Casi al mismo
tiempo, en realidad algo más de una hora después, ya que Nau está más al oeste
que Medin, una de las bibliotecarias de la biblioteca real de Tiderión llegaba
al trabajo.
Nau era la
capital del reino de Tiderión, el más occidental de los cuatro territorios. Era
una ciudad rica, próspera, bella y cuidada. Parecía siempre lista para una
visita protocolaria, siempre deslumbrante, siempre limpia y bella.
El reino de
Tiderión era el más rico de los Cuatro Reinos y se notaba en su capital. Había
cientos de palacios, cientos de casas señoriales, parques bien cuidados, calles
adoquinadas, cloacas en buen funcionamiento, abastecimiento de agua.... Era una
ciudad rica y tranquila.
Tiderión nunca
había sido invadido y casi nunca atacado, así que el reino se mantenía rico y
prospero, sin ejército ni fuerza de ataque. Solamente tenía el cuerpo de
alguaciles, que hacían las veces de soldados, aunque se encargaban de mantener
el orden y la paz en las ciudades y en los pueblos del reino.
La vida en
Tiderión era mayoritariamente tranquila. No había grandes crímenes, pues casi
todo el mundo tenía dinero. No era que todos fuesen ricos, pero en Tiderión era
muy difícil encontrarse con un pordiosero. Al ser un reino próspero, siempre
hacía falta gente para cuidar de los rebaños de ovejas, para trabajar los
grandes campos de cereales o de frutales, gente para trabajar en los molinos de
harina y de textil. Había mucha materia prima en Tiderión y por tanto mucho
trabajo disponible.
Ningún otro
reino había nunca tratado de invadir Tiderión y en parte era por la buena
política interreinal que habían llevado sus monarcas a lo largo de la historia.
Actualmente el
monarca de Tiderión era Corasquino, un hombre de unos cuarenta años, delgado y
calvo, pero no daba el aspecto de alguien frágil. Vestía siempre ropas
amarillas o doradas y usaba siempre capa, de color rojo. Era un buen monarca,
pero un mejor comerciante: aplicaba precios bajos y beneficios a los demás
monarcas de los otros territorios, de esa forma siempre tenía negocios abiertos
con ellos y conseguía mantener alejados a los ejércitos invasores. También
hacía tratos con los Berebes que había muy al sur y con los Valaquitas de
allende el oeste. Además, caravanas de reinos y territorios lejanos llegaban
hasta Tiderión para mercadear.
En Nau, la
capital de Tiderión, había barrios más humildes, aunque eran mucho más lujosos
que la capital de Belirio, por poner un ejemplo. En uno de ellos vivía Zanigra,
una de las bibliotecarias de la biblioteca real de Tiderión, ubicada en Nau.
Zanigra llegó
aquella mañana a la biblioteca, encargada de abrir las puertas. Cada semana
una de las bibliotecarias era la que se encargaba de abrir la biblioteca.
Zanigra no
sabía que, por ser aquella semana la encargada de abrir la biblioteca al
público, su vida iba a cambiar en gran manera.
Zanigra era
una mujer joven, de apenas veintidós años. Llevaba trabajando en la biblioteca
real de Tiderión los últimos cuatro y había vivido en Nau toda su vida. Apenas
había salido de allí, salvo para visitar el pueblo de sus abuelos todos los
veranos y en una ocasión en que fue con la bibliotecaria jefe a Jora del Valle,
una ciudad grande del sur del reino, a catalogar unos legajos que se habían
encontrado en una vasija enterrada bajo los sótanos de una antigua taberna.
Toda su
experiencia vital se circunscribía a Nau.
Zanigra era
una chica muy independiente: vestía pantalones, cuando muy pocas mujeres lo
hacían. Solía llevar blusas coloridas, que marcaban su amplio busto. Todas sus
compañeras la oían llegar antes de que apareciese en la habitación, porque
siempre llevaba pulseritas de metal, bañadas en plata y oro.
Era una chica
muy bella y muy linda. Era simpática con sus compañeras y con el resto de
conocidos del barrio, aunque tremendamente tímida con los desconocidos. Era muy
decidida en los ambientes en los que se sentía segura: fuera de ellos era como
una niña pequeña.
Zanigra entró
en la amplia biblioteca, que estaba vacía y a oscuras. No le importaba ser la
primera en llegar y abrirlo todo: aquellos momentos de intimidad, ella sola
con los libros, llenos de responsabilidad, le encantaban.
Abrió la
puerta que daba a los despachos de las demás bibliotecarias (salvo el de la
bibliotecaria jefe: ése sólo lo podía abrir ella con su propia llave) y después
subió las persianas de las salas de abajo. Cuando acabó con ello empezaron a
llegar sus compañeras, que la saludaron con cordialidad. Cada una se fue a su
despacho, a poner sus cosas en orden y organizarse la jornada. Por su parte
Zanigra siguió con su rutina.
Subió al
segundo piso, abriendo las salas con llave. Allí se guardaban los libros más
antiguos e importantes y no estaban al alcance de cualquiera. Se reservaban
para grandes personalidades, para estudiosos y para los ciudadanos que hubiesen
solicitado un permiso. Eran libros que nunca salían de la biblioteca y rara vez
alguien muy importante o famoso había conseguido el permiso real para hacerlo.
Por eso
Zanigra se sorprendió mucho al encontrar una puerta forzada. Habían conseguido
romper la jamba y forzado el pestillo, para entrar en la sala.
Zanigra (algo
asustada, tuvo que reconocérselo) entró en la sala con precaución. Estaba casi
a oscuras, aunque las persianas no estaban cerradas del todo y rayos de Sol
débiles se colaban por los agujeritos que había entre placa y placa. Vio un
poco las formas de los sillones y las mesas de lectura y los lomos de los
libros en las estanterías que forraban tres de las cuatro paredes.
También vio
algo horrible en el centro de la estancia, en el suelo, pero era algo que la
afectaba tanto que no quiso creerlo. Al menos esperó a tener más luz para
asegurarse. Fue hacia las ventanas y subió las persianas de los tres grandes
ventanales que había en aquella sala. Después volvió su mirada al suelo.
Y gritó.
Lo que había
creído ver en la penumbra de la sala era cierto. Había un libro destrozado en
el suelo, sobre la alfombra, entre dos de los sillones. Las cubiertas estaban
abiertas y descansaban como un pájaro muerto, abatido en pleno vuelo por una
flecha. Trozos de las hojas estaban rasgados y retorcidos por todas partes,
sobre la alfombra, sobre las cubiertas desnudas, sobre la mesa de lectura
cercana y sobre los sillones. Había un montón de cenizas en un rincón de la
alfombra, que habían chamuscado el tejido.
Zanigra gritó,
dolida. Lloró, triste, por lo que le habían hecho a aquel libro. Los libros
eran sus mejores amigos y los bienes más preciados que ella reconocía.
Sus compañeras
de la biblioteca escucharon sus gritos y subieron corriendo a ver qué había
pasado. La encontraron muy afectada y todas se lamentaron por el libro roto.
Algunas sacaron de allí a Zanigra, otras se encargaron de que todo lo que
hubiera en la sala se quedara como estaba y una fue en busca de los alguaciles.
Podría parecer
desproporcionada la actuación de las bibliotecarias, pero hacían su trabajo.
Aquellos libros pertenecían en última instancia al rey, y cualquiera que
hubiese osado colarse en la biblioteca cerrada, forzar las puertas y destrozar
uno de los libros había cometido un crimen contra la propiedad del rey.
Los alguaciles
llegaron enseguida y se hicieron cargo de la situación.
- Muy bien,
¿alguien más que ustedes ha entrado aquí? – preguntó nada más llegar el jefe de
alguaciles, serio y ceñudo. Las bibliotecarias le respondieron negativamente. –
De acuerdo. ¿Quién lo encontró?
- Zanigra –
respondió una de las mujeres.
- Muy bien.
Hablaré ahora con ella. ¿Dónde está?
- Por aquí....
– le indicó la misma mujer. El jefe de alguaciles se dejó llevar.
Zanigra estaba
en otra sala, sentada en un sillón, acompañada por otra bibliotecaria. La chica
ya estaba más calmada, aunque se había llevado un disgusto terrible al ver el
libro destrozado. El jefe de alguaciles se detuvo a su lado y se agachó para
verla a la misma altura.
- Zanigra,
¿estás bien? – le preguntó con dulzura. La joven se volvió a la voz conocida y
se abrazó con el alguacil.
Remigius, el
jefe de alguaciles de Nau, era un viejo conocido de Zanigra. Tenía cincuenta y
tres años y había sido gran amigo de su padre, desde niños. Cuando el padre de
Zanigra había muerto hacía seis años el alguacil se había hecho cargo de la
niña, cuidando de que nunca les faltara nada a ella y su madre. Gracias al
hombre Zanigra trabajaba en la biblioteca.
- Remigius,
¿qué haces aquí?
- He venido a
investigar qué ha pasado aquí – respondió el alguacil. – ¿Puedes contarme qué
es lo que viste al llegar esta mañana a la biblioteca?
Zanigra le
contó todos sus movimientos de aquella mañana, cuando se encargó de abrir la
biblioteca y poner en orden todas las salas.
- Ya veo....
Así que nadie antes que tú subió al segundo piso, ¿verdad?
- Eso es.
- Eso indica
que quien lo hiciera lo hizo de noche cuando la biblioteca estaba vacía y
cerrada....
El alguacil se
puso en pie y caminó hasta la puerta de la sala, que daba al pasillo. Llamó a
uno de sus hombres y le preguntó por el registro de todo el edificio. El
alguacil joven le explicó que habían visto otra sala forzada, que tenía un
tragaluz en el techo que también había aparecido roto. Remigius le dio las
gracias y se volvió de nuevo hacia la sala, acariciándose la barba gris.
Zanigra lo miró sonriendo, con cariño.
Remigius era
un hombre grande, con amplia barriga que había ido creciéndole desde la mitad
de la década de los cuarenta años. Sin embargo tenía brazos fuertes y piernas
delgadas, musculosas. Tenía abundante pelo gris y una barba corta del mismo
color, como exigía su rango. A pesar de su vientre redondeado, el uniforme azul
de alguacil le quedaba bien.
- Puede ser
que se colaran por la sala que tiene el tragaluz, forzaran la puerta para poder
salir al pasillo y así entrar en la sala que querían – dedujo el alguacil. –
¿Habéis notado que falte algo, que se hayan llevado alguna cosa?
- No –
contestó Zanigra y su compañera, que había estado presente durante toda la
conversación, negó con la cabeza.
- Habrá que
revisarlo todo.... Ahora quédate aquí, Zanigra. Hélave te hará compañía. Voy a
ir a ver la sala donde está el destrozo y luego volveré a verte, ¿de acuerdo?
Zanigra
asintió, sonriente, y Remigius salió de la sala. Entró en la del libro
destrozado, donde había otros dos alguaciles y se hizo cargo de la situación.
- Nadie ha
tocado nada, ¿verdad?
- No, señor –
contestó el alguacil joven que había respondido antes a la llamada de su jefe. –
Nosotros no hemos tocado nada y las bibliotecarias se han encargado de lo mismo
hasta que llegáramos.
- ¿Has notado
algo, Primus? – preguntó Remigius al otro alguacil, que tenía una nariz grande.
- Nada, señor.
No huele a nada – contestó el alguacil.
Después señaló el montón de cenizas. – Y
lo quemado huele a aceite normal y corriente.
- O sea, que
no tenemos nada.... – se lamentó Remigius.
- ¿Qué
quemaron ahí? – preguntó el primer alguacil.
- Parecen
cenizas de papel – contestó Primus, el de la gran nariz. – Quemaron papel.
- ¿Hojas del
libro? – preguntó Remigius.
- Sí, eso
parece....
- ¿Por qué
destrozarían el libro entero y además quemarían unas hojas sueltas? – preguntó
el alguacil joven.
- Para
asegurarse de que quedaban bien destrozadas.... – musitó Remigius, que empezaba
a tener una idea. – No querían que quedara ni rastro de una parte concreta del
libro....
- ¿Por qué?
¿Qué decía en esa parte?
- ¿Qué libro
es? ¿Lo habéis comprobado? – preguntó el jefe de alguaciles.
- No señor. No
hemos tocado nada – respondió Primus.
El alguacil
joven se agachó al lado de las cubiertas del libro y lo cogió con cuidado,
dándole la vuelta. La portada estaba acuchillada, pero podía leerse un poco el
título y el autor, en letras doradas.
- “Dii historiea osquria”, de Carlus de
Naran – leyó el joven alguacil.
- Hay que
preguntar a las bibliotecarias de qué hablaba ese libro – dijo Remigius. – Así
sabremos qué podía ser lo que los vándalos no querían que se supiese de lo que
en él había escrito.
Los dos
alguaciles asintieron.
En ese momento
llegó otra alguacil, cuadrándose en la puerta y saludando a su superior y a sus
compañeros, llevándose el puño cerrado con el pulgar extendido al lado
izquierdo del pecho, sobre el corazón.
- Señor –
saludó la mujer vestida de azul.
- ¿Qué pasa,
Riya? – preguntó el jefe de alguaciles.
- Hemos
encontrado un cadáver, señor – informó la alguacil, algo afectada. – Parece un
asesinato.
- ¿Un
asesinato? – se sorprendió el jefe de alguaciles y los hombres que estaban con
él.
- Tiene que
verlo, señor. Ha sido aquí cerca, en el barrio Blanco.
Remigius
acompañó de vuelta a Riya a la casa donde habían encontrado el cadáver. El
barrio Blanco estaba relativamente cerca y era un barrio elegante, lleno de
gente importante y personalidades. Había condes, marqueses, gente de la corte y
famosos en general. El jefe de alguaciles se preguntaba quién sería el muerto.
Llegaron a una
casa elegante aunque sencilla. No era un edificio muy grande, aunque no por
ello parecía menos distinguida. Había otro de sus alguaciles en la puerta.
- Señor, en el
piso de arriba, en el dormitorio.... – dijo, después de saludarle marcialmente.
Remigius le dedicó un cabeceo y subió las escaleras de madera. Riya fue detrás
de él.
- La doncella
le encontró esta mañana, cuando llegó para hacer la limpieza y despertar al
señor – le informó Riya mientras subían. – Al parecer siempre dormía hasta
tarde y era ella quien le despertaba y le daba el desayuno. Por allí, señor,
ése es el dormitorio....
Remigius
siguió la indicación de Riya y entró en un amplio dormitorio, tan grande como
toda la casa del jefe de alguaciles. Había cortinas de finas telas, una cama
con dosel y un par de butacas tapizadas de fieltro.
En una de
ellas estaba el cadáver.
Era un hombre
mayor, quizá unos diez años más que Remigius. Tenía el pelo blanco abundante,
ondulado en la nuca y en el flequillo. Era de piel morena, sin barba ni bigote.
Vestía un pijama de seda, empapado de sangre. Estaba atado en la butaca de
madera con una cuerda fuerte y tenía la garganta abierta, por un corte de cuchillo
o espada.
- ¿Alguna
pista? – preguntó Remigius, poniéndose muchísimo más serio que en la
biblioteca. Los asesinatos eran una cosa muy rara en Nau (en Tiderión entero) y
mucho menos tan aparatosos como aquél.
- Nada. No hay
nada por el suelo, ni sobre el cadáver.
- ¿Pelos,
telas, olores? – preguntó Remigius.
- Nada. Lo
único que podemos decir, aunque habrá que esperar al examen del médico, es que
el corte parece muy irregular – señaló Riya y Remigius se agachó para ver el
asqueroso espectáculo. – Se hizo con una hoja muy poco afilada....
- ¿Quién
habría hecho una cosa así? – preguntó Remigius. Los vecinos de Rodena, en el
reino central, veneraban las espadas, pero las llevaban siempre afiladas. No
sabía de nadie más que usase armas blancas como defensa. Aunque era cierto que
todo el mundo tenía cuchillos en su cocina....
- No lo sé,
señor. Quien quiera que lo hizo entró por la ventana del desván: la hemos
encontrado rota y el suelo lleno de cristales y maderos rotos.
- ¿Quién era
el hombre? – señaló Remigius.
- Sí – Riya sacó una
libreta pequeña con tapas de madera laminada, repasando sus notas. – Era Carlus
de Naran, un escritor....
Remigius tardó
un rato en darse cuenta.
- ¡¿Cómo?! –
se volvió hacia Riya, con los ojos abiertos como platos. Aquello no podía ser
una coincidencia.
- Carlus de
Naran – repitió Riya, un poco asustada. – ¿Qué....?
- No os vayáis
de aquí hasta que llegue el médico, Riya – ordenó su jefe. – Que se lleve el
cuerpo al cuartelillo y empiece a hacer su trabajo en la “sala de sangre”. Yo
iré después. Tengo que comprobar una cosa.
Remigius salió
de la casa del muerto a toda velocidad, corriendo luego por la calle. Con mucha
prisa volvió a la biblioteca, jadeando como un perro, sudando y con dolor en el
costado. Entró en la biblioteca real, subió las anchas escaleras y entró en la
sala donde estaba el libro destrozado.
- Señor, ¿ya
está de vuelta? – dijo Primus.
- ¿Cómo se
llamaba el autor del libro? – preguntó Remigius, sin saludar ni nada, agarrado
a los bordes del vano de la puerta.
- Carlus de Naran –
lo volvió a mirar el joven alguacil.
Remigius se
dio la vuelta y volvió a la sala donde esperaba Zanigra. Encontró a la joven de
pie, hablando con su compañera, mucho más tranquila.
- ¿Qué
escribía Carlus de Naran? – preguntó.
Las dos mujeres
le miraron un poco sorprendidas, antes de contestarle.
- Era
historiador.... – dijo Zanigra.
- Sobre todo
se centró en la historia inicial de los Cuatro Reinos, cuando los hijos del rey
Heraclio se enfrentaron al hechicero oscuro Thilt.... – contestó Hélave, también
un tanto extrañada.
Remigius
meditó un rato antes de hablar, tragando saliva fuertemente. Después volvió a
mirar a Zanigra.
- Tienes que
acompañarme....
- ¿Al
cuartelillo?
- No. A
palacio. Tenemos que hablar con el rey....
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