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Julián Alonso, Marcial Sánchez Berges y
Arturo Inguilán Sobrino enseñaron sus acreditaciones de la Jefatura Central de
Homicidios al policía que estaba en el control de admisión del instituto
anatómico forense de Burgos. Después de revisarlas concienzudamente (las
acreditaciones eran falsas, pero estaban hechas por la administración
competente, así que técnicamente eran reales) los dejó pasar, con una mueca
desabrida.
- Un tipo agradable – murmuró Julián.
Después se dio cuenta de que Arturo estaba entre sus compañeros y se dijo que
tipos “agradables” había en todas partes.
Marcial sonrió.
- Le habremos interrumpido la siesta de
primera hora de la mañana – bromeó y los otros dos agentes rieron.
Era viernes por la mañana. Cuando
llegaron a Burgos, el día anterior por la tarde, no les dejaron pasar al
instituto forense. En aquel momento estaban realizando las autopsias de los
cadáveres de los chicos de la playa y nadie podía entrar. Les dijeron que
volvieran la mañana siguiente, cuando les podrían atender.
Julián llamó a la agencia y puso a
Ramiro Buenaventura al corriente de todo lo que había descubierto hasta aquel
momento. Sólo eran hipótesis, hasta que tuviera más pruebas, después de ver los
cadáveres y hablar con los forenses, pero al menos Ramiro podría contarle algo
al general, en caso de que estuviera pendiente.
Ramiro le dijo que Sofía Gil había
preguntado por él. Le había llamado a casa, al parecer, y no le había
localizado, porque (como siempre) llevaba el móvil apagado.
Era un desastre, y Julián lo sabía. Pero
no se habituaba a aquellos aparatos, a pesar de ser un hombre joven al que la
informática y los avances de internet no le espantaban. Encendió el móvil y le
llegaron tres avisos de tres llamadas perdidas, de Sofía.
Habló con ella también, contándole lo
mismo que le había contado a Ramiro Buenaventura y explicándole (porque ella
estaba un poco molesta) por qué había ido él solo a atender la urgencia. No lo
había hecho con mala intención, todo lo contrario: quería que ella sí disfrutara
de los días libres. Además, sabía que Sofía y su marido estaban tratando de
que ella se quedara embarazada, así que pensó que de aquella manera tendrían
unos momentos tranquilos para ellos mismos....
Sofía no se enfadó, agradeciéndole el
detalle a Julián, pero mostrándose molesta porque hubiese tomado él solo la
decisión y preocupada porque estuviera en peligro. Julián la tranquilizó,
aunque no las tenía todas consigo.
Y ahora que estaba delante de los
cadáveres, volvían a despertar las peores sospechas. El doctor Huelves Cano era
un tipo maduro, de vientre ligeramente abultado, cráneo medio calvo y gafas de
montura metálica en el borde de la nariz. Era de trato agradable y apuntaba una
leve sonrisa de vez en cuando, de niño travieso, que le hacía rejuvenecer.
Saludó a los agentes de la ACPEX con amabilidad y les condujo hasta la sala en
la que estaban los tres cuerpos, tapados con sábanas. Los destapó para que
pudieran verlos bien.
- Los tres jóvenes presentan heridas
punzantes, de arma blanca o similar: luego volveremos a esto – el tono del
doctor Huelves Cano era académico, como de profesor de facultad, así que era
fácil seguirle. – Uno de ellos en el pecho, otro en el cuello y el tercero en
la espalda. Bien, las heridas son profundas y mortales de necesidad, pero
además los tres presentan quemaduras muy graves, de tercer grado, que afectan
a todo tipo de tejidos alrededor de la herida.
- ¿Les acercaron un soplete a la herida
o qué? – preguntó
Arturo Inguilán Morales, desde lejos. Estaba con los brazos cruzados frente al
musculoso pecho, erguido, inmóvil, con las piernas ligeramente abiertas.
Escuchaba las explicaciones del doctor desde lejos, dando una imagen de
indiferencia, de superioridad. Julián meneó la cabeza, asqueado, y reprimió
una risa: sabía que en realidad lo que le pasaba al agente de campo era que le
daban repelús los cadáveres.
- No, agente – el doctor Huelves se
volvió hacia él, de espaldas al cuerpo del herido en el pecho. – Con un soplete
no hubiesen podido hacer esas quemaduras. Ha tenido que ser con algo que
alcance mayor temperatura, como el fuego del Infierno....
Julián levantó una ceja, sorprendido por
el curioso comentario. Miró con disimulo a Marcial Sánchez Berges, que también
lo miraba. Apropiada selección de palabras.
- ¿Qué tejidos se han visto afectados
por la quemadura? – preguntó Julián, libreta en mano.
- Todos – fue la tajante respuesta. –
Piel, músculos, órganos,
tejido adiposo, tejido óseo....
- ¿Los huesos también? – se asombró
Marcial Sánchez, que estaba cerca de Julián.
- También – asintió enfáticamente el
doctor forense. – Ya le digo que la quemadura ha alcanzado unas temperaturas
brutales.
- ¿Y a qué cree que se deben esas
quemaduras? ¿Fueron un método para asegurar la muerte de los chicos?
- No eran necesarias, según mi opinión –
negó con la cabeza el forense. – Las tres heridas eran mortales. Miren ésta,
sin ir más lejos.
Les señaló con la mano extendida la
herida del cuello de uno de los chicos. Estaba en el centro de la garganta, era
profunda y ancha: desde luego era mortal. La quemadura parecía haberse
extendido desde la herida hacia fuera, arrasando con todos los tejidos. Por
fuera, en la piel, era muy evidente: llegaba hasta las clavículas y hasta la
barbilla y rodeaba el cuello hasta la nuca. Julián estaba convencido de que en
el interior la quemadura habría atacado todas las estructuras.
- Para mí, las quemaduras son un tipo de
ensañamiento, pero son tan extrañas, tan complejas, que no entiendo quién se
hubiese podido molestar tanto en hacerlas, cuando ya era evidente que estaban
muertos.
- ¿Pudieron hacerse con la misma arma
que los mató? – preguntó Marcial Sánchez. Julián ya tenía la mano en la
barbilla, acariciándose el mentón y la mejilla, un poco ausente.
- No veo cómo....
- Quizá con un hierro al rojo vivo o con
un puñal incandescente.... – sugirió el soldado.
- No, no. Imposible – rechazó el
forense. – Con un arma de ese tipo podrían haberse quemado los tejidos
adyacentes, los bordes de la herida, pero las quemaduras nunca habrían
profundizado tanto ni hubiesen quemado los huesos.
- Ya entiendo....
Julián salió de su trance, mirando
directamente al doctor Huelves Cano.
- Antes dijo que nos hablaría del arma
blanca....
- Sí, por aquí, por favor – indicó el
doctor Huelves con un gesto, alejándoles de las mesas en las que estaban los
cadáveres, dirigiéndose a una mesa de acero inoxidable adosada a la pared de
azulejos blancos. Allí, en una bandeja metálica, descansaba una flecha de color
blanco. – Encontramos esto clavado en la espalda de uno de los chicos. Parece
coincidir con las heridas de los otros dos, también.
- ¿Los mataron a flechazos? – se asombró
Arturo Inguilán, con una mueca.
- Eso parece.
- ¿Qué material es éste? – preguntó
Julián, acercándose a la flecha.
- Déjeme comprobarlo.... – el doctor
Huelves Cano se acercó a un archivador y buscó una carpeta. Entonces Marcial
Sánchez aprovechó y se volvió a Julián, hablándole en susurros.
- Sácale una foto....
- Es que no sé cómo.... – farfulló
Julián, mostrando su móvil. Arturo lanzó un bufido de cansancio, sacó su iPhone
y le sacó dos o tres fotos a la flecha en la bandeja metálica, desde varios
ángulos. Después meneó la cabeza, alejándose de Julián, que lo miró con
desafío.
- Es de un material cálcico similar al
hueso, aunque no parece exactamente igual – leyó el doctor Huelves Cano, del
informe que sostenía en las manos. – Es más ligero.
- ¿Puedo cogerlo? – pidió Julián.
- Desde luego. Ya ha sido revisado y no
tiene ninguna huella – respondió el forense, mientras Julián tomaba la flecha
(que al tacto y por el color parecía de hueso, efectivamente) y la sopesaba en
las manos.
- ¿Ni una sola huella? ¿Ni siquiera una
parcial?
- Nada – respondió el forense, negando
con la cabeza. – Quien la disparara llevaría puestos unos guantes.
››O
quizá no tiene huellas dactilares‹‹ pensó Julián, dejando la flecha en la
bandeja de metal.
Una cualidad que compartían todos los
demonios de cualquier dimensión.
* * * * * *
Cuando los tres agentes de la ACPEX
salieron del instituto anatómico forense lo hicieron casi más confundidos que
cuando entraron. Parecía confirmarse la intervención de un demonio, pero la
extraña manera de matar no coincidía con los demonios conocidos en la agencia,
descritos y detallados con todo lujo de detalles en los archivos de las plantas
siete a quince.
- ¿Habéis conocido a alguien interesante
allí dentro? – les llamó la atención una voz. Los tres miraron hacia ella y
vieron a Sofía Gil Mendoza, sentada en un poyete de cemento que rodeaba un
pequeño parque que había delante del instituto anatómico forense.
- ¿Qué haces tú aquí? – se sorprendió y
se alegró
Julián,
que fue corriendo a abrazarla.
- Después de hablar contigo ayer estuve
hablando con Jose Antonio: me convenció para que no te dejara solo.
- Pero.... Ibas a pasar el fin de semana
con él.... – se quejó Julián, agradecido, pero avergonzado de que Sofía hubiera
ido hasta allí por él, en lugar de quedarse con su marido.
- Todavía es viernes – dijo ella
despreocupadamente. – Con suerte esta noche hemos terminado con esto y me puedo
ir a la ruta del Cares con mi marido....
- No sé yo. Esto es complicado – dijo
Julián, señalando con el dedo por encima del hombro.
- No lo sabes tú bien.... – murmuró
Sofía, con cara seria.
- ¿Qué pasa?
- Tenemos que ir a Cervera de Pisuerga,
en Palencia – su voz sonó lúgubre. – Ramiro me ha contado que ha ocurrido otro
evento, parecido al que ya estáis investigando.
- ¿Hay algún muerto?
Sofía asintió, muy seria.
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