- 9 x 3 -
Aquella noche
había sido una mierda.
Les habían
contado una serie de milongas sobre
una misión importante, al margen de la legalidad, enfrentándose a cosas que su
imaginación nunca podría haber inventado.
Y se habían
pasado toda la noche observando una especie de círculo rojo en el cielo.
Los tres
guardias civiles estaban aburridos y decepcionados. Aquello era un muermo. Y muy falso. Iker Gamarra Gil
creía haber visto un espectáculo de luces muy parecido en las fiestas de su
pueblo.
No habían
recibido noticias de ninguno de los grupos en algo más de una hora y todos los
coches tenían radio. Nada. Silencio.
No sabían si
aquello era bueno o malo.
¿Les habría
acabado ocurriendo algo a todos?
¿O se trataba
de una broma?
Pablo Sánchez
López (el número de la Guardia Civil que había tenido este último pensamiento)
no entendía el motivo de la broma. De sus dos compañeros en aquel lío, Iker
Gamarra era el más joven, el más novato. Entendía que le hicieran una broma al
chico. ¿Pero a Alejandro? ¿O a él mismo?
Alejandro Poncela
Moreno era otro guardia civil veterano, que llevaba destinado en la
provincia de Burgos casi tanto tiempo como Pablo. Si eran víctimas de una
broma, no entendía el motivo.
Y encima
estaban sin coches. Se los habían llevado todos para ir detrás de aquellas
cosas que echaban humo que habían salido de lo que llamaban “el portal”.
Alejandro
Poncela Moreno miró el portal en aquel momento. Seguía flotando (¿o
proyectado?) en el cielo, rodeado por hilos eléctricos de color rojo. Era un
espectáculo chulo, ésa era la
verdad. Pero la noche avanzaba y allí se estaban aburriendo como ostras.
- ¿Pruebo otra
vez con la radio? – preguntó Iker Gamarra Gil, el más joven de los tres y el más
impaciente, por tanto. Alejandro Poncela Moreno se encogió de hombros.
- Prueba.
Quizá ahora conteste alguien.... – respondió Pablo Sánchez López, con cara de
circunstancias. Habían probado con la radio en tres ocasiones, a lo largo de la
noche, sin éxito.
Iker Gamarra
probó con la radio, mandando un mensaje simple de contacto. Nadie respondió.
El guardia civil lo intentó de nuevo pero la radio comenzó a pitar, acoplándose
el sonido de otra transmisión. Los tres guardias civiles se taparon las orejas,
ante el doloroso sonido.
- ¿Qué es eso?
– preguntó Pablo Sánchez López.
- ¡Se acopla
con algo! ¡No sé! – contestó Iker Gamarra Gil.
- ¿Puede que
eso tenga algo que ver? – preguntó Alejandro Poncela Moreno, con un hilo de
voz. Sus dos compañeros miraron lo que estaba señalando y se quedaron congelados
por el horror.
Una figura
humana, atlética y con los músculos marcados, sin piel que los cubriera, los
miraba desde el límite de la plaza, en medio de una de las bocacalles que
llegaban hasta ella. Brillaba como si estuviera barnizado, y sus ojos no
perdían detalle de los tres guardias civiles que estaban en el centro de la
plaza, casi bajo el portal. La criatura sonrió, con su extraño morro aplastado
y largo como el de un pato, de hueso: la sonrisa llena de colmillos afilados no
era simpática.
Escucharon
unos pasos detrás de ellos y los tres guardias civiles se giraron. En otra
bocacalle que llevaba a la plaza habían aparecido otras dos criaturas: una era
grande como un buey, con la cabeza cilíndrica, y la que le acompañaba parecía
un potro con las patas de un ciempiés, con dos pinzas de cangrejo colgando bajo
su cabeza.
- ¿Qué cojones
es eso....? – preguntó Iker Gamarra, lamentándose por haberse quejado antes de
que la noche estaba siendo aburrida....
- Me da la
impresión de que son las cosas que han salido antes del círculo negro ése.... –
comentó Pablo Sánchez López.
Alejandro
Poncela Moreno no pudo ni hablar.
- ¿Y por qué
lo dejamos abierto? – preguntó Iker Gamarra Gil, sin girarse ni moverse. Los
tres estaban rígidos, temiendo que algún movimiento brusco asustara a aquellas
bestias.
- ¿Tú sabes
cómo cerrarlo? – respondió Pablo Sánchez López, con otra pregunta.
Escucharon un
aleteo, profundo y grave. Los tres hombres se giraron y miraron al cielo, por
donde venía volando una criatura antediluviana, parecida a los reptiles
voladores que había en la época de los dinosaurios. Se posó en el tejado de una
casa y dirigió su mirada hacia ellos. A pesar de tener cara humana, graznó como
un pájaro. Mejor dicho, como un buitre.
Unos pasos
atronadores les hicieron girarse. El suelo parecía temblar con cada uno de
ellos. Desde otro punto de la plaza, doblando una esquina, apareció una especie
de troll de color gris. Era descomunal. Los miró con ojos bobalicones, pero escrutadores,
mientras escalaba la fachada de una casa y se acomodaba en un balcón.
Por otro lado
llegó una criatura espeluznante, de dos piernas pero con dos torsos, de
diferentes colores y con diferentes cabezas. Los mentones y las manos de los
dos torsos estaban cubiertos de sangre, y los tres guardias civiles imaginaron
que aquella sangre no era suya, sino de sus víctimas. El torso de color rojo
llevaba en brazos otra criatura, con aspecto de niño pequeño, redondito y
rechoncho. Sin embargo, su rostro y su mirada hablaban de siglos de antigüedad,
y de una maldad e inteligencia sobrehumanas.
Cuando creían
que lo habían visto todo, otro monstruo entró en la plaza, a toda velocidad,
corriendo a cuatro patas. Sin frenar su ímpetu, cruzó la plaza por un lateral y
subió escalando por la fachada de una casa grande que había frente al
ayuntamiento porticado, en el otro extremo de la plaza. Una vez asentado en el
alero del tejado, los tres hombres pudieron comprobar que la criatura recién
llegada estaba formada por dos torsos de aspecto humano, unidos por la cintura,
sin piernas. Las dos cabezas, con aspecto demente, aullaron al cielo, alegres.
Ninguno de los
monstruos se movió de su sitio, como mucho para subir hasta el tejado de
alguna casa cercana o hasta algún balcón. Pero no se movieron del perímetro de
la plaza. Parecía que esperaban algo.
- ¿Qué pasa? –
preguntó Iker Gamarra. – ¿Qué cojones hacemos?
Pero sus dos
compañeros veteranos no sabían qué hacer.
Entonces
empezó a llegar la gente. Una multitud de personas, de todo tipo. Había
diferentes sexos, diferentes estratos sociales, diferentes vestimentas y
diferentes razas. Pero todos traían la misma cara embelesada y los ojos fanáticos
fijos en la plaza. Más concretamente, en el portal eléctrico que flotaba sobre
la plaza.
Los tres
guardias civiles se asustaron, pero no por ellos. Su interés por servir a las
personas les hizo olvidar su propia seguridad y preocuparse por los recién
llegados. Si Sole no hubiese tenido que dejar su coche y viajar caminando hasta
el pueblo y ya hubiese llegado allí, les podía haber advertido.
- Hay que
sacar a toda esa gente de la plaza – dijo Iker Gamarra, olvidando su miedo. –
¡Vamos!
Corrió hacia
el grupo de gente más cercana, vigilando a los monstruos. Sin embargo, éstos no
atacaban a la gente de los alrededores. Iker no supo a qué achacar ese comportamiento,
pero decidió aprovecharlo.
- ¡Aléjense de
aquí! ¡Váyanse a sus casas! ¡Huyan! ¡Aquí están en peligro! – advirtió a la
gente, acercándose a ellos. Ninguno se movió ante sus órdenes.
Iker Gamarra
Gil llegó hasta el muro de personas (que, como los monstruos, no osaban entrar
en la plaza) y se detuvo ante ellos. Cuatro o cinco personas movieron sus ojos
del portal hacia la cara del muchacho, y entonces Iker volvió a sentir miedo
por su integridad. Aquellas miradas estaban vacías. Estaba frente a monstruos.
Los
hipnotizados le agarraron y le metieron dentro del grupo. Iker pronto salió de
la vista de sus dos compañeros, tapado por la gran masa de gente. Durante un
rato sólo se oyeron sus gritos de pánico y de dolor.
Alejandro
Poncela Moreno y Pablo Sánchez López, que se estaban acercando hacia su joven
compañero para ayudarle, se frenaron en seco, horrorizados. La gente de la
multitud se abalanzó hacia ellos, agarrándoles y tirando de ellos para sacarlos
de la plaza. Los dos guardias civiles se defendieron con sus fusiles, golpeando
a los hipnotizados con ellos, pero era inútil. La masa era muy superior en
número y los doblegaron, matándolos a culatazos con sus propias armas, en el
suelo.
Un coche llegó
a la plaza mientras la matanza tenía lugar. Intentó atravesar el grupo de
gente, avanzando con cuidado, tocando el claxon, pero la multitud no se apartó.
Al contrario, se volvieron hacia el coche y trataron de entrar en él, para atacar
a su conductora.
Marta, pues no
era otra más que ella, reconoció el tipo de gente que la rodeaba y apretó el
acelerador. Los hipnotizados que la rodeaban fueron atropellados y ella pasó
sobre sus cuerpos, para alcanzar la plaza. El coche no pudo seguir avanzando así
que salió del coche, sin molestarse en apagar el motor siquiera. Los fanáticos
se apartaron de ella, al ver la Roseta que colgaba de su cuello. Marta entró en
la plaza aprovechando el hueco y, como llevaba la pistola en las manos, dedicó dos
tiros a la multitud, antes de girarse hacia el interior de la plaza.
Fue testigo de
la matanza de los dos guardias civiles. Comprobó que no había nadie más allí
dentro y que toda la plaza estaba rodeada de seguidores del Príncipe. Después,
sintiéndose derrotada, descubrió a los Ocho Generales en los tejados o balcones
de las casas alrededor de la plaza.
El portal
empezó a chispear. Su marco eléctrico de color rojo brilló con más intensidad y
cobró vida. Los rayos se movieron, más furiosos.
Marta escuchó
el sonido de otro motor, por detrás de la multitud de hipnotizados que habían
llegado allí desde todos los puntos de España, atraídos por el Príncipe. Entre
las lágrimas que había dejado caer sonrió, esperanzada.
El R-11 de
Justo (maldito trasto valiente) atravesó el muro de seguidores y entró en la
plaza desde otro punto. Marta corrió a su encuentro, llorando de alegría y de
miedo, mientras el veterano agente salía del coche, con gesto adusto. Al ver a
Marta correr hacia él su gesto se dulcificó y sonrió.
- ¡Justo! –
gritó la chica, abrazándose a él.
- ¿Estás bien?
– preguntó el agente, devolviéndola el abrazo y después separándola,
sujetándola por los hombros con los brazos estirados, inspeccionándola. Se fijó
en la sangre que le corría por el antebrazo.
- No es nada
grave. He tenido un accidente. ¿Y tú? – contestó Marta, señalando el sombrero
ensangrentado del agente y su bigote teñido de rojo.
- Otro
accidente.... – murmuró Justo, mirando en derredor, haciéndose cargo de la
situación. Mientras observaba a los demonios y a los hipnotizados alrededor de
la plaza tomó a Marta por el brazo y la condujo hacia el centro de la plaza,
donde el espacio estaba despejado y parecía que ninguno de los sitiadores se
atrevía a entrar. Después dirigió su mirada hacia el portal, que bullía de
actividad. – Parece que esto se va a terminar....
- Eso creo....
– contestó Marta, con pena. – No lo hemos logrado.
- Aún no se ha
acabado. ¿El padre Beltrán? – preguntó Justo, y Marta negó con la cabeza. El
veterano agente compuso una mueca, disgustado.
El portal
chisporroteó. Los hilos eléctricos de color rojo de su perímetro se
estremecían, viajando alrededor, en un viaje sin fin, serpenteando y
retorciéndose. Los demonios lanzaron gruñidos, aullidos, rugidos y graznidos
de alegría, mientras los hipnotizados vitoreaban a su caudillo.
Entonces un
grupo de los seguidores fanáticos que rodeaban la plaza gritó, asustados y
doloridos. Todo el mundo se giró a mirarlos. Un pasillo se abrió entre ellos,
mientras intentaban alejarse y apartarse de lo que los asustaba y hería. Por el
hueco apareció el padre Beltrán, serio como siempre, terrible como un guerrero
divino. Llevaba la mano derecha al frente, con los dedos corazón y anular
doblados, sujetos por el pulgar, con los otros dos estirados, formando unos
“cuernos”. Aquella postura (o el hechizo que encerraba) molestaba de forma
espeluznante a los fanáticos, que lo dejaron pasar sin molestarlo hasta el
centro de la plaza.
En el mismo
momento, aprovechando el revuelo causado por la llegada del padre Beltrán, dos
hombres cruzaron hasta la plaza, colándose entre los fanáticos seguidores y
subiendo por encima del coche de Justo. Eran Daniel y Andrés, que corrieron
hacia el centro de la plaza. Los cinco seres humanos se encontraron allí.
- ¡Daniel! ¡Tu
brazo! ¿Estás bien? – preguntó Marta, preocupada, abrazando a su amigo.
- Está usted
herido.... – comentó Justo, mirando al padre Beltrán.
- No es nada –
dijo el sacerdote de negro, con la voz muy cascada.
- La verdad es
que no me duele – contestó Daniel, sonriendo a su amiga, pero sus ojos
mostraban la pena que realmente sentía.
- Me he
encontrado a este valiente entrando en el pueblo – explicaba Andrés – y hemos
tratado de llegar hasta aquí juntos. Si no llega a ser por usted nunca lo
hubiésemos conseguido.
- No sé si
servirá de algo.... – contestó el padre Beltrán, volviéndose a mirar el portal.
- ¿Y Mónica?
¿Sabes algo de ella? – preguntó Marta, y Daniel negó levemente con la cabeza.
Los dos se echaron a llorar y volvieron a abrazarse.
- Nunca debimos
separarnos.... – se lamentó Justo, colocándose al lado del padre Beltrán. Éste
asintió, ausente.
- Apenas nos
quedan opciones....
- ¿Alguien
sabe algo de Sole? – preguntó Andrés. – ¿O de Jimena y Roberto? ¿Y de los tres
que estaban aquí? ¿Qué ha pasado con vuestros compañeros?
- Creo que
somos los únicos que quedamos.... – murmuró Daniel. – O los únicos que hemos
podido llegar hasta aquí.
- Quizá si no
hubiésemos venido hubiésemos podido sobrevivir.... – dijo Andrés, fúnebre.
Estaba muy pálido y ardía de fiebre.
- Quizá tenga
razón.... Aquí llega el Príncipe....
* * * * * *
El portal se
inflamó. Sus hilos de electricidad se multiplicaron. Chasquearon y se
retorcieron con mayor furia e intensidad.
Entonces un
haz de rayos rojos salió de la elipse negra y chocó contra el suelo. El haz
eléctrico se mantuvo un rato así, comunicando ambas dimensiones. Un estallido
de luz roja acabó con la conexión, aunque el portal se mantuvo abierto en el
cielo, rodeado por las descargas eléctricas de color rojo, mucho más calmadas.
En el suelo,
justo debajo de él, había aparecido una figura: el Príncipe de Anäziak.
Tenía figura
humana, era alto y delgado, de proporciones bellas y atractivas. Estaba
desnudo y su piel parecía suave. Era terriblemente bello, musculoso, calvo, de
formas definidas y armónicas. Su cara era redondeada y simétrica, hermosa. Sólo
sus ojos eran diferentes, de color amarillo, y su sonrisa era inquietante,
poblada de colmillos.
Los fanáticos
hipnotizados que rodeaban la plaza se postraron ante él, echándose al suelo,
inclinando la cabeza y posando la frente en el suelo. Los Ocho Generales, desde
sus lugares de honor, hicieron reverencias, pronunciando el voto solemne.
- Mi
smo tvoj, nire Printze. Honetan munduko biti tvoj(1) – fue recitado ocho veces con ocho
voces distintas. Los Ocho Generales prestaban su juramento a su Príncipe y se
disponían a luchar junto a él.
Los nueve
habían entrado en nuestro universo.
* * * * * *
Entonces todo
se sucedió con inusitada rapidez.
Mientras los
fanáticos estaban postrados ante su Príncipe, Sole cruzó entre ellos a todo
correr. Había salido de detrás de una esquina. Llevaba allí escondida un buen
rato, esperando la oportunidad para cruzar. Y ahora, sin saber muy bien por
qué, todos estaban tirados en el suelo, despistados.
La soldado
corrió por la plaza, queriendo cruzarla para alcanzar a lo que quedaba de su
grupo, congregado cerca de los soportales del ayuntamiento. Todos la miraban
con ojos aterrorizados, y no sabía muy bien por qué.
Entonces lo
vio. El hombre hermoso de pie en el medio de la plaza (aunque llamarle hombre
era un poco exagerado, ya que carecía de sexo). Su piel era pálida y sus ojos
amarillos, pero Sole perdió su voluntad nada más verlo. Frenó su carrera y
continuó caminando, cada vez de forma más lenta, hasta adoptar una velocidad de
paseo. Se acercó a la figura, que la sonreía con su boca llena de colmillos. Le
tendió una mano y Sole perdió todo control sobre su cuerpo.
La mano del
demonio era suave y fina, delicada. Le acarició la cara a Sole, haciendo que su
cansancio y su miedo se diluyeran. Aquel era un momento bonito, de paz. El
demonio posó su mano en la mejilla de la soldado, y Sole se sintió tocada por
la gracia.
Entonces el
Príncipe de Anäziak sujetó con más fuerza la cabeza de Sole y la echó hacia
atrás, con un gesto brusco y fuerte. El chasquido del cuello se escuchó desde
lejos y el cuerpo de Sole cayó muerto al suelo.
El padre
Beltrán y los demás miraron horrorizados lo que acababa de ocurrir, mientras el
Príncipe alzaba sus brazos, victorioso, siendo aclamado y vitoreado por sus
seguidores. El demonio sonreía con deleite. Sus Ocho Generales bajaron a la
plaza y se reunieron con él, halagándole con nuevas reverencias y vitoreándole.
- Novi
poredak hasteko. Denbora demoni poceti zenbatu(2) – anunció el Príncipe de Anäziak, consiguiendo más vítores a su
alrededor.
- ¿Qué podemos
hacer? – preguntó Marta, con lágrimas en los ojos. Le seguían doliendo el
cuello y la espalda y la mano derecha estaba completamente dormida, sosteniendo
con fuerza la pistola, pero lo que más la dolía era la derrota. La pérdida de
su universo.
El padre
Beltrán se giró para mirarlos. Entre los cinco reunían un par de pistolas (con
quince balas de plata entre las dos) y un machete. Y su cuchilla de plata
consagrada, por supuesto. Suspiró, resignado.
- Aún nos
queda una opción – anunció, fúnebre, pero sus compañeros lo miraron
esperanzados. – Esperaba no tener que usarla, porque la solución puede ser
mucho peor que el problema....
- Hágalo,
padre Beltrán – le pidió Justo, y el sacerdote de negro asintió, mirándole a
los ojos.
- Entonces,
protéjalos, agente Díaz – contestó con voz de grajo el padre Beltrán, señalando
con la cabeza al resto del maltrecho grupo. – Refúgiense en los soportales y no deje que les ocurra nada malo.
Justo asintió,
asustado y solemne, y luego se volvió hacia Marta, Daniel y Andrés. Los
condujo, casi a empujones hacia los soportales del ayuntamiento y se quedaron
allí, viendo al padre Beltrán en la plaza.
El padre
Beltrán caminó con paso tranquilo hacia el centro de la plaza, llamando la
atención de los demonios. Algunos le gruñeron y le bufaron. El Príncipe
solamente se rió de él.
- Lehen
zrtva....(3) – dijo, con una sonrisa sarcástica.
El padre
Beltrán se detuvo a unos quince metros de ellos y arrojó el sombrero hacia un
lado. Después se despojó del abrigo largo de paño negro y lo dejó caer a su
espalda. Con mirada dura y el rostro decidido se agarró la sotana por el cuello
con ambas manos y tiró de ella, rasgándola por la fila de botones, dejando que
colgara sobre su cintura, como una falda hecha de jirones de tela, dejando su
delgado torso al descubierto.
Marta se llevó
la mano a la boca, atónita. Los tres hombres que la acompañaban miraron al
sacerdote, estupefactos.
El padre
Beltrán tenía todo el torso tatuado, con extrañas formas y símbolos, de
diferentes colores. Un dibujo como una greca sinuosa, llena de olas y curvas,
unía todos los símbolos que llenaban el cuerpo del sacerdote: uno en cada omoplato,
tres más en la zona lumbar, una palabra escrita en vertical en cada costado (la
del lado izquierdo manchada de sangre por la cuchillada del general anäziakano),
un gran símbolo en los pectorales, varios círculos en el vientre y multitud de
pequeños signos arcanos en los brazos, hasta las muñecas. Eran de color azul,
verde, rojo y negro, y todos resaltaban en la pálida piel arrugada y
cicatrizada del sacerdote.
- Dios mío....
– musitó Justo. A su lado, Andrés estaba estupefacto, sin poder emitir palabra.
- ¡Van a
atacarle! ¡Hay que hacer algo! – dijo Marta.
- ¡No!
Tranquila, mira.... – la detuvo Daniel con su único brazo.
Dos de los
generales, el que tenía aspecto de troll y el del cráneo pelado y al aire con
el morro alargado de hueso, se acercaron al sacerdote de negro para atacarle,
pero no pudieron. Una pared invisible, irrompible e impenetrable le protegía
mientras pronunciaba el hechizo. Los dos demonios se chocaron, impotentes,
contra aquel campo de fuerza.
Abriendo los
brazos, dirigiendo su rostro hacia el cielo, con el rostro crispado por el dolor,
el padre Beltrán invocó unas palabras en lyrdeno.
- ¡Vahlá,
jerument! ¡Vahlá jerument, ordla! ¡Pandemieum orta! ¡Pandemieum! ¡Execrat yuri
kanterni! ¡Execrat yuri! ¡Vahlá, yuri!
Un evento
ocurrió, una fuerza ectoplasmática parecida a una burbuja de jabón llenó el
espacio, invisible, golpeando a todos con fuerza. Fue como una ráfaga de
viento, húmeda y caliente. Sacudió a todos los presentes y los inundó de una
luz blanca potentísima, que desterró la oscuridad de la noche.
Otro portal,
elíptico, negro, rodeado de jirones de rayos eléctricos de color azul celeste,
había surgido en el cielo al lado del primero.
Inmediatamente,
de él empezaron a salir una criaturas aladas semejantes a seres humanos,
grandes y terribles. Vestían túnicas blancas, dejando solamente a la vista sus
pies y sus manos (de nueve dedos) y por supuesto su cabeza. Tenían pelo
amarillo sobre ella y la piel era rosada, así como azules sus ojos. Colmillos
afilados y blancos se asomaban de sus bocas. Giraban y planeaban en el aire con
unas alas gigantescas, de grandes y frondosas plumas blancas, cada una de unos
siete metros de largo.
A Marta sólo
le vino una palabra a la mente.
Ángeles.
Unos quince o
veinte seres alados similares a los ángeles de la tradición cristiana salieron
del nuevo portal, volando hacia la multitud de fanáticos hipnotizados y hacia
los nueve de Anäziak.
La batalla fue
encarnizada.
Los supuestos
ángeles masacraron a los seguidores que rodeaban la plaza, que poco pudieron
hacer contra su furia y su fuerza. Pronto, todos los hipnotizados que quedaban
en pie huyeron de allí, siendo perseguidos por cinco ángeles que los acosaban
desde el cielo. Decenas de cadáveres quedaron atrás.
Los Ocho
Generales y el Príncipe se defendieron bien. El demonio de dos cabezas que
caminaba a cuatro patas haciendo “el puente” lanzó su chorro de fuego hacia uno
de los Guerreros alados, inflamándolo en el aire y haciéndolo caer. Una vez
allí, el demonio parecido a un troll lo pisoteó, destrozándolo.
El demonio con
aspecto de bebé rollizo lanzó sus bolas de fuego hacia los Guerreros alados,
pero éstos las esquivaron. Uno de ellos lo atrapó al final y lo sujetó entre
sus manos, volando con él hacia la fachada del ayuntamiento, aplastándole con
fuerza contra la piedra, matándolo en el acto. Los humanos que se escondían en
los soportales de abajo se escondieron, gritando asustados.
El demonio
parecido a un ciempiés gigante atrapó con una de sus pinzas el ala de uno de
los Guerreros celestiales, cortándole la punta. La criatura parecida a un ángel
gritó de dolor, con una voz atronadora que hizo que los cuatro humanos que
estaban bajo los soportales se taparan las orejas, si no querían morir con el
cráneo reventado. El Guerrero se revolvió, atrapó la garra entre sus manos de nueve
dedos y la retorció hasta arrancarla. El demonio gritó y se alejó.
El demonio de
dos torsos sobre dos piernas estaba recibiendo una paliza a puñetazos de manos
de otro Guerrero, a pesar de que él tenía cuatro puños. El demonio que parecía
un buey con la cabeza cilíndrica intentaba patear a un Guerrero alado, que
acabó reventándole la cabeza granítica de un puñetazo. El general anäziakano
volador peleó en el aire contra dos Guerreros alados, que acabaron agarrándolo
cada uno por un ala y arrancándoselas. El demonio cayó al suelo de la plaza,
tiñéndolo con su sangre granate: pronto murió.
El Príncipe
había matado a dos Guerreros celestiales y mantenía a raya a un tercero. Tenía
las mandíbulas y el mentón manchados de la sangre de los Guerreros que había
abatido y rugía furioso al que aún quedaba en pie, delante de él. Miró a su
alrededor, viendo a sus generales muertos y al resto heridos. Viendo cómo los
cinco Guerreros que habían perseguido a los fanáticos hipnotizados volvían a la
lucha.
Viendo al
humano que mantenía aquel hechizo en marcha fuera del alcance de sus colmillos.
Aulló de
rabia, impotente y llamó a gritos a sus generales, los que quedaban en pie. Con
gestos autoritarios, aunque avergonzados, les ordenó volver a cruzar el portal.
Les ordenó
volver a Anäziak.
Los Cinco
Generales, heridos y apaleados, se colocaron bajo el portal y viajaron de
vuelta a su universo. El Príncipe de Anäziak, aún inmaculado, invencible y sin
heridas, se volvió hacia el padre Beltrán y el grupo de humanos.
- ¡Anäziak Printze
nikad ahaztu!(4)
– rugió.
Y después
volvió a entrar en su universo, cerrándose el portal tras él.
Los Guerreros
alados revolotearon por el cielo de la plaza, gritando alborozados y contentos.
Sus gritos de alegría eran tan potentes como sus gritos de rabia y Justo, Marta
y los demás volvieron a taparse las orejas. Todos volvieron a su portal, que
seguía activo en el aire.
Todos salvo
uno.
El Guerrero
celestial se acercó al padre Beltrán, atravesando fácilmente la barrera
invisible que lo protegía. El sacerdote bajó los brazos, que le temblaban, terminando
con el conjuro.
El Guerrero
alado se posó en el suelo, terrible en sus tres metros de altura. Sus puños de nueve
dedos eran tan grandes como la cabeza del padre Beltrán. Lo miró con ojos
juguetones, divertidos y peligrosos. Su sonrisa llena de colmillos poco se
diferenciaba de la de los demonios que acababa de desterrar.
El padre
Beltrán le sostuvo la mirada, digno.
El Guerrero
asintió, sin perder su sonrisa peligrosa. Había más que una despedida en aquel
cabeceo, más que un gesto inocente.
Había amenaza.
Después volvió
a levantar el vuelo y entró por el portal eléctrico de contornos azules.
Los cinco
humanos se habían quedado solos en la plaza de Siena del Sil. Marta se acercó
al padre Beltrán, sin dejar de mirar el portal que continuaba abierto en el
aire.
- ¿Qué ha sido
eso? – preguntó Marta.
- Guerreros
celestiales – contestó el padre Beltrán, su voz de grajo más cansada que nunca.
– Podían haber sido más peligrosos que los mismos demonios anäziakanos.
- ¿Debemos
temerles? – preguntó Justo, poniéndose al otro lado.
- Debemos
temer cualquier cosa que venga de otros universos, agente Díaz.... – respondió
el padre Beltrán, casi sonriendo.
- Pues el
portal sigue abierto.... – dijo Marta, con precaución. No le gustaba que aquella
cosa siguiese allí, si los Guerreros parecidos a ángeles podían volver y
hacerse con aquel universo.
- Eso tiene
fácil arreglo – respondió el padre Beltrán, volviéndose hacia él. – ¡¡Târq!!
El portal azul
se cerró sobre sí mismo, con un estallido de luz blanca, brillante y poderosa.
___________________________________________________
(1) Soy tuyo, mi Príncipe. Este mundo es tuyo.
(3) La primera víctima....
(4) ¡El Príncipe de Anäziak nunca olvida!
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