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La caravana de
coches que salía de Villatercia de Siena avanzaba despacio. Eran muchos
vehículos, todos tenían prisa, y ocupaban los dos carriles de la estrecha
carretera comarcal. Marta y Ángela Aguilar Sastre iban en cabeza, montadas en
el Nissan, por el medio de la
carretera, a un ritmo lento y constante.
Querían evitar
accidentes y que la situación se descontrolara: la gente estaba muy nerviosa.
De aquella manera todos los vecinos de Villatercia (los que quedaban con vida o
con la suficiente fuerza como para conducir su coche) estaban saliendo del
pueblo de una forma más o menos ordenada. Los pitidos de los claxon y los
acelerones sonaban detrás de ellas, pero por ahora se mantenía el orden.
- Están
haciendo demasiado ruido.... – musitó Marta, mirando con aprensión por el
espejo retrovisor.
- ¿Y qué más
da? Ese monstruo estará muerto.... – comentó Ángela Aguilar, con tono poco
convencido. Marta no las tenía todas consigo. – No hay peligro.... ¿O crees que
los que han salido volando en todas direcciones pueden atacarnos?
Marta no
estaba segura. Creía que no, y así se lo hizo saber a su compañera, pero no
estaba segura. Imaginaba que los otros demonios, los otros generales
anäziakanos estarían ocupados sembrando el caos y la muerte en otros pueblos de
la comarca, poco preocupados por acechar a la comitiva de coches que ellas lideraban.
Pero temía al demonio de dos torsos que habían dejado atrás.
Los pitidos de
los coches aumentaron de frecuencia y de volumen. Hubo un momento en que
pareció que toda la fila de coches tocaba la bocina. Marta se giró en su
asiento, extrañada. Aquello era excesivo.
Los dos coches
que llevaban detrás, dos todoterrenos, se pegaron demasiado a su Nissan, con prisas, tocando también el
claxon y dando las largas.
- ¿Pero qué
pasa? – preguntó Ángela Aguilar Sastre, molesta y enfadada. Marta bajó la
ventanilla de su lado y sacó medio cuerpo fuera, alzándose, intentando ver lo
que ocurría hacia atrás. En ese mismo momento escucharon el ruido de carrocería
y cristales rotos.
- Ha habido un
accidente.... – musitó Marta, horrorizada. Ángela Aguilar redujo la marcha,
inconscientemente.
Los pitidos de
los coches se hicieron más insistentes y se empezaron a escuchar gritos de la
gente, metiendo prisa. Marta escuchó más ruido de metal retorciéndose, así que
se levantó del todo y quedó sentada en el marco de la ventanilla, con
prácticamente todo el cuerpo fuera, mirando hacia atrás.
Y fue así como
logró verlo.
Al final de la
larga fila de coches, el demonio de dos cabezas saltaba de vehículo en
vehículo, aplastándolos o atravesando el techo, para sacar de ellos a los humanos
y lanzarlos al campo, las mejores veces. A otros los mataba a mordiscos.
Los coches empezaron
a acelerar, algunos incluso cruzando las cunetas para huir campo a
través. Los coches más grandes o con tracción a las cuatro ruedas pudieron
pasar las anchas cunetas y acelerar por las tierras, pero los coches normales
quedaron atascados. Allí fueron víctimas fáciles de la furia sangrienta del
demonio. Cundió el caos.
- ¡¡Acelera,
acelera, acelera!! – gritó Marta, mientras los coches de detrás las golpeaban,
intentando huir de aquel ataque. Ángela Aguilar obedeció y el Nissan voló sobre el asfalto, seguido
por los coches del principio de la comitiva, a salvo aún del ataque del
demonio.
Marta lo
comprendió al instante. No se estaban enfrentando a un animal o una bestia de
inteligencia rudimentaria. Aquel demonio era extremadamente inteligente, era
un general del ejército de Anäziak. Había simulado su muerte de una forma
un tanto extraña, pero convincente, para hacer salir a todas sus posibles
presas humanas y tenerlas a mano en el mismo sitio.
Y ellas se
habían dejado engañar.
A pesar de
tener sus dudas, Marta se había dejado engañar por aquel maldito demonio. Se
sintió responsable inmediatamente de todas las muertes que estaban ocurriendo
en la carretera en aquel momento.
El demonio
saltaba de coche en coche, corriendo brevemente por la carretera cuando sus
objetivos estaban demasiado alejados. Ya no se preocupaba de comerse a los
humanos, simplemente trataba de aplastar los coches o volcarlos, sacando a
veces a los ocupantes para matarlos de un mordisco o quebrándoles la espalda
con los cuatro brazos. Si no fuese tan repulsivo, Marta habría admirado la
atlética forma de correr del demonio, girando sobre sí mismo para alternar los dos torsos y que fuesen
hacia adelante cada rato uno. Era atractivo e
hipnotizante.
Los coches que
seguían de cerca al Nissan de la
Guardia Civil lo adelantaron, pasando muy pegados. Marta sintió muy cerca el
que las adelantó por su lado. Un choque brutal sonó al fondo de la caravana:
dos coches habían chocado al intentar huir, quedando destrozados. Los que
venían detrás no pudieron esquivar el accidente y se sumaron a él. El demonio
pasó por alto aquel desastre: al parecer ya le resultaba demasiada carnicería
para unirse.
El siguiente
coche que adelantó al Nissan lo hizo
muy ajustado y les golpeó por el lado izquierdo, cerca del morro. Ángela tuvo
que girar bruscamente el volante hacia la derecha, para mantener el control.
Marta, que seguía fuera del coche, sentada en la ventanilla, se agarró como
pudo al agarre que había por dentro, sufriendo sacudidas con los movimientos
del coche. Estaba aterrorizada.
Ángela volvió
el volante hacia la izquierda, para compensar el volantazo hacia la derecha,
acercándose peligrosamente a la cuneta. Entonces el coche que venía por detrás
las golpeó violentamente en la parte trasera, haciendo que el Nissan saliese despedido hacia la
cuneta.
Marta se
sintió ingrávida. Lo recordaría luego y se sorprendería por lo lento que le
había parecido que ocurría todo. El Nissan
voló hacia la cuneta y acabó cayendo con el morro por delante hacia el
terraplén más alejado de la carretera. Chocó frontalmente allí, haciendo que
Marta saliese volando del coche (al fin y al cabo estaba más fuera de él que
dentro), pasando por encima de él mientras el Nissan daba una vuelta de campana, sobre el morro. Marta aterrizó
echa una bola en el campo polvoriento lleno de hierba amarillenta que había al
lado de la carretera, rodando entre la tierra endurecida por las inclemencias
del verano y las rocas puntiagudas, a la vez que el Nissan caía sobre su techo, aplastándose y resbalando por el mismo
terreno, unos quince metros.
Marta se puso
a gatas, mirando con ojos extraviados al Nissan
volcado y los coches que pasaban como balas por la carretera. Le dolía la
espalda y el codo derecho, que hacía que el dolor se le transmitiera hacia la
mano. Aún así se puso en pie, algo vacilante, pero no se cayó ni se mareó. Los
coches seguían pasando como balas por la carretera, adelantándose, tocando el
claxon. Doscientos metros más adelante dos coches chocaron y salieron hacia el
mismo lado de la carretera que ella: sobrepasaron la cuneta y cayeron dando
vueltas de campana, en una extraña danza. Marta se llevó la mano al codo
derecho (cada vez le dolía más y se le estaba durmiendo el antebrazo, hasta los
dedos) y notó una herida aparatosa y mucha sangre. Imaginó que se había
golpeado contra alguna de las rocas que sobresalían por el campo.
Con paso
deliberadamente lento se acercó hasta el Nissan
y se agachó (notando una punzada de dolor en la parte baja de la espalda) hasta
la ventanilla del conductor, para ver cómo se encontraba Ángela. Un reguero de
sangre empapaba el techo y salía hacia la hierba, lo que no era muy buena
señal.
Ángela Aguilar
Sastre seguía atada al asiento, gracias al cinturón de seguridad. Colgaba de él
cabeza abajo, con la cara llena de sangre. Parecía que tenía la cabeza
destrozada, de donde goteaba la sangre que empapaba el techo y regaba el campo
de hierba de fuera.
Marta se levantó,
sintiendo una pena
lejana y nebulosa. Sintió dolor en el cuello
cuando se estiró y se apoyó en el costado del Nissan volcado, para evitar marearse y caerse.
El demonio
pasó por la carretera en ese momento. Saltó del techo de un coche hasta el de
otro, aplastándolo y atravesándolo con una mano llena de garras para atrapar la
cabeza de uno de los viajeros de los asientos traseros.
Marta se
encogió, para esconderse tras el Nissan
accidentado, llevándose instintivamente la mano a la espalda, buscando la
pistola que Sole le había dado hacía un par de días (y que parecía hacía cien
años). No la encontró allí.
Se sobresaltó
y miró hacia la parte del campo en la que había aterrizado, buscándola con la
mirada. Era curioso: hacía un par de días no quería tener un arma cerca y en
ese momento sentía que la necesitaba y se asustaba por haberla perdido.
Caminó por la
zona, buscando la pistola cargada con balas de plata, mientras por la carretera
seguían huyendo coches, aunque cada vez menos y muy separados. Para cuando
Marta encontró su pistola (apenas le llevó un par de minutos) la carretera
estaba despejada.
Con la pistola
en la mano, Marta volvió a la carretera. Estaba prácticamente desierta. Había
un parachoques roto caído en el asfalto, algún resto de sangre, cristales
rotos, un par de cadáveres y un coche unos treinta metros hacia atrás, con el
morro en la cuneta derecha.
No había ni
rastro del demonio, Marta podía imaginárselo entretenido con los coches que
seguían huyendo, a los que se oía en la lejanía. Marta no dudó ni por un
instante que aquello sólo era un entretenimiento para el demonio, que realmente
lo que le interesaba era volver al portal. Marta no sabía por qué lo sabía,
pero lo sabía con total certeza.
Quizá fuese
una corazonada.
O intuición
femenina.
Le daba igual.
Después de lo que había visto, no tendría problemas en creer en cosas que no
comprendía.
Marta se
encaminó al coche accidentado que estaba por detrás del accidente del Nissan. Al andar notaba el dolor en el
cuello y en la base de la espalda, pero no tenía problemas para moverse. El
antebrazo derecho estaba cubierto por un incómodo hormigueo, pero tampoco
tenía problemas para usar la mano. Podría conducir.
Llegó al coche
(un viejo Citroën Xantia) y comprobó que el conductor estaba muerto. Abrió con
cuidado la puerta del conductor (estaba prácticamente sobre la cuneta) y tiró
el cuerpo fuera. De un salto se subió al asiento, notando que estaba manchado
de sangre, aunque no la importó. Solamente le molestó lo pegajoso que estaba el
asiento. Arrancó el coche, que lo hizo agónicamente y después de tres intentos,
y luego lo aceleró al máximo, para sacarlo del precario equilibrio sobre el que
se encontraba en la cuneta. Marcha atrás lo colocó en la carretera y después
condujo hacia adelante, siguiendo sin prisas a la comitiva, muy alejada de
ella.
Quizá el
demonio diese la vuelta y la encontrase, viajando en aquel coche cochambroso y
accidentado, a punto de detenerse por completo, armada solamente con una
pistola a la que le quedaban, en el mejor de los casos, siete u ocho balas de
plata.
Pero le daba
igual.
Es más, casi
lo prefería así.
A Marta no le
importaba verse envuelta en un enfrentamiento en el que solamente uno de los
dos (o el demonio, o ella) saliese vivo.
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