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El cuatro latas que había cogido para huir
de Carbones de Siena estaba en las últimas, así que Sole no le dio mucha tralla. Cuando dejó atrás al demonio de
dos cabezas que la había atacado en el pueblo cubierto de sangre levantó el pie
del acelerador, el motor dejó de gruñir agónicamente y el coche siguió su
marcha más ligero, aunque bastante despacio.
Quizá si
hubiese ido un poco más rápido, las cosas no hubieran ido como fueron. Quizá
más gente se hubiese salvado y no hubiese muerto. O quizá hubiese forzado el
coche y no hubiese llegado nunca a Siena del Sil. Nunca se podrá saber.
Lo que sí
permitió fue que, al ir a una velocidad moderada, pudiese reaccionar cuando se
encontró en medio de la carretera con aquella pareja de ancianos.
Iban caminando
agarrados de la mano, en zapatillas de andar por casa, por el medio de la
carretera, a pasitos cortos, en la misma dirección que llevaba Sole.
La soldado los
vio y pisó el pedal del freno, al mismo tiempo que giraba el volante y los
esquivaba sin dificultad. De todas formas, cuando el cuatro latas se detuvo del todo, el corazón de Sole latía con
fuerza.
- ¿Están
ustedes bien? – preguntó la soldado, bajando la ventanilla y mirando hacia
atrás.
La pareja de
ancianos la respondieron con un asentimiento. Sus caras eran la personificación
misma del susto.
- ¿A dónde
van?
- A Siena del
Sil, hija – contestó el hombre, con voz temblorosa. Sole pensó que estaba
aterrorizado.
- Tenemos que
ir allí.... – dijo la mujer que lo acompañaba, con un hilo de voz. Tenía los
ojos abiertos de par en par, asustadísima.
- Suban, les
llevo – dijo Sole, animándoles con gestos. Los ancianos sonrieron levemente,
como despistados, y se acercaron al coche. La mujer subió detrás y el hombre en
el asiento del copiloto. De cerca, Sole pudo comprobar que eran muy mayores,
quizá tuviesen los dos más de ochenta y cinco años.
- ¿Es usted
soldado? – preguntó el hombre, señalando el fusil y las ropas de Sole.
- Sí, lo soy.
- ¿Va usted a
Siena del Sil a verlo también? – preguntó la anciana desde atrás, con voz
lánguida. Sole arrugó el ceño.
- No señora,
ya lo he visto.... – contestó al fin, pensando en el portal. Después miró a los
dos ancianos de nuevo, con atención. Algo no estaba bien, aunque no sabía el
qué. – Voy a evitar que algo más salga de allí....
- ¿Va usted a
enfrentarse al Príncipe? – preguntó el hombre a su lado. Sole sintió la boca
seca inmediatamente. Lo miró de nuevo y comprendió que la mirada de aquellos
ancianos no era de susto o de terror, sino de fanatismo. No parecían
temblorosos o desorientados por el miedo, sino por la alegría y el deseo.
- Bájense del
coche inmediatamente.... – empezó a decir Sole. Pero no pudo terminar de frenar
el coche.
La anciana le
agarró desde atrás por el cuello, estrangulándola. Por reflejo, Sole estiró la
pierna y apretó aún más el acelerador, haciendo que el coche gimiera y corriera
más. Mientras trataba de controlar el cuatro
latas con la dolorida mano izquierda intentaba alcanzar el fusil con la
derecha, pero el anciano de su lado la molestaba para impedírselo. Sole le
lanzó un codazo a la cara, desembarazándose de él, y pudo coger el fusil al
final. Con dificultades, por el pequeño espacio, lo apuntó hacia atrás y
disparó. Al instante la presión que hacía la anciana sobre su cuello se aflojó
por completo, y pudo volver a respirar con normalidad.
El anciano
entonces intentó quitarle el fusil, force-jeando con ella. Sole fue consciente
de que aquel iluminado no se había puesto el cinturón de seguridad, así que
aceleró a tope y guió el coche a la cuneta, con la mano izquierda. El golpe fue
muy fuerte, y el anciano atravesó el parabrisas para estrellarse contra el
suelo. El cinturón sujetó a Sole, pero no lo suficiente y se golpeó contra el
volante. Fue un golpe fuerte, aunque no mortal: de todas formas se hizo una
brecha en la frente.
Con la cara otra
vez cubierta de sangre, limpiándose con la manga, salió del coche accidentado.
No se le había olvidado el fusil, así que corrió con él de la mano, de camino
hacia Siena del Sil.
La frente le
sangraba, la nariz volvía a hacerlo y le dolía la mano izquierda (todavía
cubierta por el apestoso chapapote).
A pesar de todo ello, y del latigazo que le había dado el cinturón de
seguridad, Sole corrió.
Parecía que el
único peligro no eran solamente los demonios. Sabiendo lo que sabía ahora,
tenía mucha más prisa por llegar.
Y ojalá
hubiese llegado antes.
Sobre todo por
su bien.
* * * * * *
- Mira, ya
llegamos.... – dijo Andrés, y no se sorprendió al notar alegría en su voz.
Alicia levantó
la mirada y vio frente a sí las primeras casas de Siena del Sil. La guardia
civil no pudo ni siquiera sonreír, aunque se alegró enormemente de llegar.
Habían caminado a buen paso por la carretera, tardando unos cuarenta minutos en
llegar hasta allí. Aún les quedaban unos diez para entrar realmente en el
pueblo, pero verlo en la distancia ya les reconfortaba.
Habían
caminado con ligereza, en silencio. A Andrés cada vez le ardía más el hombro y
estaba más convencido a cada paso de que se le había infectado la cornada del
demonio volador. Alicia, por su parte, iba cabizbaja, muy pálida, con el brazo
herido contra el pecho, sujeto por el otro brazo. Ojeras oscuras se marcaban
bajo sus ojos, destacando en la palidez del rostro.
Mientras
seguían marcando el paso acelerado (estaban deseando llegar para descansar de
aquella noche horrible) escucharon un rumor a su alrededor. Andrés levantó la
mirada y buscó en los alrededores. No parecía haber nada. Alicia no se inmutó.
Iba concentrada en su dolor y en mover los pies para llegar al pueblo.
Mientras se
iban acercando a las primeras casas, el rumor fue creciendo en intensidad. Y
fue evidente su ori-gen: una multitud de personas (cerca de cincuenta o
sesenta) salió del pueblo arrastrando los pies. No hablaban entre ellos, pero
parecía que todos llevaban el mismo propósito.
Miraron a los
dos guardias civiles fijamente, con curiosidad y reto. Andrés leyó cierto odio
en los ojos de algunas de las personas de la multitud. Era gente normal,
vestidos de forma normal (había trajes, ropa deportiva, vaqueros y camisetas,
pijamas, monos de trabajo....) pero todos bastante sucios o llenos de polvo.
Ninguno parecía darse cuenta de aquello, o al menos no les importaba.
Aquello no le
dio buena espina a Andrés.
Y entonces
cayó en la cuenta. Recordó dónde había visto un grupo de gente parecida
recientemente.
- Joder.... –
musitó. Y fue entonces cuando los seguidores del Príncipe, hipnotizados por los
poseídos heraldos que habían preparado su llegada, echaron a correr hacia
ellos.
Andrés cogió
el rifle y disparó a la multitud, sin pensar en que eran seres humanos
normales. El retroceso del arma le transmitió dolor al hombro, así que sus
disparos impactaron en los del principio del grupo y luego salieron desviados
hacia el cielo. Alicia sólo pudo gritar de pánico.
El grupo de
hipnotizados cayó sobre ellos. Con saña apalearon a Alicia, hasta matarla.
Andrés fue zarandeado y lo acabaron tirando al suelo, siendo pateado.
De repente,
uno de los hipnotizados, un hombre joven vestido con pantalones anchos,
camiseta de tirantes dos tallas más grande y una gorra de visera plana torcida
sobre la cabeza, se inclinó sobre él, a gatas en el asfalto. Lo olisqueó, como
si fuese un perro y después se levantó de un salto alzando las manos, dando
voces. Consiguió detener a sus compañeros.
- Éste no....
– dijo, sin más. Los demás le hicieron caso, aunque no parecía que fuese su
jefe ni su líder. Todo el grupo se volvió hacia el pueblo y el chico se diluyó
entre la gente, sin ocupar un lugar especial ni recibir un trato diferente de
los demás.
Andrés jadeó,
atontado. No comprendía muy bien lo que había ocurrido, pero lo que sí sabía es
que seguía vivo. Seguía vivo por la extraña misericordia de un grupo de
alucinados sin cerebro que se consideraban seguidores de un grupo de demonios
conquistadores y sanguinarios.
Se puso en pie
y saltó a la cuneta de la carretera, cruzando el campo, sin dedicar una mirada
a la masa sanguinolenta que descansaba en la carretera en que se había
convertido Alicia.
Andrés quería
entrar en el pueblo, su objetivo no había cambiado, pero no quería hacerlo por
el mismo sitio que aquel grupo de locos asesinos.
Lo haría por otra
carretera, llegando a ella a través del campo abierto, con cautela.
Mucho se temía
que Siena del Sil había sido invadido por los seguidores de los demonios de Anäziak.
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