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(Granito)
Si desde Cáceres a Navaconcejo
el Twingo había volado por la carretera, ahora de camino a la mansión
Carvajal-Sande iba como un cohete a ras de suelo. Lucas superaba con mucho el
límite de velocidad, con las largas puestas y las luces del techo conectadas,
girando sin parar, iluminando la noche con ráfagas rojas. Al girar en una
esquina muy cerrada de Cabezuela el Twingo pasó bajo una señal de ceda el paso,
golpeando contra las luces giratorias del techo: el ruido de cristales rotos le
indicó a Lucas que volvía a tener una luz fundida, después de que Víctor las
arreglara en verano. Sin importarle mucho, siguió conduciendo.
Lucas se insultaba
interiormente y daba golpecitos en el volante, a medias nervioso y a medias
cabreado. Por su culpa Sofía estaba en aquella situación, si es que todavía no
se había realizado toda la ceremonia y la posesión. Llevaba demasiado tiempo
sin trabajar, sin estar en la brecha, y había sido descuidado, negligente y
poco profesional. Con cierta dejadez y frivolidad (ahora se daba cuenta) había
llevado aquel caso, y aunque había conseguido hacer averiguaciones y tenía
muchos hallazgos, había sido demasiado tarde. Sofía podía salir mal parada.
Además, se había equivocado
con la forma de proceder: ir a Cáceres no había sido una gran idea, aunque algo
había sacado en claro. Y por otro lado, sus temores sobre el remedio para el gorgodion semnpta se habían confirmado: curar a la niña era lo correcto,
pero al haberlo hecho los malnacidos de su familia que querían usarla como
método de entrada del demonio tenían ahora vía libre.
Lucas sabía que, en
realidad, todo lo que había hecho era correcto, y que si el final hubiese sido
distinto ahora no se estaría mortificando, pero dada la situación en la que se
encontraba (engañado por Gerardo Moríñigo, con el maestro Francisco Pizarro herido
de gravedad y Sofía en paradero desconocido a punto de ser poseída
definitivamente) no podía evitar culparse de todo.
Atronando la tranquila noche
con el ruido del motor acelerado Lucas recorrió todo el camino hasta la
mansión, entrando en los terrenos a demasiada velocidad, frenando y derrapando
frente a la entrada, sin molestarse en ir a aparcar a la dársena cubierta que había
en el lateral. No tuvo problemas para dejar el Twingo, ya que en la fachada no
había aparcado ningún coche. Aquello era mal síntoma.
Si no había ningún coche de
la familia en la mansión era de suponer que todos estaban en el inminente
aquelarre. Lucas esperaba que sólo unos pocos fuesen los implicados en aquella
abominación.
Deseando equivocarse, Lucas
salió del coche (que había quedado torcido respecto de la escalera de entrada)
y corrió exhalando bocanadas de vaho hasta la puerta de entrada, que aporreó
con ganas.
- ¿Qué desea?
- ¡¡Venancio!! Menos mal que
estás aquí – Lucas sonrió al ver al hierático mayordomo, colándose dentro
cuando le abrió la puerta. – Necesito ver a Sofía, inmediatamente.
- La señorita Sofía no está
– contestó el flemático mayordomo, cerrando la puerta y volviéndose a mirar a
Lucas, sin inmutarse.
«Mierda» pensó Lucas.
- ¿Y el señor Carvajal o la
señora Sande? También podría hablar con la señorita Sandra....
- Los señores están fuera,
con su hija pequeña: han ido a una celebración navideña de una fundación
benéfica – explicó el mayordomo, sin dar muchos detalles. – La señora Sandra
Herminia no está en casa.
- ¿Ha ido con sus padres y
su hermana? – a Lucas se le encogió el estómago.
- No, señor Barrios. Está
fuera, por su cuenta, pero no sé dónde.
Lucas se quedó sin
preguntas, dándole vueltas a la cabeza, pensando en qué podía estar pasando.
Gerardo había insinuado que parte de la familia estaba detrás de los intentos
de posesión a Sofía, pero no tenían por qué ser todos. Quizá era cierto que los
padres de Sofía se la habían llevado a aquella celebración navideña: si la
chica se había tomado las infusiones que Demetrio Pastor de la Paz le había
prescrito posiblemente a aquellas alturas estaría ya curada, así que sus padres
podrían haber pensado que salir de una vez de aquella casa le sentaría bien a
su hija. Pero si estaba ya sana, estaba en peligro y podría ser víctima al fin
de la posesión. Tenía que encontrarla.
- ¿Dónde era ese evento
benéfico? – preguntó Lucas, volviéndose a mirar a Venancio. – Es necesario que
esté junto a la señorita Sofía inmediatamente, por su bien.
- No lo sé, señor Barrios.
No me han informado de ese detalle – contestó Venancio, y algo raro en su
mirada escamó a Lucas. Disimuladamente se alejó de él, adentrándose en el
vestíbulo, de espaldas.
- Déjeme ver la agenda del
señor Carvajal, en su despacho, para ver el lugar. Ya le digo que es muy
importante que vaya allí con ellos.... – Lucas se dio la vuelta, con rapidez, y
después caminó por el vestíbulo hacia la escalinata, con paso vivo.
Pero no llegó a avanzar
mucho.
Venancio llegó hasta él con
rapidez y sigilo y lo agarró por la mochila que llevaba a la espalda. Lucas dio
un respingo, sobresaltado, y cuando trató de zafarse no pudo, porque el
mayordomo le había hecho girar, tirando de su mochila, lanzándole contra una de
las paredes. Venancio se colocó de tal modo que le impedía llegar a las
escaleras.
- No puedo dejarle pasar –
dijo, sin alterar el tono de voz.
- Tú también estás implicado
– dijo Lucas, que al final había tenido que hacer públicas sus sospechas, ante
la evidencia. – No me lo puedo creer....
- No puedo dejarle salir de
la casa – dijo Venancio, sacando un cuchillo estrecho de la espalda. Era más
bien una daga, parecía antigua, aunque muy bien conservada y cuidada. Quizá era
parte del patrimonio de la casa Carvajal o de la Sande.
- No me jodas.... – musitó
Lucas, alucinado ante la escena que tenía delante. Pero no tuvo tiempo para
asombrarse mucho más ni para pensar, porque Venancio se lanzó hacia adelante y
le tiró un tajo, que falló por mucho pero hizo que Lucas reaccionara.
Caminó hacia atrás,
alejándose del mayordomo, de vuelta hacia la puerta de la mansión. Venancio lo
siguió, con la daga en la mano, tanteando su defensa, viendo por dónde podía
atacar.
- ¿De verdad quieres
matarme, Venancio? ¿Ésas son las órdenes que has recibido? – le increpó Lucas,
tratando de ponerle nervioso. Dado que no tenía a mano su florete bañado en
plata (se había quedado en el Twingo, Lucas se insultó mentalmente) la única
manera de salir de aquella situación era desestabilizar a su atacante, hacer
que atacase con precipitación y aprovecharse de ello. Mientras Venancio se
acercaba, con la cara seria y vacía de expresiones, Lucas se desembarazó de la
mochila y la puso ante el pecho, para usarla a modo de escudo.
Venancio, a pesar de su edad
y de su habitual solemnidad y ahorro de gestos, dio dos pasos largos, casi como
si estuviera bailando, y llegó hasta Lucas, lanzándole dos tajos horizontales
con la daga. Lucas los esquivó con aparente dificultad. El mayordomo entonces,
aprovechando que estaba sobre el detective, se lanzó a fondo, para clavarle la
daga en el vientre.
Pero Lucas había interpuesto
la mochila entre ambos y la estocada se la llevó la lona. Ahora fue el turno
del detective de aprovechar la proximidad del mayordomo: soltó la mano derecha
de la mochila que le había salvado la vida, la transformó en un puño y lo lanzó
con fuerza contra la cara de Venancio. Ante el puñetazo, éste salió
trastabillando hacia atrás, dejando la daga clavada en la mochila.
Lucas compuso una mueca,
sacudiendo la mano, dolorida por el golpe. Con la mochila en la otra mano se
acercó con tranquilidad al mayordomo, que parecía vencido con un solo golpe:
Venancio estaba dolorido y asombrado por la forma en que se había torcido todo.
Lucas dejó de sacudir la mano derecha y la metió en la mochila (con cuidado de
no cortarse con la hoja de la daga que la atravesaba), buscando un pequeño
dispositivo. Al llegar frente a Venancio ya lo había encontrado, lo sacó de la
bolsa, lo activó y se lo pegó al pecho del chaqué.
El mayordomo miró con ojos
asustados lo que el detective acababa de colocarle: era una especie de hueso
pequeño pintado con una pintura mate espesa, de color verde oscuro. Era como
una taba o una falange de un animal pequeño, que estaba impregnado en un lado
por una sustancia pegajosa que lo mantenía adherida al pecho de la camisa.
Antes de que pudiera
quitárselo o hacer alguna pregunta, Venancio se alzó del suelo, como medio
metro, y después se dio la vuelta, quedando con los pies en alto y la cabeza
abajo.
- ¡¡¡Aaaaaahh!!!
- Está bien, Venancio, está
bien – dijo Lucas, tranquilo, acercándose a él: el mayordomo braceaba y sacudía
las piernas, pero aparte de unos leves balanceos y oscilaciones, no se movía en
el aire. – El efecto del hueso kaly
apenas dura unos minutos, así que si me dices lo que quiero oír te daré la
vuelta antes de que eso pase. Si no, te quedas así y aterrizarás de cabeza. Tú
mismo.
- ¡Que le jodan, detective
de pacotilla! – ladró el mayordomo, que a pesar del exabrupto no había perdido
sus buenas maneras al dirigirse a Lucas. – ¡No le diré nada!
Lucas no miraba al
mayordomo: su mirada estaba ocupada en la daga que había desclavado del frontal
de su mochila: desde luego era antigua, con la empuñadura de metal dorado y la
hoja plateada y pulida, afilada y estrecha. Estaba en buen estado pero algo le
decía a Lucas que aquella arma tenía cientos de años. En la cruz de la
empuñadura estaba moldeada la cara retorcida de un demonio, vista de frente,
con colmillos y cuernos.
- Muy apropiado – se dijo,
con sorna. Después se volvió a mirar a Venancio. – Tú verás, pero el golpe va a
ser la leche. Sólo estás elevado un poco más de medio metro, pero aterrizar con
la cabeza a esa altura ya es peligroso – Lucas se encogió de hombros.
- Nunca encontrará a la
niña: está bien escondida, bien profundo – dijo Venancio, con una voz dañina y
torcida, arrugando el gesto. Lucas se dijo que no era un demonio, pero que lo
parecía. – El Amo nacerá en su vientre, en el seno de roca, en la cuna granítica
de los demonios. Nada puede hacer para evitarlo.
- Venancio, no digas
sandeces – se molestó Lucas, con prisa. – Es sólo una adolescente, casi una
niña. Ayúdame y la ayudaremos.
- Yo sólo me debo a la
familia – rechazó Venancio, casi escupiendo las palabras. – Y esa niña nunca
fue de la familia.
Lucas se quedó sin palabras,
ante las del mayordomo. Su cabeza de detective empezó inmediatamente a hacer hipótesis,
sin poder evitarlo, pero su cuerpo y su alma se desentendieron de todo aquello.
Sólo quería encontrar a Sofía y el mayordomo le estaba entreteniendo.
Olvidándose de él al momento
(pero no de sus palabras) se adentró en la mansión, colgándose la mochila a la
espalda y guardando la daga en uno de los bolsillos del mono rojo. Ascendió las
escaleras, subió hasta la habitación de Sofía, entró en los despachos de Felipe
Carvajal Roelas y de Sandra Herminia, sin encontrar a nadie. Al cabo de un rato
escuchó el grito del mayordomo y un golpetazo tremendo que resonó por toda la
casa.
Lucas bajó las escaleras
corriendo: había revisado la mansión (las zonas que mejor conocía) sin
encontrar a nadie. Aquello pintaba muy mal, pues implicaba a toda la familia, y
Lucas siempre había esperado que sólo estuvieran involucrados algunos de sus
miembros (en especial, aquellos que peor le caían). Pensar que Sandra, o Carmen
Adelaida o la señora María Rosa Sande querían que un demonio sanguinario
poseyera y destruyera a la pequeña Sofía le revolvía el estómago.
Al llegar de nuevo al enorme
vestíbulo vio al mayordomo hecho un guiñapo en el suelo. Apenas se movía, pero
gemía de dolor, con una pequeña brecha en la cabeza, que sangraba muy poco.
Lucas se desentendió de él de nuevo (un acto poco caritativo, pero
perfectamente lógico) y buscó en el resto de la planta baja: el comedor
principal, el gran salón, la sala del piano....
Al llegar a la sala de
lectura miró por las amplias ventanas francesas a la parte trasera de la
mansión y el gran prado que había allí. De forma inconsciente, casi sin sentido,
pensó en Sandra al ver los alejados establos. No tenía lógica, pero era un
deseo que quería ver cumplido. Era la confirmación, desesperada, de que su
instinto de detective (no su “anomalía”, sino su perspicacia de investigador)
no se había estropeado por el dolor de la muerte de Patricia y por los meses de
inactividad.
Salió corriendo de la
mansión, por la parte trasera, siendo golpeado por el frío de diciembre. Las
bocanadas de vaho que emitía mientras corría hacia los establos eran tan densas
y grandes que le parecía estar corriendo entre la niebla, atravesando muros de
humo blanco. Corrió, sin llegar a entrar en calor ni romper a sudar, pero
corrió pensando a cada zancada que era demasiado tarde para Sofía.
- ¡¡Sandra!! – gritó, al
entrar como un ariete en el establo, cerrando tras él la alta puerta de madera,
que se sacudió durante su recorrido.
- ¡Aquí! – escuchó una voz
angustiada en el interior. Lucas corrió hacia ella, jadeando, soltando más
nubecillas de vaho, más pequeñas y difusas. En el interior del establo hacía
frío igualmente. Guiándose por el sonido llegó hasta las cabinas individuales
que había a ambos lados del establo, encontrando en una de ellas a Sandra
Herminia, atada de pies y manos, cubierta un poco por la paja y el heno. – ¡¡Lucas!!
- ¿Te sorprende verme? – preguntó
Lucas, sonriendo, aunque estaba a la defensiva. De todas formas, se alegraba de
haber encontrado a su aliada en la familia. Con la daga que había conseguido de
Venancio cortó las ligaduras que la tenían prisionera.
- Me dijeron que te habían
matado – dijo Sandra, sin poder evitar abrazarse al detective, que le devolvió
el abrazo, sorprendido.
- Lo intentaron, pero aquí
sigo – respondió él. Sandra se separó de él y lo miró a la cara, con angustia.
- ¡Se han llevado a Sofía!
- ¿Quiénes?
- Mis hermanos y mi primo –
Sandra rompió a llorar.
Felipe Ernesto y Luis
Antonio Carvajal Sande, además de Rafael María, el artista de la familia. Lucas
se alegraba de que fueran ellos, porque podría repartirles leña sin sentirse
molesto. No soportaba a ninguno de los tres. Se alegraba, además, de que los
padres de Sandra no estuviesen implicados en aquella horrible actividad, aunque
su ausencia de la casa seguía siendo sospechosa.
- ¿Sabes dónde se la han
llevado? – preguntó con prisa a la primogénita de la familia, agarrándola por
los hombros.
- No lo sé.... – lloriqueaba
Sandra, con la cara crispada. – Sofía estaba bien, la infusión le estaba
sentando muy bien y volvía a ser ella misma. Entonces mi hermano Felipe me
cogió y me trajo aquí, engañándome diciendo que me iba a contar algo
importante: aquí estaba esperándonos Luis Antonio con Rafael. Entre los tres me
ataron y me redujeron, diciéndome que lo que iban a hacer con Sofía sería bueno
para la familia, que era algo necesario para que todos saliéramos adelante. Los
tres me abandonaron aquí y se llevaron a Sofía.
- ¿Lo viste? – preguntó
Lucas.
- No – lloraba Sandra. –
Estaba aquí encerrada. Pero ellos me dijeron que lo iban a hacer.
- ¿Y tus padres? ¿Sabes algo
de ellos?
- No estaban en casa. Se
habían ido con mi tía un buen rato antes de que mis hermanos y mi primo me encerraran
aquí.
Lucas miraba con tensión a
Sandra, pensando en lo que significaban sus palabras y lo que dejaban a medias.
Todavía podía ser cualquier cosa, con respecto a los otros miembros de la familia,
pero lo más importante era que encontraran a Sofía cuanto antes.
- ¿Puedes calcular cuánto
tiempo llevas aquí?
- Más o menos dos horas –
contestó, segura. – No me quitaron el reloj y, aunque no he estado todo el rato
mirándolo, he visto el paso del tiempo. Algo más de dos horas....
- Eso es mucho tiempo.... –
se lamentó Lucas, dejando vagar la mirada por el establo. Los cuatro caballos
que allí habitaban miraban a los dos humanos con ojos brillantes y acuosos,
indiferentes. – ¿Tienes idea de dónde pudieron llevarse a Sofía? Tenemos que
encontrarla....
- No lo sé....
- ¿Hay alguna otra propiedad
de la familia que yo no conozca? ¿Alguna otra casa, alguna nave....?
- Tenemos más establos en
Plasencia, pero ahora mismo están vacíos....
Lucas pensó en aquella
posibilidad. ¿Se habrían llevado a Sofía hasta Plasencia? No le parecía que
aquello tuviera sentido, pero teniendo en cuenta que estaba tratando con unos
hombres que pretendían invocar a un demonio para que poseyera el cuerpo de su
hermana y prima.... el sentido común quedaba fuera de la ecuación.
Plasencia quedaba muy lejos,
le parecía muy raro, pero entonces se acordó de las palabras de Gerardo
Moríñigo Cobo, antes de que la situación en el salón se descontrolase. Había
dicho que la chica estaba ya muy lejos para que la alcanzara, y eso podía
significar que la hubiesen llevado hasta Plasencia para la invocación y la
posesión.
Entonces, recordó las
palabras que el mayordomo Venancio le acababa de dedicar, mientras estaba
colgado del aire, boca abajo. Le había dicho que estaba escondida en lo
profundo, dentro de la tierra o algo así. No podía referirse a unos establos en
Plasencia.
- No la tienen allí.... –
murmuró, haciendo que Sandra prestase atención a sus palabras. Su voz sonaba
concentrada y su mirada era pensativa, deductiva. – Tiene que ser en una
especie de mina, alguna propiedad de la familia que esté en lo profundo....
- No tenemos nada así –
respondió Sandra, asombrada y confundida.
¿Qué más había dicho
Venancio? Lucas recordaba algo extraño, tan raro que en un primer momento no se
había fijado en ello. Había dicho algo sobre la roca, sobre una cuna de roca
donde nacían los demonios, sobre....
Granito.
Y entonces Lucas recordó que
el demonio verdoso que se había lanzado al vacío (¿acaso los demonios no eran,
según las leyendas, ángeles caídos?) para librarse de él y para matarse en la
torre de los Púlpitos en la muralla de Cáceres había hecho un comentario sobre
que aquella torre era la única de granito de toda la construcción.
- Granito – dijo en voz
alta, desviando su mirada hacia Sandra. – ¿Hay formaciones de granito por aquí?
- Claro, esto es Cáceres –
respondió Sandra, algo desorientada por la pregunta. – La Garganta de los
Infiernos, sin ir más lejos, es de granito.
- ¿Y hay cuevas por allí? –
preguntó Lucas, siguiendo una corazonada, casi con ansia, acercándose a Sandra.
* * * * * *
Frenó el Twingo con
brusquedad, haciendo que derrapara sobre la grava y las hojas húmedas del
suelo. Habían llegado con él hasta el último punto donde se podía, dejándolo en
un pequeño aparcamiento que a esas alturas del año y en ese momento del día
estaba completamente vacío. Sin intercambiar palabra y sin perder un segundo Lucas
y Sandra salieron corriendo del coche, cada uno por una puerta.
Lucas se había puesto la
cazadora sobre el mono rojo y se había protegido del frío con unos guantes de
cuero negro que le prestó Sandra. Ella, por su parte, iba con un abrigo largo y
grueso, con capucha rodeada de pelo, ataviada con guantes y bufanda. Lucas
llevaba su mochila a la espalda y el florete (esta vez sí) colgado de una
presilla del mono. Sandra solamente iba armada con la roseta celta de plata y
(porque Lucas había insistido mucho) con un distorsionador de realidades: era
un disco de aluminio anodizado negro, con una empuñadura del mismo material en
una de sus caras. El funcionamiento era sencillo y el detective se lo había
explicado por el camino, mientras conducía a toda velocidad con las luces del
techo destellando.
- ¿Por dónde? – preguntó
Lucas, en voz baja. No había nadie a la vista, pero era mejor prevenir. Aunque
no lo hubiese dicho en voz alta, para no traumatizar a Sandra, se iban a
enfrentar a unos seguidores satánicos. Había que tener mucho cuidado con ellos.
- Por aquí – señaló Sandra,
guiando al detective, llevándole por el entorno hasta la garganta.
La Garganta de los Infiernos
era una reserva natural muy explotada para el turismo. Encajonada entre la
sierra de Tormantos, la sierra de Gredos y el río Jerte, la reserva presentaba
numerosos saltos de agua, torrenteras, arroyos, cascadas, pozas y piscinas naturales
en las que estaba permitido el baño. Todas estas formaciones se debían a la
acción del agua de los ríos, mediante la erosión circular de las aguas sobre el
lecho de granito.
Sandra guio a Lucas por un
sendero abierto entre robles, espinos y castaños. El suelo estaba cubierto de
matorrales, que crujían a pesar del ambiente frío y muy húmedo. Los dos tenían
que caminar con cuidado, para no hacer demasiado ruido. No había luz, por
supuesto, y no quisieron encender ninguna linterna ni el pistón trifásico, para
no ser vistos, así que tuvieron que contentarse con la poca iluminación de la
luna creciente que había en el cielo, totalmente despejado, por suerte.
El ruido del agua se
escuchaba por todas partes, lo que Lucas agradeció: el rumor de los arroyos y
torrentes ayudaba a ocultar el ruido que Sandra y él hacían al caminar por el
sendero de tierra, rozando los árboles y las plantas.
- ¿Dónde está la cueva? –
preguntó Lucas, una vez que hubieron cruzado (agachados y con prisa) un puente
que pasaba por encima de la garganta. Desde la orilla en la que ahora estaban
se podía acceder al arroyo, rodeado e interrumpido en su recorrido por grandes
rocas de granito, que parecían almohadones, redondeadas y suaves (en apariencia).
El agua cubría algunas rocas y rodeaba otras, formándose pozas y piscinas de
poca profundidad. El agua reverberaba por la luz de la luna y las rocas de
granito destacaban, en un tono gris, por la misma luz pálida.
- Está por esta zona – señaló
Sandra, hacia adelante, por un sendero que seguía por la ladera de las colinas
que flanqueaban la garganta. Los dos hablaban en voz baja, aunque no parecía
que hubiese nadie a su alrededor.
- Vamos, venga – azuzó
Lucas. Sandra se puso otra vez en pie y siguió el camino, guiando al detective.
Lucas se preguntaba dónde
estaban los coches de los hermanos de Sandra: en la mansión no estaban y si
habían llevado a Sofía hasta allí lo habrían hecho con algún vehículo. Pero no
se veían por ningún lado y en el aparcamiento en el que habían dejado el Twingo
no había más coches.
Quince minutos de marcha
después, por el sendero descubierto que recorría las colinas (Lucas anduvo
nervioso, ante la evidente falta de vegetación que los ocultase) alcanzaron a
ver la entrada de la cueva que Sandra conocía.
- Mira: es allí – señaló.
Lucas no la había visto hasta que la mujer se la señaló, pero una vez vista,
gracias a la luz de la Luna, la encontraba fácilmente cada vez que desviaba la
mirada.
Sandra le había dicho,
mientras recorrían el prado trasero de la mansión, yendo desde el establo hasta
la casa, que sólo sabía de una cueva en la Garganta de los Infiernos. De niños
habían ido allí a bañarse en verano, mucho antes de que aquella zona se
volviese tan turística y estuviese tan masificada, y visitaban la cueva a
veces, acompañados por su padre. Sandra no sabía si había más cuevas por la
zona (probablemente las habría), pero a Lucas le había convencido aquella: era
una cueva conocida por los miembros de la familia.
Desde donde habían avistado
la cueva por primera vez estaban lejos, a unos diez minutos de caminata ascendiendo
por la ladera, dejando atrás el sendero. Lucas y Sandra caminaron entre
arbustos, sin poder evitar hacer ruido. Cuando estuvieron más cerca de la entrada
de la cueva, pudieron ver que había luz en el interior. Por como bailaban las
sombras y el resplandor de la luz anaranjada, Lucas supuso que era fuego.
Pero más que la luz del
interior de la cueva, lo que les llamó la atención fueron las dos figuras que
había fuera, en la entrada, en actitud de vigilancia y protección.
- ¡Mamá! – no pudo
contenerse Sandra, saliendo de entre los espinos y acercándose a la entrada de
la cueva. Lucas la siguió, maldiciendo por lo bajo. – ¿Qué haces aquí?
La voz de Sandra había
temblado: se había imaginado la razón de la presencia de su madre en aquel
paraje, igual que lo había hecho Lucas, apenado.
- No, ¿qué haces tú aquí? –
replicó doña María Rosa Sande, enfadada y asombrada. La figura que había a su
lado también era menuda: era su hermana, la tía María Resurrección Sande. Las
dos estaban armadas con estacas largas de madera, aunque el aspecto era más
bien ridículo, antes que amenazador. – Tenías que estar en casa.
- ¿Atada y prisionera? – se
quejó Sandra. No pudo evitar las lágrimas y Lucas vio a la luz lunar que tenía
los ojos brillantes.
- Señoras, no sé hasta dónde
se han involucrado por ahora, pero por mi parte pueden apartarse y dejarnos
seguir nuestro camino – intervino Lucas, haciendo que las dos mujeres se
fijaran en él.
- ¡¡Tenía que estar muerto!!
¿Qué hace aquí? – se enfadó la tía Resu, haciendo que Lucas pensara en lo débil
y piadosa que le había parecido hasta ese momento. Por la oscuridad, el
contraluz de la débil luminosidad de la Luna y la mueca grotesca de la cara,
parecía que llevaba una máscara de demonio.
- Hago mi trabajo – replicó,
duro. Después se volvió a doña María Rosa, sin perder de vista a la otra arpía.
– Señora Sande, usted me contrató para ayudar a su hija, para descubrir qué la
ocurría. Déjeme que cumpla con mi palabra, que la ayude y la proteja.
- Usted ya hizo su trabajo:
averiguó que mi hija estaba enferma y consiguió la cura – replicó ella.
- Pero ahora está en
peligro....
- Ahora ya está lista, sin
mácula que la estorbe, a punto de cumplir su cometido, la misión para la que
nació – intervino la tía Resu, con decisión y la voz cargada de ira. Doña María
Rosa bajó la mirada cuando su hermana habló, avergonzada, y aquel detalle no se
le escapó a Lucas.
- ¡¿Qué misión?! ¡Mamá, ¿qué
dice?!
- ¡Sofía nació para acabar
sacrificándose por la familia! – bramó su tía, con voz apocalíptica y decisión
titánica, alzando la estaca para amenazar a Lucas, sin llegar a atacarle.
- ¡¡Mamá!! ¡¡No es verdad!!
– lloró Sandra, haciendo que su madre se volviera a mirarla. Su cara era una
muestra de tristeza.
- Doña María Rosa.... –
empezó Lucas, dando un paso hacia ella, decidido a aprovechar aquella grieta
que había entrevisto. Pero no pudo seguir, porque doña María Resurrección Sande
Carpio se abalanzó sobre él, blandiendo la estaca. El primer golpe no le alcanzó,
pero el siguiente, fluido y aprovechando el movimiento del primero, le golpeó
en el brazo que tenía pegado al cuerpo. Lucas gritó, echándose hacia atrás.
- ¡¡Tía!! – gritó Sandra.
Ella no le hizo caso a su sobrina y siguió atacando al detective, con furia,
gritando.
Lucas sentía el brazo como
dormido, hormigueante, pero ahora estaba prevenido y se puso a la defensiva. Esquivó
el siguiente arco de la estaca y la apartó con un golpe del brazo sano,
mientras se echaba sobre la tía Resu. Ésta gritaba, furiosa y asustada a la
vez, aturdiendo al detective.
- ¡¡Mamá, haz algo!!
¡¡Lucas, cuidado!!
Lucas y María Resurrección
Sande cayeron al suelo, agarrados, en un confuso abrazo. La mujer trataba de
golpear en la espalda al detective, pero la cercanía le estorbaba los
movimientos: además, él no se dejaba. Rodaron por el suelo, en la oscuridad, y
de repente Lucas gritó dolorido: María Resurrección le había mordido la oreja.
El detective se separó de la mujer, palpándose el apéndice mordisqueado,
tratando de seguir en guardia, prevenido ante posibles ataques con la estaca.
Pero se precavió en falso:
doña María Rosa cargó contra su hermana, con la estaca por delante, golpeando
la que María Resurrección tenía en las manos, desarmándola. Después, y
siguiendo con la carrera la golpeó con fuerza en la cabeza, derribándola.
- Doña María Rosa.... se lo
agradezco.... – jadeó Lucas, sonriendo, dotando a sus palabras de una cierta
diversión que relajó el ambiente al momento.
- Mamá....
- Perdóname hija.... – las
dos se abrazaron.
Pero la tranquilidad no
podía durar. Estaban a apenas diez metros de la entrada de la cueva y habían
gritado mucho y hecho bastante ruido, así que era normal que hubieran atraído
la atención de alguien. Lucas escuchó los pasos antes de que salieran al
exterior y se volvió hacia la cueva, atento.
Se alegró al ver aparecer al
soberbio chófer del señor Carvajal Roelas, porque le tenía muchas ganas y en
esos momentos estaba caliente, pero se turbó al verle aparecer con una pistola
en las manos.
- ¡Mierda! – gritó,
tirándose al suelo. El primer disparo salió muy alto, perdiéndose en la
distancia. El segundo no alcanzó a Lucas tampoco, pero fue mucho más dirigido.
Un grito provino de las dos mujeres abrazadas y madre e hija cayeron al suelo.
Lucas reaccionó. Agarró la
estaca que había enarbolado María Resurrección Sande Carpio y la lanzó sin
mucha atención al pistolero: no pretendía herirle ni desarmarle, solamente
estorbarle. El chófer se cubrió con los brazos y disparó a bocajarro,
impactando en el suelo de la ladera. Después volvió a recuperar la vertical y
el equilibro y apuntó con las dos manos, ante él.
Pero Lucas no había estado
ocioso durante ese momento de relativa seguridad: había rebuscado en su mochila
y había sacado una trampa cuántica. Apretó la parte superior del grueso disco
(que parecía una placa de Petri) y la lanzó a los pies del chófer.
La trampa se activó,
aprisionando al chófer en la red de rayos que se formó a su alrededor. Lucas se
puso en pie y corrió hacia él, lanzándose con fuerza sobre su estómago, empujándole
y librándole de la trampa. Rodaron por el suelo y Lucas tuvo la precaución de
acabar sobre el chófer, que perdió la estúpida gorra de plato en la refriega.
Sujetándole con las piernas, Lucas le dedicó una docena de puñetazos,
alternativamente con una mano y con la otra, sin prestar atención al dolor de
los nudillos y de los dedos.
Estaba claro que se la tenía
guardada a aquel cretino.
Jadeando, con las manos
estallando de dolor, pero con la conciencia tranquila, se levantó del suelo,
acercándose con prisa a las dos mujeres. Sandra tenía en sus brazos a su madre,
que estaba recostada boca arriba, así que Lucas se sintió aliviado, pero sólo
un segundo, hasta que fue consciente de la realidad.
- Mamá....
- Estoy bien hija.... – dijo
doña María Rosa Sande, con la mirada perdida. Tenía mucha sangre en la cabeza y
la cara, pero seguía consciente, así que Lucas buscó heridas superficiales.
Encontró una ancha y fea en la sien y el lateral de la cabeza, donde le había
rozado la bala: había sido un milagro que no le alcanzara directamente y le
volara el cerebro.
- No es nada, no es nada, se
pondrá bien.... – musitó Lucas, mientras le limpiaba la cara y la cabeza,
manchando el mono de sangre todavía un poco más.
- Perdóname hija.... Creí
que era lo mejor para la familia....
- No pasa nada, mamá....
- Sí pasa: he entregado a mi
pequeña a la maldad más pura – replicó doña María Rosa. Seguía hablando con
claridad, aunque estaba claro que tenía que esforzarse para no perder el
sentido. – Me dejé embaucar, tu padre y tus hermanos me convencieron.... Y yo
fui tan débil que me dejé llevar, me dejé engañar y no repliqué....
- Me acaba de salvar la
vida, probablemente, y se ha enfrentado a su conciencia saliendo victoriosa –
le dijo Lucas, con dulzura, una vez le hubo limpiado la cara, poniéndole una
gasa limpia en la herida. – Para mí está plenamente reformada.
Doña María Rosa sonrió
mirando al detective, pero luego se volvió a mirar a Sandra.
- Perdóname, hija....
- Ya te he perdonado,
mamá....
- No me refiero a eso.
Perdóname por haberte ocultado la verdad....
Lucas achicó los ojos,
atento a una nueva corazonada.
- Señora Sande, ¿qué le
ocultó a su hija? – preguntó, con dulzura pero con certeza. – ¿Por qué Sandra
era la única que habían dejado al margen? ¿Por qué la habían dejado atada y
escondida en la mansión?
- Porque yo no sabía nada de
esto – contestó Sandra, mirándole, algo molesta.
- Porque ella nunca estuvo
dentro de toda esta locura – contestó a su vez doña María Rosa, captando la
atención de los dos jóvenes. – Sandra nunca supo la leyenda negra de la
familia, los ritos que manteníamos desde hace siglos. Todos los demás estábamos
implicados, pero siempre te mantuve al margen de todo....
- ¿Por qué?
- Porque eres hija mía....
pero no de tu padre – explicó y la revelación fue un mazazo que dejó sin
aliento a Sandra. – Nos casamos estando ya embarazada, pero tu padre y yo nunca
habíamos compartido el lecho. Estaba embarazada de otro chico, de mi anterior novio.
Felipe siempre te quiso como a su propia hija, sin rencores, pero al no ser una
Carvajal de sangre, no podía incluirte en nuestras ceremonias....
Los tres se quedaron un
instante en silencio. Lucas estaba impactado, pero no al nivel de Sandra. El
detective no se lo había imaginado, durante todo el tiempo que había durado el
caso, hasta hacía solamente unos segundos. Para Sandra era redefinir toda su
existencia.
- Pero.... pero....
- Desde hace muchos años la
familia de tu padre tuvo relación con rituales satánicos, cultos oscuros.... En
todo nuestro matrimonio, lo que yo vi no pasó de meras ceremonias, orgías con
cierta parafernalia pero nada fantástico. Pero hace dieciséis años, cuando la
ruina de nuestra familia se hizo insostenible y tu padre estaba herido en su
orgullo, la cosa se puso más seria.
- Por eso tuvieron a Sofía –
indicó Lucas, que empezaba a ver claro todo el panorama.
- Eso es – asintió doña
María Rosa, que cada vez parecía más somnolienta y hablaba más despacio. – Tu
hermana Sofía fue fruto de una ceremonia en la que participé con varios hombres
jóvenes, para quedarme embarazada.
Sandra estaba estupefacta,
además de horrorizada.
- No podía ser de sangre de
su marido, si su propósito era ser sacrificada en una ceremonia de posesión –
terminó Lucas. María Rosa Sande asintió.
- Pero, ¿qué estás diciendo?
– se exaltó Sandra, descompuesta. Su madre había cerrado los ojos y respiraba
muy dulcemente, sonriendo con tranquilidad. Lucas se puso en pie, decidido. –
¿Qué ha querido decir?
- Ahora no necesitas saber
los detalles, pero te juro que luego te lo explicaré todo. Y cuando se recupere
seguro que ella también – señaló a la señora Sande, que seguía en brazos de su
hija.
- ¿Dónde vas? ¡Espera! Voy
contigo....
- No – Lucas se volvió a
mirarla, conteniéndose para no quedarse y abrazarla: Sandra era la viva imagen
del desconsuelo, la estupefacción y la pena. – Tu madre te necesita ahora más
que tu hermana pequeña. Yo me ocuparé de Sofía.
- Tráela de vuelta – rogó
Sandra, con lágrimas en los ojos, estrechando a su madre entre sus brazos.
Lucas asintió, sonriendo, sabiendo que no podía asegurar aquello, pero que
Sandra no necesitaba la verdad en ese momento.
El detective penetró en la
cueva con cautela, con las dos pistolas en ambas manos, guiándose por la luz
del fuego que ardía en el interior. La cueva tenía la entrada ancha, pero
inmediatamente se convertía en una galería que tenía muchas curvas y
requiebros. Lucas los siguió con cuidado, pensando que el fuego del interior
debía ser muy grande o muy intenso para que se pudiese vislumbrar desde el exterior.
Esquivando rocas y aristas afiladas Lucas llegó hasta el final de la cueva.
Era una vasta caverna, muy
grande y con bastante altura. El resto de los Carvajal Sande que había echado
en falta estaban allí, salvo el pequeño Pedro Alonso.
Felipe Carvajal Roelas
estaba sobre una roca más o menos plana, vestido de traje como siempre pero con
un medallón ancho de oro, que le colgaba en el pecho, por la espalda y le
pasaba por los hombros: Lucas estuvo seguro de que tendría grabados con símbolos
o palabras demoníacas. A su lado, sobre una especie de mesa de madera, estaba
atada Sofía, tratando de liberarse, pues tenía las muñecas y tobillos atados a
las esquinas: la niña vestía una especie de camisón semitransparente, con
bordados de hilo dorado. La rubísima Aliena estaba en una tabla parecida,
aunque la suya estaba más erguida. Estaba sobre el suelo de la caverna y no
estaba atada a ella: había una plataforma para que apoyase los pies y dos
mandos para que se agarrase arriba. La mujer estaba completamente desnuda,
salvo por unos brazaletes y aros en los tobillos de oro y piedras rojas, y
esperaba allí expuesta a que los hombres de la familia pasasen, de uno en uno,
para tener sexo con ella. En el momento en el que llegó Lucas a la caverna su
propio marido Felipe Ernesto parecía haber acabado; delante de la rubia
esperaban, casi haciendo una fila, su cuñado Luis Antonio (que se adelantaba
para ocupar su turno), el artista Rafael María y el marido de Carmen Adelaida,
Enrique Corcuera. Todos tenían los pantalones bajados y vestían camisas o
camisetas en el torso. La propia Carmen Adelaida estaba en la caverna, delante
de la gran hoguera que ardía en el centro, cerca de la roca donde se erguía el
patriarca y descansaba Sofía. Lucas, que había esperado no ver allí a la
hermana de Sandra, tampoco se sorprendió (a aquellas alturas) de verla
participando en la ceremonia: vestía una especie de quimono que le quedaba
estrecho y llevaba en las manos una daga, más grande y ancha que la que
Venancio había usado para atacar a Lucas. Tomé, Daría y otros sirvientes de la
casa esperaban, recogidos y arrobados al
otro lado de la caverna, sin perder de vista al oficiante y al sacrificio.
Fuego, sexo y sangre: el “a,
b, c” de los rituales satánicos. Probablemente la mayoría de los participantes
habrían tomado setas o alguna droga psicotrópica, para aumentar el efecto de la
invocación. Porque aquella era una ceremonia de invocación, quizá algo cutre y
simple, pero Lucas no tuvo ninguna duda. Había sido testigo de algunas más
elaboradas y más multitudinarias, durante sus viajes de formación, pero estaba
seguro de su conclusión.
Los Carvajal Sande allí
reunidos querían invocar a un demonio para que poseyera a Sofía, probablemente
el mismo que habían intentado invocar dos veces antes, pero que no habían
conseguido llamar gracias a la enfermedad bosquífera que había protegido a la
chica. Ahora, libre de ella, la posesión se podría concretar y seguramente la
daga que custodiaba Carmen Adelaida serviría para liberar al recién llegado del
cuerpo de su hermana pequeña.
Eso si Lucas no hacía algo
para evitarlo.
- ¡¡Quietos todos!! – gritó,
saliendo de su escondite, con las dos armas en las manos. Disparó al aire, pero
como sus pistolas eran de aire comprimido no hubo detonaciones que atronasen el
espacio. Sin embargo, el tintineo y el chasquido de las bolas de plata contra
el techo de granito fueron suficientes para detener a todos los presentes. –
Basta ya de tanta gilipollez: suelten a Sofía y salgan todos de aquí conmigo.
Ninguno de los presentes
llevaba armas, Lucas se había fijado, y por eso se había decidido a aparecer a
cuerpo descubierto.
- ¡¡Maldito descreído!! ¡¡A
por él!! – gritó el patriarca, Felipe Carvajal, desde su púlpito natural. Los
hombres de la familia se dieron la vuelta y se lanzaron contra el detective,
que tragó saliva al verlos acercarse.
Eran unos capullos y unos
desalmados, pero al fin y al cabo eran seres humanos, así que Lucas no se
atrevió a dispararlos directamente. Le pudieron sus sentimientos de bondad.
Así que esquivó el placaje
de Felipe Ernesto (muy fiero, a pesar de correr con las vergüenzas colgando) y
aprovechó un segundo de libertad para guardar la pistola de la mano derecha en
la cartuchera del otro lado y desenvainar el florete bañado en plata. El
siguiente en atacarle era Rafael María, también sin pantalones, con las
delgadas piernas batiendo sobre el suelo para llevarle hasta él. Lucas se deshizo
de él tirándole un tajo lateral con el florete, que sonó como un latigazo. El
golpe le dio a Rafael María en los brazos, que usó para cubrirse la cara.
Chilló dolorido, mientras Lucas se desentendía de él y se iba a por el
siguiente.
Era Enrique Corcuera, el
tipo pesado casado con Carmen. Quizá por eso, por la pereza que le daba aquel
tipo y lo pesado que era, apuntó a la rodilla y le dio un tiro en la rótula.
Un poco avergonzado (pero
satisfecho por los gritos de Enrique y por haberle detenido en seco) se encaró
con el último atacante: Luis Antonio, el que mejor en forma estaba de todos. Se
había subido y abrochado los pantalones, para pelear con mayor comodidad. Como
le veía cargar contra él con furia y conocimiento, Lucas levantó la pistola y
le apuntó a la cabeza: su postura, su mueca y el hecho de haber disparado hacía
un momento hicieron que Luis Antonio se detuviera al instante, dándose por
vencido.
Lucas aprovechó para darse
la vuelta y tirar un mandoble a la entrepierna de Felipe Ernesto, pues sabía
que todavía lo tenía detrás y estaría a punto de atacarle. Le pilló a mitad de
carrera y le acertó en el pene, con el botón del florete. Fue un golpe fuerte y
certero, también como un latigazo, haciendo que saltara la sangre. Felipe
Ernesto se llevó las manos al miembro herido y se alejó hacia atrás, chillando
como un cochino en el matadero.
Lucas se volvió hacia Luis
Antonio, que se volvía a echar sobre él, hecho una furia, aprovechando el
momento en el que Lucas había bajado la guardia para atacar a su hermano mayor.
El detective le lanzó un latigazo con el florete, marcándole en la cara, y
después los dos se encontraron, intercambiando zarandeos y golpes.
Los criados de la familia,
ante la irrupción de Lucas, habían salido corriendo, asustados y nerviosos,
cruzando la caverna para salir de la cueva, cruzándose con Rafael María (que
intentó detenerles) y con Enrique Corcuera de la Lama y Felipe Ernesto (que no
estaban ninguno de los dos para ocuparse de nadie).
Lucas se volvió hacia el
púlpito de granito, una vez que se hubo encargado de Luis Antonio,
descargándole un golpe en la nuca con la empuñadura y la cazoleta del florete
(después de haber recibido varios puñetazos, dos de ellos bien conectados que
le habían dejado un poco desorientado). Fijó su mirada un tanto nubosa en el
patriarca Felipe Carvajal Roelas, para ver que estaba haciendo.
Y Felipe Carvajal Roelas
estaba pronunciando entonces unas palabras arcanas, fijándose en un libro
antiguo que tenía en la mano. Estaba claro que el patriarca no iba a perder la
oportunidad de invocar al demonio que, incomprensiblemente, creía que iba a
traer bonanza a su familia.
- ¡¡No!! – gritó Lucas. Pero
no pudo ir hasta él, pues Carmen Adelaida, la siempre dulce Carmen Adelaida, se
lanzaba hacia él, como un tren de mercancías. El quimono se le había
desabrochado y así se pudo ver que no llevaba más ropa debajo.
La corpulenta mujer golpeó a
Lucas en la cintura y lo derribó en el suelo de piedra de la caverna. El
detective se quedó sin respiración y se golpeó la coronilla contra el suelo,
haciéndole ver estrellas. Durante un instante recordó las constelaciones
pintadas en la bóveda de la sala de exposiciones de las Escuelas Menores, que
había visto aquel verano en Salamanca. Mientras Lucas veía las estrellas, Carmen
Adelaida, bramando como una loca, le pateó el costado varias veces.
Lucas recordó a Patricia,
dándose cuenta de que hacía unos pocos días que no pensaba en ella. No la había
olvidado, claro que no, pero se había estado preocupando por Sofía y había
olvidado sus propias preocupaciones.
Aquella cadena de
pensamientos le hizo volver en sí, en lugar de dejarse desmayar y descansar de
tanto golpe y tanto dolor. Sofía aún estaba atada a aquel potro de tortura
donde iba a recibir al demonio. Lucas se espabiló, sacudió la cabeza (sintiendo
una pelota de dolor caliente rebotando dentro), levantó la mano izquierda con
la pistola y disparó. El silbido del disparo espantó a Carmen Adelaida, y el impacto
de la bala en el hombro la lanzó hacia atrás, cayendo herida al suelo.
Lucas se levantó,
tambaleándose, a tiempo de ver el final de la invocación de Felipe Carvajal
Roelas.
- No.... – musitó, sin poder
alzar la voz.
Al final de la salmodia del
patriarca, la hoguera se embraveció, las llamas se alzaron dos metros,
acariciando el techo de la caverna. La estancia se iluminó con fiereza y el
calor aumentó de golpe. El cuerpo de Sofía empezó a sacudirse, sobre ella
batieron una serie de rayos de color rojo y la piel de la chica se volvió
negro, como el alquitrán.
- ¡¡Por
fin!! ¡¡Ya
era hora!! – se movió la
boca de Sofía, pero era el demonio del interior el que hablaba. – Ahora
puedo tomar posesión de este mundo, de esta dimensión.
- ¡¡Amo!! – gritó Felipe
Carvajal, aunque estaba al lado del cuerpo de su hija. – ¡¡Bienvenido!! ¡¡Sea
tu voluntad y prodígate con aquellos que te han convocado y te van a liberar!!
Felipe Carvajal Roelas tenía
en las manos la daga que antes había custodiado Carmen Adelaida. La alzó sobre
la cabeza, agarrando la empuñadura con las dos manos. Su cara estaba henchida
de felicidad y sus ojos, dementes, brillaban con el anhelo de la gracia de
aquel demonio.
- Mierda, mierda y remierda
– se dijo Lucas, afianzando los pies y guardando el florete de nuevo en la
presilla del mono. No le quedaban más opciones si quería salvar a Sofía, y
aunque no le importaba lo más mínimo lo que le pasara al patriarca de la familia,
lamentaba lo que debía hacer. Desenfundó la pistola de la cartuchera,
apretándola con firmeza. Apuntó durante un segundo y después disparó.
Hacía tiempo que no hacía un
disparo tan certero como ése: la bola de plata voló directa hasta el pecho de
Felipe Carvajal Roelas, empujándole hacia atrás y tirándole del improvisado
púlpito. La daga demoníaca cayó con él y repiqueteó contra el suelo de piedra
con un sonido metálico.
- ¡¡Aaaagghh!! ¡¡Maldito
humano!! ¡¡Sólo
has retrasado unos segundos mi llegada!!
- Eso vamos a verlo –
murmuró Lucas, caminando con dolor, subiendo a la roca con dificultad y con
muecas en la cara, cerniéndose sobre el cuerpo de Sofía. No había ni rastro de
la chica en aquellos ojos rojos con los iris de color dorado. – Todavía me
quedan trucos....
No era de plata, pero era
una estela celta. Celta de verdad, con más de dos mil años de antigüedad,
tallada y pintada en madera de roble, con la pintura vegetal ya casi borrada
pero aún visible. La había conseguido durante sus viajes de formación, hacía
años, cuando estuvo brevemente en Escocia. Era una estela celta auténtica y
Lucas supo que iba a funcionar.
- Sofía, escúchame: expulsa
a ese demonio asqueroso de tu cuerpo – dijo, sin alzar la voz, apoyando el
pedazo de madera sobre la frente de Sofía. El demonio chilló de inmediato, pero
pasaron unos instantes antes de que empezara a salir humo. – Yo puedo hacer
algo desde aquí fuera, pero si tú le expulsas desde dentro todo será más fácil.
- ¡¡¡Aaaaahhh!!! ¡¡¡Maldito
humano repelente y asqueroso!!!
– respondió la boca de Sofía, con las palabras del demonio. – ¡¡¡Serás el primero en morir cuando esté liberado de este repugnante cuerpo de carne!!!
- ¡¡Cállate ya, cretino!! –
se escuchó decir Lucas, sorprendiéndose a sí mismo. Estaba cagado de miedo (no
por él, por Sofía) pero también estaba decidido a llegar hasta el final para
salvarla. – ¡¡Sofía!! ¡¡Escúchame y ayúdame!! “¡¡Libera este cuerpo de tu yugo, maldito demonio!! ¡¡Vuelve a la sombra!!
¡¡Vuelve al fuego!! ¡¡Libera este cuerpo y arde en el fuego que te vio nacer!!”
Entonces, no estaba muy
seguro de si era por la alocución (que funcionaba mejor en lyrdeno, pero que por las prisas había
pronunciado en castellano) o porque Sofía le había podido ayudar desde el
refugio de su cerebro, pero el demonio empezó a salir como una nube de humo
negro por la boca de la chica. Lucas se apartó, asustado, pero mantuvo el brazo
estirado y la roseta celta de madera apoyada en la frente de Sofía, hasta que
la estela de humo dejó de salir.
- Sofía. Sofía, ¿me oyes? –
se inclinó sobre la chica. Ésta abrió los ojos, despacio, y los fijó con
dificultad en los del detective.
- Lu.... Lucas....
El demonio, sin cuerpo pero
en esencia, voló dando vueltas por la caverna, aterrizando finalmente sobre
Aliena, que seguía en su plataforma de madera. El demonio entró por la boca de
la atractiva mujer y aprovechó para poseerla: aquella humana estaba libre, no
como la chica, que estaba atada a la madera: podría hacer con aquel cuerpo lo que
quisiera.
Lucas lo vio todo desde el
púlpito de piedra, atónito, mientras acariciaba la cara de Sofía. Aquello no
había acabado.
Aliena (o más bien, el
antiguo cuerpo de Aliena) bajó de la plataforma de madera y caminó por el suelo
de la caverna, sacando la lengua de forma provocativa, acariciando las curvas
del cuerpo con ambas manos, sin dejar de caminar. Los ojos rojos y dorados no
se apartaban de la daga ancha que había caído al lado del cuerpo sin vida de
Felipe Carvajal Roelas.
Y Lucas lo comprendió:
aquella daga era necesaria para liberar el verdadero cuerpo del demonio del
cuerpo del huésped humano. El demonio estaba utilizando el cuerpo de Aliena
para llegar hasta la daga y utilizarla.
Entonces Lucas se acordó de
la daga que Venancio había utilizado para atacarle, la daga que llevaba en el
bolso. La sacó y la miró, valorándola: una nueva corazonada se formó en su
cerebro, pero aquella vez sus conocimientos y su “anomalía” ayudaron a crearla.
No lo pensó más: era un
órdago que había que jugar, no valorar. Saltó del púlpito de piedra y aterrizó
(sintiendo dolor en cada articulación de su cuerpo) delante de Aliena.
- ¡¡Tú
otra vez!!
- Sólo quiero probar una
cosa – contestó Lucas, con soltura y sorna, consecuencia de los nervios y de la
precipitación. Sin pensarlo más (y antes de que el demonio se lo impidiera) le
clavó la estrecha daga, debajo del esternón, casi entre los dos pechos.
- ¡¡¡Aaaaaaaaarrrrggghhhh!!!
Lucas se vio empujado hacia
atrás, cayendo sobre el cuerpo muerto de Felipe Carvajal Roelas. El cuerpo de
Aliena se abrió en dos y del interior salió despedido el cuerpo retorcido de un
demonio de color amarillento, lleno de púas y garras, placas óseas, escamas
como de piedra, muchos miembros y cola en punta.
Por un momento Lucas se
horrorizó al pensar que al final había acabado liberando al demonio él mismo,
pero al instante de que el cuerpo compactado y retorcido del demonio se quedara
suspendido un instante en el aire de la caverna, salió despedido hacia la
hoguera que seguía ardiendo con grandes llamas.
El fuego explotó, algo que
Lucas no creía que fuera posible. Los cuerpos de los Carvajal Sande que había
por allí, incluyendo los de aquellos que sólo estaban heridos, se inflamaron
con las llamas. La cazadora de Lucas también se prendió, pero se la quitó de
dos manotazos y la dejó caer al suelo.
- ¡¡Lucas!! – gritó Sofía.
Éste volvió a subir al
púlpito de piedra (esta vez no se dio cuenta de que le dolía todo al hacerlo) y
se encontró que el camisón de raso de Sofía se había prendido, pero con cuatro
manotazos lo consiguió apagar. La piel de la chica se había quemado en algunos
puntos, pero al menos la prenda no seguía ardiendo.
- ¡¡Salgamos de aquí!! – le
gritó, cortando las ligaduras con la estrecha daga demoníaca, liberando a Sofía
y ayudándola a bajar de la plataforma y de la roca.
Los dos salieron corriendo
de la caverna, esquivando a los cuerpos que ardían, algunos (los que podían)
poniéndose en pie y sacudiéndose en todas direcciones. El fuego,
fantásticamente, parecía expandirse y extenderse por la caverna, impregnándose
en la roca.
Sofía y Lucas, agarrados de
la mano, salieron corriendo por la galería, hasta la salida, mientras detrás de
ellos se quemaban todos los invocadores del demonio y la cueva entera se
llenaba de llamas.