- IV -
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Entonces.... ¿lo lograste? – pregunté.
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Lo conseguí – asintió Drill, con su sonrisa infantil. Aquella sonrisa le
dibujaba en el rostro muchas más arrugas de las que recordaba.
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¿Y Lomheridan? – pregunté, bajando la
voz, aunque los pocos parroquianos que había en la taberna de Frank no nos
prestaban ninguna atención. Thalio y Thelio, que pasaban de vez en cuando por
allí, distrayéndome al mirarles el trasero, tampoco hacían nada por atender a
nuestra conversación.
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Cuando salí de la pirámide escalé poco a poco por los riscos que bordean el
camino, hasta llegar al refugio que había preparado el día antes – explicó
Drill, que seguía agarrado al tazón de caldo con ambas manos ahuecadas, aunque
ya debía de haberse quedado frío. Con un gesto pidió otro a Thelio, que estaba
cerca en ese momento. – Allí me esperaba Ryngo,
que se puso muy contento de volver a verme, frotándose contra mis pies y
lamiéndome las manos. Pasamos allí un par de días escondidos y después bajé de
nuevo al camino, creyendo que los guardias de la Orden de Alastair habrían
olvidado el incidente: se les había escapado un tipo que se había quedado por
la noche en la pirámide, cosa que estaba prohibida, pero no había desperfectos
en todo el Mausoleo ni faltaba nada (si acaso, había algo de más), así que
esperaba que hubiesen bajado la guardia. El tiempo era húmedo, aunque no
llovía, así que volvimos caminando hasta Cokuhe con facilidad y tranquilidad.
Allí busqué una empresa de correo y envié la espada (envuelta otra vez en
trapos) a Velsoka, al Museo de la Guerra de Rocconalia, a la atención del señor
Dumarus, o quienquiera que fuera en ese momento el director del Museo de la
Guerra. Me temo que quizá, después del robo, alguien más importante que él pudo
haberle despedido – terminó Drill, con cierta culpa.
-
¿Enviaste la espada al museo?
-
¿Qué otra cosa podía hacer? – refunfuñó Drill, sonriendo sin embargo. – Yo sólo
quería la espada para abrir el sepulcro y la había obtenido por medios
ilícitos. Lomheridan debía estar en
su lugar y yo no tenía ningún interés en volver a Velsoka, dado que se me
buscaba por robo. Espero que Norrington no siga buscándome, ahora que la espada
ha vuelto a su lugar.
Di
un trago de vino especiado, antes de seguir.
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Increíble, Drill – dije, admirada. – ¿Y después? Aquello debió ser en febrero,
más o menos. ¿Qué has hecho durante este último año?
-
Viajar – fue la sencilla respuesta.
Drill
me explicó que, como no le quedaba mucho dinero y todavía le quedaban sitios a
los que ir y gente a la que visitar, salió de Cokuhe a pie, sin prisas,
viajando solamente cuando sabía que podría pasar las noches a cubierto, en
casas de algún vecino amable, en pajares o establos, en casas de acogida para
vagabundos o en el hogar de algún conocido, que por fortuna le pillase de
camino. De aquella manera, sin acelerarse y viajando sólo cuando el tiempo
acompañaba (no le importaba andar con frío, pero cuando el tiempo era demasiado
húmedo o directamente llovía o nevaba sus huesos y articulaciones le pedían un
descanso, con mensajes de dolor) llegó a las montañas Rocco a mediados de
abril.
La
Temporada Húmeda hizo honor a su nombre así que el paso de la cordillera fue
duro e incómodo. Muchas jornadas las pasó a resguardo en alguna oquedad o cueva
y, cuando tuvo la oportunidad, en alguna cabaña abandonada, donde la estancia
era mucho más comfortable.
-
Allí fue donde me despedí de Ryngo –
dijo, com de pasada, pero su voz se había ahogado un poco. Su ojo gris estaba
brillante.
-
¿Cómo fue?
-
Ley de la naturaleza, digo wen –
respondió, apenado, pero luego sonrió. – Mientras caminábamos por el sendero
que atravesaba la cordillera, en el mismo sitio donde nos habíamos conocido, Ryngo solía alejarse, metiéndose entre
los arbustos, escalando las laderas.... Investigaba por su cuenta. Cazaba para
comer y curioseaba por los alrededores. Había días en que no lo veía en toda la
jornada, pero volvía siempre para dormir junto a mí. Hasta que una vez estuvo
desaparecido un par de días. Empezaba a preocuparme hasta que la segunda noche
volvió a la hoguera que había encendido, protegida por un saliente de roca. No
vino solo.
Comprendí
la situación al instante.
-
Otro animal de su misma raza le acompañaba, aunque sospecho que era del género
opuesto – sonrió Drill, con nostalgia. – Ryngo
se acercó a mí, oliéndome y lamiéndome las manos, pero cada vez volvía con la
zorra, olisqueándose con ella y jugando, trotando en círculos los dos a la vez
o rodeándola mientras ella estaba quieta. Aquello era lo normal, y aunque me
entristecía separarme de mi compañero, al que le debía la libertad e incluso la
vida, quizá, cada uno debíamos seguir nuestro camino. Nos despedimos con un
abrazo y algunos lametones y después se perdió en la espesura de espinos,
acompañado por la hembra. Así fue todo.
Drill
guardó silencio un momento, dando un trago del nuevo caldo caliente y humeante.
Después se quedó pensativo unos instantes y después siguió con su relato.
Llegó
hasta el final del sendero, a la cascada en la que había caído con Tash
Norrington. Aquella vez la bajó con mucho más cuidado y llegó al fondo sin
percances, saliendo al valle y encontrando la cabaña de los leñadores siguiendo
el río. Pasó el resto de la Temporada Húmeda con ellos: Shonren, Adeilha y
Jordan le recibieron con alegría y con los brazos abiertos. Ayudó a Shonren en
los bosques cercanos, a Adeilha con los animales de la pequeña granja y a
Jordan a pelear con espadas de madera. El niño se había convertido en un joven
con visos de ser apuesto en su madurez, alto y espigado, al que todavía le
faltaba por crecer un palmo o palmo y medio.
Con
la familia de leñadores fue feliz y descansó con tranquilidad, sintiéndose útil
y querido. Pero cuando llegó sexembre y el Verano empezó a calentar Ilhabwer,
Drill se despidió de sus anfitriones y les agradeció su tiempo y sus
atenciones. No les prometió volver a visitarles porque no sabía qué le deparaba
el futuro: si se cumplían sus planes no saldría nunca más de Ülsher. Así que la
despedida fue emotiva e intensa, pero como se separaban como amigos que habían
disfrutado de su amistad y compañía, el fondo de la despedida fue alegre.
Poco
dinero le quedaba y las diligencias en el reino de Darisedenalia eran caras,
así que aprovechó el buen tiempo para viajar a pie, descansando en el campo y
pasando las noches al raso. El viaje fue lento y agradable y le llevó hasta
Lendaxster, donde a mediados de septiembre tomó un barco que le cruzó el
estrecho de Mahmugh, hasta las islas Tharmeìon. Desembarcó en Nori, con la
bolsa prácticamente vacía, y se presentó en el palacio del rey Vërhn,
sabiendo que lo recibiría sin problemas. Así fue y disfrutó de la hospitalidad
del monarca durante casi veinte días, en los que paseó con Oras Klinton por la
ciudad y el palacio, tuvo largas conversaciones con el consejero Gert Ilhmoras e
incluso visitó a Telly, que le invitó a comer.
Aprovechando
que el capitán Lorens Denzton había llegado con “La gaviota dorada” al puerto de Nori y volvía en un par de días al
continente, Drill se despidió de la familia real y de todos sus amigos en la
corte y viajó con el capitán y su tripulación, que le llevaron encantados a
bordo.
Virtud
a la gratitud del monarca de las islas Tharmeìon, Drill pudo comprar un burro
en los establos de Humaf, donde el anciano le hizo un buen precio de compra por
un pollino excelente. A lomos de su montura (un animal de edad avanzada,
bastante dócil y fiable, un buen reflejo del jinete) cruzó la frontera entre
los reinos de Darisedenalia y Barenibomur. La guerra había acabado hacía mucho
tiempo y Drill no tuvo problemas con los Caballeros de Alastair del puesto
fronterizo cuando les mostró su placa de identificación. Quizá los cargos por
traición y deserción habían prescrito o simplemente se habían olvidado, al ser
crímenes de una guerra que había concluido hacía tiempo y todo el mundo quería
olvidar. Así que, libre de toda sospecha, recorrió el reino de Barenibomur de
un extremo al otro, durante los meses de octubre y noviembre, rodeando el lago
Bomur y siguiendo el río Birmanion, hasta casi su desembocadura. Karl Monto
vivía en Dérdrè, una pequeña aldea a orillas del río Birmanion, a treinta
kilómetros de Qalgut, y allí había sido donde habían acordado encontrarse
cuando la misión estuviese completada.
-
¿Y llegaste allí, le dijiste que todo estaba hecho y cobraste el trabajo? –
pregunté, atónita.
-
Más o menos así fue – asintió Drill. – Monto no ha cambiado nada, sigue siendo
igual de repulsivo, escrupuloso y extraño. Le informé del éxito de la misión,
me acogió en su casa (una mansión muy elegante, propia de un noble), me invitó
a cenar, me presentó a su mujer (una bella señora de cabello rubio y ojos
claros, llamada Justine) y me pidió que le contara lo que me había ocurrido. Le
hice un resumen mucho menos detallado del que te he hecho a ti y después
gritó alborozado. Un caso – Drill meneó la cabeza, con su sonrisa extraña en
los labios.
- Y
te pagó.
-
Por supuesto – asintió Drill, sin saber cómo sentirse, orgulloso o avergonzado.
Yo
recordaba el salario de mil sermones
que Karl Monto le había prometido a mi antiguo yumón y se me encogió un poco el estómago al pensar que lo había
conseguido.
-
¿Y después? – dije, con un hilo de voz, terminándome el vaso de vino. Hice un
lánguido gesto hacia los camareros y en seguida Thalio me trajo otro.
Poco
más quedaba por contar. Drill se despidió de Karl Monto y su mujer al día
siguiente y siguió su camino hasta Qalgut. Nunca había estado allí y sentía
curiosidad por conocer la ciudad conocida como “el final de Ilhabwer”. Allí,
con los bolsillos llenos de dinero, alquiló un carruaje, al margen de las
compañías de diligencias. Con el carruaje para él solo, parando donde y cuando
él quería, viajó durante lo que quedaba de Tierra Marchita hacia el norte, en
dirección a su tierra. Sin problemas atravesó el Bosque Poniente y rodeó el
Golfo de Oro hasta entrar en Ülsher y venir hasta Dsuepu.
-
Así que lo has conseguido – le dije yo, contenta. Les juro a todos ustedes que
no tenía dentro ni un gramo de envidia ni celos. Estaba verdaderamente feliz
por mi yumón. – Tienes tu caldero de oro.
-
Eso parece – sonrió Drill, con su sonrisa infantil. Nunca en toda nuestra vida
juntos había visto aquella sonrisa tan bonita. – Digo wen.
Por
encima de la mesa chocamos mi vaso de vino y su tazón de caldo, en un brindis
de celebración.
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