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22 -
(Granito)
Lucas comprobó que Sofía
estaba mejor (había dormido de un tirón toda la noche, cosa que no ocurría
desde hacía un par de semanas) y que el tratamiento estaba funcionando. Lucas
no sabía si su teoría era correcta o no (si la enfermedad estaba evitando que
las posesiones se completaran) pero Sofía no mostraba, por el momento, signos
de posesión.
Estaban a tiempo.
Se despidió de Sofía,
asegurándole que volvería en un par de días, para confirmar que estaba curada
del todo, y de Sandra, dejándola de nuevo de guardia (la hermana mayor todavía
tenía en su poder la pequeña roseta celta de plata). Después pasó a ver a los
patriarcas y se despidió de ellos, temporalmente: su coartada era que iba a
investigar ciertos aspectos del caso a Cáceres. Lucas dedujo que ningún
Carvajal Sande le había creído, que pensaron que aprovechaba que todo empezaba
a mejorar para irse de turismo a Cáceres, pero ninguno menos que don Felipe y
doña María Rosa. A Lucas le daba igual lo que pensaran: no le caían nada bien y
él estaba haciendo su trabajo. Iba a conseguir ayudar a la pequeña Sofía, y eso
era lo importante.
Durante aquella corta visita
se libró de ver a Felipe Ernesto y a su mujer, pero coincidió con Carmen
Adelaida, que se alargó demasiado en su charla. Sin embargo, gracias a eso,
Lucas se enteró de que Luis Antonio iba a la mansión aquella noche y que
incluso la tía María Resurrección Sande Carpio iba a ir también. Del artista de
la familia no se sabía nada.
Como Lucas no pensaba estar
aquella noche en la mansión Carvajal-Sande no le dio importancia a aquella
reunión. Se libraría de aquella cena, de ser el centro de atención otra vez y
de tanta charla insulsa y aburrida. Quería acabar cuanto antes con aquello, por
el bien de Sofía y por el suyo propio: le ponían enfermo aquellos aristócratas
de pacotilla.
Atticus y él viajaron a
Cáceres, a bordo del Twingo. El viaje fue corto y tranquilo, gracias a las
buenas carreteras de Extremadura. Llegaron a la ciudad, buscaron aparcamiento
en la periferia, gracias a la conexión de internet del móvil de Lucas buscaron
y encontraron un hotel agradable y después echaron a andar hacia el centro
histórico y monumental de la ciudad.
Llegaron a la Plaza Mayor,
larga y despejada. Desde ella subieron por la escalera que había la lado de la
Ermita de la Paz, la escalera que daba al arco de la Estrella. Aquel arco era
muy curioso, era una entrada de la muralla construida un poco torcida, en
“esviaje”, supuestamente para que los carros pudieran entrar fácilmente a la
ciudad, para poder girar mejor hacia la izquierda. Lucas y Atticus observaron
con curiosidad aquel detalle arquitectónico.
Caminaron sin prisas hacia
la concatedral de Santa María, en la plaza del mismo nombre y desde allí se
orientaron para llegar al palacio de los Carvajal.
- Este palacio pertenecía a
la familia – explicó Lucas, cuando llegaron ante él. Era un palacio fortaleza,
como la mayoría de los que había en Cáceres. Era conocido por su torre circular
(quizá la única de la ciudad) y por su balcón en esquina, que daba a la calle,
casi sobre la puerta de entrada. Pudieron acceder al interior porque el palacio
ya no era privado: pertenecía a la Diputación Provincial de Cáceres, que había
instalado en su interior la sede del Patronato de Turismo, Artesanía y Cultura
Tradicional. En el recibidor de la entrada había instalada una maqueta de la
ciudad, con mucho detalle y muy bien realizada. También pudieron leer, en una
placa en la fachada y en un panel de información dentro del palacio ciertos
detalles del palacio y de la familia. Allí estaba relatada la leyenda de Pedro
y Diego Alonso de Carvajal, los hermanos que emplazaron a Fernando IV de
Castilla ante el demonio, la leyenda que el maestro Pizarro le había contado a
Lucas.
Accedieron al patio interior
y después a unos jardines, en los que había una higuera centenaria, de tronco
retorcido y nudoso.
- ¿Qué piensas? – le
preguntó Atticus, cuando Lucas se quedó pensativo delante de la higuera.
- Que aquí no hay nada que
nos indique si los Carvajal están malditos o no – comentó Lucas. – El palacio
está limpio de signos demoníacos o infernales. Lo que sabemos de su historia
bien pueden ser leyendas, así que no hay nada de la familia relacionado con
demonios.
Para asegurarse, antes de
salir del palacio, visitaron la estrecha y pequeña capilla, en el interior de
la torre circular. Todos los muros estaban decorados con frescos, muy
abarrotados, y Lucas dedicó un buen rato a buscar algún símbolo demoníaco, que
explicara la obsesión de un demonio con la joven Sofía, por ser Carvajal, pero
no halló nada. Lo más destacable era el escudo de la familia, con la banda ya
pintada de negro, a resultas de la muerte injusta de los dos hermanos Carvajal,
Pedro y Diego Alonso, en el siglo XV.
Salieron de allí, admirados
por la riqueza histórica del lugar, pero decepcionados por no haber encontrado
nada que explicara la situación de la pobre Sofía. Buscando otra posible
teoría, callejearon por la cuesta de Aldana hasta llegar a la mansión de los
Sande, o casa del Águila, llamada así por el escudo de la familia, un águila
volante con una rama en el pico y el cordón de San Francisco en la bordura.
Allí tampoco hallaron nada y no pudieron entrar en la mansión porque no era
visitable. Sí pudieron admirar la torre al otro lado de la calle, cuadrada,
cubierta de hiedra. Aquella casa también había sido de la familia Sande (así seguía
conociéndose aquella torre cubierta de hiedra) pero la propiedad ahora era una
sala de fiestas y restaurante para bodas y otras celebraciones. Estaba claro
que las familias, otrora ricas y poderosas, sólo mantenían el nombre de antaño.
Poca cosa más.
El día avanzaba, así que
salieron de nuevo a la Plaza Mayor, para buscar un restaurante donde comer.
Todo el costado porticado de la plaza estaba lleno de restaurantes, así que no
tuvieron problema. La curiosidad de todos aquellos soportales era que no eran
uniformes, sino que cada portal era de una forma y por tanto sus arcos y columnas
también.
- ¿Qué esperabas encontrar?
– le preguntó Atticus, mientras se afanaba con su tabla de quesos extremeños.
- Una confirmación de las
leyendas que había oído sobre los Carvajal – comentó Lucas, jugueteando con el
tenedor con su parrillada de verduras, sin comer. – Eso lo he hecho. Pero
quería ver el palacio, las antiguas posesiones de la familia, para ver si veía
algún rastro demoníaco. Alguna pista de que las invocaciones al demonio se
habían hecho aquí.
- ¿Por qué creías que se
habían hecho aquí?
- No lo sé, era sólo un tiro
a ciegas – Lucas se encogió de hombros. – Pero cuando Sofía sufrió el segundo
ataque o el segundo intento de posesión, el que yo vi, todos los Carvajal Sande
estaban presentes. Incluidos los criados. Nadie de aquellos pudo haber invocado
al demonio para que poseyera a Sofía.
- ¿Y si es alguien externo?
- Por eso quería conocer
todo lo que pudiera de la familia, aunque fuese en su origen más antiguo –
apuntó Lucas. –Ver quién podría querer hacerle algo así a la familia, o a Sofía
en particular.
Atticus se quedó pensativo
un instante. Sus ojos bulbosos y amarillos brillaron durante un instante.
- Pero, ¿y si nadie invocó
al demonio? ¿Y si un demonio, por propia voluntad quiso poseer a Sofía? Como
los demonios de Anäziak, supongo que los conoces....
- Sí, he estudiado su
universo y sus leyendas – contestó Lucas. – Pero una cosa así sólo la puede
hacer uno de los grandes demonios. Y un gran demonio no se vería frenado por el
gorgodion semnpta.
Atticus se llevó a la extraña
boca dos pedazos de queso y los paladeó con su larga lengua, como la de una
mosca. Lucas notó una sacudida en la despejada y escamosa frente del Guinedeo: imaginó que aquello, visto en
su “disfraz”, sería un fruncimiento de las cejas.
- Explícame toda tu teoría
otra vez, por favor.
- Alguien quiere poseer a
Sofía, creo que a ella sola, porque ningún otro Carvajal Sande ha sufrido esos
ataques. La niña era amiga del bosque, cuando era más pequeña, así que algún
agente del bosque, no sé de qué manera, anticipó la posesión, por eso lanzó el gorgodion para proteger a la chica: una posesión
y el hechizo bosquífero competirían y la posesión no se llevaría a cabo. Sofía
estaría enferma, pero al menos protegida de la posesión.
- Vale – aceptó Atticus. –
¿Quién querría mandar a un demonio al interior de la niña? ¿Qué beneficio
sacaría de ello?
- No lo sé – reconoció
Lucas. – Quizá es una venganza. Alguien quiere hacer daño a Felipe Carvajal o a
María Rosa Sande. Yo creo que más a esta última, porque el padre apenas hace
caso a la niña. En realidad le he visto hacer poco caso a casi todo.
- Pueden ir contra los
padres, es verdad – aceptó Atticus. – Si la madre sufre como me has contado,
eso repercutirá en el padre también.
- Puede ser – dijo Lucas,
por decir algo: tenía un bajo concepto del patriarca y no estaba muy seguro de
que la enfermedad de su hija le hubiese afectado. Estaba convencido de que
había sido doña María Rosa Sande quien le había persuadido (quizá obligado) a
llamarle y ponerle al frente de la investigación.
- ¿Y ahora qué hacemos? –
preguntó Atticus.
- Visitar la ciudad. Buscar
algún rastro que nos ayude a dilucidar esto – dijo Lucas, suspirando. – Ir a
ver los sitios que nos han recomendado. Y si no encontramos nada, volvemos a la
mansión Carvajal-Sande. Buscaré pistas allí otra vez, aunque no sé qué puede
habérseme escapado.
Terminaron la comida,
pagaron la cuenta y después volvieron al interior de las murallas, por la
puerta de la Estrella. Dieron una vuelta por la ciudad, visitando algunos
lugares turísticos, como la concatedral, la iglesia de San Mateo, la casa de
las Veletas o el barrio de San Antonio, antigua judería de la ciudad.
Había algunos rastros
ectoplásmicos en algunos sitios, pero aquello era habitual en todas partes.
Probablemente en Cáceres vivirían una docena de psíquicos (mentalistas,
telépatas, videntes....) y una treintena de corpóreos, escondidos a simple
vista pero sin intenciones malignas. Era normal que Lucas viese algún rastro de
todos ellos, pero no encontró ninguna marca demoníaca en las antiguas
posesiones de los Carvajal o de los Sande.
Deambulaban por la iglesia
de San Francisco Javier y la impresionante escalinata de San Jorge (donde había
una hornacina con una imagen de bronce del santo, con el dragón moribundo a los
pies de su caballo) cuando Atticus se volvió hacia Lucas.
- ¿Vamos a la iglesia de
Santiago? – le propuso, recordando la recomendación de Francisco Pizarro.
- Vamos – aceptó Lucas, que
estaba muy desilusionado. En aquellos momentos no comprendía cómo le había
parecido buena idea ir hasta allí, para buscar pistas en Cáceres. Después del
fracaso, le parecía una idea horrible.
La iglesia de Santiago
estaba extramuros, así que salieron por la puerta de Coria (de la que en
realidad no quedaba rastro de ningún arco ni de ninguna puerta) y se acercaron
a la iglesia. Era pequeña y sencilla, aunque en su interior comprendieron la
apuesta que les había hecho el maestro: el escudo de los Carvajales, cruzado
por la banda, estaba por todas partes, tallado en los bancos, grabado en las
columnas, representado en el retablo (custodiado por querubines), forjado en el
soporte del atril del altar, en las cúpulas y bóvedas.... Había tantísimos que
Atticus y Lucas “jugaron” un rato a buscarlos todos.
Cuando se cansaron de contar
(y vieron que sería imposible recogerlos todos, siempre habría alguno que se
les escaparía) salieron de la iglesia y volvieron al interior de la muralla. Le
debían una cena al maestro (aunque Lucas no se imaginaba cómo se comportaría
aquel tipo tan extraño en un lugar tan social como un restaurante).
Caminaron por el interior de
la ciudad amurallada hasta la plaza de Santa María de nuevo y desde allí se
acercaron de nuevo a la plaza de San Jorge, donde se alzaba la iglesia de San
Francisco Javier. Desde luego era impresionante, con la escalinata delante y toda
la fachada encalada. Dos torres cuadradas entejadas custodiaban la entrada. Ya
habían visitado la iglesia antes, así que aquella segunda vez se quedaron en el
bar que Gerardo Moríñigo Cobo les había indicado. La plaza tenía espacio para
poner una terraza, pero en pleno invierno no había ni rastro de mesas, sillas o
sombrillas, así que entraron en el local y se acodaron en la barra.
- ¿Cenamos por aquí o
volvemos al hotel? – preguntó Atticus. Se había hecho de noche y el día había
avanzado rápidamente. – Eh, Lucas.
Pero el detective no le
estaba prestando atención. Miraba atentamente al exterior, a la plaza de San
Jorge. Había algo allí fuera que llamaba su atención.
- ¿Qué pasa?
- ¿Ves a aquel tipejo que
está ahí fuera, apoyado en la fachada de enfrente? – indicó, sin mirar ni
señalar. Atticus se giró con disimulo y lanzó un vistazo rápido, asintiendo al
volverse de nuevo hacia la barra. – Creo que nos está vigilando.
- Me suena....
- A lo mejor lo has visto en
la iglesia de Santiago – dijo Lucas. – Estaba allí. Nos habrá seguido.
- ¿Por qué?
- Voy a preguntarle – dijo
Lucas, seguro de sí mismo, saliendo del bar. Su instinto le había alertado
contra aquel tipo, que por otro lado era mediocre y ordinario. No sabía qué
tendría que ver aquel tipejo con ellos, o si estaba relacionado con el caso que
se traían entre manos, pero estaba tan cansado y decepcionado consigo mismo que
necesitaba sentirse bien, aunque fuese por un momento. Quizá ahuyentar a aquel
alfeñique le serviría. – ¡Eh! ¡Tú! ¡¿Qué quieres?!
El hombre apoyado en la
fachada de enfrente, encogido y arropado con una cazadora ligera, abrió los
ojos, haciéndose el sorprendido, pero sin estarlo realmente: Lucas pudo ver la
diferencia. No sabía qué era, pero todo su instinto le advertía sobre ese
individuo. ¿O era su “anomalía”?
- ¿Yo? – preguntó,
señalándose con las manos todavía dentro de los bolsillos de la cazadora.
- Deja de disimular – Lucas
hablaba con tono de matón. – Te he visto en la iglesia de Santiago y ahora te
tengo ahí fuera, vigilándome a mí y a mi amigo. ¿Qué quieres?
El tipejo mantuvo su cara de
confusión, casi cara de estúpido.
- No sé, no quiero nada. No
sé quién eres.
- Pues entonces lárgate, te
lo advierto. Es mejor para ti – amenazó Lucas, sintiéndose incómodo de repente.
Quizá se estaba pasando, se estaba equivocando. Al fin y al cabo estaba
confiando en una corazonada.
- Sólo estoy aquí, en la
calle....
- ¿Y por qué justo en esta
calle, delante del bar en el que estoy yo, después de habernos seguido desde
fuera de la muralla?
Entonces el tipejo sonrió,
confiado. Se separó de la pared y sacó las manos de los bolsillos: al menos
estaban vacías, pensó Lucas. Sabía que no se había equivocado con aquel
extraño, y eso le reconfortaba. La parte de estar enfrentándose con un
desconocido que se permitía sonreír ya no le gustaba tanto....
- ¿Qué te hace tanta gracia?
- Que quien nos dijo dónde
encontraros no se equivocó – contestó, soberbio. – Y lo de separarnos ha funcionado.
Con las cejas señaló tras
Lucas y éste miró por encima del hombro, sin girarse, vigilando todavía al
tipejo de la calle. Saliendo del bar, empujado y sujetado por otro tipejo más
grande que el primero, venía Atticus.
- Me ha pillado desprevenido
– dijo Atticus, con su voz ligera y bromista, encogiéndose de hombros. Aquel gesto
lo hacía igual, con camuflaje y sin él.
- ¿Qué queréis?
- Nos han mandado venir a
por vosotros – dijo el tipejo pequeño de la calle. – Y que nos encarguemos de
que no salgáis nunca de Cáceres.
Lucas miró a los dos,
alternativamente, sorprendido. Aquellos eran dos matones enviados para darles
matarile a Atticus y a él. Estaba acostumbrado a que aquello ocurriera con
entes, pero no con tipos reales.
Aquello era nuevo.
Pero entonces Lucas se fijó
en algo que llevaba en un dedo, un anillo dorado con una piedra engastada, que
destacaba entre los finos dedos. Despacio, se giró para ver al matón grande y
comprobó que llevaba una joya parecida, esta vez una pulsera, también de oro y
con una piedra engastada. Aquel tipo de amuletos los había estudiado hacía años,
con un maestro de Italia, aunque nunca había visto ninguno. Por suerte, sabía
lo que eran.
- Quitaos eso – ordenó,
aunque estaba en desventaja. Confiaba en la autoconfianza de los matones.
- ¿Qué?
- Que tú te quites el anillo
y tu compadre la pulsera – ordenó de nuevo, claramente. – Vamos a vernos todos
tal cual somos.
El tipejo pequeño sonrió,
todavía soberbio, aunque le habían descubierto. Confiando en su superioridad
(como había supuesto Lucas) se quitó el anillo. El matón grande que sujetaba a
Atticus hizo lo mismo con su pulsera.
Inmediatamente los dos tipos
cambiaron. No se sacudieron o vibraron, como les ocurría a los poseídos:
simplemente se transformaron, deslizándose de una forma a otra. Lucas sonrió,
no divertido, pero cómodo: aquello ya le sonaba más. Los dos tipos no eran
tales: eran una pareja de demonios. Su piel se volvió dura, casi como rocosa, y
sus manos mostraban garras, en lugar de uñas. Habían perdido el pelo y lucían
cabezas calvas, brillantes, con pequeños cuernos en la frente. De sus bocas,
con picos parecidos a los de las tortugas, asomaban colmillos irregulares y
descolocados. El pequeño que estaba en la fachada de enfrente estaba lejos,
pero el grandote que sujetaba a Atticus (no lo había soltado ni durante la
transformación) estaba más cerca: pudo ver cómo sus ojos se volvían rojos y
dorados.
Aquellos dos tipos eran
demonios camuflados por amuletos herêqs,
pero ni siquiera así se habían librado de las sospechas de Lucas.
- Genial – murmuró,
controlando a uno y a otro, uno delante y otro detrás de él, sintiéndose como
en el duelo final de “El bueno, el feo y
el malo”. Estaba asustado y nervioso, pero no podía evitar sentirse un poco
reconfortado, reafirmado.
Habían ido allí siguiendo su
instinto para buscar signos y restos demoníacos, ¿verdad? Bueno, pues había
acertado y allí estaban.
De los más claros y
peligrosos que podían haber encontrado.
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