jueves, 10 de julio de 2014

Anäziak (9) - Capítulo 9 + 16

- 9 + 16 -
  
La caravana de coches que salía de Villatercia de Siena avanzaba despacio. Eran muchos vehículos, todos tenían prisa, y ocupaban los dos carriles de la estrecha carretera comarcal. Marta y Ángela Aguilar Sastre iban en cabeza, montadas en el Nissan, por el medio de la carretera, a un ritmo lento y constante.
Querían evitar accidentes y que la situación se descontrolara: la gente estaba muy nerviosa. De aquella manera todos los vecinos de Villatercia (los que quedaban con vida o con la suficiente fuerza como para conducir su coche) estaban saliendo del pueblo de una forma más o menos ordenada. Los pitidos de los claxon y los acelerones sonaban detrás de ellas, pero por ahora se mantenía el orden.
- Están haciendo demasiado ruido.... – musitó Marta, mirando con aprensión por el espejo retrovisor.
- ¿Y qué más da? Ese monstruo estará muerto.... – comentó Ángela Aguilar, con tono poco convencido. Marta no las tenía todas consigo. – No hay peligro.... ¿O crees que los que han salido volando en todas direcciones pueden atacarnos?
Marta no estaba segura. Creía que no, y así se lo hizo saber a su compañera, pero no estaba segura. Imaginaba que los otros demonios, los otros generales anäziakanos estarían ocupados sembrando el caos y la muerte en otros pueblos de la comarca, poco preocupados por acechar a la comitiva de coches que ellas lideraban. Pero temía al demonio de dos torsos que habían dejado atrás.
Los pitidos de los coches aumentaron de frecuencia y de volumen. Hubo un momento en que pareció que toda la fila de coches tocaba la bocina. Marta se giró en su asiento, extrañada. Aquello era excesivo.
Los dos coches que llevaban detrás, dos todoterrenos, se pegaron demasiado a su Nissan, con prisas, tocando también el claxon y dando las largas.
- ¿Pero qué pasa? – preguntó Ángela Aguilar Sastre, molesta y enfadada. Marta bajó la ventanilla de su lado y sacó medio cuerpo fuera, alzándose, intentando ver lo que ocurría hacia atrás. En ese mismo momento escucharon el ruido de carrocería y cristales rotos.
- Ha habido un accidente.... – musitó Marta, horrorizada. Ángela Aguilar redujo la marcha, inconscientemente.
Los pitidos de los coches se hicieron más insistentes y se empezaron a escuchar gritos de la gente, metiendo prisa. Marta escuchó más ruido de metal retorciéndose, así que se levantó del todo y quedó sentada en el marco de la ventanilla, con prácticamente todo el cuerpo fuera, mirando hacia atrás.
Y fue así como logró verlo.
Al final de la larga fila de coches, el demonio de dos cabezas saltaba de vehículo en vehículo, aplastándolos o atravesando el techo, para sacar de ellos a los humanos y lanzarlos al campo, las mejores veces. A otros los mataba a mordiscos.
Los coches empezaron a acelerar, algunos incluso cruzando las cunetas para huir campo a través. Los coches más grandes o con tracción a las cuatro ruedas pudieron pasar las anchas cunetas y acelerar por las tierras, pero los coches normales quedaron atascados. Allí fueron víctimas fáciles de la furia sangrienta del demonio. Cundió el caos.
- ¡¡Acelera, acelera, acelera!! – gritó Marta, mientras los coches de detrás las golpeaban, intentando huir de aquel ataque. Ángela Aguilar obedeció y el Nissan voló sobre el asfalto, seguido por los coches del principio de la comitiva, a salvo aún del ataque del demonio.
Marta lo comprendió al instante. No se estaban enfrentando a un animal o una bestia de inteligencia rudimentaria. Aquel demonio era extremadamente inteligente, era un general del ejército de Anäziak. Había simulado su muerte de una forma un tanto extraña, pero convincente, para hacer salir a todas sus posibles presas humanas y tenerlas a mano en el mismo sitio.
Y ellas se habían dejado engañar.
A pesar de tener sus dudas, Marta se había dejado engañar por aquel maldito demonio. Se sintió responsable inmediatamente de todas las muertes que estaban ocurriendo en la carretera en aquel momento.
El demonio saltaba de coche en coche, corriendo brevemente por la carretera cuando sus objetivos estaban demasiado alejados. Ya no se preocupaba de comerse a los humanos, simplemente trataba de aplastar los coches o volcarlos, sacando a veces a los ocupantes para matarlos de un mordisco o quebrándoles la espalda con los cuatro brazos. Si no fuese tan repulsivo, Marta habría admirado la atlética forma de correr del demonio, girando sobre sí mismo  para alternar los dos torsos y que fuesen hacia adelante cada rato uno. Era atractivo e hipnotizante.
Los coches que seguían de cerca al Nissan de la Guardia Civil lo adelantaron, pasando muy pegados. Marta sintió muy cerca el que las adelantó por su lado. Un choque brutal sonó al fondo de la caravana: dos coches habían chocado al intentar huir, quedando destrozados. Los que venían detrás no pudieron esquivar el accidente y se sumaron a él. El demonio pasó por alto aquel desastre: al parecer ya le resultaba demasiada carnicería para unirse.
El siguiente coche que adelantó al Nissan lo hizo muy ajustado y les golpeó por el lado izquierdo, cerca del morro. Ángela tuvo que girar bruscamente el volante hacia la derecha, para mantener el control. Marta, que seguía fuera del coche, sentada en la ventanilla, se agarró como pudo al agarre que había por dentro, sufriendo sacudidas con los movimientos del coche. Estaba aterrorizada.
Ángela volvió el volante hacia la izquierda, para compensar el volantazo hacia la derecha, acercándose peligrosamente a la cuneta. Entonces el coche que venía por detrás las golpeó violentamente en la parte trasera, haciendo que el Nissan saliese despedido hacia la cuneta.
Marta se sintió ingrávida. Lo recordaría luego y se sorprendería por lo lento que le había parecido que ocurría todo. El Nissan voló hacia la cuneta y acabó cayendo con el morro por delante hacia el terraplén más alejado de la carretera. Chocó frontalmente allí, haciendo que Marta saliese volando del coche (al fin y al cabo estaba más fuera de él que dentro), pasando por encima de él mientras el Nissan daba una vuelta de campana, sobre el morro. Marta aterrizó echa una bola en el campo polvoriento lleno de hierba amarillenta que había al lado de la carretera, rodando entre la tierra endurecida por las inclemencias del verano y las rocas puntiagudas, a la vez que el Nissan caía sobre su techo, aplastándose y resbalando por el mismo terreno, unos quince metros.
Marta se puso a gatas, mirando con ojos extraviados al Nissan volcado y los coches que pasaban como balas por la carretera. Le dolía la espalda y el codo derecho, que hacía que el dolor se le transmitiera hacia la mano. Aún así se puso en pie, algo vacilante, pero no se cayó ni se mareó. Los coches seguían pasando como balas por la carretera, adelantándose, tocando el claxon. Doscientos metros más adelante dos coches chocaron y salieron hacia el mismo lado de la carretera que ella: sobrepasaron la cuneta y cayeron dando vueltas de campana, en una extraña danza. Marta se llevó la mano al codo derecho (cada vez le dolía más y se le estaba durmiendo el antebrazo, hasta los dedos) y notó una herida aparatosa y mucha sangre. Imaginó que se había golpeado contra alguna de las rocas que sobresalían por el campo.
Con paso deliberadamente lento se acercó hasta el Nissan y se agachó (notando una punzada de dolor en la parte baja de la espalda) hasta la ventanilla del conductor, para ver cómo se encontraba Ángela. Un reguero de sangre empapaba el techo y salía hacia la hierba, lo que no era muy buena señal.
Ángela Aguilar Sastre seguía atada al asiento, gracias al cinturón de seguridad. Colgaba de él cabeza abajo, con la cara llena de sangre. Parecía que tenía la cabeza destrozada, de donde goteaba la sangre que empapaba el techo y regaba el campo de hierba de fuera.
Marta se levantó, sintiendo una pena lejana y nebulosa. Sintió dolor en el cuello cuando se estiró y se apoyó en el costado del Nissan volcado, para evitar marearse y caerse.
El demonio pasó por la carretera en ese momento. Saltó del techo de un coche hasta el de otro, aplastándolo y atravesándolo con una mano llena de garras para atrapar la cabeza de uno de los viajeros de los asientos traseros.
Marta se encogió, para esconderse tras el Nissan accidentado, llevándose instintivamente la mano a la espalda, buscando la pistola que Sole le había dado hacía un par de días (y que parecía hacía cien años). No la encontró allí.
Se sobresaltó y miró hacia la parte del campo en la que había aterrizado, buscándola con la mirada. Era curioso: hacía un par de días no quería tener un arma cerca y en ese momento sentía que la necesitaba y se asustaba por haberla perdido.
Caminó por la zona, buscando la pistola cargada con balas de plata, mientras por la carretera seguían huyendo coches, aunque cada vez menos y muy separados. Para cuando Marta encontró su pistola (apenas le llevó un par de minutos) la carretera estaba despejada.
Con la pistola en la mano, Marta volvió a la carretera. Estaba prácticamente desierta. Había un parachoques roto caído en el asfalto, algún resto de sangre, cristales rotos, un par de cadáveres y un coche unos treinta metros hacia atrás, con el morro en la cuneta derecha.
No había ni rastro del demonio, Marta podía imaginárselo entretenido con los coches que seguían huyendo, a los que se oía en la lejanía. Marta no dudó ni por un instante que aquello sólo era un entretenimiento para el demonio, que realmente lo que le interesaba era volver al portal. Marta no sabía por qué lo sabía, pero lo sabía con total certeza.
Quizá fuese una corazonada.
O intuición femenina.
Le daba igual. Después de lo que había visto, no tendría problemas en creer en cosas que no comprendía.
Marta se encaminó al coche accidentado que estaba por detrás del accidente del Nissan. Al andar notaba el dolor en el cuello y en la base de la espalda, pero no tenía problemas para moverse. El antebrazo derecho estaba cubierto por un incómodo hormigueo, pero tampoco tenía problemas para usar la mano. Podría conducir.
Llegó al coche (un viejo Citroën Xantia) y comprobó que el conductor estaba muerto. Abrió con cuidado la puerta del conductor (estaba prácticamente sobre la cuneta) y tiró el cuerpo fuera. De un salto se subió al asiento, notando que estaba manchado de sangre, aunque no la importó. Solamente le molestó lo pegajoso que estaba el asiento. Arrancó el coche, que lo hizo agónicamente y después de tres intentos, y luego lo aceleró al máximo, para sacarlo del precario equilibrio sobre el que se encontraba en la cuneta. Marcha atrás lo colocó en la carretera y después condujo hacia adelante, siguiendo sin prisas a la comitiva, muy alejada de ella.
Quizá el demonio diese la vuelta y la encontrase, viajando en aquel coche cochambroso y accidentado, a punto de detenerse por completo, armada solamente con una pistola a la que le quedaban, en el mejor de los casos, siete u ocho balas de plata.
Pero le daba igual.
Es más, casi lo prefería así.
A Marta no le importaba verse envuelta en un enfrentamiento en el que solamente uno de los dos (o el demonio, o ella) saliese vivo.


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