Recorrió con
paso firme los pasillos del palacio, haciendo resonar sus botas sobre las
baldosas coloridas. Sólo cuando pasaba sobre las mullidas alfombras en algunas
habitaciones sus pasos eran silenciosos.
Llevaba la
armadura completa puesta y no estaba precisamente presentable para una
audiencia con su majestad, sudoroso, sucio, cansado y con manchas de la sangre
negra de los Innos. Sin embargo, el rey había ordenado que le informasen en
cuanto volviesen de la expedición. Además, las noticias eran buenas.
El coronel
Darius Gulfrait llegó ante las puertas de la sala del trono, custodiadas por
dos soldados armados con espadas anchas y largas, desenvainadas, con las manos
sobre el pomo y la punta apoyada en el suelo ante sus pies. Los dos se cuadraron
ante su superior, pero cruzaron las espadas ante él, tal y como mandaban las
ordenanzas.
- Descansen,
soldados. Tengo una audiencia con el rey – dijo el coronel, sereno. Los
soldados descruzaron las espadas y volvieron a colocarlas frente a ellos.
El coronel
Gulfrait empujó las puertas de madera pintada de blanco y entró con paso firme
en la sala. Era larga y estrecha, con dos naves a ambos lados, separadas de la
principal por dos arcadas, con arcos puntiagudos y columnas estrechas,
estriadas. Amplias ventanas sobre los arcos dejaban entrar la luz de la mañana,
iluminando la nave central, que estaba llena de butacas vacías. El soberano
esperaba en su trono, al fondo de la sala, a unos cincuenta metros de la
puerta. Estaba sobre una tarima de tres escalones, engalanada con estandartes.
Al nivel del suelo había dos consejeros del rey. Cuando llegó ante el rey se
inclinó en una reverencia, con los dos dedos juntos y estirados en el
entrecejo, sosteniendo el casco de batalla bajo el brazo izquierdo.
- ¡Coronel
Gulfrait! – saludó el rey, con brío, contento. – ¡Qué pronto habéis vuelto! Veo
por vuestro aspecto que encontrasteis a los Innos....
- Sí, mi
señor. Lamento mi aspecto, mi señor....
- ¡Ni hablar!
Un caballero nunca debe pedir perdón por ir cubierto por la sangre de sus
enemigos, el polvo del camino o el sudor de su propio esfuerzo – dijo el rey
Máximus, con orgullo.
El rey Máximus
era el actual monarca de Rodena, el reino central de los cinco territorios. Era
un hombre grande, de larga barba blanca, melena venerable, vestido siempre con
coraza y protecciones en brazos y piernas, con una pesada capa de lana azul y
armiño. Su emblema, el que destacaba en sus pendones y estandartes, era una
espada, como la que llevaba siempre al cinto.
- ¿Y bien?
¿Los habéis encontrado?
- Así es, mi
señor. Dimos alcance a los Innos al sureste de las montañas Prye, cuando
trataban de cruzar nuestro reino desde Tiderión. Entramos en liza con ellos,
acabando con todo su grupo gracias a nuestras espadas. Tan sólo atrapamos a dos
con vida, que hemos encerrado en las mazmorras de la fortaleza. Los mantenemos
allí y pretendemos interrogarles. Por ahora y durante el camino de vuelta a Sinderin
no han dicho nada.
El rey Máximus
había recibido los mensajes de Corasquino y el huakar Krann y la visita de los emisarios de Al-Jorat, entre los
que se encontraban Eonor y Dim. Hacía días de aquello y había tomado una rápida
decisión: podía interceptar al grupo de Innos que volvería desde Tiderión, de
camino a la tierra de Gondthalion. Quizá pudiesen tomar prisioneros y tratar de
desenmarañar aquel asunto que parecía afectar a los Cuatro Reinos.
Había mandado
un destacamento de caballeros, a las órdenes del coronel Darius Gulfrait, uno
de sus oficiales de mayor confianza. Habían partido a caballo hacía cuatro días
y ya estaban de vuelta con la misión cumplida.
- ¿Llevaban
algo encima? ¿Algo que pudiese servirnos para entender todo este lío? –
preguntó el monarca.
- No, mi
señor. Tan sólo portaban armas y su inmunda comida. Nada que nos explique su
invasión o sus planes.
- Muy bien,
coronel. Puede retirarse. Aséese y descanse, pues se lo ha ganado. Pero me temo
que dentro de poco tiempo tendré que hacer uso de sus servicios, pues esta
crisis aún no se ha aclarado y mucho menos terminado....
- Vivo para
servir a mi rey y a mi reino.... – contestó el coronel Gulfrait, repitiendo la
reverencia.
- Podéis
retiraros....
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