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24 -
(Granito)
Lucas atendió a la policía
cuando llegó, mostrándoles su licencia de detective. Quisieron detenerle como
sospechoso de la muerte de aquel hombre, pero los testigos que había en la
calle (además de la gente que lo había visto perseguirlo) explicaron a la
policía que el muerto había saltado por sí mismo.
El hechizo que Lucas había
hecho hacía una hora, en la Casa de las Veletas, había perdido su fuerza hacía
un rato, antes de la llegada de la policía y como el cadáver del demonio seguía
llevando el anillo de oro, había recuperado su imagen humana, camuflándose de
nuevo. En todo momento los policías creyeron que era un hombre y la gente de la
calle que decía que parecía un monstruo cuando Lucas lo perseguía acabó
creyendo que había sido su imaginación, al ser un fugado tan violento.
La coartada de Lucas fue que
aquel hombre había agredido a su cliente, un hombre de negocios de Europa del
este, que había sido atacado por el muerto en el aljibe de la ciudad. Una vez
que los policías se personaron allí encontraron a Atticus, libre también del
hechizo de Lucas, empapado y siendo atendido por el personal del museo. Al ser
preguntado por la policía, Atticus contestó una historia lo bastante similar a
la de Lucas como para que colara, así que las sospechas sobre el detective
descendieron notablemente. Sin embargo requirieron su presencia en comisaría,
para interrogarle. Lucas no quiso enmarañar más aquel asunto, así que accedió,
demostrando con sus respuestas que no era el culpable de la muerte de ningún
ser humano (quizá de un demonio, pero de ningún hombre).
Así pues, cuando volvió a
por Atticus (que durante la ausencia de Lucas se había encargado de quemar el
cuerpo del primer demonio muerto), ya eran más de las tres de la madrugada. El Guinedeo dormía profundamente en una de
las camas de la habitación, y aunque Lucas quería volver inmediatamente a
Cabezuela del Valle y a la mansión, tuvo que reconocerse que estaba agotado y
confundido: dormir también le vendría muy bien a él.
A la mañana siguiente
despertaron tarde y además tuvieron que volver a comisaría, a hacer de nuevo la
pantomima de detective y cliente, para reafirmar sus declaraciones y firmarlas.
Pasaban de las cuatro de la tarde cuando pudieron salir de comisaría. Buscaron
el Twingo, pagaron la habitación en el hotel y salieron a toda pastilla de
vuelta a la mansión Carvajal-Sande.
- ¿Dijo que era el
recipiente adecuado? – preguntó Atticus.
- Eso es, algo así – asintió
Lucas, conduciendo el Twingo a toda velocidad por la carretera. Había encendido
las luces del techo, para ver si así conseguía librarse del tráfico, pero lo
cierto era que casi no había coches en la carretera.
- Así que alguien quiere
traer un demonio a esta dimensión, usando a Sofía como portal, o algo así.
- Los demonios no pueden
transmutarse con su cuerpo en otra dimensión, sólo poseer uno que ya exista
allí – explicó Lucas. – Si quieren traer a un demonio completamente aquí
necesitan un portal.
- Y un ser humano puede ser
un portal – asintió Atticus.
- Todos los intentos de
posesión eran el paso previo, querían meter al demonio dentro del cuerpo de
Sofía – argumentó Lucas, vigilando la carretera. – Una vez dentro, lo sacarían
como fuese.
- Matando a la muchacha,
¿no?
Lucas no respondió, pero en
realidad fue suficiente respuesta.
- Acelera.... – le pidió
Atticus, preocupado. Lucas miró de reojo el velocímetro pero aun así acabó
haciéndole caso al Guinedeo.
“Volaron” con el Twingo
modificado de Lucas, recorriendo las carreteras extremeñas a toda prisa, con
una sensación de urgencia que iba creciendo a cada kilómetro recorrido. La
angustia por llegar tarde se iba acrecentando: Lucas no podía hablar en nombre
de Atticus, pero él sentía un agobio apretándole el pecho muy incómodo. Sofía
podía estar en peligro en aquel mismo momento. Sólo deseaban llegar a tiempo.
Con la noche temprana del
invierno Lucas detuvo el coche en Navaconcejo, frente a la casa del maestro,
aparcando en la misma carretera, en el amplio arcén/acera que recorría todo el
pueblo. Salió del Twingo agarrando la mochila; Atticus salió por su puerta y se
dirigió a él.
- ¿Por qué paramos aquí? –
se sorprendió el Guinedeo.
Lucas se detuvo, aún al lado
del coche, encarándose con su compañero, antes de cruzar la carretera.
- ¿Quién nos dijo que
fuésemos a la iglesia de Santiago? – contestó Lucas, con rabia. – ¿Quién fue el
que nos llevó hasta la trampa que nos tendieron esos dos demonios?
Los bulbos amarillos que
eran los ojos de Atticus brillaron con un resplandor dorado, lo que en su forma
camuflada era alzar las cejas, cuando la comprensión se abrió camino entre su
confusión.
- Tu compañero de piso....
- El mismo cabrón – contestó
Lucas, dándose la vuelta, cruzando la carretera con paso firme, aprovechando
que no había tráfico. Fue como un ariete hasta la puerta de la casa, seguido
por Atticus, que correteó tras él. Lucas aporreó la puerta, a pesar de que
tenía las llaves, y esperó a que desde el interior le abrieran.
Francisco Pizarro Huete los
miró con cierta extrañeza, pero no mostró sorpresa ni asombro, su cara apenas
se movió. Aquello encabronó todavía más a Lucas, que abrió al puerta de un
empujón, golpeando al maestro.
- ¡¡Eh!! –se quejó éste,
pero poco más pudo decir, porque Lucas entró en la casa como una tromba, empuñando
una de sus pistolas de aire comprimido, apuntando a la garganta de Francisco
Pizarro, agarrándole de la camisa y empujándole al interior de la casa, por el
pasillo. Atticus, detrás de él, algo avergonzado e incómodo, cerró la puerta de
la calle. – ¿Qué hace? ¿Eso es una pistola? ¡Suélteme!
Lucas llevó a su casero
hasta la puerta del salón, lo introdujo allí empujándole, sin dejar de
apuntarle con la pistola, y lo tiró sin miramientos al sofá que había a la
derecha de la puerta, pegado a la pared.
- Quédate ahí quieto si no
quieres que te pegue un tiro – le amenazó Lucas, con rabia. El maestro lo miró
asustado, pues en ningún momento de su estancia juntos le había visto así.
Atticus entró en el salón, tratando de no hacer ruido y pasar desapercibido. Se
sentó en una de las sillas que había alrededor de una mesa, frente a la puerta.
Desde allí observó a Lucas, de pie ante el sofá, donde se acomodaba el maestro,
sin perder de vista la pistola. – ¿A que no te esperabas vernos de vuelta?
Supongo que creías que lo próximo que sabrías de nosotros sería las noticias
que verías en la tele, cuando informaran de nuestra muerte....
- ¡¿Qué dice?! – preguntó
Francisco Pizarro, sin entender nada. – ¿¡Su muerte?!
- ¡¡No te hagas el tonto,
cabrón!! ¡¡Nos mandaste a una trampa para que nos mataran!! – chilló Lucas, señalándose
con la pistola y a Atticus también. El maestro lo miraba asustado, con cara de
no entender nada.
- ¡¡¿Pero qué dice?!! ¡¡Yo
no he hecho nada de eso!!
- ¿Por qué nos mandaste a la
iglesia de Santiago, eh? –inquirió Lucas, acercándose un paso a su interrogado.
– Fue allí donde quedaste con esos monstruos, ¿no? ¿Para que nos siguieran y
nos mataran?
- ¡¡Se ha vuelto loco!! –
Francisco Pizarro se retorcía en el sofá, mirando a Atticus, tratando de
encontrar ayuda allí, pero el Guinedeo
no quería tomar parte en aquello: sólo era un mero espectador.
- ¿Loco? No he soñado que
ayer mismo, hace casi veinticuatro horas, dos demonios nos siguieron desde la
iglesia de Santiago en Cáceres y trataron de matarnos.
- ¿Demonios? – arrugó la
cara el maestro. – ¿Está de coña?
Lucas se acercó más al
maestro, apuntándole al pecho. Éste se encogió en el sofá, subiendo los pies al
asiento.
- ¡Claro que no estoy de
coña! ¡Estamos vivos de milagro! – aseguró, aunque en realidad pensaba que se
habían salvado por su profesionalidad, la de los dos. Después volvió a
preguntar – ¿Por qué nos mandaste ir a la iglesia?
- ¡¡Porque habían ido a
Cáceres a investigar la familia Carvajal, ¿no?!! – respondió el maestro,
asustado, desorientado, pero sin ánimo de achantarse. – ¡¡La iglesia tiene un
montón de escudos de la familia, me pareció una curiosidad que debían ver!!
Quizá usted allí descubriría algo....
Aquella afirmación le
provocó otra duda a Lucas.
- ¿Cómo supiste que yo era
detective paranormal? No te lo dije, estoy seguro de eso – y entonces se le
ocurrió una posibilidad. – ¿Fue alguien de la familia? ¿Algún familiar que está
detrás de todo esto, contigo?
- No, no sé qué dice.... –
dudó el maestro, haciendo que Lucas pensara que habían llegado a algo
importante. – Simplemente gugleé su
nombre....
- ¡¿Qué?!
- Que lo busqué en Google. Al poner su nombre en el
buscador encontré mucha información sobre usted, antiguas noticias, también de
este verano en Salamanca.... su página web.... Ahí pude averiguar su trabajo
real.
- ¿Y sueles buscar en Google a la gente nueva que conoces? –
se sorprendió Lucas, extrañado.
- No.... Sólo lo he hecho
alguna vez.... Buscar a otra gente es mejor que buscar mi propio nombre: sólo
encuentro resultados del antiguo conquistador.... – dijo el maestro, con un
tono tan apenado que incluso Lucas sintió lástima por él. Con un parpadeo
volvió a centrarse.
- Entonces cuando supiste quién
era, fue cuando organizaste todo esto, ¿no? Buscaste la forma de deshacerte de
nosotros. Pero como estuvimos mucho tiempo fuera no pudiste hacer nada, hasta
que te enteraste de que íbamos a Cáceres y pudiste organizar la trampa....
- ¡¿Qué trampa?! ¡Yo no he
organizado nada!
- Entonces, ¿por qué
parecieron esos demonios justo en el sitio donde nos habías mandado? ¿Por qué
nos siguieron y trataron de matarnos?
- No lo sé, no.... no entiendo
nada.... – farfulló el maestro y lo más curioso era que a Lucas le parecía
realmente confundido.
- ¡¡Esos demonios
aparecieron allí donde tú nos mandaste y trataron de matarnos!! ¡¡A los dos!! –
volvió a señalar Lucas, alternativamente a sí mismo y a Atticus, con la
pistola. El Guinedeo permanecía
inmóvil y en silencio sentado a la mesa redonda, contemplando el
interrogatorio. Parecía tan confundido como el maestro.
- Cuando dice demonios se
refiere a.... – el maestro se quedó sin palabras, esperando una respuesta que
le aclarara aquel embrollo.
- ¡¡Demonios!! ¡¡Criaturas
demoniacas de otra dimensión!! ¡¡Monstruos del mal!! – gritó Lucas, cabreado.
- No puede ser.... ¿No me
diga que de verdad cree en esas cosas? – por primera vez Francisco Pizarro dejó
de mirar la boca de la estrecha pistola y miró cara a cara a Lucas, con la boca
abierta. – Está usted como una puta cabra....
- ¡¡Pero tú sabes a lo que
me dedico!! – se justificó Lucas, que no entendía, fruto de su cabreo y de su
ofuscación, cómo podía dudar el maestro en aquel momento de la veracidad de sus
palabras.
- ¡¡Sí!! ¡¡Pero pensé que se
dedicaba a engañar a incautos y a cretinos que creían en todas esas mierdas!!
- ¡¡Pero si tú me contaste
la historia de los dos hermanos Carvajal, la leyenda de la maldición de la
familia!! ¡¡Me diste pistas para que siguiera investigando!!
- Le conté cosas que sabía,
porque pensé que le vendrían bien para tratar con la familia. Pensé que los
estaba engañando – explicó Francisco Pizarro, y tanto Lucas como Atticus
pudieron notar que era tremendamente sincero. – Que le habrían contratado para
alguna excentricidad suya y que usted iba a aprovecharse de ellos. Me pareció
bien.
- ¿Tienes algo contra ellos?
¿Te parecía bien que los engañara o los hiciera daño? – indagó Lucas, creyendo
que allí había un hilo del que tirar.
- No les tengo ninguna
simpatía, pero tampoco les deseo ningún mal – explicó el maestro. – Pero si
usted les engañaba y eso les costaba unos cientos o miles de euros, me parecía
bien. Les tengo algo de tirria desde que sé cómo tratan a su hija menor. Esa
pobre chica debería estar en un instituto, tratando con gente de su edad y no
separada del mundo desde pequeña....
Lucas Barrios dudó un
momento, acariciándose el mentón con la mano izquierda, mientras la derecha
dejaba de apuntar poco a poco a su casero. Se volvió a mirar a Atticus, que se
encogió de hombros sentado a la mesa. Aquello no parecía dar para más y desde
luego Francisco Pizarro Huete no era ningún actor: había sido sincero. Algo no
le encajaba a Lucas, pero desde luego el hombrecillo que tenía delante no era el
causante de las penurias de Sofía.
- ¿Ya no tiene más
preguntas? ¿Se ha convencido ya de que no he tenido nada que ver con eso que
dice que les ha pasado en Cáceres? – preguntó Francisco Pizarro, mirando
alternativamente a Lucas y a Atticus, al ver que los dos se quedaban en
silencio e intercambiaban miradas confusas.
En ese mismo instante
llamaron al timbre, con tranquilidad. Lucas miró a su casero, alzando una ceja.
- ¿Esperas a alguien?
- No les esperaba ni a
ustedes dos – les señaló Francisco Pizarro, encogiéndose de hombros. – No sé
quién será.
- ¿Puedes ir tú? – pidió
Lucas volviéndose hacia Atticus. – No quiero dejar solo a este, todavía no....
- Vale.
Atticus se levantó sin
problema y volvió por el pasillo hasta la puerta de entrada, abriéndola con
despreocupación. Cuando se encontró frente a los ojos la boca de una pistola
bastante más grande que las que usaba Lucas se arrepintió de no haber mirado
antes por la mirilla.
- Date la vuelta y vuelve
pa’ dentro – le indicó el recién llegado, haciendo señas con la punta del arma.
– Levanta las manos y llévame a donde esté Lucas....
El detective arrugó las
cejas cuando vio entrar a Atticus en el salón con los brazos levantados (los
cuatro) pero las alzó como con un resorte al ver quién lo guiaba hasta allí, a
punta de pistola. Lucas alzó la suya, como un rayo, mientras sacaba la otra del
bolsillo del pecho del mono rojo, apuntándole con él.
- ¡¡Gerardo!! ¡¿Qué estás
haciendo?!
- Reunirme con vosotros –
indicó el camarero, mientras hacía que Atticus se sentara en la silla frente a
la mesa, el mismo sitio del que había salido hacía un momento, aunque él no
podía saberlo. – No esperaba volver a veros, pero cuando no tuve noticias de
Cáceres vine hasta aquí, prevenido, deseando que no fueran verdad mis temores, pero
cuando te vi aparecer con tu ridículo coche tuve que reconocer que habíamos
fallado.
Lucas estaba atónito, sin
dejar de apuntarle. Se le hacía extraño apuntar con las dos pistolas a alguien
que le caía tan bien, pero con cada palabra del camarero se acostumbraba más.
- Gerardo....
- Hazme el favor de bajar
las armas, venga – dijo Gerardo Moríñigo Cobo, con un gesto de la cabeza, a la
vez que se acercaba a Atticus y le apoyaba su pistola de 9mm en la nuca – o si
no tendré que pintar las paredes con los sesos de tu amigo.
Lucas sabía cómo eran los
cerebros de un Guinedeo y no tenía
ganas de verlos salir volando y cubrir las paredes, incluso si aquel ente no
fuese colega suyo como lo era Atticus. Bajó las armas.
- Déjalas ahí, sobre la
mesa, y aléjate otra vez. Siéntate en ese sillón – indicó Gerardo. Lucas
obedeció. – Y tú, ni se te ocurra acercarte un milímetro a ellas, o te vuelo la
cabeza.
Atticus, a quien iba
dirigida la amenaza, asintió, sin que su mirada se aflojara un poco. Las
pistolas de Lucas estaban sobre la mesa redonda a la que estaba sentado, pero
no iba a hacer intención de tomarlas, vista la ansiedad que lucía el camarero
armado. Lucas se sentó en el sillón que hacía ángulo recto con el sofá, todavía
ocupado por el maestro, que si antes no entendía nada ahora menos todavía.
Gerardo Moríñigo ocupó el lugar que antes ocupaba Lucas, frente a todos, de
pie.
- De verdad que no esperaba
volver a verte, magnífico Lucas, pero eres bueno....
Y entonces Lucas, que no
había dejado de hacer cábalas desde que vio aparecer al camarero apuntando a
Atticus, lo vio todo claro. Se llevó las manos a la cara, frotándosela con
ellas.
- Claro, joder....
- ¿No lo habías intuido ni
siquiera un poco? – dijo Gerardo, con sorna. – ¿No te lo habías imaginado?
Lucas se quitó las manos de
la cara y miró al camarero, al que creía que era su colega. Más allá vio a
Atticus: la frente gomosa del Guinedeo
se sacudía como la superficie del océano con mar arbolada, lo que en su versión
humana se traduciría como un fruncimiento del ceño.
- Él está detrás de todo –
señaló Lucas, dirigiéndose a Atticus, como si no le importara que Gerardo
estuviera allí delante. En realidad no le importaba. – Él nos mandó a la plaza
de San Jorge: allí fue donde nos cazaron los demonios. Nos siguieron,
vigilándonos, desde allí a la iglesia y de la iglesia de vuelta a la plaza.
Entonces fue cuando nos atacaron – mientras lo explicaba todas las piezas
encajaban y se insultó mentalmente, por no haberse dado cuenta antes. Estaba
claro que no estaba en forma, después de tantos meses sin trabajar. – No nos
esperaban en la iglesia de Santiago y nos siguieron desde allí: cuando nos
dimos cuenta de que nos seguían ya hacía rato que lo hacían.
- Menudo cabrón.... – musitó
Atticus, mirando con inquina al camarero que los apuntaba a todos.
- Me pregunto qué hicisteis
con esos dos tipos – se preguntó en voz alta, para que todos pudieran oírlo. –
Me los recomendaron como dos sicarios excepcionales....
- Mandaste dos demonios
contra el mejor detective paranormal del país: eso fue lo que falló – se jactó
Lucas, con voz despreciativa. Gerardo, muy lejos de sentirse insultado, rio a
carcajadas. Al alzar la cabeza para reír el maestro Francisco Pizarro hizo un
gesto como de ir hacia él, saltarle encima, cabreado, pero Lucas le detuvo con
una seña.
- No sabía que eras tan
chulito, Lucas. La verdad es que no te queda mal – le abarcó con un gesto de la
mano libre, mientras le sonreía.
- Y también eres tú el que
anda detrás de las posesiones de Sofía, claro – caviló Lucas, montando la
teoría a medida que hablaba. – El día de la cena, cuando el segundo intento,
fuiste tú quien invocó al demonio: no estabas allí, por eso pudiste hacerlo. No
era nadie de la familia....
- Una vez que llegaste aquí
no podían hacerlo contigo delante, por eso me pidieron ayuda – dijo Gerardo,
sonriendo, sin saber que había mordido el anzuelo, hasta el paladar.
- Así que sí hay alguien de
la familia implicado – asintió Lucas, con la confirmación de Gerardo, que
demudó el rostro al darse cuenta de que había hablado de más. – Y más de uno,
además....
- Me da igual que lo sepas,
Lucas, porque no vas a poder hacer nada: ya es muy tarde, tienen a la chica y
te queda poco tiempo de vida. Además ellos están muy lejos – gruñó Gerardo,
molesto consigo mismo por haber metido la pata y con Lucas por mofarse de él.
Meneaba la pistola, apuntando a Lucas, mientras hablaba.
- ¿Más lejos que la mansión?
– Lucas alzó las cejas, haciéndose el ofendido.
- Más lejos, sí.... –
Gerardo ya no caía en la trampa, y sonreía a Lucas como un tiburón peligroso,
con ganas de comer detective para cenar. – Y ahora ponte de pie: nos vamos de
aquí. Los tres.
- Déjalos fuera de esto –
pidió Lucas, sabiendo que iba a ser imposible.
- Ellos también saben toda
la movida, así que no puedo dejarlos aquí – Gerardo hizo una mueca con la boca
y alzó las palmas de las dos manos, a ambos lados del cuerpo, queriendo dejar
claro que no había otra opción.
Pero sí la había. El maestro
Francisco Pizarro creyó que podría aprovecharla. Se equivocaba.
Pero él no lo sabía, así que
se levantó a toda velocidad del sofá, agarrando la mano con la que Gerardo
Moríñigo Cobo sostenía la pistola, apartándola de él y de sí mismo. El primer
disparo se perdió en el techo de la vivienda.
- ¡¡Francisco!! ¡¡No!! –
gritó Lucas, poniéndose también de pie. Atticus se acurrucó contra la pared,
sin dejar de mirar cómo los dos humanos forcejeaban.
El segundo disparo salió
inclinado hacia arriba, pero dio en una pared antes de alcanzar el techo. Los
dos hombres gruñían, agarrando las cuatro manos el arma, tratando de hacerse
con ella. Estaban muy cerca el uno del otro y Lucas no podía intervenir.
Tampoco podía pasar al otro lado del salón, donde estaba la mesa con sus
pistolas, pues el espacio era muy pequeño y Francisco y Gerardo estaban en el
medio.
Entonces sonó el tercer
disparo. Aquel ya no llegó ni a las paredes ni al techo, pues impactó en el
vientre del maestro, lanzándole hacia atrás, cayendo de nuevo al sofá. Incluso
Gerardo parecía sorprendido y horrorizado.
Lucas actuó con celeridad.
No tenía sus pistolas, pero en uno de los múltiples bolsillos del mono estaba
su pistón trifásico fotovoltaico, que sacó con un tirón. Extendió el brazo
hacia Gerardo, que se giró hacia él.
- ¡¡Atticus!! – gritó Lucas,
esperando que su compañero lo comprendiera, pues los ojos de los Guinedeos son mucho más sensibles que
los de los humanos. Cerrando los suyos y cubriéndose con el brazo libre, Lucas
activó las dos luces en ráfaga potente. Las luces de colores llenaron el
pequeño salón, dejando ciego por un momento a Gerardo.
- ¡¡Aaaahhh!! – gritó,
llevándose la mano libre a los ojos.
Lucas, que se había protegido,
podía ver perfectamente. Alzó el pistón trifásico como si fuera una maza y con
el lateral metálico golpeó al desorientado Gerardo en la nuca, haciendo que
cayera sobre la mesa baja de delante del sofá como un fardo.
Atticus, que había entendido
la llamada de alarma de Lucas y se había cubierto los ojos con sus cuatro
“manos”, se puso en movimiento. Llegó hasta el sofá y puso boca arriba al maestro.
Francisco Pizarro Huete tenía el rostro crispado, agarrándose con dolor la
herida de la barriga. Sangraba abundantemente y Atticus agarró el mantel de la
mesa redonda para taponarle la herida. El maestro gemía, sin pronunciar
palabra.
- Mierda. Mierda, mierda,
mierda.... – musitó Lucas al verle, después de dar la vuelta a Gerardo y
comprobar que respiraba a pesar de haber perdido el conocimiento. Al ver que
Atticus tenía atendido al maestro, Lucas salió corriendo del salón, saltando
por encima del cuerpo inconsciente de Gerardo, que estaba tendido en el suelo.
El detective llegó hasta su habitación y cogió un botiquín de su maleta, volviendo
al salón a toda prisa. – Toma, coge unas gasas: funcionaran mejor que eso....
Mientras Atticus atendía a
Francisco Pizarro, que se moría (literalmente y de dolor), Lucas salió de la
casa y cruzó la carretera, apresurado, sin mirar, librándose de ser atropellado
por muy poco. Entró en el Twingo y buscó algo en el falso asiento trasero.
Cuando lo encontró volvió a la casa, asegurándose esta vez de que podía cruzar.
Hacía mucho frío fuera y sus jadeos (por la prisa y por los nervios) provocaron
densas nubes de vaho.
- Ya estoy aquí – dijo a
modo de saludo, al volver a entrar en el salón. Francisco Pizarro Huete estaba pálido,
pero seguía consciente, gimiendo de dolor. Atticus había conseguido frenar la
hemorragia con puñados de gasas sobre el disparo, aunque sólo con eso el
maestro no sobreviviría.
Lo primero que hizo Lucas
fue ponerle a Gerardo las esposas que había ido a buscar al coche. El camarero
estaba inconsciente, pero no sabían cuánto tiempo duraría así, así que era
mejor prevenir. Le encadenó al radiador que había tras la mesa redonda y
aprovechó que estaba allí para recuperar sus pistolas. Recogió el pistón trifásico
del suelo (comprobando que no estaba abollado ni estropeado por el golpe) y se
lo guardó en el bolsillo mientras se volvía hacia Atticus y el maestro.
- ¿Cómo estás, Francisco?
- Me duele, no te jode.... –
dijo, tratando de sonar divertido, pero sin conseguirlo. Su cara estaba
crispada por el dolor, cada vez más pálida, al mismo ritmo que los puñados de
gasas ensangrentadas crecían en un montón sobre la mesa baja.
- Voy a llamar a una
ambulancia, no te preocupes. En seguida estarán aquí y se ocuparán de ti – le
prometió Lucas, agobiado, sacando el móvil del bolsillo. – No te vas a morir,
te lo prometo....
Francisco Pizarro se limitó
a asentir, dolorido, sin más ganas de tratar de hacer comentarios ingeniosos.
Lucas habló con el 112 y les explicó la situación. Le aseguraron que estarían
allí en diez minutos.
- Están de camino. Imagino
que acompañados por la policía – explicó volviendo a entrar en el salón y
encarándose con Atticus, que seguía taponando la herida. El Guinedeo le miró con preocupación, ante
la inminente llegada de las autoridades. – No creo que haya problemas, porque
tenemos al verdadero culpable aquí mismo, esposado y con un lacito para la
policía. Pero si nos quedamos los dos, Sofía no tendrá oportunidad de salvarse.
- Ese malnacido dijo que ya
llegábamos tarde y que tenían a la chica lejos de aquí – asintió Atticus,
recordando las palabras de Gerardo.
- Tengo que irme. Tengo que
ir a buscarla. A salvarla, si todavía es pronto – dijo Lucas, con tono de
petición, aun sabiendo lo que le estaba pidiendo a su compañero.
- Vete.
- ¿De verdad?
- Francisco necesita nuestra
ayuda y Sofía también: es una suerte que seamos dos – la trompetilla de Atticus
hizo un gesto raro y Lucas comprendió que era una media sonrisa, nada
divertida. – Vete con la chica, sálvala. Yo me quedo con Francisco y con la
policía....
- Gracias – asintió Lucas,
posando su mano en el hombro del Guinedeo.
Después se inclinó sobre el maestro. – Aguanta, ¿eh? En seguida vienen los
sanitarios a encargarse de ti....
Francisco Pizarro Huete le
agarró el antebrazo con fuerza, manchándole el mono de sangre.
- Salva a la niña – le
ordenó, con la voz estrangulada y mirándole fijamente a los ojos. – Vete a la
mansión. No todos pueden estar detrás de esa maldad....
Lucas asintió, comprendiendo
y después se levantó, dedicándole un toque amistoso a Atticus antes de salir
del salón. Se detuvo un instante en su habitación para coger las cartucheras de
las pistolas y se las colocó mientras salía a por el Twingo. Una vez dentro
comprobó que llevaba suficientes cosas para enfrentarse a unos adoradores de
demonios y después arrancó.
Al salir a la carretera,
camino de Cabezuela del Valle y de la mansión Carvajal-Sande, recordó que ya no
llevaba la roseta celta de plata colgada de la tarjeta de arranque del coche:
la tenía Sandra Herminia Carvajal Sande.
Deseó que la hipótesis del
maestro fuese cierta. Deseó que no todos los miembros de la familia estuvieran
detrás de aquello, de los intentos de posesiones de la más pequeña.
Deseó que Sandra no formara
parte del aquelarre.
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