Caminaron mucho, muchísimo, a lo largo
de aquella noche interminable. Popolalama llevaba su antorcha por delante y con
el brazo alzado, para iluminar el corredor por el que iban a caminar. El guía
conocía bien aquella parte del laberinto, porque a ojos de Rafael no dudó en
ninguna de las direcciones que tomó. Tan sólo en un par de ocasiones (en las
que tuvo que elegir entre dos corredores y luego entre cuatro) se tomó un rato
para recordar cuál era el camino adecuado.
Con la noche ya avanzada Popolalama se
detuvo y le hizo gestos a Rafael para que hiciera lo mismo. A su derecha,
adosada a la pared del laberinto, había una especie de garita de ladrillo, con
un vano. Había bisagras retorcidas en uno de sus lados, así que Rafael supuso
que en algún tiempo allí hubo una puerta. Popolalama le indicó por gestos que
entrase dentro y una vez allí, los dos se encogieron en el suelo, apoyados
contra la pared y con las piernas recogidas contra el pecho, y durmieron
durante unas pocas horas.
Rafael creyó que no podría dormir, por
la preocupación que tenía por Daniel y por las ganas de encontrarle, pero cayó
en un sueño profundo del que sólo salió cuando Popolalama le sacudió para que
despertase.
Era de día otra vez y el Koai no llevaba
ninguna antorcha: la luz del Sol era suficiente.
Siguieron por el laberinto durante tres
horas más. Entonces, en una especie de plaza redonda de la que salían tres
nuevos corredores, Popolalama se detuvo, tendiéndole la bandolera de juncos a
Rafael.
- ¿Qué....? – dijo éste al cogerla.
Popolalama le señaló al pecho y después mostró con la mano extendida los tres
corredores.
- Tú. Hermano – dijo Popolalama, con una
voz grave cargada de acento.
- ¿Sigo yo solo? – preguntó Rafael,
asustado, aunque ya sabía que el Koai sólo iba a guiarle hasta el lugar en el
que estaba seguro de que podía salir del laberinto. Popolalama se sentó en el
suelo, apoyado en la pared del corredor, sin decir palabra.
Aunque si hubiera dicho algo daría
igual: Rafael no comprendía su lengua.
Resignado, sacó una antorcha de la
bandolera y se la tendió al Koai, que la aceptó con una agradecida sonrisa
blanquísima. Después Rafael continuó su marcha.
Antes de salir de la plaza utilizó el
extremo quemado de una de las antorchas de la bolsa para marcar la pared
naranja del laberinto. De esa forma marcó durante toda la caminata el camino
que estaba recorriendo, para poder volver hasta donde le esperaba Popolalama y
que le llevara fuera de nuevo.
Si era él solo o acompañado de Daniel,
sólo los dioses lo sabían.
Caminó durante toda la mañana, marcando
en las paredes cada decisión de cambio de rumbo, atravesando bosques de zarzas,
esquivando un pozo de arenas movedizas, pasando a través de un grupo de gorilas
que le miraron pasar indiferentes (aunque Rafael estaba muy asustado, pues el
aspecto de los gorilas era amenazador), cuidando de no quedarse enganchado en
los arbustos de espino y cuando el Sol ya empezaba a descender, dando comienzo
a la tarde, escuchó unos suspiros llenos de lamento y unas toses débiles. Había
alguien por allí cerca, pero no sonaba a un niño como Daniel. Parecía un
adulto.
De todas formas Rafael se animó: podría
ser algún otro prisionero, que quizá hubiese visto a Daniel cuando lo llevaron
allí hacía seis días.
Rafael se guio por los suspiros y las
toses de enfermo y llegó a un nuevo corredor. Había otra de aquellas garitas
adosadas al muro (ya había visto más de veinte en su largo recorrido) y dentro
había un anciano. Se acercó hasta él, lleno de esperanza.
El anciano llevaba un peto arañado y
deslustrado y el resto de su cuerpo lo vestían harapos. Tenía los ojos llorosos,
casi ciegos, era un puro esqueleto y solo un puñado de cabellos finos y grises
le nacían de la parte trasera de la cabeza y le llegaban hasta la mitad de la
espalda.
- Disculpe, caballero, estoy buscando a
un niño....
- Os habéis equivocado de lugar, me
temo.... – contestó el anciano, con buena voz. Estaba claro que tenía aspecto
decrépito, pero todavía le quedaba algo de fuerza: oía y hablaba con energía.
Miraba a Rafael con cara extrañada, con una mueca de desconfianza,
entrecerrando los ojos. – Esto es una prisión, la prisión de la isla Buy. Aquí
no hay niños.
- Pues al menos sí que hay uno – trató
de convencerle
Rafael.
– Es mi hermano, quizá le haya visto. Lleva aquí cinco o seis días. Es rubio,
como yo, y tiene los ojos azules y un poco rasgados, extrañamente. Es así de
alto y....
- Os digo que os equivocáis, muchacho –
le cortó el anciano, incorporándose contra la pared, quedando sentado pero
mirando orgullosamente a Rafael. – En el laberinto somos setenta presos y yo
los conozco a todos. Soy el que lleva más tiempo aquí....
- Veréis, tengo que encontrarle, es muy
importante – trató de explicarse Rafael. – No es sólo que sea mi hermano, es
que.... ¿Desde aquí dentro veis las estrellas? Habréis notado que han empezado
a desaparecer del cielo. Eso es porque ha muerto el hijo del rey Namphamyl....
- ¿El príncipe Harglyan ha muerto? – se
sorprendió el anciano.
- Así es, por eso las estrellas caen del
cielo. Y por eso tengo que encontrar a mi hermano: creo que él puede ser el
hijo perdido del rey Namphamyl. Es el Protector de Estrellas.
El anciano hizo una mueca y miró a
Rafael como si el chico hubiese tratado de engañarle con sus palabras.
- ¡¡Estáis chiflado!! Si eso fuera
cierto, si vuestro hermano fuese el joven príncipe, vos seríais príncipe
también y eso no puede ser: el rey Namphamyl sólo tenía dos hijos – dijo el
anciano. Después estuvo pensando un rato, moviendo la boca y los labios, como
si no sólo rumiara sus pensamientos. – Además, vuestro hermano Daniel no puede
ser el Protector de Estrellas.
- ¡Ah! Así que lo conoce, ¿eh? Yo no os
he dicho su nombre – dijo Rafael, con tono de victoria.
- Sí, lo conozco, pero escuchadme cuando
os hablo – dijo el anciano y fue tal la autoridad en su voz que Rafael no le
reprochó nada más y estuvo atento a sus palabras. – Vuestro hermano no es el
Protector de Estrellas, porque yo conocí al segundo bebé del rey Namphamyl.
- ¿En serio?
- Sí. En cierto modo estoy aquí dentro
por su culpa – dijo el anciano, aunque rectificó inmediatamente. – ¡Pero qué
cosas digo! ¡Pobre criatura! Ella no tiene la culpa de nada: si estoy aquí
dentro es porque decidí obedecer a la reina, aunque su plan supusiese
traicionar a la corona. Soy el único responsable de mi cautiverio.
››Hace quince años, yo era caballero del
reino de Xêng. Me llamaba Zheon de Gurfrait y era uno de los caballeros en los
que el rey más confiaba. Gozaba de la confianza de la reina, especialmente, y
era el encargado de su protección.
››En aquella época la corona sufrió una
serie de atentados. El hermano pequeño del rey Namphamyl fue asesinado, una
manada de los mejores caballos reales fue robada y vendida en el extranjero y
el joven príncipe Harglyan sufrió un intento de asesinato, frustrado por sus
guardaespaldas.
››El rey estaba furioso y la reina
Wlenda muy asustada. Estaba embarazada del segundo príncipe y temía sufrir un
ataque mientras estaba en aquel estado o cuando el bebé hubiese nacido. Por eso
le dio muchas vueltas a un plan que se le había ocurrido, una idea que
cualquiera hubiese definido como una barbaridad de las Tierras Áridas si no
hubiese sido la propia madre la que lo propuso.
››La reina Wlenda quiso que alguien se
llevara al bebé del palacio, cuando hubiera nacido. Quería esconderlo lejos del
reino de Xêng y que volviera aquí cuando fuese adulto y nadie quisiera ya
atentar contra él.
››Al principio me negué, igual que la
nodriza a la que la reina se lo propuso. Pero al final ni la anciana criada ni
yo pudimos negarnos, cuando la reina nos dijo que si no aceptábamos con ruegos,
tendríamos que hacerlo con órdenes.
››El bebé tenía ya tres meses y la reina
quería ponerlo a salvo cuanto antes, pero quería que todo pareciera real. Fui
yo el que contactó con un Merodeador de mi confianza, que se coló en el palacio
(con cierta ayuda de los conspiradores) y raptó al bebé real. Después lo
pusimos a salvo en el otro lado de la cueva, en vuestro propio mundo, en la
taberna.
››El revuelo en el reino fue mayúsculo y
la mayor parte de la gente creyó que el rapto había sido cosa de los que
atentaban contra la corona. Pero lo cierto es que los atentados remitieron
después de aquello y cesaron por completo a los pocos meses.
››Tres años después del rapto la reina
Wlenda murió. Los médicos del rey dijeron que había sido a causa de una extraña
enfermedad, pero yo creo que fue víctima de su propia traición. Murió de pena.
››Entonces me di cuenta de que era el
único de los conspiradores que quedaba con vida, o al menos en el reino. El
Merodeador había desaparecido, estaría deambulando por cualquier mundo. La
vieja nodriza había sido despedida hacía tiempo y había vuelto al Páramo, su
tierra natal, donde quizá no la encontrásemos nunca.
››Así que le conté toda la historia al
rey, esperando que me ordenase ir a buscar a su hija, que seguía bien en el
hogar de acogida de los humanos. Pero el rey se enfureció y no me creyó. Estaba
muy dolido por la muerte de su esposa y creyó que yo estaba deshonrando su
memoria al convertirla en el cerebro de aquella operación que habíamos llevado
a cabo.
››Traté de convencerle, le pedí permiso
para ir a buscar a su hija, pero no me dejó. Me metió aquí prisionero hasta mi
muerte, condenado por traición a la corona, no por lo que había hecho, sino por
insinuar que la reina era quien lo había ordenado.
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