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Andrés García
Aragón corría hasta el límite de sus fuerzas, para salvar la vida. El guardia
civil había perdido de vista a su compañera, y no sabía si seguiría con vida o
no.
En realidad,
no estaba seguro de que a él mismo le quedase mucha vida por delante.
Orientó hacia
atrás el fusil, por encima de su hombro, sin dejar de correr, y apretó el
gatillo. El arma atronó la noche y las balas de plata silbaron hacia atrás,
pero sin encontrar el blanco. El demonio que lo seguía graznó, agudo. Parecía
un grito divertido y victorioso.
Andrés García
Aragón buscó un lugar donde esconderse, donde poder afirmar su posición y
disparar directamente sobre su enemigo, pero no encontró ninguno. El demonio
acabó alcanzándole, lo agarró por los hombros, agitó sus enormes alas y lo
levantó en el aire, unos quince o veinte metros. Andrés, chillando de pánico,
levantó el fusil hacia arriba y disparó una ráfaga, haciendo que el demonio lo
soltara, aunque no le hirió. El guardia civil cayó a plomo sobre una nave con
techo de uralita: las planchas se rompieron y cayó dentro, sobre unas tablas de
madera y unas lonas, que amortiguaron su caída, al menos un poco.
Quedó allí
tendido, medio inconsciente, escondido a ojos del demonio.
Al menos así
podía descansar. Sólo un rato.
Andrés había
llegado a Páramos de Siena con su compañera Alicia Ozalla Ibarguren. Sole les
había llevado hasta allí con su todoterreno. Cuando llegaron habían visto un
incendio extraño en un par de casas del pueblo, que estaban muy juntas: las
llamas eran grandes, pero de color rojo, casi rosa. El incendio se encontraba
en el lugar donde la estela de humo granate que había dejado el cometa (Andrés
imaginaba que era el demonio) se terminaba. Había mucha gente muerta por el
pueblo, con la garganta abierta o con heridas graves y profundas en el pecho y
el abdomen.
Al parecer, el
demonio se había puesto las botas.
Andrés se
espabiló, saliendo de entre las lonas y los tableros de madera. Estaba en una
antigua serrería, cubierta de serrín y polvo. Tosió y estornudó, varias veces,
intentando tapar el sonido con el brazo: no supo si lo consiguió o no, pero al
menos el demonio no apareció.
Salió de la
vieja serrería, con cautela, buscando signos del demonio. No parecía que
estuviese por allí. Salió cojeando a la calle, vigilando el cielo y los tejados
y aleros de todas las casas, apuntando con el rifle. Volvió sobre sus pasos,
calle abajo, esperando encontrar a su amiga Alicia.
Cuando habían
llegado al pueblo, después de que encontraran a la mayoría de la población de
Páramos de Siena asesinada en la calle, el demonio los atacó, cayendo desde el
cielo. Los dos guardias civiles le habían disparado, aterrados.
El demonio era
un ser alado, con un cuerpo pequeño, rechoncho y bajo. Las alas eran grandes y
amplias: Andrés calculó un metro y medio de largo cada una de ellas. La cabeza
era similar a una cabeza humana, sólo que llena de escamas, con los ojos
amarillos y con cuernos retorcidos hacia arriba. Andrés pensó en los
dinosaurios de goma que coleccionaba cuando era niño, en los Pterodáctilos
voladores. Cuando el demonio los atacó, hizo que se separaran, cada uno
corriendo hacia un lado de la calle.
Mientras
avanzaba por la calle, en silencio, buscando a su amiga, Andrés se asustó al
escuchar ruido de disparos. Corrió hacia ellos, esperando que fuese Alicia
quien disparaba: así podría encontrarla. Guiándose por el sonido, el guardia
civil acabó desembocando en una calle ancha, entre dos filas de casas de
piedra.
Allí estaba
Alicia, disparando al demonio volador, que se suspendía en el aire ante ella, a
unos seis metros del suelo. La guardia civil le disparaba con su fusil, pero el
demonio esquivaba las balas, girando y quebrando en el aire con mucha pericia.
De pronto el
fusil de Alicia enmudeció. Cuando apretaba el gatillo no salían más balas. El
cargador estaba vacío. El demonio sonrió en el aire, sádico, y se lanzó a por
ella. Alicia gritó de pánico.
Andrés caminó
entrando en la calle, disparando al demonio con su fusil, sujetándolo con las
dos manos, mientras gritaba, desahogándose.
-
¡¡Aaaaaaaaahhh!! ¡¡Tomaaaaaaa, cabróooooon!!
El demonio
estaba atento a su presa, y Andrés estaba cerca, así que la ráfaga de balas le
impactó en el cuerpo, atravesándole también un poco el ala izquierda. Cayó al
suelo, entre gañidos de dolor, retorciéndose entre el asfalto de la calle. Pero
se rehízo enseguida, se puso en pie y salió de allí volando, raudo y veloz,
batiendo sus grandes alas.
Andrés jadeó,
por la descarga de adrenalina, y se volvió a Alicia, que jadeaba también, de
terror.
- ¿Estás bien?
– le preguntó. La mujer asintió, sin poder hablar, respirando con fuerza y
profundamente. – Ahora está herido así que tenemos que encontrarle para matarle
del todo. Ahora será más fácil....
- ¿Qué es eso?
– preguntó Alicia, con una voz asustada demasiado chillona.
- Algo muy
malo que no debe juntarse con sus otros compañeros, porque será peor – contestó
Andrés. – Vamos.
Los dos se
pusieron en marcha, buscando al demonio. Apenas había ruidos en el pueblo,
salvo los que provenían del gran incendio de color rojo.
Avanzaron con
cautela por las calles del pueblo, vigilando. No parecía haber ni rastro del
demonio. ¿Le habrían hecho huir del pueblo? Andrés no lo creía....
Y, efectivamente,
cuando llegaron a un cruce más abierto entre tres calles, el demonio atacó de
nuevo.
La farola
adosada a la fachada que iluminaba el cruce explotó, dejando caer chispas de
color naranja a la calle. La zona quedó a oscuras.
El demonio
cayó desde el cielo entonces, embistiendo a Andrés, sin darle tiempo al guardia
civil a disparar. El demonio le golpeó con los cuernos en el hombro derecho,
lanzándolo al suelo unos diez metros más allá del cruce. Andrés chilló de
dolor, revolviéndose para evitar el siguiente ataque del demonio volador, pero
éste se desentendió de él.
Volvió a por
Alicia, volando a ras del suelo. La mujer le apuntó con el fusil y disparó,
pero no salieron balas: en ese momento recordó que su cargador se había agotado
antes, más atrás. El demonio llegó hasta ella, buscándole la cara pero clavando
sus fauces en su antebrazo, que la mujer usó para cubrirse. La sangre cayó al
suelo y los crujidos de los huesos se escucharon intensamente, incluso por
encima de los chillidos de Alicia.
Andrés llegó
otra vez al cruce, disparando otra ráfaga con el fusil, pero el retroceso del
arma le repercutió en el hombro herido, así que acabó soltando el arma. Los
disparos habían sido poco certeros, así que no hirieron al agresor, aunque
sirvieron para ahuyentar al demonio.
El guarda
civil llegó hasta su compañera, tomándole el brazo herido con delicadeza. Tenía
un gran mordisco en el antebrazo derecho y pedazos de hueso sobresalían de la
piel. Andrés sintió náuseas, pero las contuvo, por el bien de su amiga. Sacó del
bolsillo un pañuelo de tela amplio y envolvió con delicadeza el antebrazo,
sujetándolo. A pesar de su cuidado, Alicia aulló de dolor. Enseguida el pañuelo
se tiñó de rojo.
Miró
alrededor, sin dejar de sentir cómo le ardía el hombro derecho: a saber qué clase
de virus o bacterias le podía haber transmitido aquel demonio viajando
adheridas en sus cuernos desde su mundo. Pero en ese momento aquello no le
importaba: sólo quería encontrar al demonio y matarlo.
El demonio
volador gorjeó desde arriba y el guardia civil desenfundó su pistola con
rapidez (su hombro herido gritó de dolor) apuntando a la oscuridad. Tardó un
par de segundos en darse cuenta de que el demonio se había posado sobre la
farola apagada, que chirriaba por su peso. La criatura los miraba con sus ojos
amarillos, golosos. Sonreía, divertida.
Aquello le
hizo hervir la sangre a Andrés.
- ¡¡Ven aquí
abajo, cabrón, a ver si te ríes!! – le retó, mientras escuchaba los sollozos de
Alicia a su espalda.
El demonio les
miró un instante más, para luego levantar la cabeza hacia el cielo, ladeada,
como si estuviese escuchando algo que sólo él pudiese escuchar.
Se entretuvo
en esa postura unos instantes más y después volvió a mirar a los humanos que lo
observaban desde el suelo. El demonio gorjeó una vez más, casi tiernamente, y
después levantó el vuelo, agitando sus enormes alas. Tenía varios impactos de
bala en el cuerpo, en un costado, pero parecía no importarle. Sin embargo,
Andrés comprobó que volaba más despacio que antes.
Aquello era
bueno. Demostraba que podían hacerles daño a aquellos bichos.
Pero en ese
momento lo más importante era socorrer a Alicia. En Páramos de Siena estaban
solos, así que lo mejor sería volver al pueblo del centro de la comarca, a
Siena del Sil. Estaba sólo a seis kilómetros y ninguno de los dos estaba herido
en las piernas: la marcha sería rápida.
- Vamos,
Alicia, en marcha. Volvamos a Siena del Sil: allí podremos curarte – le dijo,
con cariño, caminando al lado de ella.
No se dio
cuenta que el demonio volaba también en aquella dirección, por delante de
ellos.
* * * * * *
Sole, por su
parte, estaba en Carbones de Siena, otro de los nueve pueblos de la comarca.
Había ido allí acompañada por Francisco Torres Alonso (al que todos llamaban
Fran) después de dejar en Páramos de Siena a Andrés y Alicia. Sole y Fran se
habían encontrado un espectáculo macabro en el pueblo al que fueron. Como en el
resto de pueblos, había un incendio con fuego de color rojo, que afectaba a
varias casas. Se había originado, al parecer, en el lugar donde el demonio
salido del portal había aterrizado, pero se había extendido a otras casas
vecinas a causa del viento. La estela de humo color granate se había
desvanecido, víctima de aquel viento.
Sole y
Francisco Torres Alonso se temían que fuesen las únicas personas que quedaban
vivas en el pueblo. Carbones de Siena era un lugar pequeño, con poco más de setenta
habitantes, los cuales parecían estar en aquel momento en las calles, algunos
enteros y otros en pedazos.
Todos muertos.
El guardia
civil y la soldado de la ACPEX caminaban sobre una película de sangre que
cubría el asfalto de las calles del pueblo. Estaba claro que el demonio que
había aterrizado en aquel pueblo era muy sanguinario.
Llevaban un
buen rato dando vueltas por el pueblo, sin encontrar ni rastro (salvo los
cientos de cadáveres). Al final se detuvieron en una pequeña plaza que había al
lado de la carretera que recorría el pueblo de lado a lado, donde una fuente de
piedra no cesaba de echar agua por su caño de hierro. Francisco Torres Alonso
se refrescó la cara, mientras Sole no dejaba de vigilar, rifle en mano.
- Esto es
horrible.... – dijo Fran, irguiéndose. Tenía la cara contraída en un gesto de
horror. – ¿Quién puede hacer una cosa así?
- Te aseguro
que quien lo ha hecho no es de este mundo.... – dijo Sole, sin entrar en más
detalles. Fran la miró, algo extrañado.
Pero su
pregunta se quedó en sus labios. Una risita malévola se escuchó allí cerca,
aunque el eco no les permitió deducir de dónde venía. Le respondió otra risita,
algo más ronca, pero igual de malvada.
- Atento.... –
dijo Sole, y Francisco Torres Alonso cogió su fusil, vigilando los alrededores.
Escucharon
unos pasos rápidos, que chapotearon en la sangre. Sonaban extraños, como si
quien los produjera fuese descalzo. Las dos risitas se repitieron,
respondiéndose la una a la otra. Tan pronto sonaban por delante de ellos como
por detrás. Y siempre iban acompañadas por aquellos pasos descalzos.
De repente
algo pasó por el lado de Fran, empujándole ligeramente. El guardia civil
gritó, asustado, y disparó al suelo. Las balas de plata rebotaron.
- ¡Quieto! ¡No
las malgastes! – dijo Sole.
Los dos se
volvieron y vieron una especie de animal que corría a cuatro patas,
tremendamente rápido, alejándose de la plaza y escondiéndose tras la esquina a
oscuras de una casa. Las dos risas volvieron a sonar, cada vez más divertidas
y complacidas.
- ¿Has visto
lo que era?
- No.
Los pasitos
descalzos volvieron a sonar, y las risas los acompañaron. Sole se estaba
poniendo histérica, sin dejar de apuntar a las sombras, sin encontrar al
supuesto demonio que los acechaba.
Entonces,
decidido al fin, volvió a atacar. Embistió a Fran por detrás, golpeándole las
piernas a la altura de las rodillas, pasando entre ellas mientras el guardia
civil caía al suelo, gritando asustado. El demonio llegó hasta Sole, que se
había dado la vuelta, rifle en mano, y se irguió ante la mujer, sobre sus patas
traseras.
Solo que no
eran patas traseras.
Sole gritó
asustada, al ver la criatura que tenía ante ella. El demonio estaba formado por
dos torsos con aspecto humano, unidos por la cintura, sin piernas, cada cabeza
apuntando en una dirección. La piel de aquel engendro tenía el aspecto de la
piel y la carne quemadas por el fuego. El vientre que compartían los dos torsos
sólo tenía un ombligo.
Por eso había
dos risas.
Por eso
caminaba a gatas.
La soldado no
pudo reaccionar, superada por la criatura que contemplaba. Una de las cabezas
estaba frente a ella, mientras la otra la sostenía haciendo el pino. La cabeza
que tenía ante sí, llena de llagas y cicatrices, con la piel contraída y
brillante y con ojos rojos, rugió antes de darle un cabezazo. La soldado cayó
hacia atrás, resbalando en la sangre que cubría el suelo, perdiendo el rifle de
asalto.
El demonio
volvió al suelo, apoyándose en las manos y con las caras hacia arriba, imitando
la postura que los niños en el patio del colegio llamaban “el puente”. Caminó
con velocidad hacia Fran, que estaba detrás de él, y se detuvo a su lado.
El guardia
civil gritó, aterrorizado, y agarró su fusil para disparar. Pero el demonio fue
más rápido. La cabeza que lo miraba de frente, dada la vuelta, se estiró hacia
delante y le mordió en la cara con sus colmillos afilados. Sole escuchó gritar
a Francisco Torres Alonso aún con la cara cubierta por las fauces del demonio.
La soldado vomitó, sin poder evitarlo, a su lado.
A pesar del
cepo, el guardia civil logró zafarse de las mandíbulas de una de las cabezas
del demonio, dejándose la nariz y parte de una mejilla en el proceso. Cubierto
de sangre, Francisco Torres Alonso seguía gritando, frenético, huyendo hacia
atrás, arrastrándose por el suelo.
Entonces, la
cabeza que le había mordido escupió un chorro de fuego que lo impactó de lleno,
en la cara y en el pecho. Francisco Torres Alonso se retorció y giró por el
suelo, sin poder evitar asarse en vida.
Al mismo
tiempo, la cabeza que estaba orientada hacia Sole escupió un líquido negro,
parecido a la brea. La soldado tuvo los reflejos de rodar por el suelo y
alejarse, pero el pesado líquido humeante le salpicó en la mano izquierda.
Parecía chapapote hirviendo.
Sole se
levantó y corrió, agitando la mano para librarla de aquella sustancia que la
quemaba, pero era muy pegajosa y sólo salieron despedidas unas pequeñas gotas.
Recogió del suelo ensangrentado con la mano derecha el rifle y apuntó hacia
atrás, hacia el demonio que cargaba contra ella a cuatro patas. Las balas
rebotaron alrededor de él, e incluso un par de ellas le dieron en el vientre,
pero el demonio no fue herido de gravedad. Aún así, se alejó, aullando
asustado.
Sole aprovechó
para mirar alrededor, haciéndose cargo de la situación. Un pequeño cuatro latas estaba aparcado delante de
la plaza de la fuente, así que corrió hacia él, mientras sacaba el cuchillo de
su funda. Con él cortó los cables y le hizo el puente, haciendo que arrancara
con un tosido agónico. Cerró la puerta y arrancó el coche, enfilando de nuevo
al pueblo donde había surgido el portal.
La mano
izquierda le ardía (todavía cubierta por aquella sustancia asquerosa y
pegajosa), creía tener la nariz rota, tenía todo el mentón y el pecho de la
guerrera cubierto de sangre y los gritos de Fran le resonaban en la cabeza.
La mejor
opción era volver a reagruparse en el pueblo central de la comarca. Allí los
guardias civiles que esperaban bajo el portal tenían una radio, y con ella
podría ponerse en contacto con los demás equipos. Separarse no había sido una
gran idea.
Por el espejo
retrovisor vio al demonio correr a gatas tras ella, con el vientre hacia el
cielo. Nadie podría alcanzarla corriendo mientras fuese en coche, aunque fuese
un viejo cuatro latas.
Con furia
apretó el acelerador, para alejarse aún más de aquel engendro.
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