LA LLAVE ES LA CLAVE
- XI -
SECUESTRO
Durante
aquellos tres días Oras Klinton fue a los acantilados cada mañana, cargado con
cuadernos grandes de papel, lapiceros, carboncillos, reglas y cestas con
botellas de vino, copas, queso y fruta. Aunque en realidad el que cargaba con
la mayor parte de todo aquello era Drill, que siempre le acompañaba.
Aquellas
jornadas de intenso trabajo (el pintor bocetó un montón de vistas de los
diferentes acantilados de aquella costa, además de detalles de rocas, olas,
gaviotas y riscos) sirvieron para que Oras Klinton y Drill se llevaran un poco
mejor. Eran hombres muy distintos, pero encontraban agradable la presencia del
otro y su conversación. Coincidían en cierta forma de ver la vida, aunque
estaba claro que cada uno había tenido una vida muy diferente a la del otro
hasta llegar a ese momento, así que era sencillo (e inevitable, añado yo) que
se llevaran bien.
Los
ratos de descanso y almuerzo (por algo cargaba Drill cada mañana con aquellas
cestas llenas de vino y viandas) eran en los que más charlaban y se hacían
amigos, pues era cuando verdaderamente tenían tiempo de intercambiar charlas,
anécdotas y opiniones. Cuando Oras Klinton se dedicaba a hacer sus bocetos a
lápiz o carboncillo (o cuando corría de un lado para otro, para conseguir la
mejor vista, o saltaba por las peñas, o se agachaba para ver el mar desde lo
alto) apenas hablaba: uno concentrado en su tarea y otro admirado por la
capacidad artística del uno.
Así
fue cómo el último día que Klinton había prometido que se quedarían allí,
metidos ya en sexembre, los dos fueron por última vez a los acantilados, Oras
cargado con el material de dibujo y Drill con las cestas de la comida. Durante
aquellos días de camaradería y tranquilidad, Drill había dejado sus cosas en la
habitación, con la mochila de Quentin Rich. Lo único que llevaba encima era una
pequeña cartera con algunos sermones, los cubiertos y platos de madera que le
había confeccionado Shonren en madera de rhalá (con los que comían), la caja de
Monto (escondida en un rincón de la cesta) y la espada colgada en la cadera.
Allí
estaban a salvo, cuidados además por los tres soldados del marqués, pero era
una costumbre de la que le costaba librarse.
Si
hubiera sabido lo que iba a pasarles, quizá se hubiese dejado el cuchillo
escondido en la caña de la bota.
Todo
pasó muy deprisa, según Drill, y yo le creo, pues si hubiese ocurrido de otra
manera (los guerreros hubieran aparecido más lejos o se hubieran acercado más
despacio) estoy segura de que mi antiguo yumón
hubiese podido plantarles cara y quizá poder huir.
Pero
todos cometemos errores. O nos enfrentamos a
enemigos mejor preparados que nosotros o
que nos pillan por sorpresa.
Aquello
fue lo que les ocurrió a Drill y a Klinton aquel día. Era el último que se iban
a quedar en la casa en la pradera, después de que el pintor hubiese quedado
satisfecho con todos los bocetos que había tomado de los acantilados y
alrededores: estaba convencido de que con ellos podría pintar muchos cuadros y
detalles en el futuro. Al día siguiente iban a emprender el camino de vuelta a
Suri, los seis, todos juntos.
A
media tarde, mientras el pintor ya estaba guardando sus útiles y terminaban los
últimos tragos de vino y pedazos de queso, unos guerreros surgieron de detrás
de la hierba, como surgidos de la tierra. En realidad habían escalado por los
acantilados, por los más accesibles y menos empinados, para llegar a lo alto,
saliendo del borde desde detrás de la hierba, que los ayudó a ocultarse gracias
a su altura.
Drill
los vio cuando ya estaban encima. Eran seis guerreros de piel morena, tirando a
rojiza. Sólo se cubrían con una piel en torno a la cintura, que les tapaba
hasta medio muslo. Algunos llevaban una especie de tirantes de piel o una
bandolera de cuero, pero el resto del torso y del cuerpo estaba al aire. Su
piel rojiza estaba adornada con tatuajes tribales y llevaban la cara pintada de
negro, o al menos un antifaz en torno a los ojos y la nariz. Llevaba espadas en
las manos, aunque uno portaba una lanza y otro dos cachiporras confeccionadas
con huesos de animales.
No
había duda de que eran guerreros de Raj’Naroq.
-
¡¡Cuidado!!
Llegaron
hasta ellos corriendo con elasticidad sobre la hierba alta, casi sin hacer
ruido. En un movimiento rápido y coordinado golpearon a Oras Klinton y le
dejaron sin sentido, metiéndole en una bolsa de tela que le tapó el cuerpo
entero. Dos de los guerreros se dirigieron hacia Drill, que estaba un poco más
lejos, y mi antiguo yumón imaginó que
pretendían hacer lo mismo con él.
Drill
desenvainó la espada y se enfrentó a los guerreros. Esquivó el ataque del
primero y después detuvo al espada del segundo. Desvió el arma con un
movimiento rápido y fuerte y le clavó su espada decorada en el pecho. El
guerrero gritó sorprendido. Cuando Drill se dio la vuelta para enfrentarse al
primer guerrero que le había atacado sólo pudo esquivar el golpe de lanza que
le lanzó. Después le golpeó con el mástil de la lanza, dándole un fuerte golpe en
el lateral de la cabeza.
Drill
cayó al suelo, desorientado, perdiendo la espada. La hierba alta le tapaba casi
toda la visión, pero pudo vislumbrar cómo los tres soldados llegaban a todo
correr desde lejos. Solían acompañarlos a sus jornadas de pintura al borde de
los acantilados, aunque siempre se quedaban apartados, para darles a Drill y
Klinton más intimidad.
Los
dos soldados que habían acompañado a Drill desde Suri murieron al enfrentarse a
los guerreros de Raj’Naroq y sólo Bêrtha pudo plantarles cara, resistiendo
durante un rato, matando a uno de los guerreros (el de las cachiporras de
hueso) antes de recibir una herida de espada en el costado y un golpe en la
cabeza.
Antes
de que Drill perdiese el sentido definitivamente vio cómo la gran soldado fue atravesada
por la espada, cuando ya yacía en el suelo, inconsciente.
Mientras
perdía definitivamente el conocimiento, notando cómo le metían en la bolsa de
tela, Drill llegó a la conclusión de que a él no le mataban por las vestimentas
que llevaba. Parecía un tipo de la corte, quizá no un noble pero sí un
consejero o un ministro. Estuvo seguro de que si hubiese vestido sus ropas
ordinarias de mercenario, al enfrentarse armado a aquellos guerreros, le
habrían dado muerte sin contemplaciones.
Después
no pudo reflexionar nada más. Se hundió en una negrura insondable, fría y
dolorosa.
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