Rafael se despertó de repente. Se
revolvió entre la paja, para incorporarse. Estaba un poco aturdido,
desorientado, tratando de despegarse los últimos jirones de sueño. Todavía un
poco dormido, se puso en pie entre la paja.
Había caído en la cuenta de dónde podía
estar su hermano, dónde podía haber pasado todo el día anterior, escondido,
quizá ilusionado o quizá sólo molesto con él.
Algo en sus sueños (no lo recordaba
exactamente) le había hecho caer en la cuenta. Había recordado todo lo que
Daniel le había contado hacía cuatro noches, cuando volvió todo ilusionado a la
taberna. Quizá pudiese encontrarle.
Encontró una estrella pequeña, escondida
detrás de las grandes, del tamaño de una manzana. La recogió, sintiéndose
culpable por no haberle hecho entender a su hermano que sí le había escuchado,
aunque no le había hecho mucho caso. Con la pequeña estrella de la mano
(notando el calor agradable que desprendía) salió del pajar, con decisión.
Salió de Sauce por el camino del
Caldero, en lugar de por el camino principal. Lo recorrió con prisa, pero
fijándose bien en el lado izquierdo, para poder encontrar el pequeño sendero
del que le había hablado Daniel hacía cuatro noches.
Su hermano pequeño creía que no le había
escuchado, cuando en realidad lo había hecho muy atentamente. Siempre lo hacía.
Lo que había pasado era que Rafael estaba muy atareado en la taberna, y no
había tenido tiempo para las historias de Daniel. ¿Estrellas caídas? ¿Un mundo
mágico al otro lado de una cueva? Por supuesto que no le había creído.
Pero ahora estaba empezando a
creerle....
Rafael encontró el sendero que salía del
camino del Caldero, lo siguió y llegó hasta la cueva, escondida entre los
árboles. Se detuvo delante de ella, jadeando, tratando de recuperar el aliento.
Estaba empezando a amanecer, pero allí dentro, entre los árboles, la oscuridad
que lo rodeaba era amenazadora y la del interior de la cueva todavía más: tenía
que reunir fuerzas para entrar allí. Pensó entonces en Daniel y entró sin
dudarlo, siguiendo su camino a través de la cueva.
El suelo era bastante plano, aunque
descendía un poco. La oscuridad era total y Rafael avanzaba con las manos ante
él (con la pequeña estrella todavía en la izquierda, alumbrando un poco la
cueva) para evitar algún accidente.
Al principio sintió mucho frío, que le
hizo tiritar. También notó la humedad en el ambiente, aunque no se mojó ni pisó
agua. Al cabo de unos veinte minutos andando la temperatura empezó a subir,
caldeando el ambiente. Rafael se sintió cómodo y a gusto.
De repente vio una lucecita pequeña
delante. Estuvo a punto de extender la mano para cogerla, cuando se dio cuenta
de que la luz estaba muy lejos. Empezó a andar más rápido, ante la perspectiva
de llegar al final.
La luz fue haciéndose más grande a cada
paso, y cuando Rafael pudo intuir las paredes de la cueva gracias a ella echó a
correr.
Llegó hasta la luz, hasta la salida de
la cueva, y quedó cegado por un resplandor.
• • • • • •
La luz brillante lo cegó por un momento.
Rafael se llevó la mano libre a la cara, tapándose los ojos. Pronto volvieron a
la normalidad y pudo ver lo que tenía a su alrededor.
Estaba en una amplia pradera cubierta de
brillante y fresca hierba verde. Todo el espacio a su alrededor y frente a él,
hasta el horizonte, era amplio, despejado y ligeramente ondulado. Veía varios
bosques, praderas de hierba, un río caudaloso y al fondo, empequeñecido por la
distancia pero evidentemente gigantesco y majestuoso, un palacio.
Había un montón de gente entre la alta
hierba. Había gente con aspecto de humana, seres pequeños que a Rafael le
recordaron los Gnomos y Duendes de los cuentos que le contaba su madre, seres
femeninos bellísimos, altos y espigados de tonos verdes, bestias que parecían
Minotauros.... Había también un gran número de seres de color naranja, vestidos
con chaqués o con vestidos de falda, tratando de contener a la multitud,
organizándolos y evitando que salieran por la cueva por la que acababa de
entrar Rafael.
Había pájaros azules volando por el
aire, una familia de ciervos de cuatro cuernos en el límite del bosque más
cercano, ardillas en las ramas de los árboles, insectos zumbando de flor en
flor, Hadas de colores brillantes revoloteando y roedores invisibles corriendo
por el suelo y sacudiendo la alta y verde hierba.
- ¡¡No se puede salir del reino!! –
chillaba una de las criaturas naranjas, con autoridad.
- ¡¡Eh!! ¡Pues ése acaba de entrar! –
dijo un hombre con aspecto de campesino, señalando a Rafael.
- ¡Pues tampoco se puede entrar! – dijo
la criatura naranja, vestida con traje de chaqueta y sombrero de copa,
dirigiéndose a Rafael.
- Disculpe, no quería molestar.... –
dijo Rafael, asombrado y maravillado por lo que veía. Pero no se dejó embelesar
por las maravillas de aquel reino mágico. Echó a andar con rapidez por la hierba,
alejándose de la cueva y de la multitud de criaturas mágicas.
- ¡¡Eh!! ¡¡Oiga!! ¡¡Vuelva aquí!! – le
ordenó la criatura naranja, que parecía tener gusto por mandar. Pero Rafael
siguió su camino, a largas zancadas, para evitar que lo alcanzaran si los
hombrecillos naranjas decidían seguirle.
Se adentró en aquel mundo, que su
hermano había llamado Xêng. Buscó el Sol en el cielo y lo vio cerca del
horizonte, sobre un pequeño bosque: parecía que acababa de amanecer allí
también. Aquel reino compartía la misma hora que su lado.
Bajó por la pradera y cruzó el río
usando un puente de piedra que divisó a poca distancia. Recorrió un camino de
tierra que sobresalía entre la hierba que le llevó entre dos bosques, que casi
se unían. Cada pocos metros Rafael se giraba, para intentar divisar la cueva de
roca negra y a la multitud de seres que había junto a ella. Como estaba en lo
alto de una ancha loma se podía ver bastante bien desde todas partes.
Tras un recodo que hacía el camino se
dio de bruces con un pequeño poblado. Las casitas eran de madera pintada de
rojo, que destacaba fuertemente contra el verde intenso de la hierba. Había
cercas de madera al lado de cada casita, con patos, gansos, lechones y
terneros. Cada cabaña tenía sólo un animal en el corral.
Multitud de pequeños hombres y mujeres
deambulaban por todas partes. Todos eran pequeños y arrugados, de color
naranja. Las mujeres (vestidas con faldas y blusas de vivos colores) llevaban
todas un sombrero de paja en la cabeza, desde el que salían coletas y trenzas
de color amarillo. Los hombres (vestidos con chaqué, aunque algunos iban en
mangas de camisa) llevaban sombrero de copa y la mayoría tenían barbas canosas.
Eran la misma raza de criaturas que custodiaban la cueva.
- ¿Quién de ustedes es Tym? – preguntó
Rafael, desde el camino, con voz autoritaria, enfadado. Había reconocido a las
criaturas que su hermano había llamado Yauguas
y recordaba el nombre del hombrecillo con el que había hablado su hermano.
- Eres el hermano de Daniel, ¿verdad? –
dijo un hombrecillo, que llegó corriendo y salió de entre las cabañas,
deteniéndose en el camino a su lado. – Es evidente, os parecéis mucho....
- ¿Dónde está mi hermano? – dijo Rafael,
rojo del enfado. Tym se encogió, avergonzado.
- Quise ir a avisarte, pero el rey nos
tiene prohibido pasar al otro lado de día.... – se excusó, en murmullos.
Después levantó la cabeza y miró directamente a Rafael para explicarle. – Tú
hermano está preso por orden del rey Namphamyl.
- ¡¿Qué?! ¿Por qué? – preguntó Rafael,
cada vez más preocupado y furioso.
- Déjame que te explique.... – dijo Tym,
alzando las manos ante él, como gesto de tranquilidad y de rendición. – Tu
hermano quiso venir aquí a ayudarme a traer las estrellas caídas que recogemos
en tu lado. Las estamos guardando, preservándolas hasta que sepamos cómo
devolverlas a su sitio. Los soldados del rey nos sorprendieron y cogieron
prisionero a tu hermano, por orden del rey. A mí me requisaron el carro y no
pude volver a por el resto de estrellas que tu hermano Daniel había guardado
para mí en vuestro pajar....
- ¿Pero por qué le han detenido?
- Verás, para nosotros las estrellas son
muy importantes – explicó Tym. – La magia de la tierra de Xêng proviene de
ellas, pero una vez han caído a la tierra las estrellas pierden su magia. No nos
sirven de nada – el Yaugua parecía
triste. – Si las seguís quemando en vuestro lado nunca podremos devolverlas al
cielo y la tierra de Xêng perderá poco a poco su magia....
- Pero, ¿por qué se caen las estrellas?
– preguntó Rafael.
- El Protector de Estrellas ha muerto –
dijo Tym, con tristeza. Rafael no sabía de quién hablaba, pero su enfado se
calmó un poco, al oír que alguien había muerto y que el pequeño Yaugua se sentía tan alicaído por ello.
– Era el príncipe de Xêng y ha sido asesinado de una manera horrible. Parece
que han sido una criatura horrible que no es de este reino, pero no es seguro:
los soldados del rey están muy nerviosos, detienen a quien sea a las primeras
de cambio. El asesinato de un príncipe es algo muy grave, pero si encima era el
primogénito del rey Namphamyl, nuestro Protector de Estrellas, la cosa es aún
más grave.
- ¿Por qué?
- Por eso, porque era quien protegía a
las estrellas, quien podía gobernarlas y dirigirlas. Al perder a su protector,
las estrellas se caen del cielo, sin nadie que las controle. Y si todas las
estrellas caen desde el cielo, Xêng perderá su magia y el resto de mundos
sufrirán las consecuencias – dijo Tym, muy triste y preocupado.
- ¿Mi lado también? – se asustó Rafael.
– ¿Sauce?
- Sauce, Musgo, Lago Helado y el resto
de pueblos que conoces desde el bosque hasta las playas del mar Náutico,
sufrirán las consecuencias – dijo Tym. – Todos estamos conectados. Además, las
estrellas son las mismas para todos....
- ¿Y mi hermano? – inquirió Rafael.
- El rey sabe que los humanos estáis
quemando las estrellas al otro lado – explicó Tym, suspirando. – Poco le
importa saber que lo hacéis inconscientemente, sin saber el daño que vuestro
comportamiento le depara a la tierra de Xêng. Así que, cuando me vio en
compañía de un humano, lo tomó prisionero, por el comportamiento de toda la
gente de tu pueblo.
Rafael apretó los dientes, enfadado.
Además, se sentía muy culpable: él también había quemado estrellas en la
chimenea de la taberna.
- Llévame ante el rey. Quiero hablar con
él....
- Pero, escucha, Rafael, eso es muy
peligroso.... – dijo Tym, apurado, intentando convencerlo.
- Lo sé. Pero tenemos que rescatar a mi
hermano. Llévame al palacio del rey – dijo Rafael, decidido.
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