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(Granito)
- Como comprenderá, no puedo
darle todos los detalles. Al menos no hasta que hayamos llegado a un acuerdo.
Acuerdo de confidencialidad y todo eso....
- Comprendo, por supuesto.
- Además – dijo, pasándose
una mano de retorcidos dedos y largas y amarillentas uñas por la coronilla,
acariciando el pelo hasta la coleta – si nuestra negociación no llega a nada,
habré reservado los detalles más jugosos para el siguiente comprador.
- Eso sería
contraproducente.
Darío M. Zardino sonrió,
astutamente. Sólo los tiburones sabían sonreír así. Y los Dharjûn, por
supuesto.
- ¿Contraproducente para quién?
Sólo para usted – amplió su sonrisa, al notar nervioso y preocupado a su
interlocutor. – Es mi mercancía, puedo hacer negocios con quien yo desee.
- Esa mercancía no es suya –
replicó el hombre de traje elegante. Aunque describirle como “hombre” era quizá
demasiado exagerado. – Se hizo con ella de maneras poco legales.
- Y comprar mercancía poco
legal está prohibido. ¿De verdad quiere que sigamos haciendo negocios? – retó
Zardino, serio pero divirtiéndose un montón en su interior.
Darío M. Zardino sabía que
iba a venderle a aquel ente su mercancía. En realidad no la quería para nada.
Doce mil unidades de veneno de Rupurt
no eran útiles en aquella dimensión (quizá en el sistema de Antares) y él lo
que quería era la gran fortuna que podía conseguir vendiéndolas. Pero que
quisiera deshacerse de ellas no significaba que no pudiera jugar un poco con el
comprador.
Era un ente de aspecto
homínido, sin llegar a ser un metamórfico, pero con habilidades de camuflaje.
Ante él se había presentado como un hombre de edad madura, de cabellos oscuros,
cara cuadrada y ojos ocultos tras unas gafas de sol, a pesar de ser de noche y
estar reunidos bajo techo, en una vieja imprenta abandonada. Era de cuerpo
ancho, voluminoso y quizá musculoso, vestido con un traje elegante y de buena
tela y confección.
Darío M. Zardino sabía
valorar aquellos detalles. Pero sobre todo podía anticipar consecuencias: si
ponía nervioso al ente que tenía delante podía negociar con él de forma
divertida, si acababa riéndose de él podría enfadarle, y si el ente se iba de
allí con el negocio cerrado, pero enfadado, lo pagaría con sus súbditos (pues Zardino
sabía que estaba tratando con la realeza), cuando volviese a su dimensión. Un
poco de mal genio hacia el pueblo era una pequeña contribución al caos.
Y Zardino sólo trabajaba
para el caos.
- Si va a poner pegas, me
marcho con mi oferta – dijo el ente trajeado, haciéndose el ofendido. Zardino
disfrutó con el tono oculto de molestia que pudo adivinar en las frases. Se
relamió.
- No he dicho que no vaya a
vendérselo – replicó, haciendo que el ente se detuviera, a medio girarse. –
Sólo me aseguraba de que está usted seguro de querer comprar mercancía
adquirida por medios ilícitos. Ya que ha sido usted quien me lo ha echado en
cara, quería que tuviera claros los riesgos que corre al delinquir usted
también....
Aquellas palabras eran de
una desfachatez flagrante, pero sirvieron para retener al comprador y aumentar
un poco su desasosiego y su incomodidad. Zardino suspiró, con-forme.
- Doscientos mil – dijo,
refunfuñando, tratando de hacer caso omiso a las últimas palabras del Dharjûn,
que le habían molestado mucho más de lo que quería dejar ver. – Es mi última
oferta.
- Y doscientos cincuenta mil
es mi última contraoferta – replicó Zardino, serio, casi con cara enfadada. Sin
embargo, por dentro disfrutaba muchísimo y gozaba del desasosiego del ente.
Sólo podía notarse en sus ojos y sólo lo nota-ría un observador avispado y
experto.
El ente trajeado se removió
incómodo, pasando el pe-so del cuerpo de un zapato caro al otro, valorando la
oferta. El Dharjûn era un negociador implacable y, lo que era peor, impredecible.
No parecía regirse por las mismas reglas que cualquier mercado capitalista,
pero tenía aquellas unidades de veneno de Rupurt
que él tanto necesitaba. Sólo por eso había transigido y estaba negociando con
él.
- De acuerdo. Hecho – dijo,
estirando la mano, para un apretón, como hacían los humanos.
- ¿Acaso somos animales? –
replicó Darío M. Zardino, sonriendo abiertamente, goloso y satisfecho, doblando
corazón y anular, formando unos cuernos, tendiéndolos hacia su interlocutor.
Éste asintió y le imitó, tocando el índice y meñique del otro: saltaron chispas
con el contacto y el trato quedó sellado. – Muy bien.
- ¿Cuándo tendré la
mercancía?
- Mañana mismo, al amanecer,
si usted tiene el dinero listo para entonces.
- Lo tendré – aseguró,
herido en su amor propio el ente. Zardino disfrutó al comprobar que los Haliotsos mantenían su orgullo intacto.
- Lleve el pago al antiguo
aeródromo de la colina, pasado el campo de tiro. Al amanecer estaré allí con la
mercancía: son veinte cajones de madera, sin marcar ni rotular. Las unidades
van dentro, envasadas en botellas de aluminio y protegidas por material
aislante. No se retrase ni intente engañarme con el pago o inmediatamente se lo
venderé a otro.
El Haliotso resopló, enfadado, haciendo que Zardino se congratulara
más. Aquel tipo se iba a ir de allí enfadado. Era lo importante.
El ente salió de la nave
acompañado por sus dos guardaespaldas (dos humanos de verdad, a los que había
robado la voluntad gracias a su picadura) y Zardino esperó a que salieran para
sacar del bolsillo de su pantalón de traje el dispositivo de almacenamiento,
información y comunicación que los humanos llamaban “móvil”.
Era un nombre mucho menos
preciso, pero infinita-mente más corto y manejable, desde luego.
- ¿Sí, señor? – contestó una
voz lisonjera al otro lado.
- Deja de hacer el imbécil o
el caos caerá sobre ti – amenazó, con pocas ganas. Tratar con aquellos
inferiores le producía jaqueca, pero los necesitaba para el trabajo más pesado
y arduo. Además, cuando le cansaban y aburrían demasiado, se encargaba de que
el caos diera una vuelta y vertiera sus desgracias sobre ellos. Pequeñas
desgracias, lo justo para pasar un buen rato. – Mañana, antes del amanecer, las
dos mil unidades de veneno de Rupurt
tienen que estar en el viejo aeródromo. Yo estaré allí.
- Y las cajas con la
mercancía también, mi señor – contestó el repugnante ente del otro lado de la
línea, haciendo la pelota.
- Basta, desgraciado –
replicó Zardino, llevándose los dedos a los ojos y apretándoselos, cansado. –
¿Qué hay de lo otro?
- Seguimos en nuestros
puestos. No se ha movido de casa.
Darío M. Zardino compuso una
mueca, disgustado. Había esperado algo de movimiento, algo de reacción. No en
vano, habían pasado cinco meses.
- Bien, seguid vigilando. Si
hay novedades llamadme inmediatamente, sea la hora que sea. Si no pasa nada y
todo sigue igual no quiero saber de vosotros. Ya os llamaré cuan-do esté de
buen humor....
- Sí, maestro. Así lo
haremos – contestó el ente del otro lado de la línea. Su tono lisonjero
escondía otro sentimiento: burla, sorna, cierto desprecio. Zardino torció el
gesto, aunque no dijo nada.
Colgó, molesto y
contrariado. Guardó el “móvil” en el bolsillo del pantalón y del bolsillo
interior de la chaqueta del traje sacó una pequeña cajita de cartón, decorada
con bellos colores y formas.
Se acercó a la puerta de
salida de la nave de la antigua imprenta y se asomó al exterior, para que lo
que iba a hacer tuviera mayor efecto. El frío del invierno lo saludó con una
ráfaga helada de viento, pero el Dharjûn no se inmutó, inmune a aquellas cosas
y concentrado en la cajita.
Llevaba siempre alguna de
esas encima. Eran un método facilón y de principiante, pero en ocasiones como
aquella era verdaderamente útil. Abrió la caja, deslizando el receptáculo
interior hacia fuera (como en una caja de cerillas) y dejó salir una pequeña
mariposa, de tonos blancos y azulados. El pequeño insecto revoloteó
desorientado, posándose en la cajita.
- Aletea, bonita, aletea –
dijo, sacudiendo un poco la caja, haciendo que la mariposa volviese a alzar el
vuelo. Darío M. Zardino se concentró, para que aquellos aleteos provocasen una
consecuencia cerca de allí, exactamente donde estaban vigilando aquellos dos
entes que le habían contestado por teléfono con cierta ligereza.
Era la regla más simple del
caos.
Mientras veía alejarse a la
mariposa, satisfecho por las ondas de anarquía que veía emanar de cada aleteo
del grácil insecto, resonó su teléfono. Guardó la caja vacía en la chaqueta y
sacó el “móvil” del pantalón.
- Dime – contestó directo, al
ver el nombre de la mujer que aparecía en la pantalla.
- He conseguido contactar
con el agente de campo del que teníamos noticias – le dijo la mujer que le
había llamado. Era una humana con todas sus características, virtudes y
defectos. Zardino no sólo tenía entes a su servicio.
- ¿El que quedó manco este
verano en Salamanca? – preguntó el Dharjûn. Habían tentado y vigilado a varios
agentes.
- Sí. Gerardo Antúnez
Faemino es su nombre – apuntó la mujer. – Le han licenciado, pero todavía
realiza algunas funciones para la agencia. Creo que es la mejor forma que
tenemos para entrar allí.
- ¿Has hablado con él? ¿Qué
has negociado?
- Todavía nada, pero sí he
mantenido contacto con él – afirmó. – Está prácticamente engañado, aunque
considero que es mejor engatusarle un poco más. Dentro de un par de semanas
será el momento de presentárselo y que sea usted quien le convenza para que le
lleve ante el general Martínez.
- Buen trabajo, Sonsoles.
Muy buen trabajo – Zardino volvió a sonreír, olvidado ya el malestar que le
había provocado hablar con aquel estúpido ente que estaba de vigilancia. –
Sigue contactando con él, con discreción, sin forzar la situación, y ya
hablaremos dentro de diez días. Si la situación es favorable entonces,
concertaremos una cita.
- Muy bien, señor – contestó
Sonsoles Mediavilla Liérganes, serena y educada. Era una humana traidora que se
había pasado al lado de los entes, pero había que reconocer que era un esbirro
muy profesional.
Cortó la comunicación y
Zardino sonrió. Aquello iba bien y se deleitó con la futura victoria. Una vez
consiguiera llegar hasta la ACPEX, tendría a su disposición toda su
infraestructura y organización para generar disturbios y accidentes: ni
siquiera él podía imaginar cuánto caos podría provocar.
Lo único que lamentaba era
que, una vez acabara con la ACPEX, quizá aquella dimensión no fuese habitable.
Era una pena: le gustaba pasarse por allí a menudo, sobre todo por la Tierra.
Tenía muchas posibilidades de generar caos.
En ese preciso momento
sintió chillar de dolor y disgusto a los dos entes que lo habían menospreciado
por teléfono, los que estaban vigilando al detective.
La mariposa había funcionado
y el huracán había caído sobre ellos dos.
Darío M. Zardino sonrió,
malévolo y contento. Se abrochó la chaqueta, se colocó un sombrero en la
cabeza, se ajustó sendos guantes de cuero y relleno de borreguillo y echó a
andar por la calle, apoyándose en un elegante bastón que no necesitaba. Las
luces navideñas que ya empezaban a adornar las calles de la mayoría de ciudades
españolas acompañaron su paseo.
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