-
23 -
(Granito)
- Suéltale – ordenó Lucas,
pensando con rapidez. No dejaba de girarse, para tener a los dos demonios
controlados, aunque en este momento estaba frente al grande que sujetaba a
Atticus. El demonio soltó una carcajada. Lucas miró por encima del hombro, para
ver al pequeño, que no se había movido. Su cara era de suficiencia y
superioridad.
Era invierno y era de noche,
pero a Lucas le parecía increíble que nadie pasase por allí en aquel momento.
Incluso la gente del bar, allí al lado, parecía no darse cuenta de nada de lo
que había en la calle.
- Suelta tus armas y
soltaremos a tu amigo – dijo el demonio pequeño, de color verdoso. Aquello era
un farol, muy mal tirado además: Lucas no podía creer que el demonio pensara
que se lo iban a tragar.
Pero aquello le hizo pensar.
Lucas llevaba todo el día vestido “de calle”, con vaqueros, camiseta y cazadora
con forro de borreguillo. No llevaba puesto su mono, así que no llevaba sus
armas a mano, ni las pistolas de aire comprimido colgadas de sus arneses. Pero,
desde aquel verano, había aprendido a no separarse de sus armas, de unas pocas
al menos, así que llevaba todo el día con la mochila.
- Vale, tranquilos – actuó
Lucas, alzando las manos, volviéndose al demonio grande, de color granate. Se
quitó la mochila con cuidado, lentamente, volviéndose al demonio pequeño,
tratando de parecer asustado. Bueno, eso no le costó demasiado, pero lo que sí
disimuló fue su siguiente movimiento.
Con rapidez, deseando no
engancharse, corrió la cremallera, metió la mano en la mochila y la dejó caer
al suelo, mientras se giraba. Una de sus pistolas de aire comprimido, con el
cargador medio lleno de bolas de plata, estaba en su mano. De cara el demonio
granate alzó la pistola y apuntó, disparando, todo en el mismo movimiento.
Lucas volvió a acordarse del “hombre sin nombre” de Clint Eastwood.
El hombro del demonio
estalló, lanzando espesa sangre granate alrededor. Atticus, sin molestarse por
ensuciarse, se apartó, saliendo del alcance del demonio, liberándose. Lucas se
giró rápidamente para alcanzar al otro demonio, pero se encontró que el pequeño
había salido corriendo, hacia la escalinata delante de la iglesia. Lucas apuntó
y lanzó dos disparos, fallándolos: el segundo impactó en la estatua de bronce
de San Jorge, que estaba en una hornacina en el centro de la escalera.
El demonio granate se
incorporó desde el suelo, gruñendo, alzando el brazo ileso hacia Atticus,
aunque estaba fuera de su alcance. Lucas, advertido por el rugido, volvió a
darse la vuelta, apuntando al pecho del demonio y dándole dos tiros, certeros.
El enorme demonio cayó al suelo, muerto.
- ¿Estás bien? – preguntó
Lucas, mirando todavía al demonio muerto, apuntándole con la pistola.
- Perfecto – contestó
Atticus, acercándose al demonio. Le atizó una patada con la pezuña, demostrando
que estaba muerto.
- Hay que sacarlo de ahí en
medio – masculló Lucas, molesto por tener que encargarse de eso, cuando lo que
deberían hacer era ir tras el demonio verdoso que había huido. Atticus lo ayudó
a levantar al pesado demonio y meterlo, con ciertas dificultades, dentro de un
contenedor que había allí al lado, sin duda para los desperdicios del bar.
- ¿Y ahora?
- Luego volveremos a
quemarlo – contestó Lucas, sabiendo que no debían dejar ni rastro de aquel
demonio. Todo sería mucho más fácil si la gente supiera de la existencia de
entes paranormales, corpóreos, demonios, espectros y demás criaturas, pero como
todo era secreto, no podían dejar el cadáver del demonio granate en el contenedor.
– Ahora hay que ir a por ese otro malnacido.
- Habrá vuelto a ponerse el herêq – se lamentó Atticus. – No sé cómo
vamos a encontrarlo.
Lucas había salido en
marcha, encaminándose hacia la escalinata, buscando huellas o rastros del
demonio. Atticus lo siguió.
- Podemos seguirle durante
un trecho – dijo Lucas, señalando al suelo, a algo que sólo él podía ver. –
Pero al cabo de unos metros se perderá el rastro.
- Tenemos que encontrarle –
dijo Atticus. – Venían a matarnos. Y alguien les había enviado.
- Hay que mantener una
amigable charla con él – ironizó Lucas, recargando la pistola. Aprovechando el
momento sacó también el pistón trifásico y lo metió en el bolsillo de la cazadora.
– ¿Quieres una pistola?
- Tengo mis trucos – sonrió
Atticus. Después se pusieron en marcha.
- Creo que puedo hacer una
cosa – comentó Lucas, atento al suelo, subiendo por las escaleras de la iglesia
de San Francisco Javier, siguiendo el rastro que su “anomalía” le permitía ver.
– Antes, en la Casa de las Veletas, he visto un altar romano. Es pagano, así
que puede servir.
- ¿Para qué?
- Una especie de invocación
– explicó Lucas, deteniéndose detrás de la iglesia de San Mateo. Luego miró a
Atticus, sonriendo con ironía. – No te va a gustar.
Atticus no supo a qué se
refería su compañero, así que no dijo nada. Esperó a que Lucas siguiera
caminando, pero el detective sólo miró al suelo, a su alrededor.
- ¿Se ha perdido el rastro?
Lucas asintió, mordiéndose el
labio, apesadumbrado. Había durado menos de lo que había previsto.
- ¿A la Casa de las Veletas,
entonces? – preguntó Atticus, retóricamente.
- Vamos.
Los dos llevaban toda la
tarde paseando por la parte amurallada de Cáceres, la parte histórica monumental,
así que se orientaban bien a aquellas alturas. Desde donde estaban llegaron a
la Casa de las Veletas en un momento. La hora de cierre estaba cerca, pero el
conserje no les puso pegas. La entrada era gratuita.
Recorrieron con prisa todas
las salas de exposiciones, donde se mostraban diferentes muestras de la
historia de la ciudad, desde la prehistoria hasta la época romana. Dieron la
vuelta a toda la exposición, para acabar en el patio central del palacio. Allí
había media docena de personas, los últimos visitantes del día. Desde el patio,
por una escalera estrecha pegada a la pared, se accedía al antiguo aljibe de la
ciudad, utilizado en la antigüedad y mantenido en la actualidad casi como
antaño, como reclamo turístico.
En el patio, bajo un arco
bajo, estaba el altar de piedra que había visto Lucas en su primera visita. Era
cuadrado, de un metro de alto, tallado y con una pila en lo alto. Lucía una
inscripción en un costado, abreviada.
- ¿Qué es esto?
- Un altar romano – explicó
Lucas. – Mira la inscripción.
Al lado del altar había una
placa con la transcripción y Atticus se fijó en ella. Según la placa, lo
escrito en el altar de piedra decía: “A Júpiter Óptimo Máximo. Marco Helvio
cumplió un voto de buen ánimo”
- El tal Marco Helvio dedicó
este altar a Júpiter, el padre de los dioses – explicó Lucas. – Es un altar
pagano que está consagrado, al final eso es lo que importa.
- Para hacer tu invocación.
Lucas asintió.
- De esa manera el anillo de
ese desgraciado ya no funcionará: se podrá ver su verdadera naturaleza –
contestó Lucas. Después miro con intención a Atticus. – La verdadera naturaleza
de todos los entes que anden por aquí.
Los ojos amarillos de
Atticus brillaron de repente.
- Bueno. Tú ya me ves como
soy.
- Pero aquí hay más gente.
Atticus miró alrededor y
después se encogió de hombros, volviendo a Lucas.
- Adelante – su voz sonó
divertida. Disfrutaba con lo que iba a pasar.
Lucas sacó un botellín de
agua de la mochila y vertió un poco sobre la pila superior del altar de piedra.
Después sacó disimuladamente una bola de plata de la pistola y la dejó caer en
el agua. Después puso las manos sobre el altar, sin tocar el agua, tomando
aire. Cerró los ojos y enunció:
El agua se agitó, como si
una piedra hubiese caído dentro. La bala de plata tintineó, dentro de la pila.
El altar se iluminó, brevemente, como un destello.
Y eso fue todo.
- ¿Ya está? – preguntó
Atticus, decepcionado.
Una mujer que estaba en el
patio chilló fuertemente, mirando a Atticus. El resto de personas que estaban
allí la miraron asombrados y después miraron al ente, gritando asustados como
ella. Todos los humanos salieron corriendo del patio.
- Vale, ya veo que ha
funcionado – aceptó Atticus, resignado. Lucas sonrió, sacando la bala del agua.
- Vamos, esto no durará
mucho.
Un grito horrorizado vino
desde la parte baja de las escaleras que llevaban al aljibe. Atticus y Lucas
miraron asombrados allí y se acercaron a las escaleras, bajando por ellas con
cuidado. Abajo llegaron a una galería al borde de un jardín y al fondo había
una abertura oscura, por la que se bajaba de verdad al aljibe. Una pareja de
mujeres jóvenes aparecieron por la abertura, chillando asustadas. Al ver a
Atticus gritaron más, deteniéndose de repente. Lucas se puso delante de
Atticus, tapándole parcialmente. Las mujeres reaccionaron, dándose la mano y
corriendo juntas escaleras arriba, de vuelta al patio de la Casa de las
Veletas.
- Allí hay un ente – comentó
Lucas, echando a andar hacia la puerta que daba al aljibe. Se agachó para pasar
por el hueco y luego descendió por las escaleras de piedra, con cuidado de no
perder el pie, pues los escalones eran viejos y estaban desgastados.
El aljibe era una cámara
rectangular, con el techo sostenido por columnas y arcos de herradura. Durante
la época en la que se utilizaba la cámara habría guardado grandes cantidades de
agua, en las épocas de abundantes lluvias, pero ahora que simplemente era un
lugar turístico sólo había un metro de agua, iluminado desde el fondo con
pequeñas luces led. Se había construido un pequeño corredor de madera, con
baranda de metal, pegada a la pared, haciendo un codo de unos diez metros de
largo.
No había nadie allí dentro.
- ¿Qué es lo que han visto
aquí? – preguntó Atticus, fijándose en el agua, esperando encontrar allí a
alguna criatura acuática.
Pero la criatura que había
espantado a la pareja de turistas no estaba en el agua. Era el demonio que
buscaban, que se había refugiado allí al escapar de ellos, sin saber que
precisamente la pareja que lo cazaba iba a ir allí mismo. El demonio verdoso
estaba encaramado a un arco, escondido en la penumbra de lo alto. Al ver
aparecer precisamente a aquellos de los que huía saltó desde lo alto, cayendo
al lado de Lucas, golpeándole y agarrándole de los hombros.
- ¡¡Lucas!! – gritó Atticus,
adelantándose, agarrando al demonio para sacárselo de encima a Lucas. Al tirar
del demonio, los dos perdieron el equilibrio y cayeron al aljibe, pasando por
encima de la barandilla, salpicando agua.
Lucas recuperó el aliento,
después del golpe que el demonio le había dado en el estómago, agarrándose a la
barandilla, mirando al agua. La altura era de un metro, suficiente para que el
demonio empujara del cuello hacia abajo a Atticus, ahogándole. Lucas sacó la
pistola del bolsillo de la cazadora y disparó, acertándole al demonio en la
espalda.
Éste aulló, soltando a
Atticus, arqueando el cuerpo, dolorido. Lucas volvía a apuntar, pero el demonio
saltó, aterrizando en el pasillo de madera. Volvió a brincar y subió hasta lo
alto de la escalera. Lucas volvió a disparar y le acertó en una pierna, haciendo
que el demonio volviera a gritar de dolor y que desapareciera por el vano de
piedra, renqueante.
- ¡¡Atticus!! – Lucas se
volvió a mirar a su compañero, que de rodillas en el aljibe sacaba medio cuerpo
del agua, con las manos en el corto cuello. – ¿Estás bien?
- Sí.... Corre.... – alcanzó
a decir, todavía sin fuerzas y con poco aire. Lucas no esperó a más
indicaciones, así que salió corriendo detrás del demonio.
No necesitó usar su
“anomalía” para seguir el rastro del demonio, pues al sangrar por sus heridas
dejaba gotas y manchas tras él, aunque al ser un ser sobrenatural, la sangre
aparecía fluorescente a ojos de Lucas.
El demonio pasó por delante
de la Torre de las Cigüeñas y torció por la cuesta de la Compañía. Lucas lo vio
al final de la cuesta, allá abajo, cojeando pero corriendo con la velocidad de
un atleta. Estuvo a punto de apuntarle, pero llegó a la conclusión de que
estaba demasiado lejos, así que corrió cuesta abajo, saltando sobre los largos
escalones. Le vio girar por la calle del Mono y Lucas lo siguió, tratando de
mantener el ritmo. Por suerte le había alcanzado en dos ocasiones y la plata
hacía su trabajo: el demonio estaba dolorido y cansado, así que cuando llegó a
la muralla se detuvo para tomar el aliento.
Lucas sostuvo la pistola con
las dos manos y volvió a disparar, fallando, impactando en la piedra de la
muralla. El demonio reaccionó y reanudó la carrera, con Lucas pisándole las garras.
Al llegar a la puerta de la Estrella se dio de bruces con un grupo de gente,
que gritó, asustada. Lucas lo perdió de vista un momento, entre el gentío.
- ¿Dónde está? ¿Han visto a
ese tipo con aspecto raro? ¿Dónde está?
- Era un monstruo, joven, no
un tipo raro – contestó una mujer de unos setenta años.
- Ha seguido por ahí –
señaló un hombre de unos cincuenta, apuntando hacia una puerta enrejada, al
otro lado de la puerta, fuera de la muralla. La puerta de forja aparecía
abierta y retorcida, como si la hubiesen golpeado: Lucas imaginó que había
estado cerrada y el demonio la había pateado para abrirse paso.
- Aléjense de aquí –
recomendó Lucas, adentrándose en el espacio tras la puerta de reja, una especie
de pasillo entre la muralla y la parte trasera de la ermita de la Paz. Unas
cortas escaleras daban a una abertura en la muralla, también reventada: Lucas
imaginó que desde allí se accedía al adarve, así que corrió, para que el
demonio no se le escapara. Frescas manchas de sangre granate le indicaron que
iba por buen camino.
Lucas llegó al adarve de la
muralla y al no ver ni rastro del demonio imaginó que había subido a la
imponente torre cuadrada que había delante. Era la torre de Bujaco, llamada así
por el califa sevillano Abú-Ya’qub, cuyas huestes asediaron la ciudad durante
seis meses en el siglo XII. Lucas subió hasta la cima, que se alzaba
veinticinco metros sobre la Plaza Mayor. No se cruzó con el demonio por las
escaleras, así que supuso que estaría arriba.
Llegó jadeando a la cima,
rodeada por almenas. El demonio estaba subido en una de ellas, de cara a la
plaza. Lucas tuvo miedo de que fuese a saltar, así que no le dijo nada ni le
gritó, abalanzándose sobre él. Dispararle tampoco le servía, pues si al
acertarle el demonio caía hacia adelante lo perdería del todo.
El demonio le escuchó llegar
y saltó hacia atrás, girando en el aire, aterrizando sobre la cima de la torre.
Lucas frenó su carrera y se quedó admirado al verle saltar como un acróbata. El
demonio, sin hacer caso de Lucas, saltó a lo alto de un matacán del lateral de
la torre, se sujetó allí como un chimpancé en la rama de un árbol, y saltó al
adarve de la muralla, escapando del detective.
- ¡Mierda! – soltó Lucas,
yendo hasta el matacán, observando cómo el demonio cruzaba el cielo y aterrizaba
sobre el adarve, rodando por él. Se le escapaba.
Pero Lucas reaccionó con lo
que tenía. Sacó el pistón trifásico fotovoltaico del bolsillo de la cazadora y
lo programó rápidamente, haciendo que zumbara como una bobina de Tesla. Miró al
demonio, que cojeaba por el adarve, alejándose de la torre, y después blandió
el pistón como si fuese un látigo, apretando el botón adecuado durante el movimiento.
Una fina línea azul purpúrea, como un relámpago, salió del pistón, cruzando el
aire e impactando en el demonio, en su espalda, lanzándole al suelo.
Lucas bajó corriendo de la
torre de Bujaco, volviendo al adarve y persiguiendo de nuevo al demonio. El
golpe con el látigo eléctrico (tenía un nombre mucho más complicado, pero Lucas
siempre se refería a él así) había aturdido al demonio verdoso y había
permitido a Lucas alcanzarle. El demonio había recorrido el adarve, pasando por
encima de la puerta de la Estrella, llegando a la pequeña torre que había al
otro lado, la llamada de los Púlpitos, ya que en cada una de sus esquinas
frontales, las que daban a la Plaza Mayor, había cubos cilíndricos, muy
similares a púlpitos de iglesia. El demonio subía hasta la cima por una
estrecha escalera de piedra y Lucas fue tras él.
- ¡¡Quieto!! – le ordenó. La
cima de la torre de los Púlpitos era mucho más pequeña que la de Bujaco, así
que estaban casi uno encima del otro. El demonio cerca de las almenas y Lucas
cerrando el acceso a la escalera y el adarve.
- ¿Qué vas a hacer? ¿Pegarme
un tiro para que no salte? – dijo el demonio, sonriendo con derrota, sangrando
por múltiples heridas, no solamente por los dos disparos. Aquella sonrisa era
diametralmente opuesta a la que había lucido hacía un rato en la plaza de San
Jorge.
- Te perdonaré la vida si
hablas conmigo – le dijo Lucas, sincero, bajando la pistola y dejando de
apuntarle. Sin embargo la mantuvo en la mano derecha: no era estúpido.
- ¿Hablar? – gruñó el
demonio, perdiendo pie, agarrándose a una de las almenas. – ¿De qué quieres
hablar?
- ¿Quién os envió a
matarnos? – preguntó.
- Tú ya lo sabes – sonrió el
demonio, sin perder su vileza aún en aquellos momentos tan duros para él. – Lo
sabes, aunque no quieres reconocértelo, ¿eh? ¿Qué necesitas? ¿Que te lo
confirme? Puedes pegarme un tiro ahora mismo, no pienso contestarte a eso....
- ¿Todo esto tiene que ver
con Sofía?
- No sé quién es ésa –
volvió a gruñir, desdeñoso.
- La hija pequeña. La hija
de los Carvajal Sande....
- ¿Una muchacha de cabellos
rubios, piel blanca como la nieve y de un gran corazón? – preguntó el demonio,
recostándose mejor contra la almena. – No sé quiénes son sus padres, pero ella
es una reina. El recipiente adecuado para la llegada del Amo.
- ¿El Amo? ¿Quién es el Amo?
- Mi maestro – dijo sin más
el demonio. Su rostro se suavizó, algo muy inusual en un demonio.
- ¡¿Todo esto es para traer
a un demonio desde otra dimensión?! ¡¿Quién quiere traerlo aquí?!
Lucas estaba fuera de sí,
volviendo a apuntar al demonio con la pistola, agarrándola con las dos manos.
El demonio verdoso, por su parte, no le hacía mucho caso, mirando al cielo
oscuro cubierto de nubes, aupándose en la almena para mirar hacia la Plaza
Mayor.
- ¿Sabes? Es curioso, pero
esta torre es la única en toda la muralla construida en granito – comentó, con
ligereza, sonriendo. Lucas no supo a qué se refería, y tampoco previó lo que
iba a hacer.
- ¡¡¡No!!! – logró gritar,
apuntándole con la pistola, pero sabiendo que no iba a dispararle. El demonio
se incorporó sobre las almenas, con fuerza y rapidez, dejándose caer al otro
lado. La torre de los Púlpitos era mucho más baja que la de Bujaco, pero aun
así alcanzaba los dieciséis metros.
Maldiciendo su mala suerte y
su torpeza, Lucas se asomó al vacío, desde uno de aquellos púlpitos de granito
con saeteras en forma de cruz. Abajo, en el suelo, en la rampa de acceso a la
puerta de la Estrella, estaba destrozado el demonio.
Recordó todo lo que le había
dicho el demonio, por poco y absurdo que pareciese. Quizá aquello fuese lo que
pudiese salvar a Sofía.
Suspirando, con pereza,
Lucas guardó la pistola en el bolsillo y se dio la vuelta, para bajar de la
torre de granito. Las sirenas de la policía sonaban en la distancia, acercándose.
No hay comentarios:
Publicar un comentario