las muñecas y de los muslos, y las aseguró
con cuatro de los candados irrompibles que le habían vendido.
Y esperó.
La transformación fue tan dolorosa como
el resto de días. Su piel humana se cambió por la piel peluda del monstruo, sus
dientes se cambiaron por los colmillos de lobo, sus manos se transformaron en
garras y sus pies rompieron los zapatos al mutar en los del monstruo. Sus
músculos, más desarrollados, se apretaron contra las cadenas que lo retenían
allí preso.
Rugió, enfadado, sin saber quién lo
había atado allí, quién había logrado retenerle. Apretó con el vientre, tiró
con los brazos y trató de ponerse en pie. Las cadenas tintinearon y se tensaron
al máximo, gimiendo el metal. El hombre-lobo aulló, con poder, e hizo mucha más
fuerza: sus músculos bestiales se marcaron por debajo de la gruesa piel
cubierta de pelo gris. Las cadenas chascaron, como si fueran hilos de lana, y
los candados saltaron en pedazos como si fueran de plástico.
La bestia se puso en pie, a dos patas,
con los restos de las cadenas colgando de su cuerpo y de sus brazos. Se
contempló, vigoroso y satisfecho, marcando los grandes músculos de brazos y
piernas, que lo habían liberado.
Corrió a cuatro patas hacia una de las
ventanas, por la que saltó sin preocuparse en abrirla. Cayó a la calle entre
una lluvia de cristales rotos y madera astillada.
Aterrizó en el suelo adoquinado de la
calle y se irguió sobre sus patas traseras, arqueando la espalda, echando los
brazos hacia atrás, levantando el hocico alargado y aullándole a la Luna que lo
había liberado de nuevo.
El aullido se escuchó en todas partes de
Salamanca.
Aquella noche era la última noche y era
consciente de ello. El lobo fue capaz de sonreír por encima del colmillo.
Tenía que aprovecharla.
* * * * * *
- ¡Oye, Lucas! Esto se ha puesto a
parpadear a lo loco – avisó el inspector Amodeo, que sujetaba el tensiómetro en
ese momento. Patricia y el detective estaban haciéndose un selfie delante de las Catedrales, en el lateral norte. Lucas se
separó de su novia y se acercó corriendo al policía. La bombilla roja
parpadeaba a toda velocidad, casi sin pausas entre un destello y otro, y
mientras estaba delante del inspector Amodeo la luz se quedó fija, sin más
parpadeos. – ¿Eso es bueno o es malo?
- Como decía Jarabe de Palo: “todo depende” – respondió Lucas, no sin
cierta guasa. Sacó del amplio bolsillo del mono granate un lector hecho a mano
y comprobó los datos de los otros sensores dispersos por la ciudad. Algunos sólo
captaban datos residuales (había mucha gente en Salamanca y entre tantos
siempre hay algún psíquico o un telépata), pero dos de ellos en concreto
mandaban datos más intensos. – El hombre-lobo se ha transformado. Está aquí.
- ¿Dónde? – se interesó Patricia,
acercándose. Estaba igualmente entusiasmada y asustada: era la primera vez en
cuatro años que estaba compartiendo una misión de ese tipo con Lucas. Había
estado con él en alguna sesión de espiritismo o explorando una casa llena de
espíritus y “ecos”, pero nunca sobre
el terreno, enfrentándose los dos juntos a una bestia como aquélla.
- Está aquí cerca.... – tradujo los
datos Lucas. Se separó de las Catedrales y caminó por la plaza ajardinada de
Anaya. – No, no está cerca, pero viene hacia aquí. ¡¡Por el norte!!
Los tres echaron a correr, de vuelta
hacia la Casa de las Conchas. Lucas lanzaba miradas alternativas al lector (del
tamaño de una PSP) que llevaba en las manos y a los viandantes, para no chocar.
Patricia y el inspector iban un par de pasos por detrás, manteniéndole el
ritmo. Amodeo sacó del bolsillo trasero del pantalón una de las “trampas
cuánticas” que Lucas les había repartido, para tenerla a mano. Era policía y se
había enfrentado a criminales peligrosos, pero nunca a un monstruo. Una parte
de su cerebro todavía pensaba que aquello era una locura, pero la parte que
confiaba en Lucas Barrios quería estar preparada.
- ¡¡Un momento!! – Lucas se detuvo casi
en seco y los dos que le seguían lo hicieron a sus lados, casi chocando contra
sus hombros, uno contra cada uno. – Cambia de dirección.
- ¿Hacia dónde?
- Hacia allí.... – señaló, sin quitar la
mirada de encima de la pantalla.
- Eso es la Universidad.... – se orientó
el inspector Amodeo. Los dos le creyeron a pies juntillas: conocía la ciudad al
milímetro. – Hay que dar media vuelta.
Los tres lo hicieron y corrieron en la
otra dirección, casi sobre sus pasos, desviándose hacia donde había señalado
Lucas.
* * * * * *
- ¡¡Tenemos datos!! – anunció Susana
Ayuso Gómez y su compañero apuró el cigarrillo, dejó caer la colilla al suelo,
la pisó con la parte delantera de la suela del zapato y se acercó a ella,
expulsando una nube de humo. – El corpóreo ha aparecido en medio de la ciudad,
al norte, y se desplaza a gran velocidad hacia el sur.
- ¿Viene hacia aquí?
Susana Ayuso puso una mueca y meneó la
cabeza, haciéndola oscilar de un hombro a otro.
- Más o menos. Viene hacia aquí abajo,
pero parece que más hacia el este....
- Pues vamos – dijo Gerardo Antúnez
Faemino, cerrando el coche pero dejando el lector de ondas ectoplásmicas
encendido dentro. Los dos echaron a andar, con prisa, mientras Susana Ayuso
seguía atenta a las lecturas de los otros sensores. Mediante una aplicación
podía conectarse remotamente al lector que habían dejado en el coche y ver sus
datos también en la pantalla.
- Hacia la izquierda – anunció Susana
Ayuso Gómez y su compañero giró. Remontaron la calle Libreros. – Viene desde el
otro sentido. Parece que se detiene....
Los dos agentes de la ACPEX se pusieron
en guardia, sin dejar de avanzar, pero con mucha cautela.
* * * * * *
El monstruo corrió por la calle,
asustando a viandantes, peatones, vecinos y turistas. Gruñó hacia un lado y
hacia otro, lanzó dentelladas y zarpazos, pero sin verdadero interés. Estaba
jugando con aquellos débiles seres, en realidad: tenía un objetivo marcado en
su cerebro animal.
Después, una vez se hubiese enfrentado a
sus miedos, volvería a la calle. Tenía presas para dar y tomar, cientos para
elegir.
Pero, ¿por qué elegir si podía tenerlas
todas?
Llegó frente a una fachada abigarrada
frente a la que se congregaba mucha gente, aulló para alejarlos, y torció hacia
su derecha, entrando en un callejón con una estatua en medio. Al llegar al
fondo frenó su carrera y se irguió a dos patas.
Jadeaba y no podía engañarse: no todo se
debía a la carrera. Estaba asustado, aunque se sobrepuso a ello. No dejó de
tener un poco de miedo, pero siguió adelante, sin dejar que aquella sensación
le impidiera hacer lo que quería.
Entró en un patio cuadrado, rodeado de
soportales con arcos. En el medio había un cuadro de hierba, con cuatro caminos
adoquinados que llevaban a un pozo en el centro.
Era el Patio de las Escuelas Menores.
Allí había empezado todo y aunque tenía
una memoria animal que no recordaba nada de su parte humana, su instinto le
decía que allí había nacido, allí había sido maldito y había adquirido su
condición de monstruo. Un miedo innato a sus orígenes, a la maldición, le
habían impedido ir hasta allí las pasadas noches. Pero aquella era la última
noche, se sentía poderoso, sabía que podía con aquello y por eso había ido
hasta allí. No pensaba hacer nada, simplemente ir hasta allí, demostrarse que
no tenía miedo a su origen y después seguir cazando.
Pero se llevó una sorpresa al encontrar
humanos en el patio.
Sonrió sobre el colmillo, mucho más al
ver la cara de susto y de pánico (que vino a continuación) de los dos seres
humanos al verle entrar en el patio.
Estaban al lado del pozo, el macho
sentado en el pretil y la hembra frente a él, agarrados. Estaban unidos por las
bocas (algo que ya había visto varias veces aquellas noches pasadas) y parecía
que les faltaba el aire, porque jadeaban.
Al lobo le daba igual: había ido allí
sólo para demostrar que podía hacerlo, que no tenía miedo a su origen, pero
además iba a aprovechar para cazar allí mismo. Así, aquel patio se convertiría
en un lugar de nacimiento y muerte.
Nacimiento el suyo.
Muerte la de los humanos.
Rugió, sólo para ver y oler el miedo de
sus presas. La hembra gritó muy agudo y el macho lo hizo más corto y más grave.
Después el macho dijo algo con mucha prisa y con tono cabreado y los dos se
pusieron en pie, recolocándose la ropa, que se les había descolocado (el
pantalón del macho se había caído un poco y el vestido de la hembra se había
subido hasta la cintura). Se separaron del pozo y caminaron hacia atrás, sin
perder de vista al monstruo.
Entonces éste atacó.
Teresa García Lozano se dio la vuelta y
corrió, deshaciéndose de los tacones que se le clavaban en la hierba que
rodeaba el pozo. No sabía por dónde escapar, pues la única salida del patio
estaba en el lado donde estaba el monstruo. Pero ella corrió.
Roberto Cánovas Miranda vio cómo su
novia se alejaba de él, mientras trataba de abrocharse el pantalón para poder
correr con soltura. Con las manos peleándose con los botones y la cremallera,
pensando que Teresa lo había dejado atrás, molesto y dolido por esto último,
volvió a mirar hacia el monstruo, gritando de pánico.
Lo tenía encima.
El lobo cayó sobre él, agarrándole de
los hombros y haciéndole rodar por la hierba, hasta acabar deteniéndose en la
piedra bajo los soportales que rodeaban el patio. El lobo resbaló con las
garras sobre la piedra, pero giró sobre sí mismo y le mordió en el cuello.
Roberto Cánovas gritó de dolor.
Fue capaz de golpear un puñetazo en el
hocico al monstruo, haciendo que le soltara, un poco aturdido, lanzando un
gañido perruno de sorpresa. Roberto Cánovas Miranda, con una mano taponando la
herida del cuello, trató de ponerse en pie para escapar. Pero no llegó a hacerlo.
El monstruo le lanzó un zarpazo, enfadado por el puñetazo que le había dado, y
le arrancó la cabeza con el golpe. Ésta rebotó por la hierba, yendo a parar al
lado del pozo, donde se detuvo al golpear contra el pretil. Entonces el lobo
mordió la pierna izquierda del cadáver y la arrancó, desgajándola del cuerpo,
lamiendo el muñón y dando mordiscos a la parte del muslo.
Teresa García Lozano chilló horrorizada
al ver la cabeza de su novio, pero se dio cuenta de que la entrada al patio
ahora estaba libre, porque la bestia estaba entretenida con los restos de su
novio. Así que, descalza, echó a correr en la otra dirección, por la hierba,
hacia la salida. Estaba histérica, presa de un ataque de pánico, así que
lanzaba chillidos dementes y grititos de miedo.
El lobo levantó la cabeza del festín y
vio a la hembra huir. Dio un último mordisco al cadáver y después saltó, a
cuatro patas. Cayó en la hierba, volvió a impulsarse y se proyectó hacia la
mujer. Aterrizó sobre su espalda descubierta, clavándole las garras en la piel,
lanzándola al suelo con la inercia de su salto.
En ese momento llegaron Lucas, Patricia
y Santiago Amodeo, deteniéndose de golpe en la entrada del Patio de las
Escuelas Menores. Los datos que el primero leía en la pantalla portátil les
habían llevado hasta allí.
Vieron, a menos de diez metros, cómo el
lobo, en cuclillas sobre la espalda de una mujer, le mordía la cabeza por
detrás y le torcía el cuello con un movimiento seco y firme. Después se bajó
del cuerpo y le dio la vuelta, rasgando el vestido para morder los pechos y el
vientre, de donde se alimentó, con ganas, como si no hubiese estado comiendo de
otro cadáver hacía sólo unos segundos.
El inspector de la Policía Nacional
Santiago Amodeo Córcovas no creía lo que estaba viendo. Si quedaba alguna duda
en su cerebro sobre lo que le había contado Lucas, ya se había disipado, pero
aun así no creía lo que veía. La parte racional de su personalidad rechazaba la
existencia de aquel monstruo tan brutal, pero era evidente que existía. Había
sabido que existía de forma inconsciente desde que había visto el primer
cadáver en la calle y se había afirmado su teoría con los siguientes: aquello
no podía haberlo hecho un humano y tampoco un animal, pero sí una mezcla de
ambas cosas.
Patricia se quedó blanca de golpe, a la
derecha de Lucas. Al ver aquella atrocidad no pudo aguantar una arcada y vomitó
un poco a sus pies, asqueada y horrorizada. Aun así no pudo dejar de mirar.
Lucas Barrios ya había visto monstruos a
lo largo de su vida, e incluso cosas peores, pero encontrarse con el
hombre-lobo en mitad de su cena, no era algo agradable a lo que uno estaba
acostumbrado.
- Me cago en mi calavera.... – musitó,
atónito.
El hombre-lobo levantó la cabeza, ante
el comentario de Lucas y al oler el vómito de Patricia, pero no se inmutó al
ver a los nuevos humanos. Por él no había problema: más víctimas al alcance de
la garra. En especial olían muy bien el humano de pelo negro en la cabeza y la
hembra humana de piel pálida.
Se relamió.
Por un momento de sensibilidad mental y pánico,
Lucas fue capaz de leer lo que pensaba el monstruo, por medio de su “anomalía”.
No era algo que controlara, pero le había llegado a causa de la situación.
Y le cabrearon las intenciones del lobo.
Así que sacó sus dos pistolas de aire
comprimido de las cartucheras y apuntó al monstruo, que estaba medio erguido
sobre los restos de la mujer.
- ¡¡Jódete, cabrón!! – gritó, molesto
por saber que aquel bicho quería comerse a su novia. Apretó el gatillo de las
dos pistolas repetidas veces, apretando los dientes.
El monstruo reconoció a ese humano: era
el que le había herido la noche anterior, con aquellas mismas armas. Le había
hecho mucho daño y nadie le había hecho daño desde que fue víctima de la
maldición.
Se dejó llevar por la rabia. Cambió de
opinión: iba a matar primero al humano que vestía de rojo, le sacaría el
corazón y se lo comería.
Las balas de plata silbaron en el aire,
pero el lobo se apartó de su trayectoria, rodando por la hierba de costado. Con
las cuatro patas se acercó a una de las columnas del patio y se refugió tras
ella, escuchando tintinear las balas al rebotar contra la piedra naranja. Los
suspiros de las armas al disparar cesaron y entonces salió de su escondite para
atacar.
De tres zancadas se acercó a los humanos
y saltó en el aire, con las garras por delante y las fauces abiertas, en
dirección al del centro, el que vestía de rojo, el que le había disparado.
Pero Patricia fue más rápida: se puso
delante de Lucas y levantó la mano derecha, donde llevaba una pistola táser: entre las armas que Lucas tenía
en la mochila aquélla era la que más le gustaba. Disparó a la bestia en pleno
“vuelo” y le acertó en el paladar de la boca y en la húmeda nariz. La descarga
eléctrica fue enorme, deteniendo al lobo en mitad del salto y haciéndole caer,
retorciéndose entre convulsiones y gruñidos.
- ¡¡Ahora, inspector!! ¡¡Lance la
trampa!!
El inspector Amodeo reaccionó a la voz
de Lucas, saliendo de su inmovilidad por la sorpresa, y entró en el patio, con
la “trampa cuántica” en la mano. Se acercó al monstruo, que rodaba por el
suelo, y juntó las dos partes del dispositivo.
Entonces el lobo se arrancó los dardos
de la pistola táser y le lanzó un
zarpazo al inspector, para librarse de él. El policía salió disparado, cruzando
parte del patio y aterrizando en la hierba como un muñeco de trapo. La trampa
se le cayó de la mano y se posó en la hierba, activándose al cabo de unos
segundos, trazando su malla de color azul, pero el monstruo ya no estaba allí.
Se había levantado y había salido a la
calle, abandonando el patio, alejándose de aquellos humanos que eran
peligrosos. No huía de ellos: sólo se separaba, para poder volver a atacar. Se
iba a vengar.
El lobo salió al callejón y torció a la
derecha cuando llegó frente a la Universidad. Allí se dio de bruces con Gerardo
Antúnez Faemino y con Susana Ayuso Gómez, que sólo pudieron levantar sus armas
y disparar al aire: el hombre-lobo saltó y pasó sobre ellos, dejándolos atrás.
- Un hombre-lobo, ¿no? – preguntó Susana
Ayuso, tratando de encontrar confirmación en su compañero.
- Eso parece, sí – dijo Gerardo Antúnez,
también aturdido. Era la primera vez que veían una cosa así y no se lo
esperaban.
Lucas y Patricia fueron a por el
inspector Amodeo, temiéndose lo peor. Le hicieron rodar en la hierba y le
pusieron boca arriba.
- Jodeeeer.... – musitó el inspector. –
Y yo pensé que una herida de bala dolía, rediós....
El tono de voz era débil, pero había
sonado guasón. Patricia y Lucas rieron con él: el inspector tenía un zarpazo en
el vientre, que le había rasgado la camisa y la piel, pero poco más. Sangraba,
pero no afectaba a órganos vitales.
- Tranquilo, inspector: saldrá de ésta –
Lucas le dio un golpe amistoso en el hombro, antes de levantarse.
- ¿Dónde vas? – preguntó Patricia,
todavía arrodillada al lado de Amodeo.
- ¿A dónde crees tú que voy? A por ese
monstruo del carajo....
Patricia no le replicó. No le gustaba,
pero sabía que era lo que tenía que hacer. Simplemente se puso en pie, le dio
un largo beso en la boca a su novio y después se quedó a dos centímetros de su
cara.
- Vete. Pero vuelve.
- Eso es lo que pretendía hacer – bromeó
Lucas, dándole un beso en la nariz a Patricia, haciendo que sonriera y que sus
ojos se escondieran tras sus pómulos llenos de pecas. Después salió corriendo
del patio, esquivando la “trampa cuántica”.
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