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14 -
(Granito)
Llovió durante todo el
camino de vuelta, hasta que entró en la provincia de Cáceres y el cielo se
despejó, aunque se quedó con un montón de nubes deshilachadas. El Twingo, sin
sobrepasar los límites de velocidad, voló por las carreteras, de vuelta al
hogar de los Carvajal Sande. Víctor había hecho un gran trabajo y el coche
respondía estupendamente.
Recorrió las carreteras ya
conocidas para él, llegando hasta la mansión, y aparcó el coche directamente en
la dársena con tejado metálico. Antes de salir se dio la vuelta en el asiento
y, abriendo la mochila, sacó un montón de cosas que creía que podría necesitar
del baúl que había bajo el asiento trasero del coche. Guardó varios cargadores
de bolas de plata para las pistolas de aire comprimido, el florete bañado en
plata, unas baterías de repuesto para el pistón trifásico fotovoltaico, tres
trampas cuánticas, una red de hilo de diamante y plata, una piedra mogûn, un frasco de cristal reforzado
con malla de acero con lágrimas de sirena del Cantábrico y varias piquetas
bañadas en plata con símbolos grabados en la cabeza. Se echó la pesada mochila
a la espalda al salir del coche y cerró el Twingo. Al caminar hacia la parte
delantera de la casa, con la tarjeta del coche en la mano, se le ocurrió
quitarle el llaverito con la roseta celta de plata. Tenía una idea para ella.
Venancio le abrió la puerta
y él le saludó de pasada, entrando con prisa en la mansión. Pasó por el
recibidor, sin fijarse en todos los objetos de decoración que había allí
expuestos, y subió las escaleras hasta el primer piso, dirigiéndose al despacho
de Sandra.
- ¿Sandra? – preguntó,
llamando con los nudillos. Esperó, pero no tuvo respuesta, así que abrió con
delicadeza. La mayor de los Carvajal Sande no estaba allí.
Se dio la vuelta y volvió
por el pasillo, sin saber dónde preguntar por ella. Pasó por delante de los dos
tramos de escaleras que llevaban al descansillo y siguió recto, de camino a la
habitación de Sofía. Allí hizo lo mismo, llamando con precaución, pero sin recibir
respuesta. Sofía no estaba en su cuarto.
Lucas volvió apurado al
amplio pasillo de la primera planta, pasándose la mano por la cara. Había
viajado todo el día desde el asentamiento de sus amigos Carla y Pancho y casi
era de noche. Quería avisar en la mansión de sus próximos movimientos y salir
cuanto antes, para aprovechar la última hora u hora y media de luz. Al no
encontrar a nadie todo su plan se retrasaba.
Venancio llegó entonces al
primer piso, subiendo las escaleras con tranquilidad. Miró con curiosidad al
detective, parado en mitad del pasillo, pero sin decirle nada.
- ¡Venancio! ¿Sabe dónde
están la señorita Sofía o la señorita Sandra? – Lucas se acercó al mayordomo
con necesidad, peguntándole a bocajarro. Luego añadió, aunque sin mucho
interés. – ¿O el señor Carvajal Roelas?
- El señor está en Cáceres,
con la señora, reunidos con unos inversores – contestó, calmo. – La señorita
Sandra está en los establos, si no me equivoco. Y la señorita Sofía descansa en
la sala de lectura: no va a recibir clases, pero su madre le ha dado permiso
para pasear por la finca o por la casa mientras se encuentre con fuerzas.
- Muchas gracias, Venancio –
asintió Lucas, y bajó corriendo las escaleras. El mayordomo le vio irse con una
mezcla de indiferencia y asombro.
Lucas buscó la sala de
lectura, para hablar con Sofía y así poder salir por la parte trasera de la
casa hacia los establos. A pesar del peso de la mochila y de los golpes que le
daba en la parte baja de la espalda, al rebotar, corrió por los pasillos y las
salas, asustando a algunos criados. Entró como un toro de lidia en la sala de
lectura, haciendo que Sofía levantara la mirada del libro.
- Hola Lucas – sonrió.
- Hola Sofía – le devolvió
la sonrisa, recuperando el aliento. – ¿Cómo estás?
- Bastante bien, la verdad –
asintió la niña. – ¿Dónde has estado?
- Tenía que ir a ver a unos
amigos – contestó Lucas, sentándose en un sillón al lado de la niña.
- ¿Pasaba algo grave?
- ¡No! Necesitaba su ayuda
para entender lo que pasa.... aquí.
- Lo que me pasa a mí,
quieres decir – dijo Sofía, poniéndose seria.
- A ti no te pasa nada –
mintió a medias Lucas. – Hay algo que quiere hacerte cosas. Eso es lo que pasa.
- Un demonio....
- Puede, pero creo que hay
algo más – contestó, enigmático, pero como todavía era una teoría no quiso dar
más detalles. – Por eso quería verte: tengo que irme.
- ¿Otra vez?
- Sí, pero esta vez estaré
más cerca. En el bosque.
Sofía no dijo nada, pero lo
miró enarcando una ceja, interrogativa. Estaba muy divertida con esa mueca.
- Tengo que ir a comprobar
una cosa al bosque que hay detrás de la casa. Creo que ahí encontraré la
solución a esto. Eso espero.
- El Bosque de los Suspiros.
- ¿Cómo?
- El Bosque de los Suspiros.
Siempre lo hemos llamado así – indicó Sofía. – Cuando era más pequeña me pasaba
horas enteras jugando allí, por entre los árboles.
- Pues ahí voy – asintió
Lucas. – Quiero que te quedes tranquila, volveré pronto. Y confía en tu
familia: ellos te cuidarán.
- Lo sé.
- Voy a hablar con tu
hermana Sandra – añadió Lucas. – No creo que te pase otra vez, pero por si
acaso, le voy a explicar a Sandra cómo proceder.
- Vale – dijo Sofía,
llorosa.
- Eeeh.... – Lucas se sentó
en el brazo del sillón que ocupaba Sofía, pasándole una mano por el hombro. –
Tranquila. No tengas miedo: si es verdad que el demonio sigue acechando, tu
hermana sabrá cómo actuar y se lo explicará a tu familia para que te ayuden.
Además, yo volveré en seguida.
- Vale.
- ¿Qué estás leyendo? –
preguntó Lucas, mirando el libro que Sofía había dejado sobre sus rodillas, tratando
de cambiar de tema. – ¿“Bosque Mitago”?
Muy propio....
- ¿Lo has leído?
- Hace mucho, más o menos a
tu edad.
- Espero que no te
encuentres con estas cosas en el Bosque de los Suspiros – deseó Sofía, con los
ojos brillantes, por las lágrimas que no habían caído.
Lucas deseaba lo mismo.
* * * * * *
Las nubes grises habían
crecido, ocupando los espacios libres que antes dominaban el cielo. Aún había
claros, pero eran muy pocos y muy pequeños. Lucas suspiró, esperando que la
lluvia le dejase tranquilo.
Caminó con paso rápido hasta
los establos, atravesando la finca trasera de la mansión. Venancio le había
dicho que creía que Sandra estaba allí, pero si no la encontraba, había
decidido seguir su camino, dejándole las instrucciones escritas en una nota.
Por suerte, al acercarse a la puerta, vio en el interior que Sandra se afanaba
allí, acicalando a su caballo Hércules.
- Buenas – saludó al entrar,
decidido.
- Hola, señor detective –
Sandra se dio la vuelta, un poco sorprendida por la súbita irrupción. – Pensé
que estaría más tiempo fuera.
- He estado lo justo, para
volver a tener perspectiva – explicó Lucas, sacando el pequeño llavero del
bolsillo. – He hablado con Sofía, aunque no creo que la haya tranquilizado del
todo....
- No se apure.
- De todas formas, quiero
que tenga esto – le tendió el llavero y Sandra lo cogió, a la expectativa. – Es
una roseta celta, un símbolo del Sol y de protección. Además está hecha de
plata, lo mejor para luchar contra los demonios.
- ¿Por qué....?
- Porque tengo que irme otra
vez – Lucas arrugó la cara – y quiero que tenga algo con lo que proteger a su
hermana. Tengo el presentimiento de que el demonio no va a poder poseer a
Sofía, pero si lo intenta quiero que tenga herramientas para enfrentarse a él y
evitarlo.
Sandra miró el llavero y
después al detective, con miedo.
- Solamente tiene que
apoyarlo sobre la frente de Sofía, si empieza a sufrir otra posesión. Otro
intento de posesión – se corrigió Lucas. – Simplemente eso. La roseta hará el
resto. Y no se asuste si sale algo de humo al contacto con la piel: estará
haciéndole daño al demonio, no a su hermana pequeña.
- Está bien.... – contestó
Sandra, aunque parecía asustada.
- Tenga confianza. Si no me
equivoco, y todo sale bien, volveré con la solución para su hermana.
Sandra asintió. Lucas la
imitó y, sin nada más que decir, se dio la vuelta, para salir de los establos.
La voz de Sandra le detuvo un instante.
- ¡Eh! No se equivoque.... –
bromeó la hermana mayor de los Carvajal Sande. Lucas sonrió, se despidió con un
saludo y reanudó su marcha.
* * * * * *
Llegó hasta el muro del
fondo de la finca y lo recorrió. Pegados al muro había espinos y zarzales en
abundancia, algunos secos y viejos, pero con espinas todavía afiladas, así que
Lucas tuvo mucho cuidado al caminar por allí, acercándose lo mínimo. Llegó a un
punto en el que el muro presentaba una abertura, una parte derruida y caída,
así que escaló por los pocos cascotes y saltó al otro lado, aterrizando sobre
una hierba mullida. Siguió pegado al muro, esquivando las zarzas, sólo que
ahora del otro lado. Técnicamente, estaba fuera de los terrenos de los
Carvajal.
Caminó con paso vivo por el
campo, acercándose a la gran masa de árboles que se veía desde lejos. Eran robles
enormes, salpicados de algún grupo de castaños y de alguna encina desperdigada
y solitaria. El bosque parecía, desde la dirección en la que se acercaba Lucas,
un muro de árboles, como soldados o centinelas de un antiguo ejército, que seguían
de guardia después de cientos de años.
Entró entre los árboles
cuando la lluvia empezó a caer. Al menos no era la tromba de agua que había
sufrido en la carretera, mientras volvía en el Twingo, sino una lluvia
intermitente y suave. Los árboles, altos y grandes, le protegieron del agua y
sólo en alguna zona, en la que las copas de los robles no cubrían el cielo del
bosque al completo, notó los aguijonazos del agua.
Llevaba puesto el mono rojo,
así que iba protegido de la lluvia. Dentro de la mochila, en uno de los bolsillos
pequeños, llevaba un gorro de lana, de color gris, con tantos años y tanto uso
que casi era ya impermeable, pero no lo sacó todavía. Las copas de los árboles
todavía lo protegían durante la mayor parte de su camino, así que sólo tenía
que preocuparse al atravesar algún claro o en alguna zona más despejada. La
humedad flotaba en el ambiente, pero no se mojó demasiado.
El bosque era anciano, eso
lo notó Lucas nada más entrar. Lo que tardó en sentir fue que además era
inteligente y peligroso. Veía los rastros verdes de la fuerza sobrenatural,
como jirones de niebla, entre los árboles y sus ramas, cómo líquenes colgantes.
Era algo que sólo él podía ver, pero cualquiera notaría cierta magia en el
lugar, cierta presencia o fuerza en el ambiente.
Los robles eran altos y con
copas frondosas y grandes. Crecían o muy juntos o muy separados, formando
diferentes estratos de sombra y claridad, zonas llenas de hojas secas y raíces
que asomaban con otras despejadas, en las que se veía perfectamente la tierra
marrón, salpicada de rocas grises. Lucas caminó por entre los árboles con
cuidado, guiándose únicamente por el azar, por su instinto y su “anomalía”. Aún
era pronto para sacar el pistón trifásico: por ahora tenía que adentrarse más
en el bosque.
Se hizo de noche y Lucas
siguió andando. Sacó entonces el pistón, solamente para usarlo como linterna, encendiendo
las luces verde y amarilla. Todo estaba muy oscuro, por la noche, las nubes y
las copas de los árboles, así que hubiese sido imposible seguir sin la luz del
pistón trifásico.
Ya no llovía, pero en
algunas zonas el suelo del bosque estaba mojado. La humedad del ambiente era
perenne. Lucas sintió frío y se puso el gorro de lana y unos guantes del mismo
material. Aunque los árboles resguardaban un poco, no había que olvidar que
estaban en diciembre.
Pasaba ya la medianoche, y
en el mismo momento en que Lucas pensaba en buscar un refugio para pasar el
resto de la noche (debía estar cerca del corazón del bosque), escuchó un
gruñido y un siseo. Se detuvo al instante, agachándose instintivamente. Había
algo allí cerca y se temía que no era un lince o un lobo o cualquier otro
animal.
Hacía tiempo que había
entrado en otra especie de mundo. Un mundo en el que las leyendas seguían
vivas.
Un roblón de tronco ancho
estaba cerca, así que se acercó y se escondió tras él, apagando el pistón, pero
sin poder evitar que sus pisadas fuesen audibles. Una vez tras el tronco del
árbol escuchó gruñir a la criatura de nuevo.
Ésta apareció por fin en su
campo visual, entre los árboles, a unos veinte metros de él, caminando por el
bosque con cautela, acechando. Lucas lanzó un reniego mental, lamentándose por
su suerte.
Era un Ofídropo.
Llevaba el torso al
descubierto, como la mayoría de su especie, con dos tatuajes, de serpientes:
las cabezas de las serpientes moradas le
cubrían el pecho y sus cuerpos ondulaban hacia el torso, dando la vuelta por el
costado y llegando hasta la espalda, donde sus colas terminaban en los
omóplatos. Dos serpientes moradas más le adornaban el rostro, a ambos lados,
con las cabezas frente a frente sobre las cejas negras. Vestía unos pantalones
púrpura con un cinturón llamativo: la hebilla estaba formada por dos cabezas de
serpientes enfrentadas, con las fauces abiertas. Su piel era amarillenta, con
cúmulos de escamas en algunos sitios, y sus ojos tenían rendijas en vez de
pupilas. Carecía de pelo, tenía la cabeza con un aspecto similar al de las
cobras, sin orejas, y blancos colmillos le asomaban de las mandíbulas. Sus
manos, una negra (la izquierda) y otra gris (la derecha), tenían garras en
lugar de uñas.
Lucas había estudiado y
visto por primera vez a los Ofídropos
en India, hacía unos años. Un chamán que le instruyó allí le avisó de todos los
peligros de aquellas criaturas. Por ejemplo, que su mordisco llevaba veneno, o
que las heridas de la mano negra pudrían el miembro herido, o todo el cuerpo,
si el arañazo era cercano al corazón.
A Lucas no le sorprendió
encontrar un ejemplar en aquel bosque, aunque lo lamentó. Un hogar que los Ofídropos encuentran cómodo son los
bosques sombríos y viejos.
Aunque deseaba pasar
desapercibido, no lo consiguió. Había hecho mucho ruido al esconderse y el Ofídropo, además, tenía una visión
infrarroja, a efectos prácticos, similar a su “anomalía”. Así que le encontró
con facilidad.
Lucas, lleno de miedo, sin
embargo actuó con destreza, como debía hacer. Encendió el pistón y lo echó al
suelo, salió de detrás del árbol, desenvainando su florete de esgrima,
enfrentándose a la carga del monstruo. Éste se echó sobre él, y aunque le buscó
con las garras no le encontró, porque Lucas se había movido, apartándose, no
sin lanzar un ataque de lado con el florete, dejando una herida larga y
estrecha en el pecho.
El Ofídropo gritó de dolor, frenando su ataque. Se giró con rapidez,
como atacan las serpientes, lanzando su mano gris, alcanzando a Lucas en el
pecho, empujándole hacia atrás. Voló durante unos metros y aterrizó con la
espalda y el trasero, rodando por la hierba y las raíces de los árboles. Aturdido,
fue capaz de reaccionar, sin apuntar bien, lanzando un nuevo ataque con la
espada, horizontal, al sentir que el monstruo estaba otra vez sobre él,
tratando de herirle. El florete alcanzó las manos del Ofídropo, que las retiró dolorido. Lucas sacudió la cabeza,
tratando de despejarse, y aunque le dolía la espalda, se lanzó hacía adelante,
enfocando mejor al monstruo, golpeándole con el botón del florete en el hombro,
de punta. No le atravesó la dura piel, cubierta de escamas en algunas partes,
pero sí consiguió hacer que humeara, herido.
El Ofídropo chilló y siseó, dando dos pasos hacia atrás. Mostró los colmillos y se lanzó de nuevo
sobre Lucas. Éste afirmó los pies y le lanzó un ataque, que el monstruo
desplazó con el brazo izquierdo, alcanzando con un zarpazo el brazo de Lucas.
El detective chilló, movió el florete, y aunque no alcanzó al monstruo, al
menos lo espantó, haciendo que retrocediera.
Lucas estaba apoyado contra
un castaño retorcido, recostado sobre su tronco. Se miró el brazo izquierdo,
donde resaltaban cuatro cortes irregulares en la fuerte tela del mono y en su
propia piel. Había sido un zarpazo con la mano gris, la derecha del Ofídropo, así que estaba libre de
veneno. Aun así, la herida dolía un montón. Sudando, a pesar del frío, miró a
su enemigo, que caminaba en arco frente a él, tentándole.
De repente atacó de nuevo,
como una cobra lanzándose hacia adelante. Las dos manos, la gris y la negra,
iban por delante, y Lucas volvió a golpearlas con el florete. La bestia las
apartó, más preocupado que dolorido, pero Lucas se preocupó mucho más: el
florete se le escapó de las manos, al golpear las del monstruo.
Mientras el florete
repiqueteó contra las raíces del suelo, fuera de su alcance, Lucas pensó en sus
armas. Estaban todas en la mochila, allá lejos, perdida cuando el Ofídropo le había golpeado la primera
vez.
Pero entonces, cuando el
monstruo volvía sobre él, recordó que llevaba una pistola en uno de los
bolsillos del mono, uno de los que quedaba en el abdomen. Con velocidad,
deseando que no se le enganchara en la cremallera, sacó la pistola de aire
comprimido, apuntando a bulto y disparando dos veces.
La primera bala de plata le
rozó la mejilla escamada al Ofídropo, pero la segunda le atravesó el hombro,
saliendo por la espalda.
Aquella fue la que detuvo en
seco al monstruo, que estaba a pocos centímetros de Lucas. Aulló de dolor y
quizá también de miedo, trastabillando hacia atrás, girándose y corriendo.
Pronto se perdió entre los árboles, desapareciendo de la vista.
Lucas, sin soltar la
pistola, se tanteó las heridas, comprobando que sangraban pero que no eran profundas. Suspirando y
jadeando, por la adrenalina que todavía recorría las autopistas de sus venas,
se incorporó y anduvo renqueante hasta la mochila. Allí tenía algunas gasas,
quizá alcohol o yodo.
La recogió del suelo y se
incorporó, dolorido. La lluvia había vuelto a empezar a caer y en aquella parte
del bosque las copas de los árboles no estaban tan juntas y no hacían de
paraguas natural.
Tenía que buscar un refugio,
para guarecerse y curar sus heridas.
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