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12 -
Lucas llegó el sábado a
primera hora de la tarde a casa del maestro Francisco Pizarro, que no había
echado en falta su ausencia desde la tarde anterior. No se sorprendió al verle,
aunque le preguntó qué tal le iba. Cuando Lucas le explicó que llevaba toda la
noche trabajando en la mansión Carvajal-Sande, el maestro solamente asintió y
no comentó nada. Ni siquiera compuso una mueca de sorpresa, o de malicia, o de
interrogación. Simplemente le preguntó si había comido, porque le habían
sobrado garbanzos con morcilla, y le puso un plato cuando Lucas reconoció que
tenía hambre.
Tras comer una generosa
ración de los deliciosos garbanzos de Francisco Pizarro, Lucas se fue derecho a
la cama y durmió hasta la madrugada del día siguiente, doce horas seguidas. Se
quedó remoloneando en la cama, sin llegar a dormirse de nuevo, aunque
dormitando mientras esperaba que amaneciese el domingo.
Una vez despierto, cuando
escuchó moverse a su anfitrión por la casa, se levantó y se aseó, desayunando
con el maestro.
- Ha dormido mucho tiempo
seguido – comentó Francisco Pizarro sin tono de pregunta. Lucas lo miró,
esperando algo más, pero no llegó ningún otro comentario. Aquel tipo era raro
de verdad.
- Sí, tenía muchísimo sueño
atrasado – comentó, asintiendo, mientras se comía una tostada con aceite y
pimentón de la Vera. – Ya le comenté que había pasado toda la noche trabajando
en la mansión Carvajal-Sande.
- ¿Tiene mucho lío allí?
- Bueno, bastante. Es complicado.
- Esa familia es complicada
– comentó el maestro, con una mueca rara que Lucas no supo identificar.
- ¿Los conoce?
Francisco Pizarro Huete se
encogió de hombros, mientras recogía los útiles del desayuno.
- Cuando llegué a esta
escuela, hace unos pocos años, traté de conocer el pueblo y a la gente que
vivía en él. Algunos me indicaron que existía esa mansión y me acerqué a
conocer a los Carvajal. Cuando supe que tenían una hija pequeña quise
conocerla, pensando que la tendría en clase, o al menos que la vería en la
escuela. Fue cuando me enteré de que la niña recibía clases en casa.
Lucas esperó, ya que aquello
ya lo sabía y no justificaba el comentario del maestro de que era una “familia
complicada”. Francisco Pizarro Huete se mantuvo en silencio y sólo siguió
hablando cuando descubrió que Lucas lo miraba expectante.
- De eso les conozco, nada
más, y de haber coincidido con los padres en una subasta benéfica que hubo hace
un tiempo en Jerte – explicó. – Pero he oído cosas sobre ellos.
- Rumores y chismes –
desdeñó Lucas.
- Eso es, que en un pueblo
tan pequeño tanto pueden ser habladurías como grandes verdades – asintió
Francisco Pizarro, sentándose a la mesa de nuevo, frente a Lucas. – No les hice
mucho caso, desde luego, por lo que dice usted, pero algunas de las cosas que
supe eran tan jugosas que investigué un poco por mi cuenta.
- ¿Qué cosas?
- Bueno, imagínese: adulterios,
hijos secretos bastardos del patriarca, el pasado como novicia de la madre del
clan, asuntos de drogas en los que se ha visto envuelto un sobrino un poco
díscolo.... El “a, b, c” de toda familia de renombre que se precie.
- Ya veo – sonrió Lucas y se
sorprendió al ver que su interlocutor también sonreía. Casi tenía una cara
bonita cuando sonreía, tan larga y gris el resto del tiempo.
- Como le decía: todo
aquello podía ser tan cierto como falso, de lo ordinario que era. Como lo de la
cazafortunas de la mujer de Felipe hijo, cuando anduvieron de novios hace tres
años y acabaron casándose a los pocos meses. Otro cliché.
Lucas asintió, recordando lo
que le había dicho Sandra sobre su cuñada. Recordó cómo le había abordado en la
sala de lectura, cuando se habían quedado solos, y pensó que Aliena era un mal
bicho de cuidado.
- Pero investigué un poco
más, alejándome de la familia actual y acercándome al origen del apellido.
¿Sabía usted que los Carvajal eran miembros de una de las familias más
importantes de Cáceres durante el asedio del siglo XIII?
- Algo había oído.
- Tenían una gran fortuna,
no sólo en dineros, sino también en posesiones. Los terrenos donde se asienta
ahora su mansión son de la familia desde hace siglos. En Cáceres hay un palacio
que lleva su nombre. Además también tienen casas y palacios en Plasencia y
otras ciudades de la provincia. Terrenos, fincas y demás. Y los Sande eran una
familia menor, pero también importante en Cáceres en aquellos tiempos. También
tienen un palacio en Cáceres con su nombre y algunos terrenos que hace años
fueron vendidos. Durante muchos años las familias nobiliarias de Cáceres se
mezclaron entre ellas, mediante matrimonios concertados, y la unión actual de
Felipe Carvajal Roelas y de María Rosa Sande Carpio es una más de ellas, en
tiempos menos excelentes para los nobles y los aristócratas
- Todo esto es interesante,
pero no veo de dónde saca que la familia Carvajal Sande es “complicada”, como
usted ha dicho antes – apuntó Lucas.
- Por todo lo que le he
explicado de su pasado – contestó Francisco Pizarro Huete, sin mudar su rostro
ni alzar la voz. – La historia familiar pesa mucho y mantener el renombre de
dos casas tan famosas en otro tiempo hace que la familia tenga actividades poco
convencionales.
Lucas le miró, suspicaz.
- ¿Ilegales, quiere decir?
- No aseguraría tanto, pero
es cierto que gracias a su negocio no dejan de comprar y vender posesiones –
explicó Francisco Pizarro. – Llevan un ritmo de vida de aristócratas, aunque
según tengo entendido están arruinados.
- ¿De veras? – se sorprendió
Lucas, que no había visto detalles de ello durante su estancia en la mansión,
sino todo lo contrario.
- Oh, seguro que usted ha
visto mucha opulencia, desde luego. Hay que aparentar – asintió el maestro. –
Pero según he averiguado, aunque le pido tome mis palabras con tiento, tienen
muchas deudas. Todo lo que ganan con su empresa de gestión de bienes y no sé
qué más historias lo usan para pagar lo que deben y las ganancias de la familia
sólo provienen de la cría de caballos. Buenos dineros, sin duda, pero
innecesarios para mantener un nivel de vida más cercano al de los antiguos
marqueses que a los de una familia sencilla de este siglo.
Lucas asintió, sorprendido.
Había pasado por alto a su anfitrión y se estaba dando cuenta de que, quizá, si
hubiera empezado hablando con él, su visión sobre la familia Carvajal Sande
habría estado mucho mejor dimensionada.
- Además.... – inició
Francisco Pizarro Huete, frenándose al instante. Entrecerró los ojos y miró
fijamente a Lucas, antes de decir, casi avergonzado: – Lucas, ¿cree usted en lo
sobrenatural?
El detective tuvo que
contener una carcajada divertida y socarrona que casi se le escapó desde la
garganta.
- Más me vale.... – contestó,
confundiendo de primeras a su anfitrión, pero convenciéndole después con un
asentimiento y una sonrisa franca.
- Pues verá: se dice que la
familia puede estar maldita. O quizá no tan exageradamente, pero al menos sí
marcada por la desdicha – explicó Francisco Pizarro Huete, haciendo que Lucas
prestase mucha más atención que antes, que ya era mucha. Aquellas historias se
acercaban más a su terreno, a lo que de verdad influía en su trabajo y en sus
pesquisas. – Hay quien cree que la desgracia familiar empezó con don Bernardino
López de Carvajal y Sande, que fue catedrático en la universidad de Salamanca,
cardenal en Roma y embajador de los Reyes Católicos ante la Santa Sede. Un
virtuoso, en definitiva, tanto de los conocimientos terrenales como de los
espirituales. Hay en Plasencia un palacio donde vivió.
- ¿Y qué hizo semejante
hombre ilustre?
- Que se sepa, nada malo.
Aunque se dice que celebraba orgías con mancebos y doncellas cada pocos días,
que oficiaba misas negras durante los solsticios de invierno y de verano y que
era amigo de brujas y de sus artes. Todo habladurías, pero lo cierto es que
durante un tiempo estuvo excomulgado.
- ¿En serio?
- Sí, por no sé qué lío
durante el Conciliábulo de Pisa, a principios del siglo XVI: debió de
encabezarlo, o algo así – dijo vagamente Francisco Pizarro. – No nos importa,
la excomunión no es signo de mal camino: a menudo se utilizaba como medida de
presión por la Iglesia. Lo importante es que la biografía de este santo varón
tiene los suficientes espacios en negro como para que sirva de excusa de la
supuesta maldición familiar.
- ¿Y si no es por esto, por
qué es? – preguntó Lucas, que había entendido, por la forma de expresarse del
maestro, que había más hipótesis.
- ¿Se ha fijado en el escudo
de los Carvajal? – preguntó en respuesta Francisco Pizarro.
- Sí – asintió Lucas, que lo
había visto por todas partes, tallado en piedra o madera, bordado en tapices o
pintado en cuadros por toda la mansión.
- Muestra una banda negra
rodeada de hojas y bellotas de roble – asintió el maestro. – Al roble también
se le llama carballo, en la zona asturleonesa de donde proviene la familia:
Carvajal viene de ahí, de carballo.
Lucas asintió, sorprendido.
- Bueno, a lo que iba: la
banda negra fue en inicios de color rojo, pero fue cambiada por un hecho que
aconteció en el siglo XV: los hermanos Pedro y Diego Alonso de Carvajal fueron
acusados de haber robado las tierras al noble favorito del rey Fernando IV de
Castilla, y de haberle asesinado luego. El rey los condenó a muerte y los hermanos,
antes de ser ajusticiados, lanzaron una maldición al monarca, emplazándole a un
juicio ante Dios en un plazo de treinta días. Pues bien, los hermanos Carvajal
fueron ajusticiados y nadie prestó crédito a sus palabras. Pero cuando se
cumplieron los treinta días Fernando IV murió repentinamente y de esa manera
los hermanos Carvajal, desde la tumba, demostraron su inocencia. ¿Y sabe con
qué sobrenombre pasó a la historia el rey Fernando IV de Castilla?
- No lo sé: lo mío no es la
Historia – Lucas compuso una mueca.
- Fernando IV “el Emplazado”
– dijo Francisco Pizarro, tomándoselo a risa. – Así se le conoce.
- Vaya....
- La banda del escudo cambió
de rojo a negro, que es como luce ahora, y se dice que aquella maldición de los
hermanos Pedro y Diego Alonso de Carvajal, a pesar de haber demostrado su
inocencia, maldijo a la familia, pues al fin y al cabo habían matado al
monarca.
- ¿Y usted cree que estos
pasajes de la historia de la familia han originado que los Carvajal no
levantaran cabeza desde el siglo XV o XVI? – preguntó Lucas, interesado.
- Yo no creo nada –
Francisco Pizarro Huete se encogió de hombros y se levantó de la mesa. El
brillo inteligente de sus ojos y la pasión que iluminaba su rostro durante la
narración habían desaparecido y volvía a parecer un hombre simple y mediocre. –
Me temo que la falta de pujanza de los Carvajal Sande se debe, más que nada, a
una mala gestión del patrimonio familiar desde hace muchos años. Y a que la
hidalguía ya no vale de nada en España: tan ladrón y tan inepto es el hidalgo
como el escudero. Ya lo dijo Cervantes hace cuatro siglos, pero ninguno nos
damos por aludidos.
- ¿Y entonces por qué me ha
contado todo esto?
Francisco Pizarro Huete, que
ya se había dado la vuelta para encaminarse por el pasillo, se volvió a mirar a
Lucas.
- Porque mucha gente cree
que ahí puede estar la explicación de que a los Carvajal Sande les vaya tan mal
las cosas y sean una familia mal avenida, a pesar de lo que quieren aparentar.
Además, creí que a usted todo eso le interesaría – añadió, y alzó las cejas al
ver la cara de incomprensión de Lucas. – ¿Acaso no es usted Lucas Barrios,
detective paranormal? Creí que las historias de maldiciones y encantamientos le
vendrían bien para su trabajo....
Francisco Pizarro Huete
salió de la cocina, sin hacer caso ni reaccionar a la cara de pasmo y sorpresa
que lucía Lucas. El detective se preguntaba cuándo se había dado a conocer ante
el maestro. ¿Acaso lo había hecho? Estaba convencido de que no.
Lucas sonrió, divertido y
escamado. Estaba claro que el maestro no era alguien estúpido y mediocre, como
había supuesto al conocerle. Muy al contrario.
Lo que tenía que valorar era
si no sería, además, alguien peligroso de quien precaverse.
* * * * * *
Zarag Diomines terminó de
ajustar la televisión, enchufó el cable de conexión y se enderezó, haciendo
sonar su espinazo encorvado.
- Bueno, pues esto ya está
hecho – dijo, con una sonrisa amigable, con su voz arrastrada y de marcado acento
búlgaro o rumano. Miró a la pareja de jóvenes, que esperaban ante él sentados
en el sofá.
- ¿Ahora se ve sin
problemas? – preguntó él, apuntando con el mando a distancia a la tele y
encendiéndola. La imagen apareció sin problemas, nítida y visible. Zarag no
dirigió su mirada a ella, confiado en que funcionaría. Se entretuvo en guardar
sus herramientas, sabiendo que las “mejoras” que había instalado en la tele
sólo funcionarían cuando la mujer estuviese sola ante ella.
- Bueno, pues muchas gracias
– decía en ese momento precisamente ella, acercándose a Zarag Diomines, que se
ponía en pie y se colgaba la bolsa al hombro con las herramientas. La mujer
joven le tendía un billete de cinco euros.
- ¡Oh, no! ¡No, no, no! – lo
rechazó Zarag, haciendo aspavientos con las manos y sin dejar de sonreír,
amable. – No tiene que darme nada, el arreglo entra en el seguro y yo estoy
pagado.
- Era sólo un detalle, por
su rapidez y su amabilidad....
- Cójalo, no se preocupe –
dijo él, mirando al reloj. Zarag sabía que tenía cierta prisa por salir de casa
y encontrarse con alguien a solas. El operario vestido con peto y camisa de
cuadros no pudo evitar sonreír, malévolo, muy diferente a como lo había hecho
durante todo el arreglo de la televisión. Mantuvo la sonrisa, mirando al hombre
joven, mientras tomaba el billete de manos de la mujer.
- Muy bien. Muchas gracias –
dijo, y después cambió su sonrisa, de nuevo a la agradable.
- A usted – le dijo ella,
imitándole.
Zarag Diomines recogió todas
sus cosas, volvió a despedirse y a dar las gracias y salió del apartamento, anadeando
con su curioso caminar (fingido, tan sólo para disimular), sin poder evitar
sonreír con mucha maldad.
Cuando llegaba por el
segundo piso ya reía a carcajadas.
Zarag Diomines salió a la
calle. Miró a ambos lados antes de cruzar y bajó a la calzada, para llegar
hasta la otra acera. Allí se acercó a la entrada de un callejón oscuro. Cuando
llegó no había rastro de Zarag Diomines: era Zard el Dharjûn.
Oculto a la vista de la
gente, refugiándose en las sombras del callejón, miró hacia el portal del que
acababa de salir. Dejó caer la inútil bolsa de herramientas al suelo y se
despojó de la camisa, soltándose los tirantes del peto: así era como el Dharjûn
se sentía más cómodo.
Observó salir al hombre al
que acababa de “reparar” el televisor y sonrió con malicia al imaginarse a la
mujer joven ante el aparato: ahora que estaba sola, vería imágenes de su marido
reuniéndose con su cita, una vecina del bloque. Zard sonrió, divertido: la
bronca cuando el marido volviese a casa sería de aúpa.
El caos estaría servido.
Una vibración sorda sacudió
el bolsillo del peto. Sacó de allí el teléfono móvil que usaba en aquella
dimensión y contestó (con dificultad, dados sus dedos grandes con garras) pulsando
sobre el icono verde de la pantalla.
- Diga.
- Buenas noches señor –
saludó una voz de mujer, serena y profesional.
- Sonsoles, me alegro de
oírte – asintió Zard. – ¿Qué tienes que contarme? ¿Hay novedades sobre ese
agente de la ACPEX?
- Está controlado, señor –
contestó Sonsoles Mediavilla Liérganes, sin alterar la voz o el tono. – Gerardo
Antúnez podrá ponernos en contacto con el general Martínez en cuanto se lo
pidamos.
- Pídaselo ya – rogó el
ente, con media sonrisa satisfecha y peligrosa. – Tengo algo muy importante de
lo que hablar con el general.
- En seguida señor.
Conseguiré una cita con el general para mañana mismo.
- Excelente – siseó el
Dharjûn, goloso. – Necesito que ese vejestorio me presente a alguien mucho más
valioso e importante....
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