Tym le guio por el camino real hasta el
palacio. A lo largo del camino Rafael pudo observar las diferentes maravillas
de aquel reino mágico, pero sin olvidar en ningún momento que el rey de tan
maravilloso y bello lugar había metido en prisión a su hermano pequeño.
A mediodía llegaron al palacio del rey
Namphamyl: era un edificio majestuoso, de piedra blanca y brillante bajo la luz
del Sol. Tenía múltiples torres, todas con los tejados picudos de pizarra
negra. Había banderas y estandartes de color blanco con el dibujo de una
estrella de nueve puntas bordado en hilo de oro. Había un foso lleno de agua
alrededor y la puerta del palacio tenía el puente levadizo bajado y el
rastrillo subido.
- ¿A qué venís aquí? – les preguntó un
soldado corpulento, interponiéndose en su camino. Miraba con desprecio al Yaugua y con furia al humano. Otro
soldado se detuvo detrás del primero, a media docena de pasos, con una lanza en
la mano.
Los soldados eran parecidos a hombres,
corpulentos y anchos, con la cabeza picuda y calva. Tenían cejas espesas y
negras y los ojos eran dos rendijas horizontales. No tenían nariz ni orejas y
estaban cubiertos por armaduras de hierro. La única parte del cuerpo que
llevaban al aire, la cara y las manos, era de color azul. Las uñas eran gruesas
y duras, como las garras de un animal, de color negro.
- Venimos a ver al rey Namphamyl –
intervino Tym, con tranquilidad, tomando la voz cantante. – Queremos hablar con
él sobre el problema de las estrellas caídas....
El soldado gruñó, molesto, sin quitar
sus ojos despectivos de encima de Rafael. Se apartó a un lado y los dejó pasar.
El otro soldado, el que llevaba una lanza, los precedió por las salas del
palacio hasta la sala del trono.
- ¿Qué hace otro humano en mi palacio? –
dijo el rey desde su trono, nada más entrar en la sala. Rafael lo vio desde
lejos: tenía forma humana pero desde luego no era un ser humano. Tenía la piel
pálida, los ojos pequeños pegados a una nariz fina y respingona. Sus labios
eran rojos y pequeños colmillos sobresalían desde la mandíbula superior. Unos
cuernos dorados sobresalían de sus sienes, puntiagudos y retorcidos. Tenía una
larga melena negra que le caía por los hombros y la espalda.
- Un Yaugua
lo acompaña, mi señor – dijo el soldado. – Han solicitado audiencia con vos
para tratar el problema de las estrellas caídas....
- Dejadles.... – autorizó el monarca. El
soldado se retiró hacia un lado y Tym y Rafael se acercaron hasta la escalinata
que daba acceso al trono. – Hola otra vez, Tym. ¿Quién es el extranjero que te
acompaña? ¿No te has cansado de traerme humanos a la sala del trono?
Rafael arrugó la cara al notar el tono
despectivo que había usado el rey para referirse a él, pero no dijo nada:
estaba allí para rescatar a Daniel, y enfadarse con el rey no le ayudaría a
hacerlo.
- Majestad, este chico que viene conmigo
es el hermano mayor del niño que mantenéis en las mazmorras de palacio –
explicó Tym, sin medias tintas. – Ha venido porque estaba preocupado por él y
quiere liberarlo.
- No puedo hacer eso – fue la solemne
respuesta.
- ¿Por qué? – respondió Rafael, sonando
cortante, sin querer.
- El humano está pagando por los
crímenes que vuestros congéneres han estado cometiendo contra las estrellas que
caen del cielo, al otro lado.... – explicó el rey, con toda desfachatez y
tranquilidad.
- ¡Mi hermano no ha cometido ningún
crimen! – se enfadó Rafael.
- Como su majestad ya me ha escuchado
decir – intervino Tym, intentando calmar los ánimos – el niño encerrado en las
mazmorras es un buen ser humano, que me ha ayudado a proteger a las estrellas
caídas. Puede que haya habido humanos que han destruido las estrellas,
quemándolas, de forma inconsciente, pero desde luego Daniel no lo ha hecho.
- Cambiadme por él – dijo Rafael, de
sopetón. – Dejadme que ocupe su lugar en prisión y soltadle.
- No puedo hacer eso – dijo el monarca,
soberbio. – Vuestro hermano no está prisionero aquí, en el palacio. Está preso
en el laberinto de la isla Buy. – Tym ahogó un suspiro de sorpresa y Rafael le
miró extrañado. Aquello no parecía ser bueno. El rey Namphamyl se detuvo un
instante, levantando una ceja, pensativo. – Pero puedo proponerte un trato,
humano. Vuelve a tu mundo y consigue una solución para este problema: sólo así
soltaré a tu hermano. Tráenos una forma de devolver las estrellas al cielo y tu
hermano será libre....
- Pero....
- No hay más que hablar – cortó el rey,
tajante. – No tientes a la suerte, pues podría ahora mismo encarcelarte a ti
también, en la prisión de palacio, en el laberinto de la isla Buy o en las Tierras
Áridas. Vete de mi reino, tráenos una solución o despídete de tu hermano para
siempre. He dicho.
El rey les dedicó un gesto con la mano y
cuatro soldados se acercaron a ellos desde los dos lados. Por mucho que Rafael
se quejó y pataleó, los soldados los empujaron sin contemplaciones fuera del
palacio.
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