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Aquella noche Mezthu paseó, intranquilo,
por las calles del pequeño pueblo de Cervera de Pisuerga.
Allí era donde le había mandado ir el
pergamino con las instrucciones y no sabía si los sitios habían sido elegidos
por el Dharjûn al azar o eran los adecuados por alguna ley arcana que él
desconocía.
Le daba igual. El cumpliría todas las
normas si con eso conseguía invocar a los Cuatro Jinetes y llevaban a cabo su
venganza.
El pueblo estaba bastante animado. Hacía
buen tiempo y había gente por la calle, a pesar de que los comercios habían
cerrado. En ese momento Mezthu pasaba por la plaza, en donde había varios
bares, todos abiertos y con gente dentro. Al otro lado de la plaza, bajo los
soportales con arcos, había gente con botellines en la mano, disfrutando de la
bebida y de la conversación al aire libre, en lugar de estar “encerrados” en
los bares.
Mezthu se agitó un poco, dentro de su
abrigo. Las púas de la espalda le molestaban con la mochila. No sabía si era
sólo eso o el nerviosismo que sentía se debía también a lo que iba a hacer.
Y a haber dejado solo al Primer Jinete.
Estaba claro que no podía pasear con él
por el pueblo, buscando
el lugar donde debía llevarse a cabo la invocación. El demonio se había quedado
fuera del pueblo, oculto entre el campo y las primeras casas. Aun así Mezthu le
sentía cerca, le sentía vigilando.
No podía evitar sentirse así, cuando él
era claramente el jefe.
Pero un Qeneke, a pesar de sus peligrosas cualidades, no se podía comparar
a un Jinete de Dhalea. Él lo sabía y lo peor era que el demonio también lo tenía
claro.
Caminó por el pueblo, tratando de que
los humanos no se fijasen mucho en él. Recorrió varias calles, buscando el
lugar idóneo que se ajustara a las indicaciones del pergamino. Fue hacia las
afueras, de camino hacia el camping y
las piscinas, cuando halló la pared adecuada.
Según las instrucciones, la invocación
del Segundo Jinete debía hacerse en barro, en lugar de arena. En un barro
resistente hendido por el rayo. Eso decía el pergamino. Mezthu había encontrado
una casa de adobe, abandonada y casi derruida, con una pared todavía en pie,
que tenía una grieta que la recorría en diagonal, casi en toda su longitud. La
grieta tenía el mismo aspecto que un rayo.
Aquella pared se ajustaba bastante bien
a las indicaciones, así que decidió que probaría allí. Ya era de noche, la
calle estaba desierta, iluminada desde lejos por una farola que estaba en una
esquina con otra calle más moderna y habitada. Mezthu sacó de la mochila una
tiza redonda de color rojo, dibujando con ella en la pared de adobe. Notaba la
mirada del Primer Jinete y cuando levantó la mirada del dibujo y la paseó
alrededor, comprobó que el demonio estaba al final de aquella calle, que
acababa en un camino de tierra que se adentraba en el monte: el Jinete estaba
erguido, cubierto a medias por unos arbustos, esperando a su siguiente
compañero.
Mezthu copió fielmente el dibujo de los
Cuatro Jinetes de Dhalea, el de la estrella con los cuatro símbolos, uno de cada
demonio. Comprobó todos los detalles, como había hecho en la playa, corrigió un
par de trazos y después dejó caer la tiza al suelo, que se partió con un
chasquido sordo.
Después rebuscó en la mochila, sacando
con cuidado un machete del ejército, manchado de sangre. No sabía de quién o de
qué era esa sangre, que estaba ya seca, pero no le había preguntado a Zardino
cuando se lo dio.
Había cosas que era mejor no saber.
Tomó aire, para darse ánimos, y empezó a
recitar:
- Camper vegan lindu voorm. Enquentelak miracun soort.
Viguelion, viguelion, viguelion doorv. Exager mee, Sena Xinetet. Vegan. Voorm. Soort. Viguelion
doorv. Ahegadar tuum qetra onn. ¡¡Exager mee, Sena Xinetet!!
Con el último grito, Mezthu clavó el
cuchillo en el adobe, al lado del dibujo de la esquina inferior derecha, el que
parecía una flecha. El cuchillo vibró clavado en el adobe y el dibujo se
iluminó con una luz roja, como si el adobe se hubiera transformado en lava.
Mezthu se alejó un par de pasos hacia atrás, con precaución.
Pero fue en balde. El aire resonó con un
estallido, al dejar sitio para que el cuerpo proveniente de otra dimensión
apareciera súbitamente. Un nuevo demonio enorme surgió de pronto a su lado,
mientras Mezthu caía al suelo, de espaldas, golpeándose las púas y la nuca de
su “disfraz” de humano, empujado por la fuerza mística de la aparición del
demonio.
- ¡¡Ayy!! – se quejó desde el suelo. El Primer Jinete galopó
desde la distancia para encontrarse con su hermano, que era muy parecido a él.
Era inmenso, de más de dos metros de alto, con aspecto de centauro. El recién
llegado era de color rojo, con la cola cubierta de escamas y con la punta de
flecha. Era un demonio femenino, musculosa igual que el primero, pero con
pechos de mujer, aunque sin pezones. Tenía una melena roja, con pelos que
parecían alambres. Su rostro era tan horroroso como el de su hermano mayor, con
la nariz aplastada y de grandes agujeros, los ojos amarillos y los colmillos
retorcidos asomando de su boca sin labios. En la frente, como el otro Jinete,
llevaba impresa su marca:
Mezthu vio cómo los dos demonios
parecían reír al saludarse, al estrecharse la mano y al caracolear como
caballos contentos. Imaginó que hablaban entre ellos, aunque esa vez las voces
de los demonios no resonaron en su cerebro agotado. Algo decidieron hacer porque
los dos salieron galopando por la carretera que discurría al lado de un parque
y que llevaba a las piscinas y al camping.
El Primer Jinete, el blanco, llevaba su arco en la mano. El Segundo Jinete, el
rojo, también iba armado: una espléndida espada llameante iba en su mano.
Aquello no le gustó a Mezthu.
- ¡¡Eh!! ¡¡Esperadme!! – chilló,
acordándose de recoger la mochila, echando a correr detrás de los dos demonios.
Quizá debían obedecerle, pero en aquel momento sus instintos fueron más
fuertes.
Los cascos hendidos de los demonios
resonaron en el asfalto de la carretera por delante de él, a pesar de que ya no
les veía. Después empezó a escuchar gritos de terror y de dolor y el Qeneke corrió más rápido, agotándose.
Al cabo de un rato llegó al camping, donde los dos Jinetes habían
decidido llevar a cabo una masacre, para festejar el encuentro. El camping del pueblo no estaba muy
concurrido, por suerte (era principio de la primavera, un tiempo muy inestable
para los humanos), pero los dos demonios habían encontrado suficientes víctimas
para divertirse.
El Primer Jinete cazaba a los humanos a
flechazos, como si estuviese cazando ciervos para un festín. El Segundo Jinete
corría por entre los humanos que trataban de huir, manejando la espada roja
como si estuviese segando trigo o cebada, pero lo que caía al suelo eran
cabezas y miembros humanos. Todas las heridas eran mortales y, como había
ocurrido con los chicos de la playa, quemaban el cuerpo sin llama, levantando
zarcillos de humo y generando un olor como de parrilla o de barbacoa.
Mezthu sudaba y temblaba, de miedo y
horror.
No sentía ninguna empatía hacia los
humanos que habían muerto o que estaban muriendo, pero temía por su integridad
y por el éxito de su misión si los Jinetes de Dhalea tomaban el gusto por aquellas matanzas
indiscriminadas, que llamarían la atención de los agentes de la ley de aquel
mundo. Los humanos eran unos cretinos, pero no lo suficiente como para no notar
la presencia de todos aquellos cadáveres.
Según había oído Mezthu, el padre Beltrán
había muerto, al viajar a otra dimensión, o algo así, pero no se fiaba. Si
aquel maldito cura mago no estaba por allí (cosa que dudaba) todavía había
otros enemigos a los que temer, y los de aquella agencia sobre la que había
oído muchas leyendas e historias no eran los peores.
- ¡¡Basta!! – ordenó al fin, gritando
con todas sus fuerzas. – ¡¡Os ordeno que os detengáis!!
Los dos demonios se pararon, mirando a
su señor. Inclinaron las cabezas en un asentimiento de sumisión y se pusieron
en marcha, al paso, acercándose a él. Pasaron entre los cadáveres que habían
dejado en el camping y no pudieron
evitar sonreír, satisfechos.
Mezthu tragó saliva y les ordenó salir
del pueblo. Estaba seguro de que todo aquel jaleo, todo aquel griterío de las
víctimas había llegado a oídos de la gente del pueblo. Iba a cundir el pánico.
* * * * * *
El Dharjûn llamado Zard, que no estaba
por allí cerca (ni siquiera estaba en aquella dimensión), también había podido
captar los gritos de pánico y terror de las víctimas humanas.
Sonrió, complacido.
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