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(Granito)
Mientras los dos entes se
lamentaban por los golpes y magulladuras de la moto que les había arrollado y
caído encima (fruto de la cadena de catástrofes que había provocado la pequeña
mariposa) Lucas Barrios salió de su casa, con las manos en los bolsillos de la
cazadora, los hombros encorvados y la cabeza baja.
Era el primero de diciembre
y aunque oficialmente el invierno no había empezado, el tiempo era frío y desapacible.
No invitaba a pasear, pero a Lucas aquello no le importaba. En realidad no
salía a pasear. Salía a despejarse.
Llevaba desde el verano sin
trabajar en ningún caso. Había recibido ofertas, que había rechazado
sistemáticamente, derivándolas a otros profesionales parecidos a él o
simplemente desentendiéndose de ellas, cuando su instinto y su “anomalía” le
decían que no eran problemas paranormales.
No quería trabajar. Sabía
que el duelo estaba siendo demasiado largo, pero todavía no se veía con fuerzas
de volver al trabajo, de volver a tratar con entes y fantasmas, de volver a
estar en la brecha.
Echaba demasiado de menos a
Patricia.
Sus amigos habían estado
apoyándole, incluso los amigos de Patricia con los que él apenas se llevaba.
Por supuesto José Ramón había estado a su lado día sí y día también y con el
paso del tiempo se limitaba a llamarle cada dos o tres días y las visitas a su
casa eran solamente cuando las acordaban. Al principio de todo, en pleno
verano, José Ramón se presentaba en su casa sin avisar, con un montón de planes
para hacer con Lucas: desde partidas de Trivial o Party, hasta tardes en la
piscina, invitaciones al cine, salidas y excursiones a lugares cercanos....
hasta lo más sencillo y habitual: bajar a una terraza a tomar unas cañas.
Lucas había rechazado los
planes uno tras otro, aunque José Ramón no se había rendido y había seguido al
lado de su amigo.
El funeral de Patricia, al
que habían acudido un montón de familiares y amigos, incluso padres de niños de
la guardería, había sido un momento durísimo. Lucas había tenido que
enfrentarse a los padres de su novia, sintiéndose culpable por su muerte. Desde
luego, la ACPEX se había encargado de que figurase como una muerte por
accidente, pero Lucas se sentía responsable de la muerte de Patricia, así que
consolar a sus padres y ser consolado por ellos le pareció muy cínico. Había
estado a punto de confesarles lo que de verdad había pasado, pero su madre se
lo había impedido, convenciéndole con buenas razones.
Su madre había sido el otro
pilar sobre el que se apoyó para salir de aquel agujero, del que todavía no
había Salido del todo. Había estado allí con él a todas horas, dispuesta para
ayudarle. Como Lucas no había trabajado desde el verano, lo cierto era que
había tenido mucho tiempo libre para estar con su madre, y lo había agradecido.
Después del funeral, Lucas
se había encerrado en sí mismo, sin salir de casa. Recibía las constantes
visitas de José Ramón y de su madre y alguna suelta de otros amigos o de Justo
Díaz, al que incluso agradeció tener delante. Por suerte no hablaron de su
padre, así que el encuentro no fue mal. Aquellas visitas se convirtieron en su
nexo con el exterior, ya que Lucas no salía de casa y ni siquiera veía la televisión.
Estaba encerrado allí, en la burbuja que se había creado, a salvo de todo y de
todos.
Salvo de sus pensamientos y
recuerdos.
Los dos primeros meses
fueron los peores. El verano se hizo muy largo y caluroso y Lucas pasó muchas
noches sin apenas dormir, a causa a medias del calor y a medias de su pena y
del constante acoso de los recuerdos. Como le ocurriera en Salamanca, durante
la última persecución andando tras el hombre-lobo, revisitaba la escena en la
Casa de las Muertes una y otra vez y pensaba mil maneras en las que podría
haber actuado para salvar a Patricia, convenciéndose de que realmente podía
haberlo hecho. Pero cada mañana, cuando despertaba después de haber caído
dormido víctima del cansancio y la pena, se daba cuenta de que nada podía haber
hecho.
El inspector Amodeo también
se puso en contacto con él varias veces, por teléfono. El policía había tenido
un par de semanas muy duras en la comisaría, al redactar los informes de los
asesinatos en serie: no podía incluir al hombre-lobo en los informes oficiales
y, aunque recibió ayuda de la agencia, tuvo muchos líos con sus superiores.
Había testigos que aseguraban que había sido un monstruo el que había cometido
la matanza de Salamanca, pero los altos mandos de la policía no querían saber
nada de eso. Lidiar con los testigos, con los informes, con la prensa y con sus
jefes había sido un duro trance para el inspector Amodeo.
Después de esos primeros y
traumáticos quince días había pedido la baja. Debido a sus heridas durante la
pelea con el hombre-lobo y a la tensión subsiguiente, se tomó un mes de
descanso. Al parecer su médico de cabecera era buen amigo y le mantuvo de baja
durante seis semanas, que el policía aprovechó para despejarse.
Incluso se ofreció a ir a
Madrid, para estar con Lucas, pero éste lo rechazó de buenas maneras. No es que
no quisiese tener allí con él al inspector (probablemente se sintiese con él
mejor que con mucha otra gente que conocía desde hacía más tiempo, exceptuando
a su madre, su hermana o José Ramón) sino que no quería tener compañía. Lucas
sentía tristeza y no quería contagiar ese sentimiento a nadie más.
El tiempo pasó y, al
contrario de lo que la gente cree, no curó el dolor y la pena. Sin embargo, al
menos atenuó aquellas sensaciones lo suficiente para que Lucas pudiese seguir
con su vida. No se sentía con fuerzas para volver a enfrentarse a eventos
paranormales, pero al menos salía de casa, visitaba a su madre y su hermana,
iba al cine de su madre un par de tardes a la semana, quedaba a menudo con José
Ramón, iba a jugar al tenis con él de vez en cuando....
La web y su teléfono no
habían dejado de funcionar, pero él no las había atendido. En torno a mediados
de octubre había empezado a escuchar los mensajes del contestador y a leer los
enviados a la página web, pero casi como curiosidad, sin ningún interés real de
aceptar ninguno. Pero servían como entretenimiento.
Su madre insistía mucho en
que volviera a trabajar. Le trataba de convencer, con la razón de que el
trabajo le mantendría entretenido y le ayudaría a superar la pérdida. Lucas
agradecía los esfuerzos de su madre, pero no tenía intención de volver a
trabajar a corto plazo. No se había vuelto un vago, pero Patricia había muerto
por su trabajo, así que volver a él no le garantizaba superar su muerte.
Desde que había llegado el
frío intenso disfrutaba mucho paseando por el barrio. El tiempo desapacible le
hacía sentirse vivo, le despejaba del ambiente opresivo y encerrado de su casa.
Empezaba a ver claro lo que habían intentado sus amigos y su familia: quedarse
siempre en casa no era bueno. No se sentía alegre, pero al menos paseando por
la calle, con el frío cuarteándole la cara, penetrando por entre la ropa
mientras caminaba, Lucas se sentía a gusto.
Con el rabillo del ojo vio
un destello extraño, como una deformidad en el ambiente, como cuando viajas por
carretera en verano y el aire caliente dobla la imagen de la carretera por
delante del coche. Aquel doblez sólo lo podía haber visto él, pues no lo había
notado con los ojos, sino con su “anomalía”.
Se resistía a llamarla
“don”, mucho más después de lo de Salamanca, pero “anomalía” era mejor que
“maldición”, aunque la mayor parte de las veces lo entendiese más como aquello.
Se giró, mirando por encima
del hombro, con disimulo. Llegó a un paso de peatones y se detuvo en él,
mirando a ambos lados antes de cruzar. De aquella manera pudo mirar con mayor
detenimiento hacia donde había visto el doblez.
Le seguían un par de entes.
No era la primera vez que
los veía, aunque sólo se había fijado en ellos tres o cuatro veces. Aquello no significaba
que estuvieran tras él (había muchos entes por las calles de Madrid, viviendo
allí escondidos: en su barrio podía ver a los mismos, como si vivieran por
allí) pero aquella noche no había duda de que aquellos dos lo estaban
siguiendo. Lucas tuvo la intuición de que lo estaban vigilando, así que les
puso a prueba.
Sólo por asegurarse.
Cruzó la calle por el paso
de peatones, volviendo a fijar la mirada en los dos seres contrahechos que
estaban medio ocultos tras una furgoneta aparcada. Quizá el resto de la gente
de la calle los vería como un par de personas, pero Lucas los veía exactamente
como eran. Parecían dos Trasgos de cuento, con la piel verde, narices ganchudas
y brazos y piernas muy delgados.
Lucas siguió caminando por
la otra acera, para girar en la primera esquina. Su intención, vigilando
siempre por encima del hombro, disimuladamente, era marearles un poco, hasta
que llegara a su destino. Girando por varias esquinas acabó volviendo sobre sus
pasos, por calles más secundarias, hacia su casa de nuevo.
Allí tenía aparcado el
Twingo.
El coche estaba como nuevo,
después de que Víctor hubiese trabajado en él durante todo julio y parte de
agosto. A Lucas le había costado un dineral el arreglo, pero no había dudado en
hacerlo: tenía mucho dinero ahorrado de la herencia de su padre y de sus
inversiones. Además, había perdido a Patricia, no quería perder también a su
“compañero” de trabajo.
El Twingo volvía a tener la
carrocería blindada completa y los cristales resistentes en todas las
ventanillas. Ruedas y neumáticos nuevos, el sistema de propulsión por nitroso
renovado y el interior reparado. El coche lucía como nuevo, con la pintura roja
por toda su extensión y el techo blanco, con las luces de emergencia intactas,
pues sorprendentemente era lo único que no había sufrido daños durante la
persecución de los “cabeza de caja”.
Lucas llegó hasta su coche y
abrió las puertas con el mando, entrando fluidamente, sin detenerse. Miró por
el espejo retrovisor interior, comprobando que los dos entes le habían visto
entrar en el coche. Ya no había duda de que lo seguían y vigilaban, pues los
dos echaron a correr, acercándose al Twingo.
Lucas no les dio oportunidad
de alcanzarle: puso en marcha el motor y salió del hueco, incorporándose a la circulación.
Sin rebasar el límite permitido de velocidad, pero con fluidez, se alejó de
allí, perdiéndose de vista.
Sin estar muy preocupado,
pero mirando por el espejo retrovisor, sonrió sinceramente en mucho tiempo.
Después se dio cuenta de que se sentía bien. Aquello era lo más parecido a
trabajar que había hecho en meses, y se sorprendió al darse cuenta de lo bien
que se sentía.
* * * * * *
Llegó a casa de su madre y
aparcó cerca del portal. Por aquella zona había bastantes huecos, a pesar de
las horas.
Salió del coche, se abrigó
de nuevo y caminó al portal. Estaba abierto, así que subió sin llamar hasta el
tercer piso. Allí, en el lado derecho, pulsó el timbre. La puerta se abrió de
inmediato y su madre sonrió alegre y sorprendida al verle en el descansillo.
- ¡Lucas! ¡Hijo! ¿Qué haces
aquí?
- He venido a ver si me
invitabas a cenar.
- ¡Pues claro que sí! – le
contestó, tirando de él para que entrara y dándole un abrazo. Después se volvió
hacia la cocina. – ¡Yolanda! ¡Mira quién ha venido!
- ¿Está mi hermana aquí? –
preguntó Lucas, inútilmente.
- Sí, hoy es jueves. Ya
sabes que viene todos los jueves – respondió su madre. – Claro, como tú no
vienes nunca....
- Mamá....
- ¡Lucas! ¡Qué alegría
verte! – dijo su hermana, toda sonrisas, saliendo de la cocina a abrazarle.
- Yo también me alegro de
veros – dijo él, notando que no lo decía forzado. Era cierto. Se sentía bien,
desde hacía meses, estando fuera de casa, compartiendo un rato con su hermana y
su madre. – ¿Habrá cena para mí?
- Ya sabes que mamá cocina
para cinco, aunque viva sola – replicó Yolanda, con una mueca traviesa.
- ¡Ya empezamos! – se quejó
su madre, sólo a medias en serio.
Lucas sonrió. Ayudó a su
hermana a poner la mesa e hizo la ensalada. Después cenaron los tres juntos.
Fue una velada muy
agradable.
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