SALTEADOR DE TUMBAS
- III -
LA MISIÓN DE BITTOR DRILL
Cuando
nos despedimos en Fixe, Drill se puso en marcha hacia el norte, para salir de
Aluin por la parte norte de la Sierra Lishen. Los Caballeros de Alastair que le
dieron el alto en la frontera ni se fijaron en Lomheridan, que iba a su espalda, envuelta todavía en trapos,
bastante oculta por la voluminosa mochila que había sido de Quentin Rich. Tan
sólo dedicaron una mirada curiosa y divertida a Ryngo y después les dejaron pasar.
Durante
el resto de enero Drill anduvo por el reino de Rocconalia, buscando una ciudad
lo suficientemente grande para albergar una parada de diligencias. En Grasert,
al norte de Laqce y el oeste del Bosque Espeso, una pequeña ciudad de criadores
de caballos y potros, esperó en la plaza del pueblo a que pasase una
diligencia, que lo llevó hasta la próxima ciudad de Laqce. Al parecer pagó un sermón por el viaje, que luego le fue
descontado en la gran ciudad del pasaje que compró para Cokuhe, ya en el reino
de Gaerluin.
El
viaje fue largo, pasando por Nafunovat, y deteniéndose durante un par de horas
en la frontera, donde los Caballeros de Alastair les tuvieron detenidos,
comprobando las identificaciones de todos los viajeros y los permisos del
conductor. Revisaron la diligencia y los equipajes, pero por suerte no lo
hicieron muy en profundidad: no destaparon la espada robada y, por supuesto,
ninguno la reconoció. Sin embargo, a Drill el viaje no se le hizo pesado ni le
importó tardar un poco más: sus piernas descansaban y sus huesos doloridos
agradecían que la diligencia viajara por él. Además, podía dormir en el
carruaje o en las postas en las que se detenían una noche de cada dos, más o
menos: hasta llegar a Grasert había dormido colándose en pajares o los atrios
de monasterios o templos, cuando no lo hacía en mitad del campo, a pesar del
creciente frío del invierno.
En
Cokuhe se puso en marcha hacia las montañas, donde la lluvia y la nieve eran
cosa de cada día, dada la época del año. Drill viajó abrigado, preocupado por
el dolor de sus huesos y por el pequeño zorrillo (cada vez menos pequeño y
menos zorrillo): esperaba que Ryngo no pasase mucho frío.
Por
el camino del este de la ciudad, Drill llegó hasta las montañas, bajo una
lluvia insistente pero fina. Un par de ocasiones a lo largo del día dejó de
llover, pero solamente para ponerse a nevar: eran unos copos pequeños y
acuosos, que descendían con rapidez, empapando el suelo y a los viajeros.
Estos
eran pocos y Drill lo agradeció. De aquella manera, cuando ya estaban cerca de
la pirámide (Drill recordaba su primera visita al Mausoleo de los Reyes y
calculó que estaba a tan sólo dos kilómetros, algo menos quizá) pudo salirse
del camino y ascender por las faldas de las montañas que lo cercaban,
escondiéndose entre los riscos, hasta dar con lo que necesitaba: una pequeña
caverna, una grieta más bien, pero lo suficientemente profunda y amplia para
refugiarse dentro e incluso hacer un fuego acogedor.
Drill
pasó allí la noche, acondicionando su refugio (Ryngo durmió toda la tarde y toda la noche) y esperando al día
siguiente. Dejó allí la mochila, se deshizo de su espada reglamentaria de
mercenario y desenvolvió a Lomheridan,
que iría colgada de su cinto. En una pequeña bolsa que podía llevar colgada al
pecho, metió todo lo necesario que iba a necesitar dentro de la pirámide y
después, cuando la mitad de la tarde ya había pasado, salió de la cueva, se
despidió de Ryngo ordenándole con
vehemencia que le esperase allí (el animal le miró con ojos inteligentes, como
si le entendiese perfectamente), descendió luego con cuidado al camino (seguía
lloviendo y los riscos estaban resbaladizos) y recorrió el último trecho hasta
la pirámide.
El
Mausoleo de los Reyes apareció ante él, al final del camino, enorme y
majestuoso. La pirámide, enclavada entre las montañas de alrededor, lucía
espléndida, como barnizada por la lluvia. El mal tiempo había acobardado a
muchos visitantes y peregrinos, pero aun así había unos cuantos caminantes que
llegaban y entraban en la pirámide, también desde los dos caminos que surgían
en su entrada, hacia el norte y hacia el sur, entre las montañas.
A
Drill no le molestaba la gente, al contrario, le venía bien para su plan. Sobre
todo para su entrada en la pirámide: una vez dentro, la verdad era que prefería
cierto aislamiento, pero la afluencia de gente le servía para pasar
desapercibido a la entrada.
La
lluvia y el mal tiempo también ayudaron: iba cubierto con su largo abrigo, lo
que le servía, sin haberlo previsto, para tapar la espada que llevaba al cinto.
Una de las cosas que más temía de su plan era que los guardias reconociesen la
espada que llevaba al cinto: Lomheridan
era una espada famosa, mucho más en su país de origen. No podía entrarla en la
pirámide envuelta en trapos (llamaría más la atención sobre ella) y colgada al
cinto también destacaba mucho, pues era una espada demasiado larga para un
hombre de su talla. Sin embargo, bajo el abrigo, no se la veía y sólo se sabía
que iba armado por el vuelo del abrigo levantado en su trasero.
De
cualquier manera, los guardias no le dieron el alto ni le vigilaron más que a
los demás: todos los visitantes iban bien abrigados y muchos de ellos armados
(Drill incluso vio a un joven con un arco en la mano y un carcaj con flechas a
la espalda) así que los guardias no le destacaron entre el resto de la gente.
Drill
se orientó dentro de la pirámide, recordando lo que había visto en su primera
visita, hacía casi tres años. Sabiendo a donde tenía que ir, dio un rodeo, visitando
otras zonas de la pirámide, subiendo y bajando a diferentes plantas. Lo hizo de
una manera pausada, tratando de pasar desapercibido (creyó haberlo conseguido,
pues se cruzó con varios Caballeros que estaban de guardia y ninguno le dedicó
más que una mirada de rigor) hasta que se decidió a ir al segundo piso de la
pirámide. Allí fue a la zona sur, al amplio y largo corredor donde estaba la
tumba de Rinúir-Deth. Había tres personas delante, leyendo la placa de piedra
grabada que había a la izquierda de la tumba. Drill pasó entre ellos,
murmurando unas disculpas, y ni siquiera dedicó una mirada a la tumba que le
interesaba, tratando que de esa manera no pareciera que estaba allí por ella.
Fue hasta el fondo del corredor, buscando una tumba que le sirviera, y casi al
final (donde el corredor giraba en un recodo de noventa grados hacia la
izquierda) halló una tumba abierta y vacía. Vigilando por encima del hombro a
los visitantes que se agrupaban delante de la tumba de Rinúir-Deth (absortos en
la historia del héroe de guerra) se coló dentro de la tumba vacía y empujó, con
cierta dificultad, la puerta de mármol, entornándola más, aunque sin llegar a
cerrarla del todo. Dio gracias a Sherpú porque las bisagras de la puerta no
chirriasen ni sonasen y le rogó que siguiesen así, durante aquella noche al
menos.
La
tumba en la que se había escondido tenía un sepulcro alargado, de costados
rectos y aristas afiladas. La tapa era plana, lisa, sin grabados ni rebordes.
Estaba claro que aquel sepulcro y aquella tumba no estaban ocupados y esperaban
con paciencia a su huésped de sangre real. Drill imaginó que nadie entraría en
aquella tumba ni se detendría delante de ella a ver nada, pues no era más que
otra estancia vacía, de las muchas que había en toda la pirámide.
Tras
la puerta entornada se agachó y se sentó en el suelo (apartando un poco la
suciedad y el polvo acumulado de décadas con la bota), encogiendo las piernas,
con la cabeza apoyada en las rodillas. Esperó, paciente, tratando de relajarse
y no dormirse, atento a los sonidos de los corredores de la pirámide.
Algo
más de una hora después escuchó las llamadas de los Caballeros de Alastair, que
avisaban a los visitantes de que la pirámide iba a cerrar y debían estar todos
fuera para entonces. Drill sabía que si algún visitante se quedaba dentro del
Mausoleo fuera de las horas de visita, cuando ya se había cerrado la pirámide,
los Caballeros podían apresarle y sufriría una pena de un mes de prisión en los
calabozos de Badir. Todos los visitantes se cuidaban mucho de salir a la hora y
Drill deseó que no le pillaran.
Como
había previsto, los Caballeros de Alastair que vigilaban la pirámide por la
noche no entraron en una tumba que sabían que estaba vacía, así que no le
encontraron en su escondite. Aun así tuvo mucho cuidado de hacer el más mínimo
ruido. Estiró las piernas, para reactivar la circulación (las tenía dormidas y
las articulaciones le dolían como si tuviera esquirlas de cristal dentro) y
sacó de su pequeña bolsa un pedazo de queso que había comprado en Cokuhe y un
trozo de pan, con los que calmó el hambre. En realidad poco había para calmar,
pues los nervios se habían instalado en su estómago y se retorcían y anudaban,
llenando todo el espacio.
A
lo largo de la noche Drill escuchó a los Caballeros pasar haciendo la ronda por
el corredor, pero ninguna vez entraron o se asomaron a la tumba en la que se
escondía. Las veces que escuchaba pasos acercándose contenía la respiración y
evitaba moverse, para no hacer ningún ruido, que en el silencio de la pirámide
se escucharía nítidamente.
Cuando
consideró que la cosa estaba tranquila y habían pasado el suficiente número de
horas para que los Caballeros estuvieran relajados (y un poco despistados) se
puso en pie, apoyado en la pared de la tumba, dejando que la sangre volviera a
sus piernas, para que recuperaran la fuerza, después de tanto tiempo inactivas.
Después,
sujetando a Lomheridan para que no
chocara contra el suelo o contra las paredes, se asomó al corredor, que estaba
en silencio. Con mucho cuidado, pisando con delicadeza (para que el sonido de
sus pisadas no se propagase por la pirámide) se acercó al inicio del corredor,
a la tumba de Rinúir-Deth. Tardó mucho tiempo, pues caminó con cuidado y con
calma, y cuando por fin llegó a la puerta de la tumba estaba muy nervioso,
temiéndose que algún Caballero de ronda lo pillase allí mismo. Quería hacer las
cosas rápido, para evitar que lo descubriesen, pero debía hacerlas con cuidado
y en silencio, para evitar lo mismo. Era una contradicción con difícil
solución, que lo crispaba.
Se
descolgó la llave del cuello, observando la extraña cerradura que lo había
desesperanzado cuando la había visto por primera vez: aquel hueco en forma de
cruz, con el aspa superior como una “S” con una curvatura extraña y el inferior
con ángulos agudos y rectos muy pronunciados. Ahora que había visto la llave
había confirmado que era imposible de copiar, pero también sabía que
funcionaría.
Introdujo
la llave en la cerradura y con cautela le dio dos vueltas. El cerrojo de bronce
dio dos chasquidos y la llave no giró más. Drill creyó que el sonido del
cerrojo se había escuchado, atronador, por todo el Mausoleo, así que se dio
prisa empujando la puerta. Si la puerta de mármol de la tumba vacía en la que
se había escondido no había hecho ningún ruido, con la puerta llena de molduras
y enredaderas talladas de la tumba de Rinúir-Deth creyó haberse quedado sordo:
costó empujar la puerta, por su peso, pero se abrió sin dificultad y casi sin rozamiento,
silenciosa como si estuviese engrasada. Con premura entró en la tumba, empujó
la puerta de vuelta a su sitio y cerró desde dentro, dejando la llave en la
cerradura.
Entonces
se dio la vuelta, enfrentándose al sepulcro de piedra. La tumba estaba a
oscuras, no se veía nada, así que Drill rebuscó en su bolsa, sacando una vela y
el pedernal. Palpando con los pies y con las manos ocupadas, encontró el
sepulcro, apoyando allí la vela. Con el pedernal y el cuchillo que llevaba en
la bota arrancó chispas, que tardaron en prender la mecha del candil, pero
acabaron haciéndolo. A la creciente y vacilante luz de la bujía, Drill
contempló el famoso sepulcro.
Era
de granito rosa, de lados pulidos y suaves y con las aristas redondeadas. La
tapa también era plana y suave, con los bordes curvados. Por supuesto,
presentaba la oquedad con la forma de la espada Lomheridan, que servía como candado para el sepulcro.
Colocando
la vela en una esquina de la tapa, Drill hizo sitio para poder actuar. Sacó la
espada de la vaina, tragando saliva en una garganta que estaba anudada. Estaba
nervioso, por encontrarse a un paso de cumplir su misión, pero también estaba
cautivado por el lugar en el que se encontraba y fascinado por lo que veía. Me
confesó que incluso se sentía un intruso, al estar a punto de contemplar los
restos del gran héroe de guerra.
Los
mercenarios no somos soldados, pero sí somos guerreros (cuando nos toca serlo)
así que valoremos y reconocemos la valía de un gran soldado y un gran guerrero
cuando estamos frente a él.
Drill
apoyó la espada en la hornacina con su forma y la apretó con delicadeza para
encajarla bien. En el mismo momento sonaron dos chasquidos metálicos, en ambos
extremos del sepulcro.
¡¡Clanc!! ¡¡Clanc!!
Drill
suspiró y empujó la tapa hacia un lado, con dificultad, pues el granito era
pesado, aunque estaba tan pulido que se deslizaba bien, sin chirridos
exagerados.
Los
restos descompuestos y desarmados de Rinúir-Deth descansaban en el fondo del
sepulcro, entre una mezcla de cojines y sedas podridas y un lecho de hojas y
flores aromáticas, secas y prensadas. Drill contuvo sus nervios, respirando
hondamente, sintiéndose honrado al poder contemplar lo que quedaba del gran
héroe de guerra. A la luz de la vela, aquella escena parecía irreal, mágica,
casi religiosa. Drill no pudo evitar hacerle el gesto reverencial al cadáver de
Rinúir-Deth: se colocó el canto de la mano en lo alto de la cabeza, con el
pulgar estirado en la frente y al mismo tiempo cruzaba la pierna derecha sobre
la izquierda, inclinando ligeramente el tronco.
Después
se puso de nuevo en movimiento. Estaba arrobado por los sentimientos de respeto
y admiración que le producía estar en aquella (casi) sagrada tumba, pero tenía
una misión que cumplir. Y después de casi tres años lo iba a lograr.
Sacó
de la bolsa la caja de Karl Monto, la que le había confiado hacía tanto tiempo
y su honor de mercenario le había impedido tirar al fondo de un pozo y cobrar
el salario. La abrió por última vez, haciendo que el resplandor dorado que
salía de su interior iluminase más que la llama de la pequeña vela. Se encogió
de hombros una vez más, con una mueca en la cara, como cada vez que veía el
contenido de la caja. Seguía sin comprenderlo. Pero no estaba allí para
comprender nada, sino para esconder aquella cajita en (probablemente) el lugar
más seguro de todo Ilhabwer.
A los
pies de Rinúir-Deth, en un rincón del sepulcro, entre restos de flores y
cubierta por hojas secas, Drill depositó la caja. Inmediatamente sintió un
alivio reparador, que no había previsto. A pesar de que aún tenía que salir de
allí sin que le pillasen, respiró tranquilo, sintiéndose a salvo.
Volvió
a colocar la tapa del sepulcro y cuando se aseguró de que estaba bien alineada
con los cuatro costados, sacó a Lomheridan
de la hornacina, haciendo que los dos chasquidos metálicos sonaran de nuevo,
volviendo a estar la tapa asegurada e inamovible.
Drill
recogió sus cosas y las metió en la bolsa. A la luz de la vela volvió a meter
la llave en la cerradura y después de la apagó de un soplido. Con el olor de la
cera derretida y la mecha apagada en las fosas nasales, Drill se apoyó contra
la puerta, colocando la oreja contra el frío mármol, tratando de escuchar al
otro lado. Estuvo así por lo menos diez minutos (según sus cálculos mentales,
que por mi experiencia con él solían ser muy precisos) y cuando estuvo convencido
de que al otro lado no había ningún sonido y, por lo tanto, podía suponer que
no habría Caballeros de Alastair en el corredor, giró la llave, tiró de la
puerta y salió con agilidad al pasillo. Cerró con cuidado, volvió a dar dos
vueltas a la llave y después se la colgó del cuello, alejándose de la tumba de
Rinúir-Deth.
Se
escondió en la misma tumba vacía en la que había esperado anteriormente. Drill
creía que faltaba todavía un buen rato para que amaneciera, así que esperó
escondido, calculando el tiempo.
Estaba
exultante, no podía negárselo. Había logrado, al fin, cumplir la misión
imposible que le habían encomendado y que al principio había considerado un
suicidio. Pensó en el pobre Kéndar-Lashär, en si hubiese podido cumplir aquella
misión, y estuvo seguro de que sí. Probablemente en menos tiempo del que le
había llevado a él, aunque eso sólo Sherpú podía saberlo.
Tratando
de no dejarse llevar por el entusiasmo, recordando que aún tenía que salir de
la pirámide, se concentró en el tiempo que pasaba. Cuando consideró que el
amanecer estaba muy cerca, pero todavía no había empezado a iluminar el cielo
nocturno por el este, salió de su escondite y con muchísima cautela recorrió la
pirámide en dirección a la salida. En una ocasión escuchó pasos a su espalda y
se escondió rápidamente en una sala con una escultura de un caballo alado: un
Caballero de Alastair pasó por el pasillo, haciendo su ronda, sin ver a Drill
escondido tras los cuartos traseros del caballo de piedra.
Así
fue como, paso a paso, silencioso y con cuidado, a la puerta de entrada de la
pirámide. Estaba cerrada y buscó el lugar que la hechicera Solna le había
explicado que quizá encontraría a un lado de la puerta. En ambos extremos de la
larga puerta (era una losa de piedra de cuatro metros de largo) había una
especie de pedestales de los que salían cadenas gruesas, que se perdían en
agujeros de la pared, sobre la puerta. En ambos pedestales había un agujero
cuadrado, en la parte frontal. Drill se acercó a uno de ellos, pensó un momento
y después dijo, aplicando la boca al agujero:
- Los
parapetos que ataco son pocos y tercos – pronunció con dicción, con una mueca
de inseguridad.
La
fórmula funcionó, aunque quizá no fuese la más adecuada, porque la puerta se
levantó pero solamente dejando un metro de abertura. Drill se apartó de la
puerta, escondiéndose de los Caballeros que estaban fuera, maldiciendo
mentalmente su errónea elección de palabras. Drill subió un pequeño tramo de
escaleras que llevaban al siguiente piso, escuchando cómo los dos Caballeros
entraban en la pirámide, llamando a voces a alguno de sus compañeros:
imaginaban que ellos habían abierto la puerta y al no verles allí desconfiaban.
Drill
esperó el momento oportuno, asomándose por las escaleras, calculando la
distancia que lo separaba de la puerta y lo que tardaría en recorrerlo. Cuando
cada uno de los Caballeros estaba en un lado del amplio recibidor que había al
entrar en la pirámide y seguían más atentos a que sus compañeros los
respondiesen que a mirar a su espalda, Drill bajó corriendo el corto tramo de
escaleras y recorrió el recibidor hacia la salida, pasando rodando por el suelo
bajo la puerta medio abierta.
Escuchó
los gritos de los Caballeros de Alastair dándole el alto a su espalda, pero mi
antiguo yumón no hizo ni caso,
corriendo hacia los cercanos riscos, sujetando la espada entre las manos, para
que sus largas dimensiones no le molestasen para correr.
Los
Caballeros salieron tras él, deteniéndose al otro lado, buscando al prófugo que
(sorprendentemente) había logrado abrir un poco la puerta y se había escapado.
Pero no había ni rastro de él en el camino y la oscuridad de la noche (ya
despidiéndose) impedía ver si escapaba por los riscos y las faldas de las
montañas que rodeaban el Mausoleo de los Reyes.
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