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(Granito)
El viernes, dos días después
de su primera visita a la mansión Carvajal-Sande, Lucas fue invitado por la
familia a cenar con ellos.
Había visitado la mansión el
jueves, para volver a hablar con Sofía, no ya de lo que le había ocurrido
(Lucas sabía lo más importante, y lo que no sabía se lo imaginaba, pero no
quería volver a hacer pasar a la niña por aquel trance) sino de todo un poco,
para ganarse más su confianza, para caerle simpático. Hablaron de las clases,
de caballos, de cine y de música. Coincidían en algunos gustos musicales y
hablaron animadamente sobre ellos y sobre canciones concretas. A Sofía le
gustaba mucho leer, así que Lucas le confeso sus libros favoritos y la chica la
dijo los suyos, haciéndose recomendaciones. Como Sofía se encontraba bastante
bien (cansada todavía, pero sin sufrir mareos o vértigos) fueron juntos a la
biblioteca del tercer piso de la mansión, una sala enorme que abrumó a Lucas,
llena de libros, los modernos en una zona de la biblioteca y los volúmenes más
antiguos (algunos centenarios) en otras estanterías, en sus lugares de honor.
El detective y la muchacha pasaron un rato muy agradable juntos, en el que se
afianzó su cariño mutuo y la admiración que la chica sentía por Lucas. Sofía
era una chica despierta, inteligente y soñadora, pero Lucas pudo ver un colchón
de tristeza sobre lo que todo eso se apoyaba. El detective opinaba que a la
chica le hacían falta amigos de su edad.
Durante la jornada del
jueves, Lucas había vuelto a verse con Felipe Carvajal Roelas y con María Rosa
Sande Carpio, que mantuvieron una conversación agradable con él, compartiendo
un café con pastas, aunque el ambiente era demasiado encorsetado y tenso para
el gusto de Lucas. Estaba claro que los padres de Sofía no acababan de creerse
el trasfondo sobrenatural de las dolencias de su hija. Aquello sorprendía mucho
a Lucas: si no creían en todo aquello, ¿por qué se habían puesto en contacto
con él y le habían contratado?
A Sandra no la vio en todo
el día, aunque sí pudo conocer a Carmen Adelaida Carvajal Sande, la segunda
hermana de la familia, tan sólo un año menor que Sandra. Se parecían mucho, las
dos hermanas, similares a la madre, aunque Carmen Adelaida sí que lucía el
hoyuelo en la barbilla. Lucas conoció a su marido, Enrique Corcuera de la Lama,
un rico industrial, tan aburrido como su mujer. Lucas mantuvo una charla con
ellos el jueves a media tarde, que apenas duró quince minutos.
A Lucas le sobraron trece.
A los dos hermanos de
Sandra, Carmen y Sofía no pudo conocerles, pues estaban fuera, el mayor en
Madrid y el más joven en Cáceres, en algo relacionado con la universidad. Lucas
no entendió en qué, lo único que sacó en claro fue que no era acudiendo a
clase.
Con quien sí coincidió fue
con María Resurrección Sande Carpio, hermana de María Rosa Sande, la madre de
Sofía. Era una mujer más joven que María Rosa, muy parecida a ella, aunque estaba
más envejecida, y se notaba en su rostro y sus manos. Se cuidaba y arreglaba,
pero había alcanzado el punto en el que una mujer ya no puede luchar contra su
edad, sino sólo aparentar con orgullo la edad que tiene. Junto a María
Resurrección Sande estaba su hijo, Rafael María Rodríguez Sande, primo de Sofía
y de todos sus hermanos. Aquél era el artista de la familia, el que había
pintado aquella pintura tan extraña que lucía en el recibidor de la mansión,
aquella en la que había usado como modelo a su prima Carmen Adelaida. Ahora que
conocía a la mujer, Lucas podía asegurar sin duda que no la encontraba por
ninguna parte en aquel cuadro. El artista, Rafael María, era un tipejo delgado
y escuchimizado, muy probablemente drogadicto (a juzgar por sus ojeras, su
aliento y su cuerpo todo huesos), con el pelo negrísimo largo y vestido con
ropas rotas o cortadas. Llevaba un levitón largo de cuero, que arrastraba por
el suelo, que le hacía parecer un quiero y no puedo de Jason Lee en “El
cuervo”.
- Eres un tipo guapo, y muy
curioso – le dijo, después de que se presentara e intercambiara unas palabras
con él y su madre en el recibidor de la mansión, donde coincidió con ellos. –
¿Me dejarías que te pintara?
- Puede hacer lo que guste,
no tengo inconveniente, pero no he venido aquí a posar, lo siento – rechazó
Lucas, forzando su amabilidad. Aquel tipo no le había gustado nada. – Estoy
aquí para ayudar a su prima Sofía.
- Es verdad, hijo, no
molestes al señor – replicó su madre, María Resurrección Sande, que parecía la
marquesa del lugar, gastándose muchos humos y tratando a todo el mundo como inferiores
(Lucas lo sufrió durante toda la conversación), a pesar de que aquella mansión
no pertenecía a su familia y vivía allí solamente gracias a la generosidad de
su hermana mayor.
- No me hace falta que poses
– dijo Rafael María Rodríguez Sande, encuadrando a Lucas con los dos dedos
índices y pulgares. – Ya te tengo cogido el rollo, así que podría pintarte sin
problemas.
Lucas le dio su permiso,
solamente para poder librarse de ellos y subir a despedirse de Sofía. Doña
María Rosa Sande Carpio estaba allí con ella.
- ¡Hola Lucas!
- Buenas tardes, señor
Barrios – saludó la señora Sande, con una inclinación de cabeza.
- Venía a despedirme – dijo
Lucas, desde la puerta.
- ¿Te vas ya? – preguntó
Sofía, con cara compungida y voz lastimera.
- Sí, tengo mucho sobre lo
que reflexionar – dijo Lucas, con sinceridad, aunque era cierto también que no
sabía muy bien por dónde empezar a reflexionar. En aquel caso todo le
desconcertaba un poco.
- ¿Volverá mañana a
acompañarnos? – preguntó doña María Rosa. La cara de Sofía se iluminó ante la
perspectiva.
- Sí, vendré sin problema –
asintió Lucas. – La investigación sigue en marcha, aunque parece que Sofía no
sufre ningún evento extraño, ¿verdad?
- Yo estoy bien – asintió la
chica, con decisión. – Aunque sigo muy cansada y con mareos....
- Esos síntomas son para que
se encargue un médico, no para un detective – bromeó Lucas, acariciando el pelo
de la adolescente. Sofía sonrió, aunque fue una sonrisa cansada.
- El doctor Morales se
encargará de eso, cariño – apuntó la señora Sande. Después se volvió a Lucas. –
Le acompaño a la salida, señor Barrios.
Lucas se despidió de Sofía y
después bajó la escalinata hasta la puerta, acompañado por la anfitriona. Una
vez allí le abrió la puerta y le dejó salir, quedándose en el vano y hablándole
desde allí.
- Mañana nos reuniremos
todos para una cena en familia – dijo doña María Rosa. – Será sobre las ocho de
la noche. Todos los Carvajal Sande estaremos aquí. Será un placer para nosotros
que nos acompañara.
La madre de Sofía parecía
convencida, nada forzada, cómoda al invitarle. Sonreía ligeramente, con bondad,
desde la puerta. Lucas se sintió sorprendido por la invitación, pero no podía
perderse aquello y aceptó.
* * * * * *
- Debes ser un tipo
importante, si los Carvajal te han invitado a cenar – dijo Gerardo Moríñigo
Cobo, con cara de pillo, sonriendo de medio lado a Lucas.
- Sí, soy un jeque árabe,
disfrazado de plebeyo – contestó el detective, con sorna.
Lucas estaba en el “Prado
del abuelo”, sentado a la barra, tomando una cerveza, acompañando al camarero.
En el bar había bastante gente del pueblo, tomando algo y hablando
animadamente. Lucas era un contraste claro con el ambiente: el detective estaba
sorprendido y silencioso, ante los nuevos acontecimientos.
- No sé lo que serás, pero los
Carvajal no invitan a cualquiera a su mansión – comentó Gerardo Moríñigo, al
pasar por delante, camino de servir dos vinos a dos parroquianos, hombres
viejos del pueblo. Al volver, ya con las manos vacías, se detuvo delante de
Lucas. – Y menos para una de sus cenas familiares.
- ¿Son muy comunes?
- Eso dicen los de por aquí
– Gerardo se encogió de hombros. – Yo no lo sé, no controlo a los pijos millonetis, pero suelen juntarse dos o
tres veces por semana. Según dicen los habituales del bar, las cenas son de
lujo, como si fuesen bodas de la realeza. Da igual que sean todos de la
familia: el lujo y el protocolo se guardan con mucho esmero.
- Pues vaya.... – se lamentó
Lucas, que no era nada amigo de esas cosas: probablemente, haber visto el
verdadero fondo del universo le había hecho valorar las cosas esenciales y
desdeñar las apariencias. – ¿Y esos rumores tienen validez?
- Los que los cuentan no han
estado en ninguna de esas cenas: no creo ni que hayan pisado la mansión
Carvajal-Sande por dentro – bromeó Gerardo, riendo. – Pero la verdad es que esa
familia es muy estirada, así que sus cenas tienen toda la pinta de ser así....
Lucas hizo una mueca,
mientras Gerardo Moríñigo Cobo acudía a atender a una pareja madura, que
pidieron cervezas y unas raciones, para cenar. Mientras, Lucas apuró su bebida,
lamentándose de su mala suerte: tendría que ponerse camisa y zapatos. Meneó la
cabeza, molesto y desconsolado.
- ¿Y tú? ¿Has estado en la
mansión alguna vez?
- ¿¡Yo!? – se sorprendió
Gerardo, haciendo una mueca exagerada y riendo a continuación. – Nunca he
recibido una invitación tan formal como la tuya – bromeó, sonriendo con
picardía. – No te apures, si estás trabajando allí es normal que tengan ese
detalle contigo. Trata de pasarlo lo mejor posible y de no sufrir mucho. Seguro
que no te obligan a llevar un palo de escoba metido por el culo, como hacen
ellos.
Lucas, a pesar de su agobio
(y de que no estaba del todo de acuerdo con esa imagen), rio con su nuevo
amigo.
* * * * * *
Al día siguiente, Lucas
estaba frente al espejo de su habitación, mirando cómo le quedaba la corbata.
Se había puesto una camisa sencilla con unos vaqueros, pero le había pedido a
su “compañero de piso” que le prestase una corbata, para darse un toque más elegante
y no desentonar con la gente de la cena. Sabía que lo haría, a fin de cuentas,
pues esperaba mucha elegancia y mucha suntuosidad, pero al menos quería
demostrar que se había esforzado. Con la ropa que había llevado en el equipaje
no podía hacer combinaciones más elegantes que aquélla.
Francisco Pizarro, el
maestro, se asomó a la puerta, observando cómo Lucas se anudaba la corbata y se
la colocaba bien. Al ver que Pizarro estaba en el vano de la puerta se giró
hacia él y abrió los brazos.
- ¿Cómo está?
Francisco Pizarro se encogió
de hombros, sin cambiar su cara. Se acercó a Lucas, con pasos cortos y aspecto
un poco avergonzado y le enderezó la corbata en el cuello de la camisa. Después
salió de la habitación, deteniéndose en la puerta.
- Tenga cuidado.
- ¿Por qué? – se extrañó
Lucas.
Francisco Pizarro Huete se
volvió a encoger de hombros, medio de espaldas a Lucas.
- Esa familia es muy
extraña. Tenga cuidado – dijo, sin más, repitiendo su advertencia. Después
salió de la habitación.
Lucas se quedó unos
instantes asombrado: si su compañero, cuando menos excéntrico, le advertía de
la rareza de otras gentes, habría que ver cómo serían esas gentes.
Un poco extrañado por la
advertencia, Lucas recogió la botella de vino que había comprado en el bar de
Gerardo Moríñigo Cobo la noche anterior (el camarero le había hecho el favor de
venderle una entera, aconsejándole además en su elección) y salió de la casa,
poniéndose la cazadora. Tenía el coche delante de la casa, pero aun así el
tiempo era tan frío que tenía que abrigarse, aunque fuesen sólo cuatro pasos
los que diera hasta el Twingo. Sin quitarse la cazadora, condujo hacia la
mansión Carvajal-Sande.
El camino, a pesar de llevar
poco tiempo allí, ya le era bien conocido. Había ido y venido varias veces por
la carretera en esos pocos días, así que incluso sabía dónde había baches que
esquivar y en qué curvas los peraltes estaban un poco mal trazados. Sabía
exactamente dónde estaba la desviación a la mansión y casi tenía el tiempo
calculado que tardaba hasta ella (o desde ella al pueblo).
Fue directamente a la
dársena de techo metálico que había al lado de la mansión, como había hecho
todas las veces que había ido hasta allí, desde el encontronazo con el chófer
el primer día. Ante la mansión estaba el Bentley (no vio al chófer por allí),
un BMW grande y un Audi muy deportivo. Lucas imaginaba que serían de los hijos
que no había conocido todavía, porque no habían estado en la mansión durante la
semana. Abrigado por la cazadora y encogido para luchar contra el frío caminó
hasta la puerta de entrada.
Venancio le abrió la puerta
y le saludó, con confianza, aunque seguía atendiéndole con mucha seriedad, a
pesar de conocerle ya de sobra. Aquellas cosas eran las que incomodaban a Lucas
y no le gustaban nada. Tanta sobriedad y tanto estiramiento.
- Buenas noches, Venancio –
saludó, entregándole la cazadora, que el mayordomo recogió sin una sola mueca.
No le hacían falta: Lucas ya había visto la fugaz mirada que Venancio le había
echado a la prenda. Sus ojos habían hablado por todo lo demás. Lucas no pudo evitar
sonreír.
- Buenas noches, señor
Barrios – contestó el mayordomo, profesional. – Los señores están en la sala de
lectura, en la parte trasera. ¿Quiere que le acompañe?
- No es necesario, Venancio:
sé dónde es. Gracias.
El mayordomo asintió,
respetuoso, y Lucas echó a andar por el recibidor, pasando a un corredor que
había al lado de la escalinata central. Atravesó la sala del piano y llegó
hasta la sala de lectura.
Todos los Carvajal-Sande
estaban allí. Todos le vieron entrar, con su humilde ropa y llevando la botella
de vino en la mano. Lucas tuvo que tragar saliva, incómodo.
- Buenas noches.
- Buenas noches, señor
Barrios – se acercó María Rosa Sande Carpio, con una sonrisa amable. – ¡Oh, no
tenía por qué haberse molestado!
- Sé que no es un vino excelente,
y que ustedes tendrán mejores en la bodega, pero no podía venir con las manos
vacías – se excusó Lucas, mirando la humilde botella de vino, avergonzado.
- No hacía ninguna falta,
pero no se preocupe por él: desde luego lo serviremos durante la cena – replicó
la señora Sande Carpio, con un gesto displicente de la mano. Tomó la botella de
manos de Lucas y se la tendió a una criada vestida con uniforme y cofia blanca,
dándole instrucciones para que la sirviera en el momento adecuado de la cena.
- Muchas gracias, señora
Sande – le confió Lucas, agradecido de verdad por los modales de la anfitriona.
- Nosotros somos los que le
estamos agradecidos – replicó ella. – Mire quién está con nosotros....
- Hola, Lucas – saludó
Sofía, saliendo de detrás del grupo de adultos, que llenaban el centro de la
amplia sala de lectura en diferentes corrillos, todos observando curiosos al
detective.
- Hola, Sofía – sonrió
Lucas. – Me alegro de verte levantada.
La joven sonrió, alegre.
Vestía un bonito vestido estampado amarillo, de manga corta y falda con mucho
vuelo y volantes. Una diadema del mismo color sujetaba su larga melena del
color del trigo maduro.
- Me encontraba bien así que
no he querido perderme la cena de la familia – contestó Sofía. – Hace mucho que
no estábamos todos juntos. Ven, te presentaré a mis hermanos.
Sofía tomó de la mano a
Lucas y le llevó hasta un grupo de jóvenes. El mayor de todos era Luis Antonio
Carvajal Sande, el hermano que justo quedaba por encima de Sofía. Era un hombre
delgado y guapo, con la cara de los Carvajal (pómulos marcados, hoyuelo en la
barbilla, dientes blancos), vestía elegantemente pero de sport y lucía una perilla que ningún otro varón de la familia
llevaba. Sus ojos eran marrones, igual que su pelo.
- Así que usted es Lucas
Barrios, el detective que mi padre ha contratado para averiguar no sé qué
historias sobrenaturales – dijo, a modo de presentación, mientras le tendía la
mano a Lucas. Éste la estrechó y sonrió, tolerante.
- Así es. He venido a ayudar
a su hermana Sofía.
- Esta pequeñaja no tiene
arreglo – bromeó, haciendo como que pinchaba a su hermana pequeña en el
costado. Sofía se apartó y le sacó la lengua. Todos rieron.
- No conoce a mi sobrino,
creo – presentó Luis Antonio, señalando con un gesto cariñoso a un niño de unos
diez años que estaba con ellos en el círculo. Era muy moreno de piel y de pelo,
vestido con un traje más elegante que el de Luis Antonio (a Lucas le dio
repelús ver a un niño tan pequeño con un traje tan señorial) y con cara de mal
humor y de aburrimiento. – Es Pedro Alonso, el hijo de mi hermana Carmen.
- ¡Ah! Sabía que estaba
casada, pero no sabía que tenía un hijo – dijo Lucas. – Hola Pedro. Encantado.
- Hola – dijo el niño, seco,
mirando a otro lado mientras bebía de su Coca-cola.
Todo el mundo tenía una bebida menos Lucas, y justo en ese momento un criado,
vestido al estilo de Pedro Alonso, se acercó a preguntarle qué quería tomar.
Lucas pidió una cerveza, dándose cuenta después, cuando el criado ya se había
alejado, que todo el mundo bebía vino (tinto o blanco) y que sería el único.
Aquello daría que hablar a los Carvajal-Sande, estaba seguro.
- Por lo que tengo
entendido, usted vive en Cáceres – le dijo a Luis Antonio, mientras esperaba la
bebida. Sofía seguía allí con ellos, atenta a la conversación de los mayores.
Pedro Alonso también seguía en el grupo, pero sin hacer mucho caso. El pequeño
se aburría sin remedio.
- Bueno, a caballo entre
allí y aquí – señaló al suelo. – Soy el presidente de la fraternidad Carvajal
de la universidad de Cáceres, así que paso mucho tiempo allí, desde luego.
Tengo una habitación en el colegio mayor, pero trato de pasar la mayor parte
del tiempo en casa. Aunque el trabajo no lo permite siempre, ¿verdad?
- Así es – asintió Lucas,
preguntándose qué trabajo tendría que hacer un presidente de fraternidad y si
Luis Antonio habría trabajado alguna vez en su vida.
- ¿Y qué me dice de usted?
¿De verdad cree todas esas historias sobre posesiones y demonios? – preguntó
Luis Antonio, divertido. Lucas desvió la mirada a Sofía, para ver su reacción:
le había explicado a la niña lo que le había ocurrido los días anteriores, pues
creía que era lo mejor para ella, y aunque lo había entendido bien, se temía
que hablar de aquello de forma abierta delante de ella pudiese afectarla.
- Es mi trabajo, no me hace
falta creer en ello. Lo veo casi todos los días – contestó seriamente, pero aun
así Luis Antonio rio. Lucas llegó a la conclusión de que aquel Carvajal Sande
en concreto era un cretino. Le imaginó sin dificultad pavoneándose por el campus,
sintiéndose orgulloso de las miradas de admiración de los alumnos y de deseo de
las alumnas.
- Señor Barrios, permítame
que me lo lleve un momento – apareció el patriarca, para salvarle de su vástago.
Se despidió de Luis Antonio con un gesto de la mano y dejó que Felipe Carvajal
Roelas le condujera con una mano en la espalda. Llevaba un traje de seda de
color gris, que le quedaba estupendamente. Los gemelos que lucía en las mangas
de la camisa que sobresalían de la chaqueta (tres centímetros justos) eran de
oro blanco y diamantes. Llevaba el pelo exactamente igual que como le había
visto los días anteriores, sin un pelo fuera de lugar. – Verá, quiero
presentarle a mi primogénito, Felipe Ernesto Carvajal Sande. Él es quien se
encarga de las empresas de la familia.
El susodicho Felipe Ernesto
era un calco de su padre y de su hermana Carmen Adelaida. Desde luego era un
Carvajal de pura cepa. Vestía elegante como su padre y se le notaba cómodo de
aquella manera. Lucas escuchó aquello de “primogénito” y obvió el detalle de
que por encima de él estuviesen Sandra y Carmen Adelaida, que fuese el tercer
hijo en realidad: al parecer en aquella familia no sabían lo que era la Ley
Sálica.
- Mucho gusto.
- El gusto es mío – saludó
Felipe Ernesto Carvajal Sande, con una sonrisa medida. Su voz era similar a la
de su padre, aunque tenía una suavidad que sólo podía haber heredado de su
madre, María Rosa Sande. – Mi hermana Sandra Herminia y mi padre ya me han puesto
en antecedentes de lo ocurrido y de por qué está usted aquí. No puedo por menos
que darle la bienvenida y desearle una buena estancia. Todos deseamos que sus
investigaciones den buenos frutos y pueda ayudar a la pequeña Sofía.
La “pequeña Sofía” había
seguido a su padre y a Lucas hasta allí (parecía que no quería despegarse del
detective en toda la noche) pero no dijo nada tras el comentario de su hermano.
- Muchas gracias, es usted
muy amable – contestó Lucas, con un ligero cabeceo reverente. Aquel Carvajal Sande
era estirado y sobrio, pero mucho mejor que su hermano pequeño. – Espero
cumplir con mi trabajo, desde luego.
- Confío en que lo hará y
estoy seguro de que saldrá victorioso – dijo Felipe Ernesto, convencido. El
criado trajo a Lucas su cerveza, que la cogió con un agradecimiento, y padre e
hijo miraron la bebida con cierta sorpresa y un poco de asco. – Permítame
presentarle a mi esposa, Aliena.
Lucas ya se había percatado
de la presencia de la mujer, aunque no había dicho nada. Y como para no percatarse:
la tal Aliena era una mujer de casi un metro noventa (con la ayuda de unos
tacones de diez centímetros), de larga melena rubia, muy atractiva, con un
cuerpo lleno de curvas y maneras de modelo. El morro de pato era sin duda
operado, pero los ojos azules con los que taladró a Lucas eran reales. Lucas le
sostuvo la mano y luego tuvo que beber un trago de su cerveza, para poder
tragar saliva.
- ¿Cómo espera resolver
nuestro problema, señor Barrios? – preguntó el patriarca, que era el más
disimulado al lanzar miradas a su nuera. – Supongo que tendrá una idea inicial
de cómo afrontarlo....
- Bueno, no suelo compartir
mis métodos con los clientes, así que disculpen si soy discreto – se excusó, de
antemano, sobre todo pensando en que Sofía estaba allí presente: ¿es que allí
nadie pensaba en la pequeña? – Pero puedo decirles que estoy investigando,
todavía. Buscando pistas, recabando información, tratando de encajar toda la
historia. Hasta que no sepamos en qué paisaje nos movemos no podré actuar. Pero
eso será pronto.
Los dos Felipes pasaron
entonces a debatir sobre la conveniencia de hacer un plan previo, comparando la
situación de Lucas con lo que hacían ellos en su empresa. A pesar de que la
diatriba entre los dos duró quince minutos, Lucas no logró averiguar de qué era
la empresa familiar. También es cierto que prestó poca atención a la charla,
muy turbado, tratando de disimular mientras comprobaba que la tal Aliena, la
mujer de Felipe Ernesto Carvajal, no le quitaba el ojo de encima, muy interesada.
Por suerte, la mayor de los hermanos Carvajal Sande llegó en su ayuda.
- ¿Os importa si os robo al
señor Barrios un momento? – preguntó Sandra, apareciendo de repente. Los dos
varones sonrieron, dándole permiso, y la alta y atractiva rubia no dijo ni mu,
aunque le lanzó un discreto guiño a Lucas cuando se alejaba.
- ¿No habíamos acordado que
yo era Lucas y usted Sandra? – preguntó, divertido, reponiéndose todavía de la
escena anterior.
- Y así sigue siendo, pero
no pretenderá que le llame Lucas delante de mi padre: bien está que lo haga
Sofía, pero yo no debería hacerlo, tan abiertamente – explicó Sandra, con
desenvoltura. – Imagínese el revuelo.
- ¿Es posible que tu cuñada
me haya guiñado el ojo? – señaló por encima del hombro, con una mueca de confusión.
Sandra resopló, molesta.
- Es muy probable. Es una
arpía – explicó, bajando la voz. – Todos sabemos que está con mi hermano Felipe
por el dinero de la familia, pero nadie dice nada. Si lo decimos nosotras nos
tratan de envidiosas y a mi padre y a mi hermano Luis Antonio no les importa
demasiado, siempre que siga trayendo esos bikinis tan provocativos en verano, a
la piscina. ¿Te ha dicho que tiene veintidós años?
- ¿Veintid....? ¿Ell....?
¡¡Venga ya!! – se aturulló Lucas.
- Pues así es – asintió
Sandra. – Cuando se quita el maquillaje parece una niña casi como Sofía – dijo,
acariciando el rostro níveo de su hermana pequeña. – Siento que tenga que
aguantar todo esto. ¿Se lo están poniendo muy difícil?
- No, lo cierto es que no –
afirmó Lucas, con mucha más verdad de la que en realidad había. – Además, tengo
una buena guardaespaldas – terminó, pasando el brazo por los hombros de Sofía,
que seguía a su lado. Ella sonrió y le miró, con adoración.
Lucas creía que había sido
el último en llegar, pero en ese momento entraron en la sala de lectura María
Resurrección Sande Carpio y su hijo Rafael María, el artista. Ella vestía con
elegancia (aunque con demasiado maquillaje), pero el pintor se había equivocado
y pensaba que iba a un concurso de disfraces: llevaba pantalones de cuero
negro, camiseta de manga larga de rejilla y un chaquetón que le llegaba hasta
las corvas, de color rojo con flecos y espumillón de pelo falso alrededor del
cuello.
- Hola a todos, perdón por
el retraso – saludó María Resurrección, a grandes voces, acercándose a su
hermana y su cuñado y dándoles dos besos a cada uno. – Nos hemos entretenido
más de la cuenta. Rafita tenía que pasar por la peluquería y se ha retrasado la
hora....
El tal Rafita se paseó por
los grupos, saludando a todos sus congéneres, besando a sus primas y magreando
descaradamente a la mujer de su primo. Dejó a Lucas para el final,
probablemente adrede.
- Detective – le hizo una
reverencia, bufonesca.
- Buenas noches, Rafael
María. Bonito atuendo – comentó Lucas, con sorna: ya no se sentía ridículo con
una simple camisa y unos vaqueros. Sandra y Sofía sonrieron, al escuchar su
comentario, pero el artista no entendió la broma y se la tomó en serio, dada su
reacción.
- ¿Verdad que sí? Era de un
amigo actor que hacía performances
independientes. Se quería deshacer de ello y ya le dije yo que no hiciera esa
locura. Es muy adecuado para guateques como el de esta noche – trató de
bromear, y sus interlocutores sonrieron, por compromiso. – Perdonadme, voy a
buscar algo de priva.
Rafael María se alejó y las
dos Carvajal Sande y Lucas sonrieron, mirándose divertidos.
- Así es mi familia, qué
puedo decir.... – se excusó Sandra, con una mueca avergonzada, aunque sonreía.
- Nadie está libre de culpa
– comentó Lucas, para tranquilizarla, aunque pensaba en su madre y su hermana,
y agradecía que sólo pudiese quejarse de ellas por lo pesadas que eran al
cuidar de él.
Venancio entró en la sala y
anunció que la cena estaba lista. María Rosa Sande encabezó la marcha, pidiendo
a todos que pasaran al comedor, asegurando que la cena de aquella noche les iba
a encantar. Todos los Carvajal Sande y allegados se pusieron en marcha.
- He reservado la silla a mi
lado para usted, para que no sufra demasiado durante la cena – le dijo Sandra,
en confidencia, antes de echar a andar tras su madre.
- Muchas gracias – asintió
Lucas, aliviado de verdad.
Muy en su papel de invitado
ajeno a la familia, Lucas dejó que todos pasaran antes que él, para cerrar él
la marcha. Por eso Aliena se acercó a él cuando estaban prácticamente solos,
sorprendiendo a Lucas, que la vio aparecer por un lateral, colocándose de
improviso ante él. La tremendísima rubia le colocó la mano en la entrepierna,
sobre la cremallera del vaquero y acercó su cara al rostro de Lucas, besándole
lentamente en la mejilla.
- Hay una habitación libre
con una cama muy cómoda arriba – le susurró en la oreja, con ligero acento
soviético. – Si quieres podemos vernos allí luego.... – agregó, separándose,
mientras apretaba ligeramente con la mano en las partes débiles de Lucas. Éste
se encogió un poco, sorprendido y confundido, viendo cómo se alejaba
contoneándose. Mientras se frotaba la mejilla (para limpiarse el posible lápiz
de labios que hubiese quedado allí impreso) Rafael María se acercó a él y le
miró fijamente.
- ¿Qué pasa? – preguntó,
nervioso. Quizá el pintor hubiese visto lo que había pasado y le iba a amenazar
con meterle en un lío si lo contaba.
- Eres muy guapo, tío.
Tienes un rostro muy bello – comentó, pensativo, sosteniendo un gin-tonic en la mano, haciendo tintinear
los hielos. – Tengo que hacerle justicia en la pintura....
Después, el excéntrico
pintor se dio la vuelta y salió de la sala de lectura, en dirección al comedor.
Lucas fue tras él, para no perderse: no sabía dónde era la cena.
- Joder.... – murmuró para
sí. – Qué locura....
Se dirigió al comedor
mirándose en los espejos con los que se cruzó, asegurándose de que no tenía
pintalabios en la cara. Aquella misión empezaba a ser surrealista, muy dura de
sobrellevar (aunque no había habido presencia paranormal todavía).
Lo único bueno era que, con
tanto esperpento, no estaba pensando en
Patricia a cada instante. La tristeza seguía dentro de él, pero ya no estaba a
flor de piel.
* * * * * *
La cena no fue tan
complicada como había augurado la recepción previa, aunque es cierto que no
terminó muy bien. Como Sandra le había dicho, Lucas se sentó a su lado. Sofía,
que habría querido sentarse también junto a él, al otro lado libre, no pudo
hacerlo, porque su madre le reservó un sitio a su derecha, presidiendo ella un
extremo de la mesa. Lucas tuvo a su lado a Carmen Adelaida, aunque no estuvo
tan pesada como los días anteriores, ya que su marido, al otro lado, estuvo más
pendiente de entablar conversación con el patriarca, que presidía el otro
extremo de la mesa. La segunda de los hermanos Carvajal Sande, además de estar
pendiente de su hijo (que comía entre sus dos padres), habló animadamente con
Lucas, haciéndole de intérprete cuando la conversación atañía a asuntos
familiares. Sandra Herminia, desde el otro lado, hizo lo propio.
Lucas estuvo bastante
tranquilo, porque estaba casi en el centro de su lado de la mesa, y tanto
Rafael María como la rubísima Aliena estaban en el otro lado de la mesa, frente
a él, casi en los dos extremos. Eso no le libró de miradas cargadas de deseo de
la mujer de Felipe Ernesto Carvajal Sande ni de contemplaciones fijas del
artista de la familia, que seguía midiéndole el rostro desde la distancia y
grababa en su memoria todos y cada uno de sus rasgos.
Durante la cena se habló de
varios temas, que aunque no iban con Lucas, fueron debidamente escuchados.
Prestó mucha atención, para aprender algo más de sus anfitriones y clientes.
Los Carvajal Sande eran
criadores de caballos, con una ganadería mediana pero de gran renombre. Al
parecer era Sandra Carvajal Sande quien se encargaba mayoritariamente de
aquella actividad familiar, dirigiendo a los cuidadores y adiestradores,
organizando todas las tareas, atenta a las revisiones veterinarias y tratando
con los clientes que querían comprar caballos o traer a los establos de la
familia a los que ya tenían, para que fueran cuidados y entrenados.
Aquélla no era la única
actividad de la familia, pues los dos Felipes hablaron durante un rato de la
empresa familiar, calificativo con el que no se referían a la cría caballar.
Las oficinas que había en Madrid, en las que estaba atareado Felipe Ernesto,
eran una gestoría y consultoría de bienes inmuebles y bienes raíces. Lucas se
sorprendió de que unas familias de rancio abolengo como los Carvajal y los
Sande se vieran involucrados en una actividad como aquélla, pero lo comprendió
todo al descubrir que las actividades de la gestoría tenían como clientes a
nobles, ricos empresarios e incluso grandes de España (que a aquellas alturas
del siglo XXI todavía quedaban en el país).
La tía María Resurrección
comentó casi al final de la cena, durante el solomillo a la brasa con salsa de
cerezas, algo sobre la torre Sande de Cáceres, un comentario sobre la temporada
de fiestas aquellas Navidades, comentario que fue recibido con frialdad y
algunos gestos de compromiso. Doña María Resurrección Sande pareció no darse
cuenta de la acogida que había tenido su intervención, porque siguió hablando
sobre el palacio de la ciudad de Cáceres, convertido en salones comedores y
sala de fiestas.
- ¿Esa tal torre Sande es de
la familia? – preguntó Lucas, que se había mantenido en segundo plano durante
toda la cena, respondiendo a las pocas preguntas que le habían dedicado y
hablando solamente en susurros con Carmen Adelaida y con Sandra.
- Lo era – contestó Felipe
Carvajal Roelas, a pesar de que Lucas se había dirigido a doña María Rosa, por
ser la mayor de los Sande. – Es la torre del palacio de los Sande en Cáceres,
que antes perteneció a la familia de mi mujer, pero ahora está en manos
privadas. Es un bello lugar donde se celebran bodas, graduaciones y otros
eventos festivos.
- Mi familia, como la
familia de mi marido, es originaria de Cáceres, de antes de la época de los
asedios moros – apuntó la matriarca.
Lucas asintió.
- ¿De dónde es usted, señor
Barrios? – preguntó Felipe Ernesto Carvajal Sande, con curiosidad.
- Bueno.... nací en Madrid y
ahora vivo allí, aunque durante unos años viajé por el mundo y difícilmente
sabía dónde estaba mi hogar – comentó Lucas, tratando de sonar ligero, sin
darle profundidad a aquellos comentarios. En aquella época, no tan lejana,
había estado muy enfadado y triste por la muerte de su padre, así que no todo
había sido tan bonito como lo solía contar. Ni siquiera Patricia había sabido
lo que había sufrido en aquella época. – Lo cierto era que volvía a Madrid siempre
que podía, pues mi madre y mi hermana viven allí, así que supongo que siempre
he sido madrileño, aunque durante un tiempo no lo tuve tan claro.
- Uno es de donde le diga su
corazón – comentó María Rosa Sande, con una beatífica sonrisa. – Y nuestro corazón
suele estar donde está la familia.
- Eso parece.... – comentó
Lucas, algo sombrío, de repente, recordando a Patricia.
- ¿Y cómo acabó dedicándose
a un oficio tan peculiar? – preguntó Luis Antonio Carvajal Sande, con un cierto
deje chistoso en la voz. Estaba claro que no toda la familia le tomaba en
serio.
- Mi padre.... se dedicaba a
esto cuando yo era pequeño. Con la edad de Sofía, adquirí.... ciertas
habilidades que me ayudan en mi trabajo. Supongo que no me quedó otra opción,
tanto por herencia como por experiencia.
Los Carvajal Sande y
allegados asintieron la explicación, con curiosidad.
Tras la cena (terminada con
un helado de lavanda con espuma de melocotón en almíbar) los hombres se levantaron
y pidieron whiskys y brandys a Venancio, que se encargó de ello tras una
reverencia. Las mujeres pidieron gin-tonics
y rones a Daría, una de las criadas con más experiencia.
- Los hombres de la familia
acostumbran a ir ahora a la sala de lectura, a fumar un puro – explicó Sandra,
inclinándose hacia Lucas. – Nosotras nos quedamos aquí, charlando.
- Imagino que será difícil
meter baza con la tía Resu en el grupo – bromeó Lucas, haciendo que Sandra
sonriera, muy a su pesar.
- Ve con ellos, si quieres:
al final nos reunimos otra vez todos en el gran salón, para terminar la velada
todos juntos, mientras seguimos bebiendo. Con el frío de fuera seguro que
Venancio ha encendido ya la chimenea. Es un sitio muy acogedor.
- No me interesa mucho lo de
fumar, pero como creo que soy la atracción de la noche, me iré con tu padre y
los demás – aceptó Lucas, levantándose. – Tengo que entretener a los
señores....
Sandra sonrió, divertida,
aunque el chiste era a costa de su familia y de su propia condición acomodada.
Lucas no estaba seguro de por qué lo había hecho, pero no había ocurrido nada
malo. Lo que estaba claro era que con Sandra tenía buena confianza, algo muy
adecuado en un caso como aquel. Se despidió de las demás mujeres (sin que le
pasara desapercibida la mirada de Aliena ni su lengua, que se humedeció los
labios más de los debido), se despidió de Sofía con una caricia cariñosa y se
unió al grupo de hombres, que se reunía en la puerta.
- Señoras, nos retiramos un
momento a fumar. Nos veremos luego en el gran salón – explicó Felipe Carvajal
Roelas, como si hiciera falta explicar lo que todos ya sabían, incluido Lucas.
- Muy bien, cariño – sonrió
doña María Rosa Sande. Las demás se despidieron de los hombres.
Pero no llegaron a salir de
la sala.
En el mismo momento en que
se daban la vuelta para abandonar el comedor, Sofía Carvajal Sande empezó a
convulsionar, sentada todavía a la silla. Su madre lanzó un chillido de susto y
terror, y todos los hombres se giraron asustados.
La niña convulsionaba en la
silla, agarrada a la mesa, que hacía traquetear con los violentos movimientos
que sufría. Todas las mujeres la miraban horrorizadas, apartándose de la mesa,
arrastrando las sillas. Los hombres vieron a la pequeña sacudirse de una manera
tan violenta con estupefacción y miedo.
Lucas fue el único que
reaccionó, en parte por su oficio y en parte porque estaba allí precisamente
para eso, aunque estaba asombrado como todos los demás: quizá la simpatía que
sentía hacia Sofía le hacía preocuparse más de lo debido. Llegó hasta ella,
agarró la silla por detrás y trató de tumbarla, para dejar a Sofía en el suelo.
No pudo hacerlo, porque la
niña estaba agarrada con fuerza al borde de la mesa, así que Lucas sólo pudo
inclinar la silla lo que daban los brazos de Sofía, engarfiados en la mesa,
arrugando el mantel. Sandra, que era la única que no se había alejado de la
mesa ni de su hermana pequeña, le agarró las muñecas y tiró de ellas, logrando
desasirla de la mesa. Lucas tiró hacia atrás de nuevo, para tumbar a Sofía y ésta,
presa de su estado, sacudió los brazos, tirando a Sandra hacia un lado.
Ambas hermanas cayeron al
suelo a la vez, aunque Sandra de forma más brusca. Lucas tumbó la silla y depositó
a Sofía en el suelo, que seguía sacudiéndose. Tenía los ojos cerrados y la cara
empezaba a ponérsele negra, muy poco a poco, empezando con un gris desvaído y
pasando al negro gradualmente.
- Mierda.... – murmuró,
haciendo un esfuerzo por sujetar los hombros y la cabeza de la niña, para que
no se golpease contra el suelo, mientras sus pies se sacudían y zapateaban con
los talones.
Entonces pareció detener su
frenética vibración, deteniéndose de repente. Sofía abrió los ojos y Lucas pudo
ver que ahora los tenía de otro color: la esclerótica de color rojo y los iris
dorados. Lucas ya no miraba a Sofía: miraba al demonio que estaba dentro de
ella. La cara, lentamente, tornó a negro.
- ¿Qué
quieres, mortal? – dijo,
mirando fijamente a Lucas. – ¿Quieres yacer conmigo?
Lucas se sorprendió, por la
grave y descarnada voz, y por las palabras del demonio. Sin quererlo, Lucas
aflojó la presa sobre los hombros y Sofía se incorporó, rugiendo. Las mujeres y
los hombres de la familia, todos allí alrededor, chillaron del susto.
- ¡¡Sois
todos unos adúlteros y vosotras unas putas viejas!! – dijo el demonio dentro de la niña, y
aunque Sofía ya no parecía Sofía, era muy chocante escuchar esas barbaridades y
ordinarieces de su boca.
Lucas, aunque presa del
estupor, volvió a reaccionar, agarrando de los hombros a Sofía y volviéndola a
tumbar, venciendo la resistencia del demonio, que rugió a su lado y le lanzó
dentelladas, fallándole por poco la cara y la oreja. Consiguió tender el cuerpo
en el suelo, a pesar de que se sacudía y zarandeaba. Los brazos de la niña se
movían, buscando arañarle, pero el detective los mantuvo a raya como pudo, con
el codo izquierdo. Los adultos de la familia no dejaban de chillar.
- ¡¡Mi mochila!! – pidió
Lucas, lamentándose por haberse dejado llevar por las apariencias y no haber
estado atento a su trabajo: si hubiese estado con su mono rojo tendría un
montón de herramientas en sus varios bolsillos. En cambio, al ir con vaqueros y
camisa, no llevaba encima ni el pistón trifásico. – ¡¡Que alguien me traiga mi
mochila!!
Nadie reaccionó. La única en
quien confiaba que podía hacerlo era Sandra Herminia, que estaba tendida en el
suelo al lado de su hermana pequeña, aturdida por el golpe.
El cuerpo de Sofía se agitó
más, alcanzando a Lucas con las uñas, arañándole el lateral del cuello. Lucas
gritó, dolorido, y sujetó más fuerte el cuerpo de la niña, empujándole contra
el suelo.
Entonces recordó de repente
que llevaba las llaves del Twingo en el bolsillo. La tarjeta de arranque, en
realidad, y como tal no era de gran utilidad. Lo importante era el pequeño
llavero que llevaba colgado en la muesca para ello. Soltó el cuerpo de Sofía y
buscó el llavero en el bolsillo. El demonio aprovechó para sacudirse.
- Venid
a probar este cuerpo, obscenos, sé que es lo que queréis.... – dijo con voz grave y profunda,
lasciva, pasando las manos de Sofía por sus pequeños pechos. La tía María Resurrección
y Carmen Adelaida se llevaron las manos a la boca, horrorizadas. La señora
Sande Carpio lanzó un gemido de dolor.
- Mi niña – gimió, empezando
a llorar.
Lucas consiguió sacar la
tarjeta del estrecho pantalón vaquero: de ella colgaba un llavero de plata con
la forma de una roseta celta, un arma muy poderosa contra demonios y seres
diabólicos. Le habría servido de todas formas, por su material, pero la forma del
colgante era además muy adecuada.
Lucas la agarró con decisión
y la apoyó, apretándola con el dedo pulgar sobre la frente de Sofía. El demonio
del interior gritó con fuerza y con dolor, como un cerdo durante la matanza.
Serpenteó el cuerpo en el suelo, sin que por ello Lucas apartara la roseta
celta de plata de la frente, hasta que el demonio sacudió el cuerpo con violencia,
empujando a Lucas hacia un lateral. El detective voló unos metros por el
comedor, aterrizando en el grupo de hombres que estaban en la puerta. Cayó
sobre ellos y los abatió como una bola a los bolos, pero al menos amortiguaron
su golpe.
- ¡¡Este
cuerpo es mío y haré con él lo que me plazca!! – gritó el demonio, llevando las manos a las caderas, sobándolas
y contoneándose, pero casi de inmediato apoyó las manos en el suelo y arqueó la
espalda, con las puntas de los pies y la coronilla puestos en el suelo. Pareció
gemir de dolor, cerrando los ojos, y al cabo de un momento sufrió un espasmo y
el cuerpo de Sofía se derrumbó en el suelo.
Nadie se movió en el comedor
durante un instante.
- ¡¡Sofía!! – gritó doña
María Rosa Sande.
Sandra, al lado de su hermana,
se movió, arrastrándose hacia ella, con miedo. Le agarró del hombro y le dio la
vuelta, con cuidado, para dejarla boca arriba. Sofía estaba llorando, con la
cara perdiendo su color negro, angustiada y asustada. Sandra la acogió en sus
brazos y la acunó.
Lucas, incorporándose en el
suelo, entre los hombres de la familia también caídos, miró a la niña. Después
miró la roseta de plata en el llavero que sostenía en la mano y volvió a mirar
a las dos hermanas abrazadas.
Aquello no tenía sentido. Y
eso no le gustaba.
La situación era para estar
sorprendido.
Y para tener miedo.
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