Se detuvo por
primera vez en toda la mañana, sentándose en una roca en mitad de la estepa,
sacando una bota del morral, para echar un trago de sidra. Aunque hacía frío
agradecía la sidra fresca en el gaznate. Echó un largo trago, sin dejar de
vigilar a las cabras con el ojo desviado.
Tenía un
rebaño de cabras de veinte animales, al que había que sumar las cincuenta del
reino que también estaba encargado de vigilar y cuidar. Eran unas setenta
cabras a las que paseaba todo el día, llevaba a las zonas de pasto y después al
río, antes de volver al establo. Todas las noches les echaba forraje en los
comederos y llenaba los bebederos de agua limpia. Al día siguiente, al
amanecer, las ordeñaba y llenaba grandes calderos de metal, que otros pastores
se encargaban de recoger para distribuir la leche o hacer quesos con ella.
Cástor llevaba
una vida dura pero era la que a él le gustaba. Prefería esa vida monótona pero
tranquila, antes que tener que criar y domar caballos.
En Belirio, su
reino, la mayoría de la gente vivía de los caballos, ya fuese criándolos,
domándolos, cuidándolos o sacrificándolos y convirtiéndoles en filetes para
comer. Los caballos eran la base del reino.
Era curioso
pues que el símbolo de su rey, Krann, fuese un garrote de color verde y amarillo,
en lugar de una herradura.
Pero la gente
de Belirio tenía que comer, así que algunos no se dedicaban al negocio de los
caballos, y eran pastores criando ovejas, vacas o cabras. Cástor era uno de
éstos últimos. También había gente que cultivaba cebada y patatas, las bases de
la alimentación en Belirio, junto con las manzanas.
Cástor bajó la
bota y la tapó, devolviéndola al morral.
No tenía por qué tener tanto cuidado
pues las cabras se mantenían cerca, todas pastando por los alrededores, manteniendo
casi un círculo.
El pastor de
Belirio sacó un trozo de pan de cebada y un cuarto de queso y empezó a
comérselo, ayudándose con un pequeño cuchillo que también llevaba en el morral.
Mientras almorzaba escuchó ruidos raros allí cerca.
Se levantó de
la roca, mirando alrededor, buscando el origen de aquellos extraños sonidos.
Parecían golpes metálicos contra la roca, además de palabras susurrantes,
acuosas.
Ceniza llegó hasta él, trotando, con la lengua fuera. Era su
perro, un pastor belirio. Era grande, con el porte de un lobo, un poco más
pequeño. Tenía la piel del lomo negra y la de los costados de un gris claro muy
bonito, de ahí su nombre. La cabeza era grande, con el hocico alargado y en
punta y las orejas estiradas hacia arriba, con forma triangular. El perro
jugueteó entre sus piernas, olfateando: se había dado cuenta de que su amo
estaba alerta.
Ceniza gruñó entonces, apuntando hacia el sureste. Había olido
algo que venía desde ese punto y no le gustaba.
- ¿Qué pasa,
bonito? – le dijo Cástor, agachándose, mientras le acariciaba la cabeza. Ceniza gruñó, enseñando los colmillos. –
¿Qué hay allí?
Ceniza dio unos pasos en la dirección que apuntaba su morro
puntiagudo, deteniéndose, sin dejar de gruñir. Cástor recogió su garrote (que
entre los pastores se llamaba “basto”) y se lo puso en el hombro derecho, sujeto
con esa misma mano.
- Quédate
aquí, Ceniza – dijo, a media voz, sin
dejar de mirar hacia el sudeste. – Cuida de las cabras.
Y después echó
a andar en aquella dirección.
La estepa era
mayoritariamente llana, aunque no plana del todo. Había ciertas diferencias de
nivel de un sitio a otro, aunque realmente no había colinas ni lomas dignas de
mención. Así que Cástor se sorprendió al no ver nada en aquella dirección. ¿Qué
había alarmado tanto a Ceniza? ¿Alguna
liebre o un hurón? Si hubiera sido aquello lo hubiese perseguido, volviendo
luego muy ufano hasta donde estaba el rebaño, con la presa en las fauces.
No. No podía
ser aquello.
Lo que fuera
tenía que estar detrás del santuario que había a unos doscientos metros, allá
adelante. Era el único lugar donde, fuese lo que fuese que Ceniza había olido, podía esconderse.
Cástor anduvo
hasta el santuario, una edificación no más grande que una caseta, de piedra
blanca (o de granito encalado), de una sola estancia, de planta rectangular.
Los santuarios de la estepa solían tener una espadaña en el techo, de roca o de
yeso, acabada en un círculo con una barra horizontal que lo atravesaba. Aquel
era el símbolo del dios de los Bárbaros del norte que los habían invadido hacía
siglos. Ahora representaba más bien la unión de los Bárbaros con los primeros
pobladores del reino de Belirio, los descendientes de Heraclio “el Padre”.
En los
santuarios de la estepa solían guardarse reliquias de hombres importantes del
reino, de antiguos héroes y de los reyes anteriores a Krann, solamente de
aquellos que se lo habían merecido. La gente llevaba flores de cardos y
ramilletes de lavanda y romero, a modo de ofrendas.
Cástor dio la
vuelta al santuario, esperando encontrarse cualquier cosa menos la que
encontró.
En la puerta y
dentro de la estancia del santuario había unas criaturas extrañísimas que
Cástor no había visto nunca. Tenían el cuerpo alargado, como los de las lombrices,
de color negro, con anillos, pero con algunos manojos de pelos duros y cortos.
La mitad inferior de aquel extraño cuerpo estaba horizontal y le salían dos
pares de patas, con dos rodillas cada una, acabadas en cascos. La mitad
superior del cuerpo estaba erguida, también con dos pares de brazos, parecidos
a los humanos, pero acabados en garras de tres dedos. La cabeza de aquellos
seres era redonda, con tres ojos dispuestos en triángulo y una boca ancha, sin
labios, llena de colmillos pequeños.
Las extrañas y
asquerosas criaturas estaban escavando en el suelo del santuario, habiendo roto
la losa de piedra que guardaba la cripta que había debajo. Habían removido la
tierra, buscando lo que hubiese allí enterrado.
Antes de que
Crástor pudiese llamarles la atención, los dos bichos que había en la puerta,
fuera del santuario, notaron su presencia y se dieron la vuelta, rápidamente. Gruñeron,
con un ruido parecido al maullido de un gato y el chillido de un águila,
llamando la atención de sus compañeros.
Después
atacaron a Cástor.
El pastor se
sorprendió por la velocidad de las criaturas, pero estaba preparado y sabía
pelear. Blandió el basto hacia el primero de los bichos y le golpeó en la
cabeza, partiéndosela al primer golpe. El segundo cargó contra él y lo tiró al
suelo.
Cástor se puso
en pie, rehaciéndose, dándose cuenta de que la criatura lo había alejado del
santuario, para tener más espacio para pelear. Ahora todo el grupo de bichos le
tenían rodeado, en una circunferencia. Eran nueve.
Las criaturas
atacaron todas a la vez, pero Cástor se defendió con fuerza y habilidad.
Aparentemente las asquerosas criaturas no tenían con qué atacar, así que los
golpes del garrote de Cástor hicieron gran daño entre ellas. Algunas alcanzaron
a cocear a Cástor, pero no de forma muy directa, así que el pastor recibió
daños pero no graves. Una pudo morderle en el brazo, enganchándose allí con la
multitud de pequeños colmillos, pero Cástor fue capaz de golpearle con el
basto, rompiéndole la cabeza.
La pelea fue
intensa, pero duró poco. Cuatro de las criaturas se alejaron de allí corriendo,
moviendo muy rápido las cuatro patas traseras, al ver que sus compañeros habían
caído. Cástor las vio irse y vio también cómo Ceniza las alcanzó y las hizo trizas con los dientes.
Miró su basto,
manchado de un líquido espeso y negro, y miró alrededor, donde descansaban los
enemigos vencidos. Después vio cómo Ceniza
se acercaba a él, meneando la cola, contento, con la cabeza de una de esas
criaturas entre las fauces.
- Bosta de
cabra, ¿qué eran estas cosas? – dijo para sí mismo.
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