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Se despertó,
saliendo de la inconsciencia con dificultad, como si tuviese que atravesar una
piscina llena de gelatina. Le dolía todo el cuerpo y el esfuerzo por salir del
mundo de los sueños le provocó más dolor de cabeza.
Al principio
no supo dónde estaba, pero supo que estaba tendido en el suelo, al lado de una
casa de piedra. Se puso a gatas, notando que la cabeza le latía con mucha
fuerza, provocándole un pinchazo doloroso con cada latido. Notaba el lado
derecho de la cara dormido e hinchado y sintió un escalofrío cuando se lo tocó.
Palpando con la lengua notó que le faltaba una muela de la mandíbula inferior.
Jugueteó con la lengua en el hueco de la dentadura, sin sentir dolor, sin
sentir nada: todo el lateral de la cara estaba dormido.
Escupió sangre
entre sus manos, apoyadas en el suelo. Se miró el resto del cuerpo: tenía la
gabardina totalmente arrugada, pero no había restos de sangre. Le dolía todo el
cuerpo (salvo el lado derecho de la cara) pero parecía que solamente era por el
cansancio: no tenía nada roto.
Vio su
sombrero, hecho un guiñapo, tirado en
medio de la calzada. Se llevó la mano a la cabeza, confundido, y no lo encontró
allí, por supuesto. Cuando se tocó la sien izquierda notó una punzada de dolor,
y retiró los dedos inmediatamente. Estaban manchados de sangre.
Justo recordó
entonces todo lo que le había pasado desde que llegara a Veguillas de Siena. El
incendio. La gente en la calle. El demonio monstruoso. La pierna humana
arrancada. Miguel Aldea López aplastado como una fruta demasiado madura. El
golpe del demonio y su posterior viaje por el aire. El aterrizaje contra la pared.
Justo se llevó
otra vez la mano a la sien izquierda, notando otra vez el escalofrío de dolor.
La mano se llenó de sangre. Al parecer tenía ahí una herida considerable.
Se puso en
pie, usando para ello toda su fuerza de voluntad. Escupió sangre otra vez
cuando estuvo erguido totalmente, notando un mareo repentino. Logró mantener la
vertical, pero no pudo reprimir el vómito. Cayó entre sus pies, manchándole los
zapatos.
Pero no le
importó. ¿Qué eran unos zapatos sucios al lado del fin de su mundo?
Caminó como un
anciano, con pasos vacilantes, hasta su sombrero. Con mucho cuidado,
manteniendo el torso erguido, se agachó hasta el suelo y lo recogió,
poniéndoselo en la cabeza, cuidando de que el fieltro tapase la brecha.
Esperaba que el sombrero sirviese para taponar la hemorragia. Se tocó el lado
izquierdo de la cara y notó la sangre pegajosa que lo cubría. Sacó un pañuelo
de tela del bolsillo de la gabardina y se limpió como pudo, sin verse. Una vez
terminada la limpieza, tiró el pañuelo al suelo, echando a andar.
Le pareció irónica
y demasiado manida la idea de morirse justo cuando estaba a punto de jubilarse.
Era un cliché de las películas de policías....
Al cabo de
unas docenas de pasos se sintió más seguro sobre sus pies y acabó andando de
manera normal, hasta que se detuvo junto al muro del corral donde se habían
enfrentado al demonio anäziakano. Tragó saliva y lo bordeó, volviendo a las
ruinas cubiertas de hierbas amarillentas.
Y sangre. Había muchísima sangre.
Salvando su
repulsa y las náuseas, Justo se acercó hasta el cadáver aplastado del guardia
civil. Era irreconocible. Con una honda pena, miró alrededor. Al alcance de la
mano tenía el rifle, pero no era eso lo que buscaba. Justo había perdido la
barra de plata y buscaba una nueva arma, sólo que un rifle de asalto no estaba
entre sus preferencias. Venciendo sus escrúpulos, intentando convencerse de que
hacía aquello (que su viejo cerebro denominaba como “rastrero”) por su
supervivencia y para lograr vencer a aquellos demonios, buscó entre la hierba y
la sangre la pistola automática del guardia civil.
Al fin la
encontró, cubierta de sangre, entre los restos del pantalón de Miguel y parte
de su cadera. La tomó con cuidado, sacudiendo la sangre y lamentando haber
tirado el pañuelo antes. Limpió como pudo el arma en la hierba seca y se la
metió en el bolsillo de la gabardina, saliendo del viejo granero a toda prisa.
Sus dedos se
enredaron en una cadena pequeña y fina. La cogió y la sacó del bolsillo, sin
saber qué era. Con sorpresa recordó el colgante protector que el padre Beltrán
le había entregado al salir de la tienda de Jonás. En aquel momento le había
parecido una tontería, pero entonces, en aquel pueblo perdido de la comarca de
Concejos de Siena, le pareció importantísimo. Se enredó la cadenilla en torno a
la muñeca derecha y dejó el colgante por la parte interior.
No se molestó
en buscar al demonio. Sólo Dios (o quienquiera que estuviese en la dimensión
que controlaba todas las demás, desde que había conocido al padre Beltrán no
estaba seguro de casi nada) sabía dónde andaría o qué estaría haciendo. Estaba
fuera de su alcance.
No. Justo se
encargaría de lo que podía hacer. Por eso fue en busca de su coche, cada vez
más sereno y dueño de su cuerpo, aunque lo sentía vapuleado y dolorido como
después de una intensa sesión de máquinas y pesas en el gimnasio.
Llegó hasta el
R-11, se montó en él con un quejido (notó dolor en las rodillas al sentarse) y
se recostó en el asiento, sólo durante un momento. Cerró los ojos, con
agradecimiento, mientras respiraba intentando calmar el malestar físico de su
cuerpo. A punto estuvo de quedarse allí y dejar pasar la noche, pasara lo que
pasase.
Cuando los
abrió se miró en el espejo retrovisor. Tenía toda la parte derecha de la cara
tumefacta, sobre todo en la mandíbula. Su cara era más asimétrica que de costumbre,
con media cara hinchada. Se fijó también en el sombrero, que se había teñido
de rojo en la sien izquierda. La sangre seca lo teñía por completo y tendría
que tirarlo, pero había cumplido su función: la sangre ya no le chorreaba cara
abajo.
Tanteó en
busca de las llaves y arrancó el viejo coche, que después de tantas aventuras
seguía aguantando. Como él. Dos viejos agentes en su última misión.
Al menos
esperaba que fuese la última no porque acabaran destrozados, sino porque los
dos se jubilarían al acabar.
Siempre y
cuando el Príncipe, sus Ocho Generales y el resto de los demonios anäziakanos
que vendrían después no conquistasen su universo.
Condujo el
R-11 hacia las afueras del pueblo, sin pensar muy bien dónde ir. Su instinto le
hizo conducir de vuelta a Siena del Sil y Justo no tuvo nada que objetar.
Condujo por la
carretera solitaria, con los faros de cruce, hasta que cayó en la cuenta de que
no iba a molestar a nadie en aquella carretera desierta. Con cierta
satisfacción, desterrando la oscuridad, conectó las luces largas.
Abrió los ojos
como platos cuando reconoció la enorme forma que había delante de él en la
carretera: era el demonio gigantesco parecido a un troll de cuento de hadas.
Caminaba con
tranquilidad por la carretera, también de regreso al portal. Caminaba sin
prisas, ajeno a todo lo de su alrededor.
Quizá fue por
eso, por esa tranquilidad e indiferencia ante lo que había hecho en Veguillas
de Siena, por lo que Justo aceleró a tope el R-11, sin importarle lo que le
pudiese pasar al coche o a sí mismo. Se echó encima del demonio y lo embistió.
En el último
momento el demonio se apartó y el R-11 sólo lo rozó, haciendo que la carrocería
chirriase. El demonio se quejó, con un mugido molesto, y echó a correr, a
grandes zancadas, para alcanzar al coche que volaba sobre el asfalto. Con sus
grandes piernas no tardó en hacerlo.
Justo vio al
demonio al lado de su coche, corriendo a la par. Presa de la rabia, el veterano
agente buscó la pistola del guardia civil en el bolsillo de su gabardina y
disparó a la criatura a través de la ventanilla del acompañante. La Roseta penduló,
colgada de su muñeca. El cristal voló en pedazos y la bala de plata se enterró
en el enorme y musculoso brazo de la bestia.
El demonio gritó de dolor, refrenando su carrera. Justo lo miró por el espejo retrovisor
con regocijo. Dejó la pistola en el asiento de al lado y apretó el acelerador,
apretando los dientes a la vez (sintiendo dolor en el hueco de la muela, por
fin), notando que la sangre volvía a fluir en su boca.
Aceleró para
llegar al portal antes que el demonio. Tenía una corazonada nada
tranquilizadora.
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