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El ente que había poseído a Eugenio
Martín Arribas llegó a Cervera de Pisuerga. Sabía que llegaba tarde, pero aun
así necesitaba ir al lugar.
Primero encontró el dibujo en la pared
hendida. Vio un pequeño corte en la pared, muy cerca del dibujo a medio borrar,
y pasó los dedos del humano por allí. En ese lugar había estado clavado el
cuchillo. La pared estaba ennegrecida, así que era evidente que el demonio
había sido convocado. Había una tiza en el suelo y recogió un trocito.
No dejó entrever su enfado, aunque era
evidente que lo estaba. Enfadado y decepcionado consigo mismo. Había vuelto a
llegar tarde, había perdido a los Jinetes.
Ya eran dos. Tenía que encontrarles
cuanto antes.
Siguió los leves rastros de azufre,
caminando por un bello parque que discurría encajonado entre el río y una
calzada y llegó al camping del
pueblo. Allí había ocurrido la matanza, aunque ya no quedaban restos de ella,
salvo la cinta policial y los restos de tiendas de campaña y caravanas
accidentadas. Sabía que los demonios habían llevado a cabo aquella carnicería
solamente por el placer del reencuentro, sin otros motivos. Podía llegar a
comprenderles.
Las criaturas del caos se habrían
complacido.
- ¡¡Eh!! ¿Quién es usted? – una voz le
sacó de sus ensimismados pensamientos.
- Ürk.... – contestó su verdadero nombre, de
forma automática.
- ¿Cómo ha dicho?
El ente se volvió a mirar a quien le
hablaba: era un hombre vestido con una especie de uniforme, con un polo
amarillo con el nombre del camping
estampado en el lado izquierdo del pecho. Mientras pensaba que debía de ser el
dueño del camping o uno de los
trabajadores, rebuscó en la mente de su anfitrión el nombre humano. Éste, en la
sala blanca, gritó de pánico, al sentir cómo el demonio buscaba información en
su cerebro.
- Eugenio Martín Arribas – dijo, tratando de disimular su voz de
demonio. Simuló que tosía, para que aquel humano creyera que tenía una afección
de la garganta.
- Pues si quería quedarse en el camping, ya ve que no admitimos a gente
– dijo el hombre, a medias molesto y a medias apenado. – Hemos sufrido un
percance y tenemos que hacer reparaciones....
- Ya veo – contestó el ente, asintiendo. No
había sangre en el camping, pues las
heridas que propinaban aquellos demonios se quemaban mientras se producían, pero
había más pistas que los charcos de sangre: el olor muy sutil a parrilla, las
notas de azufre en el aire, los espadazos en los árboles y los agujeros de
flechas en los costados de las caravanas y roulottes.
– Muchas gracias.
El ente que había poseído a Eugenio
Martín Arribas se alejó de allí, pensando en las reparaciones que habría que
hacer en aquel mundo cuando los Cuatro Jinetes se reunieran.
* * * * * *
Los cuatro agentes de la ACPEX viajaron
hasta un pueblo de Salamanca, a ver a un reciente colaborador de la agencia. Era un ente que
vivía en nuestra dimensión desde hacía mucho, escondiéndose a plena vista,
esquivando los radares de la agencia. Pero tras los peculiares eventos
ocurridos los dos últimos veranos, la agencia ya tenía constancia de él y se le
permitía seguir residiendo en nuestra dimensión a cambio de su ayuda a los
agentes de la ACPEX.
Ni Julián ni Sofía lo conocían
personalmente, pero Marta Velasco, una gran amiga de Julián, les había hablado
mucho de él. Podía decirse que Marta y Atticus eran amigos.
Sofía entró en el bar la primera, un
local de los que proliferaban por todas las ciudades españolas, con la fachada
cubierta de paneles metálicos, con el interior del mismo estilo, poca luz,
luces negras indirectas, sofás para los clientes y música machacona dentro del
estilo chill out, buscando un aspecto
moderno. Julián iba inmediatamente tras ella. Arturo Inguilán y Marcial Sánchez
entraron detrás, separándose un poco de los dos investigadores de campo,
dándoles margen, muy en su papel de guardaespaldas. Se dirigieron directamente
a la barra y pidieron dos botellines de cerveza.
Julián no pudo evitar mirar el escote
apretado de la camarera (se jugaba medio sueldo a que eran tetas de plástico) e
hizo intención de acercarse a la barra para preguntarle a ella, cuando Sofía le
tocó en el hombro, llamando su atención.
- Tiene que ser aquel – dijo, divertida.
Julián siguió su gesto
y vio a un tipo bajito, de pelo castaño deslustrado, vestido con unos vaqueros
demasiado anchos para sus estrechas piernas y con una camisa negra de manga
corta a la que le sobraban tres tallas. Los dos caminaron hacia él, que estaba
sentado en uno de los sofás semicirculares, al lado de una mesa redonda. Con él
había sentada una mujer muy atractiva y voluptuosa, de pelo negrísimo, piel
pálida y demasiado maquillaje en la cara. Sofía hizo un gesto de disgusto: era
una mujer muy vulgar.
- Hola, agentes – saludó Atticus, con
una mueca divertida. Su voz sonaba extranjera, como de Europa del Este, aunque
los agentes de la ACPEX sabían (casi) exactamente de dónde provenía, y no era
de esta galaxia.
Ni de este universo.
- ¿Tan evidentes somos? – preguntó
Sofía, con tono ligero, sentándose en una de las sillas que había al otro lado
de la mesa circular, frente al sofá. No le había gustado la mujer que
acompañaba a Atticus, pero el Guinedeo
le había caído simpático: tal vez hubiese sido su voz, su forma de vestir, su
tranquilidad al hablar o moverse o su cara de chiste: amplia frente, ojos
redondos y saltones, nariz delgada y respingona y labios curvados en una
eterna sonrisa.
Era un tipo de cara como la de Julián:
no fea pero al menos rara. Una cara que se embellecía cuando su dueño sonreía.
La cara de un buen tipo.
- No es que sean evidentes – contestó
Atticus a la pregunta
de Sofía, mientras Julián se sentaba al lado de su compañera. – Pero hay pistas
que no pueden esconder. Por ejemplo, los dos soldaditos de plomo que han traído
con ustedes: pueden decirles que se acerquen y se sienten con nosotros, no hace
falta que se queden en la barra. Las tetas de Jennifer están bien, pero se
pierde el interés cuando no deja de ponértelas en la cara cada vez que pasa por
delante de ti.
Julián se volvió e hizo una seña a
Marcial Sánchez y Arturo Inguilán para que se acercaran. Sofía sonreía a
Atticus: aquel comentario que podía haber sonado desagradable e incluso
machista en boca de otro, en boca del Guinedeo
había sido un chiste simpático, sin
maldad ni dobleces.
- Es usted un genio de la palabra, y eso
que no es su idioma natal.... – comentó Sofía, admirada.
- Soy un lingüista, tengo que lucirme –
bromeó Atticus. Después se dirigió en voz baja a la mujer que lo acompañaba,
que se levantó y se fue, colocando su vestido negro ceñido, que había dejado
ver una generosa porción de muslos cuando se puso en pie. Al pasar al lado de
los soldados, Arturo Inguilán se dio la vuelta para verla alejarse.
- Así que éste es el monstruo – comentó
Arturo, con poco tacto, volviéndose a mirar a Atticus.
Éste lo miró, lentamente, con una
sonrisa burlona aleteándole en la comisura del labio. Sofía anticipó un
comentario sardónico y Julián sonrió abiertamente, mirando a Arturo,
disfrutando de un asiento en primera fila para ver cómo avergonzaban a aquel
estúpido.
- ¿Y este cretino quién es? No sabía que
ahora trabajaban con orangutanes en la agencia.... ¿O acaso es un programa
para dotar a los menos favorecidos con oportunidades en el trabajo como
agente?
Julián no sólo sonrió, sino que rompió
en carcajadas. Sofía cubrió su sonrisa con la mano y Atticus le dedicó un guiño
rápido a la agente, con familiaridad.
- Eres un bocazas: ten cuidado con lo
que dices si no quieres que te parta los brazos.... – amenazó Arturo Inguilán
Sobrino, apoyándose en la mesa, echándose hacia adelante, con cara de pocos
amigos. Atticus no mostró ningún miedo ni se inmutó.
- Chaval, no tengo huesos así que me
gustaría ver cómo consigues partirme los brazos – dijo, tranquilo. – Es lo
típico: los machitos de gimnasio sólo pueden recurrir a las amenazas cuando se
encuentran con alguien mucho más inteligente que ellos y con mayores dotes de
palabra.... En fin, le aconsejo, caballero, que se haga cargo de su compañero
antes de que salga lastimado: no hay que jugar con fuego....
Se había dirigido a Marcial, que evitó
sonreír mientras cogía a Arturo y le sentaba en el sofá contiguo. Aquel tipo
era un bocazas, pero tenía estilo, y Marcial respetaba eso.
- Discúlpenme, agentes, me he dejado
llevar por el momento – dijo Atticus, dirigiéndose a Sofía y Julián. – ¿Por
dónde iba?
- Decía que era usted un lingüista.... –
apuntó Sofía.
- ¡Eso es! – dijo Atticus, jovial, dando
un trago del líquido ambarino que había en su vaso, acompañado sólo con hielos.
– Y supongo que por eso están ustedes aquí para verme, porque tienen algún
problema con algún texto extraño. ¿No identifican el complemento directo en una
oración en lyrdeno, agentes?
- Creo que es mucho más complicado que
eso – dijo Julián, sin hacer caso de la broma. Pidió con un gesto el iPhone de
Arturo Inguilán y éste se lo acercó, con una mirada desdeñosa. Julián le enseñó
la foto a Atticus. – No sabemos si esto es una escritura o no, pero necesitamos
que nos
ayude a entenderlo. Es muy importante....
Atticus se puso serio de repente, nada
más ver la foto. Sofía y Julián se miraron y se pusieron tensos: algo muy grave
tenía que ser para acabar con la alegría y despreocupación del ente. Marcial
se inclinó hacia adelante, para no perderse detalle, e incluso Arturo (que
trataba de hacerse el digno e indiferente) prestó atención ante el cambio de
actitud de Atticus.
- Esto es la estrella de Dhalea – dijo
el Guinedeo, sujetando el teléfono
móvil, mirando la pantalla. – Al menos parte de ella.
- ¿Y los otros dibujos? ¿Son símbolos o
palabras? – preguntó Sofía.
- Son símbolos. Representan a los Cuatro
de Dhalea....
– como Atticus no vio ninguna reacción en los humanos que tenía delante dejó el
iPhone en la mesa y se dirigió a ellos. – ¿Han oído hablar de los Cuatro
Jinetes del Apocalipsis?
Sofía abrió los ojos al máximo,
sorprendida y asustada. Julián se quedó con la boca abierta.
- No me joda....
Atticus sonrió divertido, alzando las
palmas de las manos, en una actitud evidente de que no era ésa su intención.
Después volvió a ponerse serio y señaló en la pantalla los dibujos que había en
la foto.
- Esto es parte de la Estrella de Dhalea. Y estos dos dibujos son los del Tercer
y Cuarto Jinete – explicó. – Que según la Biblia, eran....
- El Hambre y la Muerte – apuntó Marcial
Sánchez Berges, desde el otro sofá. Era católico y conocía su religión.
- Exacto, gracias – dijo Atticus, con un
cabeceo hacia el soldado. – En realidad el libro del Apocalipsis es un
desbarajuste y lo de los cuatro jinetes no sé de dónde lo sacaron, pero está
claro que se basaron en los Cuatro Jinetes de Dhalea.
- ¿Qué son? – preguntó Sofía.
- Son demonios. Cuatro demonios que se
pueden invocar, trayéndolos desde Dhalea, la dimensión en la que habitan. Allí
están separados y sólo pueden juntarse si alguien los convoca desde otro lugar.
- ¿Y para qué se los convoca? ¿Para el
fin del mundo? – se alarmó Julián.
- No, nada de eso. Eso lo añadieron en
la Biblia – desdeñó Atticus con un gesto. – Cuando los Cuatro Jinetes de Dhalea están juntos de nuevo, su tiempo en la
dimensión desde la que se les ha invocado es breve. Aquí en la Tierra será de
unas horas. Durante ese tiempo, el que los haya invocado puede usarlos para
cumplir una venganza.
- Pero hasta que la cumplen matan y
destrozan a la gente a placer – dijo Sofía, mordiendo las palabras. Atticus se
encogió de hombros.
- ¿Y qué quiere? No dejan de ser
demonios....
Los cinco se quedaron en silencio un
instante.
- Veo que en la foto el dibujo está
medio borrado y la pared un poco chamuscada – señaló Atticus, levantando el
iPhone de nuevo. – Además aquí hay clavado un cuchillo: éste es el lugar de la
invocación de uno de los Jinetes.
- El segundo.
- ¡Vaya! Así que sólo quedan dos.... –
Atticus se pasó la mano por la boca, pensativo. Durante un segundo sus ojos se
pusieron amarillos y volvieron a su color marrón anodino, pero Sofía podría
jurar lo que había visto. En aquel momento recordó que aquel tipejo no dejaba
de ser un ente, un Guinedeo (fuese lo
que fuese aquello) y la agente se prometió no olvidarlo. – Tenemos que intentar
adivinar dónde se invocará el siguiente, para tratar de detenerlo. Los Jinetes
deben ser convocados en un orden específico y si se rompe ese orden impediremos
la reunión.
- ¿“Impediremos”? – preguntó Julián,
haciendo hincapié en la persona del verbo y no en la palabra.
- Sí – asintió Atticus, enfáticamente. –
Denme un momento para pagar la cuenta. Voy con ustedes.
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