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- Menuda mierda.... – musitó Atticus,
acuclillado al lado del cuerpo tapado con una sábana, que había sido blanca
pero que se había encarnado. Julián se acuclilló a su lado y no hizo amago de
levantar la sábana.
No hacía falta. Se imaginaban lo que
había debajo.
Ya lo habían visto en los otros cuerpos
que había por la plaza.
Habían llegado a Vitoria de madrugada,
una media hora antes de que amaneciera. Ramiro Buenaventura les había llamado a
primera hora de la noche, cuando habían recibido el aviso luminoso en la Sala
de Luces y se habían puesto en contacto con la policía de Vitoria, para conocer
todos los detalles. Los cinco se pusieron en camino, en el coche de la agencia.
Después de unas cuantas horas en el
escenario, hablando con los policías y con los supuestos testigos, estaban
hartos de tanta muerte. Había una treintena de cuerpos, la mayoría eran mujeres
de edad avanzada, que estaban en la ciudad en una excursión cultural. Había un
puñado de víctimas jóvenes y una pareja con un bebé que habían logrado
salvarse.
Sofía los había interrogado y habían
contado lo mismo que los testigos del camping
de Cervera de Pisuerga: unos seres descomunales, con aspecto de centauros, de
diferentes colores, con armas. En la plaza de la Virgen Blanca sólo había liberado
sus ansias homicidas uno de los Jinetes, al parecer el recién llegado, que
armado con una maza había machacado a los peatones.
Habían visto muchas heridas y todas eran
parecidas a las que habían visto en los cuerpos de los otros dos ataques: cuerpos
deformados por el golpe de la maza, y quemaduras rodeando la contusión o la
herida. Aquellas armas eran de otro universo, empuñadas por demonios.
- Vamos – le dijo Julián a Atticus,
dándole un toque en el hombro. El agente todavía no se acostumbraba a ver a
aquel ser como un ente proveniente de otra dimensión, pero no por prejuicios,
sino porque le caía muy simpático. Era un tipo raro, pero también divertido y
espontáneo. Verle tan apenado por la matanza de la plaza de la Virgen Blanca
no le gustaba nada. – Ya hemos visto todo lo que teníamos que ver aquí.
Los dos se levantaron y salieron de la
zona marcada con la cinta policial. Julián agradeció con un gesto de la cabeza
al agente de policía que levantó la cinta para dejarles salir y los dos (el
agente de la ACPEX y el Guinedeo) caminaron
juntos hasta las escaleras de acceso a la iglesia. Allí habían colocado unas
pequeñas vallas de plástico amarillo, para impedir que nadie se acercase a lo
que habían grabado en la piedra.
- Otro escenario más de una invocación....
– dijo Atticus, con voz cansada.
- Sí. Ésta vez hay una gallina
decapitada al lado del dibujo y la piedra está chamuscada, como siempre –
explicó Sofía, que había estado observando el escenario con detenimiento. –
Pero no hay más pistas.
- No sabemos quién les está invocando ni
dónde será la siguiente invocación – apuntó Julián.
Sofía negó con la cabeza. Marcial
Sánchez y Arturo Inguilán se acercaron a ellos.
- ¿Nadie vio a quien grabó eso en la
piedra? – preguntó Marcial Sánchez.
- No. Ninguno de los testigos con los
que he podido hablar recuerda a nadie en las escaleras grabando cosas en la
piedra – dijo Sofia, encogiéndose de hombros, con voz triste. – No tenemos nada....
- Si nos hubiésemos encargado nosotros
desde el principio.... – reprochó Arturo Inguilán Sobrino.
- ¿Qué habríais hecho? – saltó Julián,
molesto, mirándole directamente. – ¿Liaros a tiros disparando al cielo? ¿Crees
que así habríais conseguido respuestas? ¿O habríais paseado por la escena del
crimen, haciendo conjeturas sin llegar a ninguna parte?
- Es lo que habéis hecho vosotros hasta
ahora.... – comentó con malicia Arturo Inguilán, sonriendo.
- Vete a tomar por culo, gilipollas –
dijo Julián, cabreado. – Por lo menos mis compañeros siguen todos vivos....
- ¡¡Que te den por culo a ti, cabrón!! –
Arturo Inguilán Sobrino
se tiró hacia adelante, tratando de agarrar a Julián. Éste también se tiró a
por él. Por suerte Marcial Sánchez sujetó a su compañero y Atticus, que estaba
en medio, paró a Julián, como pudo. Sofía se coló entre los dos grupos, con los
brazos extendidos.
- ¡¡Eh!! ¡¡Eh!! ¡Vale ya! – ordenó, con
autoridad. – Llévatelo a dar una vuelta, Marcial, a ver si se despeja un poco.
¡Y tú para quieto, Julián, no te reconozco!
Marcial se separó de allí, tirando de
Arturo, alejándose los dos de la plaza. Atticus pudo soltar a Julián, que se
había calmado al alejarse el soldado.
- Vamos a aquella terraza de allí –
señaló Atticus. Era un bar que estaba en una bocacalle que daba a la plaza. – A
ver si nos calmamos. Yo invito.
Julián encabezó la marcha y Atticus
detuvo a Sofía agarrándola del brazo, sin que el agente se diera cuenta. Sofía
le sacaba una cabeza y media a Atticus, así que se agachó cuando el ente le
habló en susurros.
- ¿Qué hay entre Julián y ese cruyiantkash[1]? – preguntó. Sofía no sabía qué
significaba la última palabra en lyrdeno, pero imaginó que no era nada bonito.
- El primer compañero de Julián en la
agencia murió de una manera horrible durante una misión – explicó Sofía, en una
confidencia. Sabía que podía confiar en la discreción de Atticus. – Llevaban
juntos ocho años y se querían como hermanos. Arturo Inguilán participaba en la
operación, era un novato y Julián siempre le acusó de no cumplir con su deber de
agente de campo y dejarles solos, sin protección. Le culpa de su poca
profesionalidad y de la muerte de su compañero.
- ¿Y es verdad? ¿Fue el culpable?
Sofía se encogió de hombros.
- La investigación no llegó a nada
concluyente, así que le absolvieron. Pero los dos se tienen ganas desde entonces,
hará unos siete años.
Atticus asintió y no preguntó nada más.
Los dos siguieron a Julián, alcanzándole.
Los tres llegaron a la terraza y se
sentaron. Era la hora de desayunar, pero los tres pidieron una cerveza. Era lo
que necesitaban.
- Y con ganas me quedo de pedir una
ginebra.... –comentó Atticus. Aunque no lo había dicho con tono de broma, los
dos agentes sonrieron. – ¿Estás mejor?
Julián asintió.
- No aguanto a ese pendejo – contestó. –
Y después de ver a tanta gente muerta por nuestra culpa, no podía aguantar sus
gilipolleces....
- No es culpa nuestra – trató de
animarle Sofía. – No les hemos matado.
- Ya, pero tampoco hemos hecho nada por
evitar que mueran – replicó Julián.
- Poco podemos hacer si no sabemos los
lugares de las invocaciones – dijo Sofía, encogiéndose de hombros y resoplando.
Llegó el camarero con las cervezas y esperaron en silencio a que los sirviera y
se fuera. – Atticus, ¿hay alguna forma de descubrir dónde será invocado el
Cuarto Jinete?
- Debería – contestó el ente, después de
ingerir la mitad de la caña de cerveza. – Los Cuatro de Dhalea sólo pueden invocarse en unos lugares
concretos, no en cualquier esquina. Hay unas instrucciones para averiguar el
lugar, con unas indicaciones, porque no es lo mismo estar en España, que en
Francia, que en Colombia, o que en Satánix. Imagino que esas indicaciones
generales te sugieren cuál es el lugar más indicado en cada país o en cada dimensión,
¿me seguís?
Los dos agentes asintieron.
- Pero no tenemos esas indicaciones –
imaginó Julián.
- Claro que no – respondió Atticus,
dando otro trago de cerveza. – E imagino que quien los esté invocando tampoco
las tiene: habrá recurrido a alguien que pueda conseguírselas y estará
siguiendo las instrucciones que le hayan facilitado.
- Ya....
- Vale, no tenemos esas indicaciones ni
tenemos idea de dónde conseguirlas – enumeró Sofía. – Imagino que habrá que
juntarse con gente o con entes nada recomendables para obtenerlas, así que
descartamos esa solución. ¿Hay alguna manera de descubrir el lugar de la última
invocación? Quiero decir, sin tener que seguir unas instrucciones previas.
- Descubriéndolo con magia, ¿es eso lo
que quieres decir? – sonrió Atticus.
- Sí, bueno, o algo parecido. Julián y
yo nunca nos hemos enfrentado a los entes con más magia que usar la plata, la
sal de roca y los salmos que utilizamos en la agencia desde hace un par de
veranos. Pero sabemos de compañeros que se han topado con algo de magia....
- Mi amiga Marta, sin ir más lejos –
apuntó Julián. – Marta Velasco Iglesias: creo que la conoces.
- ¿Marta es amiga tuya? – se sorprendió
Atticus. – No lo sabía: una gran mujer.
- Y una gran agente.
- Aprendió de Justo Díaz – dijo Atticus,
con un gesto cómico.
- Fue mi compañera después de que Justo
se jubilara – comentó Julián.
Atticus asintió y sonrió, con añoranza.
- ¿Entonces? ¿Hay algún medio mágico
para averiguar el lugar de la cuarta invocación? – preguntó Sofía, sacando a
Atticus de sus recuerdos.
- El padre Beltrán recurría a un ente
llamado Jonás: era muy bueno prediciendo y encontrando lugares – comentó
Atticus. – Pero está muerto.
Sofía y Julián le miraron en silencio.
El ente parecía pensar.
- Pero quizá haya una posibilidad.... –
dijo al fin. Los dos agentes se animaron, llenándose de esperanza. – Tenemos
que darnos prisa, la invocación seguramente será esta noche y los Cuatro de Dhalea volverán a estar juntos. ¡Vamos! Hay
que viajar....
Los tres se pusieron en pie y Atticus
dejó un billete de diez euros sobre la mesa. Salieron de allí, caminando a toda
prisa.
Se reunieron con los dos soldados al
lado del Renault Koleos y Atticus les puso al corriente hablando rápidamente.
Tenían que ir a Suances, un pueblo de Cantabria.
- Allí podemos encontrarnos con alguien
que quizá pueda ayudarnos – dijo, con esperanza. Pero los cuatro humanos
pudieron notar una nota de duda en las palabras del Guinedeo. – Hay que darse mucha prisa porque esta noche será la
última invocación, seguramente.
- Ha sido una por noche durante los
últimos tres días – le dio la razón Marcial Sánchez y Atticus le señaló con un
gesto amigable.
- Por eso creemos que hoy es el último
día.
- ¿Y cómo podemos acabar con esos
demonios? – preguntó Arturo Inguilán. Atticus pudo notar por qué Julián no
soportaba a aquel tipo: incluso en los momentos en que estaba serio, atento y
profesional, sonaba chulesco y displicente. – ¿No servirá la plata, como con
otros entes?
- La plata les herirá, desde luego,
aunque no les matará – explicó Atticus. – Estos demonios son de los duros. Pero
podemos evitar la última invocación e impedir que se reúnan. O frenarles lo
suficiente hasta que su tiempo aquí se acabe.
- Si tienen hora de volver a casa, como
la Cenicienta, no sé por qué nos preocupamos tanto ni vamos con tanta prisa –
objetó Arturo Inguilán Sobrino.
Atticus le miró sonriente. Pero no era
una cara simpática. Desde luego que no.
- Aunque tengan el tiempo justo, esos
demonios han venido aquí para cumplir una venganza, para torturar y matar a
alguien. Además, hasta que lo hagan pueden hacer todas las matanzas que les
apetezca hacer: mira lo que han hecho hasta ahora tres de ellos – Atticus
endureció su voz y su rostro para añadir: – Y no olvides que el último de esos
Jinetes es la Muerte.
[1] Es una construcción difícil de traducir a nuestro
idioma: “chupapollas” sería una traducción aproximada.
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