lunes, 7 de agosto de 2017

Estrellas caídas (8 de 15)



Tym le guio por el camino real hasta el palacio. A lo largo del camino Rafael pudo observar las diferentes maravillas de aquel reino mágico, pero sin olvidar en ningún momento que el rey de tan maravilloso y bello lugar había metido en prisión a su hermano pequeño.
A mediodía llegaron al palacio del rey Namphamyl: era un edificio majestuoso, de piedra blanca y brillante bajo la luz del Sol. Tenía múltiples torres, todas con los tejados picudos de pizarra negra. Había banderas y estandartes de color blanco con el dibujo de una estrella de nueve puntas bordado en hilo de oro. Había un foso lleno de agua alrededor y la puerta del palacio tenía el puente levadizo bajado y el rastrillo subido.
- ¿A qué venís aquí? – les preguntó un soldado corpulento, interponiéndose en su camino. Miraba con desprecio al Yaugua y con furia al humano. Otro soldado se detuvo detrás del primero, a media docena de pasos, con una lanza en la mano.
Los soldados eran parecidos a hombres, corpulentos y anchos, con la cabeza picuda y calva. Tenían cejas espesas y negras y los ojos eran dos rendijas horizontales. No tenían nariz ni orejas y estaban cubiertos por armaduras de hierro. La única parte del cuerpo que llevaban al aire, la cara y las manos, era de color azul. Las uñas eran gruesas y duras, como las garras de un animal, de color negro.
- Venimos a ver al rey Namphamyl – intervino Tym, con tranquilidad, tomando la voz cantante. – Queremos hablar con él sobre el problema de las estrellas caídas....
El soldado gruñó, molesto, sin quitar sus ojos despectivos de encima de Rafael. Se apartó a un lado y los dejó pasar. El otro soldado, el que llevaba una lanza, los precedió por las salas del palacio hasta la sala del trono.
- ¿Qué hace otro humano en mi palacio? – dijo el rey desde su trono, nada más entrar en la sala. Rafael lo vio desde lejos: tenía forma humana pero desde luego no era un ser humano. Tenía la piel pálida, los ojos pequeños pegados a una nariz fina y respingona. Sus labios eran rojos y pequeños colmillos sobresalían desde la mandíbula superior. Unos cuernos dorados sobresalían de sus sienes, puntiagudos y retorcidos. Tenía una larga melena negra que le caía por los hombros y la espalda.
- Un Yaugua lo acompaña, mi señor – dijo el soldado. – Han solicitado audiencia con vos para tratar el problema de las estrellas caídas....
- Dejadles.... – autorizó el monarca. El soldado se retiró hacia un lado y Tym y Rafael se acercaron hasta la escalinata que daba acceso al trono. – Hola otra vez, Tym. ¿Quién es el extranjero que te acompaña? ¿No te has cansado de traerme humanos a la sala del trono?
Rafael arrugó la cara al notar el tono despectivo que había usado el rey para referirse a él, pero no dijo nada: estaba allí para rescatar a Daniel, y enfadarse con el rey no le ayudaría a hacerlo.
- Majestad, este chico que viene conmigo es el hermano mayor del niño que mantenéis en las mazmorras de palacio – explicó Tym, sin medias tintas. – Ha venido porque estaba preocupado por él y quiere liberarlo.
- No puedo hacer eso – fue la solemne respuesta.
- ¿Por qué? – respondió Rafael, sonando cortante, sin querer.
- El humano está pagando por los crímenes que vuestros congéneres han estado cometiendo contra las estrellas que caen del cielo, al otro lado.... – explicó el rey, con toda desfachatez y tranquilidad.
- ¡Mi hermano no ha cometido ningún crimen! – se enfadó Rafael.
- Como su majestad ya me ha escuchado decir – intervino Tym, intentando calmar los ánimos – el niño encerrado en las mazmorras es un buen ser humano, que me ha ayudado a proteger a las estrellas caídas. Puede que haya habido humanos que han destruido las estrellas, quemándolas, de forma inconsciente, pero desde luego Daniel no lo ha hecho.
- Cambiadme por él – dijo Rafael, de sopetón. – Dejadme que ocupe su lugar en prisión y soltadle.
- No puedo hacer eso – dijo el monarca, soberbio. – Vuestro hermano no está prisionero aquí, en el palacio. Está preso en el laberinto de la isla Buy. – Tym ahogó un suspiro de sorpresa y Rafael le miró extrañado. Aquello no parecía ser bueno. El rey Namphamyl se detuvo un instante, levantando una ceja, pensativo. – Pero puedo proponerte un trato, humano. Vuelve a tu mundo y consigue una solución para este problema: sólo así soltaré a tu hermano. Tráenos una forma de devolver las estrellas al cielo y tu hermano será libre....
- Pero....
- No hay más que hablar – cortó el rey, tajante. – No tientes a la suerte, pues podría ahora mismo encarcelarte a ti también, en la prisión de palacio, en el laberinto de la isla Buy o en las Tierras Áridas. Vete de mi reino, tráenos una solución o despídete de tu hermano para siempre. He dicho.
El rey les dedicó un gesto con la mano y cuatro soldados se acercaron a ellos desde los dos lados. Por mucho que Rafael se quejó y pataleó, los soldados los empujaron sin contemplaciones fuera del palacio.

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