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Los Cármenes
era un pueblo fantasma.
El demonio que
había aterrizado allí era uno de los generales más sanguinarios del Príncipe de
Anäziak
y lo había demostrado matando a todos los habitantes del pequeño pueblo,
alimentándose con su carne y esparciendo los huesos y demás restos por todas
partes.
El compañero
de Mónica Argüelles Martín, el guardia civil que la acompañaba y que había
conducido el Nissan hasta allí, no
había durado mucho tiempo. Se llamaba Eduardo Herrera García, y no había
llegado a ver la criatura que lo mató.
Eduardo
Herrera García había conducido el coche hasta el interior del pueblo, donde una
pequeña iglesia ardía por los cuatro costados, con altas y belicosas llamas
rojas, con un tinte rosado. Habían visto y pasado por encima de multitud de
restos humanos y las calles estaban cubiertas de sangre.
Eduardo
Herrera García miró a Mónica Argüelles, esperando alguna emoción en su cara.
Pero se quedó defraudado. La mujer miraba alrededor, desde detrás de sus gafas
cuadradas, sin cambiar la cara. Podía estar asustada, horrorizada o asqueada,
pero no lo demostraba. Sin embargo, no dejaba de mirar alrededor, como
queriéndolo ver todo. Eduardo imaginó que estaba afectada.
Eduardo
Herrera García detuvo el Nissan
frente a la iglesia en llamas y apagó el motor. Miró a su compañera antes de
bajar y Mónica lo miró a él, asintiendo en silencio. Parecía que a aquella
mujer no le afectaba nada.
El guardia
civil suspiró y bajó del coche, pensando en algo que decir para relajar el
ambiente, para reconfortar a su compañera (si es que necesitaba ser
confortada), para animarla.
Pero no pudo
llegar a decir nada.
Cuando salió
del vehículo y cerró la puerta, el general anäziakano lo agarró con una de sus
pinzas por la cintura y lo partió por la mitad. Los dos pedazos de Eduardo
Herrera García cayeron al suelo y el hombre murió al instante.
Mónica escuchó
el ruido del tijeretazo y avanzó hacia el morro del Nissan (era tan bajita que no veía nada desde el otro lado). Allí
pudo ver el demonio que había aterrizado en aquel pueblo.
Y al final su
cara sí que cambió.
El demonio era
del tamaño de un potro, de color marrón con listas negras, y con diez o doce
pares de patas, anchas y duras, como las de un insecto o un ciempiés. Tenía un
rostro humano sobre un apéndice bulboso que le sobresalía en la parte anterior
del cuerpo y dos pinzas enormes le colgaban debajo de él.
El demonio
sonreía, dejando ver los colmillos afilados que le llenaban la boca. Sin ver a
Mónica (parcialmente tapada por el coche) se inclinó hacia adelante y empezó a
devorar el cuerpo de Eduardo Herrera García.
Mónica no pudo
más. Retrocedió lentamente hacia su puerta y subió al coche, quedándose sentada
en el asiento del copiloto, rígida. Sólo se movió para cerrar la puerta.
Estaba muy
asustada. Estaba así desde que habían visto al poseído en Burgos, rodeado por todos sus seguidores hipnotizados. Estaba aterrorizada, superada por la
situación. Pero era una mujer reservada, que no exteriorizaba nunca sus
sentimientos y sus estados de ánimo. Por eso había parecido fría y serena a los
ojos de los demás.
Y en parte era
así. Estaba asustadísima, pero había ido allí a trabajar con su amiga Marta, a
ayudarla en lo que pudiese. No podía rendirse sólo porque a lo que se enfrentaban
le daba miedo.
Estaba claro
que era muy diferente enfrentarse a todos aquellos seres paranormales desde la
“Sala de Luces”, o desde las “salas de discusión” en las que había trabajado
cuando formó parte de algún equipo de apoyo. Ahora estaba en el mundo real,
frente a frente con los entes del más allá. Y eso acojonaba.
Mónica decidió
moverse. No podía quedarse en el Nissan
mientras el demonio seguía devorando los restos del guardia civil, mientras
escuchaba cómo sorbía la sangre, cómo arrancaba pedazos de carne y cómo
quebraba los huesos. Así que, con mucho cuidado, pasó desde el asiento del copiloto
al asiento del conductor, por encima de la palanca de cambios. Su corazón latía
desbocado bajo sus abultados pechos.
Cuando estuvo
sentada en el asiento correcto, delante del volante, pudo ver por la ventanilla
la grupa de aquel horrible monstruo, que se movía mientras comía. Palpó en
busca de las llaves y dio gracias a Dios porque estaban puestas. Notando que el
sudor le caía a ambos lados de la cara, ajustó el asiento, notando que el
mecanismo hacía un ruido atronador como de cremallera. Sin embargo, el demonio
no lo escuchó y siguió devorando a su presa. Mónica suspiró, aliviada.
Acumulando
fuerzas y decisión, giró la llave y el motor arrancó. Entonces el demonio sí
que se sobresaltó, levantando la cabeza. Su cara quedó a la altura de la
ventanilla. Por un momento, la humana y el monstruo se miraron a los ojos, cada
uno a un lado de la ventanilla, hasta que la criatura sonrió, golosa.
Golpeó el
cristal, haciéndolo añicos, que cayeron sobre Mónica, cubriéndole el pelo, el
busto y las piernas. La mujer chilló, asustada, y aceleró, saliendo de allí a
toda velocidad, dejando el demonio detrás. Por el espejo retrovisor vio que se
inclinaba de nuevo para seguir devorando los restos del hombre que acababa de
matar.
Mónica
Argüelles no sabía por dónde habían venido, así que dio vueltas al pueblo hasta
encontrar una carretera que salía de él. Ni siquiera se fijó en que aquella
carretera sólo la llevaría hasta Torillos de Siena: tan sólo la reconfortaba
el hecho de haber dejado atrás al demonio.
Condujo cerca
de quinientos o seiscientos metros, notando que su corazón se relajaba poco a
poco, pasando de un galope tendido a un trote medio. Entonces el demonio
apareció reflejado en el espejo retrovisor del interior, saliendo de la
oscuridad que dejaba detrás. La mujer chilló, pudiendo hacer poco más.
El demonio
embistió al Nissan, golpeándolo con
el lomo. El coche salió despedido hacia adelante, derrapando y perdiendo el
control, dando bandazos. Mónica consiguió dominarlo al final, acelerando de
nuevo para perder de vista a la criatura.
Pero el general anäziakano era muy
veloz con sus numerosas patas. Galopó tras el coche y
se puso a su lado. Mónica giró el volante, para tratar de golpearlo con el
costado del coche, pero el demonio se apartó veloz, batiendo sus patas. Volvió
a acercarse al costado del coche y lanzó un tijeretazo a la rueda, con una de
sus grandes pinzas, como de cangrejo.
El neumático
de la rueda no aguantó y sufrió un corte. El aire salió al instante y el Nissan se ladeó hacia ese lado, con la
llanta en el suelo. Mónica perdió definitivamente el control del coche y cayó
en la cuneta, dando una vuelta de campana.
El demonio
retrocedió hacia las sombras, despareciendo. Mónica salió al cabo de un
instante, por la luna delantera reventada. Estaba cubierta de pequeños cortes,
tenía una brecha amplia en la sien izquierda y le dolía horrores la mano de ese
lado: creía que se había roto la muñeca.
Subió a
trompicones la cuneta, desorientada, agarrando con fuerza una palanca de acero
cubierta con un baño de plata. Buscó en todas direcciones al demonio, pero no
lo vio, así que siguió con paso vacilante por la carretera, alejándose de allí.
Le dolían las piernas, había sufrido un golpe en ellas, pero no las tenía rotas
ni luxadas. Al menos podía andar con ellas.
El demonio se
acercó a ella desde la oscuridad, maullando como un gato infernal. Mónica se
giró, con mirada demente, y blandió la palanca. El demonio se frenó en seco y
rió, acechando a la mujer. Giró a su alrededor, agazapado, sin dejar de sonreír,
malvado. Mónica no lo perdió de vista, con la palanca por delante. Al cabo de
un rato, el demonio retrocedió, hacia la oscuridad.
Mónica lo miró
(sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y podía diferenciar el bulto
agachado del monstruo) y siguió su camino, sin perderlo de vista, marcha
atrás.
El demonio la
siguió, jugando con ella, acercándose de repente con cortas carreras, para
ponerla en guardia, alejándose al instante justo después. Siempre se quedaba en
el límite de la oscuridad donde Mónica podía distinguirlo. Parecía que lo hacía
intencionadamente.
Y Mónica
estaba segura de que era así. No había más que verle el rostro, oírle reír con
sus maullidos de gato. Quería acosarla, volverla loca, reírse de ella. Por eso
no quería que lo perdiera de vista.
Mónica siguió
su camino, cada vez con menos fuerzas, rompiendo a llorar en silencio.
No estaba
segura de poder sobrevivir a aquella cacería....
* * * * * *
Daniel también
lloraba.
Caminaba solo
por la carretera que unía Torillos de Siena con Los Cármenes, desde que Gabriel
Román Trimiño se había quedado tendido en el asfalto, sin fuerzas. Además, le
dolía el brazo seccionado y unos ominosos pasos le seguían por la carreta, en
la oscuridad.
Hacía poco más
de un kilómetro que Gabriel Román Trimiño se había desplomado en el suelo.
Durante todo el camino no había dejado de toser, escupiendo sangre. Daniel se
había temido que el golpe del demonio con cabeza de cubo de hormigón le hubiese
roto algo por dentro a su compañero el guardia civil.
Y así había
debido ser. Después de caminar juntos por la carretera a oscuras durante un
buen rato, el guardia civil no había podido respirar más y había caído al
suelo, medio inconsciente. Daniel intentó reanimarle, pero supo que el golpe le
estaba desangrando por dentro y nada se podía hacer. Cogió el fusil G36 del
guardia civil y siguió su camino.
Poco después
empezó a escuchar los pasos. Venían detrás de él, ni muy cerca ni muy lejos.
Parecían de algo muy pesado y con cada paso algo duro chocaba contra el asfalto.
Daniel estuvo un largo rato devanándose los sesos para intentar averiguar qué
era aquello.
Pom-Click, Pom-Click, Pom-Click.... golpe pesado y chasquido al mismo tiempo,
durante algo más de un kilómetro, hasta que fue consciente de lo que era.
Un animal pesado
con garras caminando sobre el asfalto. El demonio que los había atacado le
seguía ahora por la carretera.
¿Por qué les
había dejado vivos en el pueblo para luego seguirlos en la oscuridad? No lo
entendía....
Entonces vio
algo frente a él. Toda la carretera estaba a oscuras, así que sólo intuyó una
forma que se acercaba por la carretera. Levantó como pudo el fusil con el brazo
derecho, echando de menos el izquierdo, como varias veces hasta entonces (y más
que lo iba a echar de allí en adelante, si es que sobrevivía a aquella noche).
Apuntó a la forma que se acercaba en la oscuridad, temblando de miedo. Los
pasos a su espalda se habían detenido.
- ¿Mónica? –
preguntó, alucinado. De veras le parecía ella, cuando estuvo más cerca y sus
ojos pudieron reconocer sus formas voluptuosas.
- ¡¡Daniel!! –
le contestó la sombra, con voz alegre. Su amiga (ahora estaba seguro de que era
ella) corrió hacia su encuentro.
Pero los dos
amigos no volvieron a encontrarse. El demonio que seguía a Mónica (Daniel lo
vio entonces, una especie de potro de muchas patas, con pinzas de cangrejo en
el frente) dio una corta carrera, alcanzó a la mujer, la agarró por la cintura
con una de sus pinzas y apretó con fuerza.
A Mónica los
ojos se le abrieron como platos y la sangre salió de su boca a borbotones,
antes de que fuese partida por la mitad, con un chasquido. Todo duró un
segundo.
Daniel gritó,
sin saber muy bien qué es lo que decía. Levantó el fusil, mientras lloraba y
seguía gritando, intentando sostener el arma con la mano derecha solamente y
apuntar al engendro que se cernía sobre el cadáver de su amiga, sin decidirse
todavía si empezar a comérselo o seguirle sonriendo a él, macabramente.
A su espalda
escuchó el bufido ya conocido por él. Se giró ligeramente y miró con el rabillo
del ojo cómo el demonio con pinta de caballo enorme y cabeza cilíndrica se
acercaba a él desde la oscuridad impenetrable. Bufó o relinchó, o lo que fuera
aquel sonido extraño entre caballo y ballena, y se quedó mirando al humano.
Daniel lanzó
miradas alternativas entre un demonio y otro, sin poder decidir cuál de ellos
era más horrible o a cuál odiaba más. Se preguntó por qué habría querido ser
investigador de campo, por qué habría querido salir de la seguridad de la “Sala
de Luces”, por qué habría querido ver en la realidad todo aquello que sonaba a
magia en la central.
Ahora no
sabría responderse.
El demonio que
tenía a la espalda echó a caminar, con calma. Daniel se giró totalmente hacia
él, vigilando ahora con el rabillo del ojo al ciempiés gigante que tenía tras
él. Echo de menos (otra vez) su mano izquierda, con la que podría haber
sujetado el fusil y haber empuñado el machete, que descansaba inútil asegurado
por el cinturón de los vaqueros.
El otro
demonio, el que había matado a Mónica, también se puso en movimiento,
acercándose. Los dos caminaron hacia donde estaba Daniel, pero no se
encontraron en el mismo punto que el humano, sino unos metros a su lado, en la
otra cuneta de la carretera. Los dos demonios se saludaron con movimientos de
cabeza y unas palabras que Daniel no entendió. Después se volvieron para
mirarle.
Daniel no tuvo
dudas de la inteligencia de aquellas miradas. Podían parecer animales, bestias
más bien, pero tenían una inteligencia superior, parecida a la del hombre. Lo
que incluía maldad y crueldad.
Los dos
demonios le sonrieron, divertidos, macabros. Daniel apretó la empuñadura del
fusil, notando que el brazo le temblaba. Se cansaba de sostenerlo con el brazo
extendido.
- Utzi.
Princ ocekuje....(1) – dijo el que tenía aspecto de ciempiés, y su compañero asintió.
- Ondoren, bere
munduko erre(2) – contestó el de la cabeza cilíndrica.
Los dos no habían quitado ojo de Daniel.
Después, los dos demonios, sin dejar de sonreír con superioridad al maltrecho humano,
sabedores de que poco podía hacer para detenerles, o para detener a su
Príncipe, se dieron la vuelta y se alejaron, en el mismo sentido que llevaba
Daniel, de camino a Los Cármenes. A los pocos pasos se pusieron a trotar y enseguida
fueron engullidos por la oscuridad.
Daniel cayó de
rodillas inmediatamente, sollozando, entre el cansancio, la tristeza y la
rabia. Se pasó la mano derecha (su única mano, y el recuerdo de aquello le hizo
llorar aún más) por el rostro, para quitarse de encima las lágrimas, pero tardó
un rato en hacerlo, pues no se detenían.
Después se
puso en marcha de nuevo, siguiendo los pasos de los dos demonios. Lo mismo le
daba un sentido que el otro, y creía recordar que el pueblo de Los Cármenes
estaba más cerca de Siena del Sil que Torillos, desde donde había venido.
Cuando pasó al lado de los restos mortales de su
amiga Mónica tuvo que mirar hacia otro lado. El llanto y las sacudidas se
reanudaron.
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(1) Déjalo. El
Príncipe espera....
(2) Ahora, su
mundo arderá.
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